El Verbo se hizo carne
Agustín García Gasco
Arzobispo de Valencia
(Publicado en el diario ABC el 24-12-93)
En la fiesta de Navidad, la Iglesia anuncia al mundo cada año con las palabras del evangelista Juan -"el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros"- que en la persona de Jesús de Nazaret, nacido en Belén en tiempos del rey Herodes, el hijo de Dios se hizo hombre, es decir, que se convirtió en uno de nosotros, entrando en nuestra historia y compartiendo en su totalidad el sombrío drama de la condición del hombre. Con ese anuncio, la Iglesia da un testimonio y hace una propuesta de fe, invitando a todos los hombres a creer en Cristo.
Podemos preguntarnos ahora: ¿esa propuesta de fe tiene sentido para el hombre de hoy? En otras palabras, ¿qué le dice, o mejor, qué puede decirle al hombre de hoy el Cristo -no un Cristo cualquiera, sino el Cristo, Hijo de Dios hecho hombre- que la Iglesia testimonia y propone? Ciertamente, la figura de Cristo dice mucho a los hombres de nuestro tiempo, incluso a los no creyentes. Veinte siglos después de su muerte, su figura sigue irradiando una fascinación extraordinaria, porque su vida, con sus palabras y su ejemplo, ha mostrado que es posible la utopía humana: el sueño del hombre, la aspiración que late en lo más recóndito de su ser al amor, a la fraternidad, a la sinceridad, a unas relaciones humanas no basadas en la prepotencia, en el engaño y el odio. Jesús le ha descubierto al hombre una nueva dimensión humana y una nueva posibilidad de ser, señalándole con su ejemplo el modo de realizarla. Sin duda, la tragedia de su muerte ha puesto de manifiesto lo difícil que resulta realizar su utopía; sin embargo, no ha sido inútil, ya que no sólo ha mostrado la seriedad de su empeño, sino que también hoy infunde valor a quienes combaten por la misma utopía por la que El murió.
Así, para muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo -que se encuentran sin duda entre los mejores por la elevación de sus ideales, por la pureza de sus intenciones, por su generosidad y su ánimo-, Cristo es «punto firme» en el camino hacia un mundo más fraterno y más justo; es una fuente de inspiración y un modelo de fuerza y de valor para todo el que -creyente o no- desea luchar por el reino del hombre o por la causa de la libertad, de la justicia, de la fraternidad y de la paz.
Es, pues, la figura histórica y humana de Cristo, es su destino humano lo que le habla al hombre de hoy. Pero la Iglesia no presenta a Jesús como un simple hombre, sino como el Hijo de Dios hecho hombre; no habla sólo de la persona histórica de Jesús, de su vida y de su muerte ubicadas en un determinado lapso de tiempo, sino que habla de Cristo como del Señor vivo, afirmando que Jesús de Nazaret ha resucitado de la muerte y está vivo "a la derecha del Padre" como Señor de la historia, y presente en medio de la Iglesia, congregada en su nombre; más aún, en el corazón mismo de la humanidad, como salvador de todos los hombres.
Surge entonces la pregunta: si Jesús habla a los hombres de hoy en su humanidad, ¿les habla también en su divinidad, o mejor, en su divinidad-humanidad, en su ser de Dios-hombre, de Hijo de Dios encarnado, según lo confiesa la Iglesia? Hay que señalar objetivamente que para muchos hombres de hoy, la divinidad de Cristo, además de antojárseles imposible -¿cómo podría hacerse Dios hombre?, se dicen-, se presenta carente de significado. Más todavía; les parece que la divinización de Cristo por parte de la Iglesia ha desfigurado su profunda humanidad, absorbiendo y diluyendo al hombre concreto que fue Jesús de Nazaret en una figura mítica y difuminada, y eliminando el carácter trágico de su destino de hombre que sale valientemente al encuentro de lo que sabe que es el final sin remedio. El Cristo Dios les parece la caricatura del hombre Jesús. Sin embargo, a pesar de la negación de la divinidad de Cristo por parte de muchos no creyentes, la Iglesia reafirma hoy la validez de las fórmulas cristológicas de los Concilios de Nicea, Constantinopla y del Laterano IV, y confiesa ante el mundo que "Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre".
¿Por qué esta reafirmación tan enérgica de la divinidad de Cristo por parte de la Iglesia? No se trata, ciertamente, para la Iglesia de repetir mecánicamente viejas formulas por incapacidad de reconsiderar críticamente fórmulas de fe pertenecientes a un pasado ya muerto; tampoco se trata de adhesión a una venerada tradición. Lo que mueve a la Iglesia a reiterar con suma energía la divinidad de Jesucristo es la vivísima conciencia de que sólo así es fiel a su misión de conservar intacto y de transmitir sin adulteraciones "el depósito de la fe" que Jesús y los apóstoles le han confiado.
Si para transmitir ese depósito se sirve de las fórmulas de los antiguos concilios, lo hace convencida de que ellos, iluminados por el Espíritu Santo, que tiene en la Iglesia la misión de conducirla a la plenitud de la verdad, han interpretado y expresado fielmente, explicitándola cuando era necesario, la enseñanza de Jesús y de los Apóstoles. Por eso, tales fórmulas son para ella verdades "dogmáticas", que sin duda pueden ser completadas y desarrolladas con nuevas aportaciones de la ciencia exegética y de otras ciencias humanas, de modo que expresen el misterio de Cristo en toda su riqueza y en términos comprensibles para la mentalidad del hombre de hoy, pero no pueden ser negadas como impropias ni dejadas a un lado como totalmente inadecuadas e incluso descaminadas.
Al proclamar el dogma de la Encarnación del Hijo eterno y preexistente de Dios en la persona histórica de Jesús de Nazaret, la Iglesia es consciente de que anuncia una paradoja desconcertante para la razón humana. Por eso, habla de un "misterio", que sólo se puede aceptar por fe, es decir por un don, por una gracia de Dios que mueve al hombre a adherirse con la inteligencia y con el corazón a una verdad que no contradice, sino que trasciende la razón humana y que está fundada no en pruebas racionales que fuerzan a asentir, sino en la autoridad de Dios revelador. Se da cuenta por tanto, de que personas no iluminadas por la fe, debido a sus prejuicios de orden filosófico o científico que les impiden percibir la seriedad de los motivos que hacen creíble el misterio cristiano, pueden no adherirse de buena fe al dogma de la divinidad de Cristo o incluso rechazarlo positivamente. Sabe, ciertamente, que no todos los que no se adhieren a Cristo o rechazan la divinidad lo hacen de buena fe. No obstante, dejando a Dios el juicio sobre la sinceridad de los hombres, la Iglesia estima deber suyo proclamar a todos su fe en la divinidad de Cristo, en la convicción de que el dogma de la Encarnación es significativo para los creyentes, pero también para los no creyentes, al menos para los que buscan algo que pueda dar un sentido más verdadero y más profundo a su vida.
¿Cuál es, en realidad, el significado de la Encarnación? Antes de nada, es el signo de la originalidad del cristianismo. Ninguna otra religión, en efecto, profesa la Encarnación de Dios en una naturaleza humana histórica. Con la Encarnación, Dios entra en la historia humana como hombre en medio de los hombres, compartiendo con ellos la condición humana en toda su realidad de debilidad, de sufrimiento y de mal, a excepción del mal moral, del pecado.
Aquí estriba la originalidad del cristianismo, pero también su escándalo y su locura para la razón humana. Parece, en efecto, que si la razón humana puede admitir, aunque no sin dificultad, que Dios hable a algunos hombres o realice por medio de ellos cosas maravillosas, en cambio no puede admitir la historicidad de Dios, que supone no sólo una manifestación de Dios en la historia, sino existir en la historia.
Sin embargo, justamente su existir en la historia en la persona de Jesús es lo que hace al cristianismo significativo para el hombre y digno de su interés, como capaz de responder a sus más profundas aspiraciones.