* Título original: "Bürgerliche Arbeitsgesellschaft oder nachindustrielle Freizeitgesellschaft: Entfremdung ist der Verlust des Festes", en F. Bydlinski, T. Mayer-Maly: Die Arbeit: ihre Ordnung, ihre Zukunft, ihr Sinn, pp. 159-176, Wien, Wilhelm Braumüller Universitäts- Verlagsbuchhandlung, 1995.
Observaciones preliminares
Para situar las tres ideas fundamentales de este título se podría aludir a tres ciudades: Salzburgo, Liverpool y Hollywood. Salzburgo como metáfora del espíritu festivo perdido; Liverpool como imagen de la sociedad burguesa industrial del trabajo; finalmente Hollywood -también podría mencionarse Disneyland- como metáfora de la sociedad postindustrial del tiempo libre (o bien de la sociedad posmoderna de las sensaciones, del consumo, de la información, de los medios, de la comunicación, etc.). Con estas tres ciudades se asocian sin dificultad tres épocas culturales, cada una con su propio temperamento y, como se verá, con sus distintas concepciones sobre el trabajo. La fiesta barroca de Salzburgo todavía hoy nos atrae como un mundo contrapuesto al trabajo.
En una primera fase de nuestra reflexión se muestra que hoy ya no es la fiesta sino el tiempo libre lo que se contrapone al trabajo. En una digresión filosófica posterior habrá que señalar en qué medida el alejamiento de la percepción de la realidad causado por la industria del ocio y de la sensación se refleja en el denominado discurso posmoderno desde el punto de vista de la teoría del conocimiento. En tercer lugar habrá que examinar por qué la modernidad sacrifica la fiesta y la contemplación. Finalmente, ¿es posible concebir hoy una nueva idea del trabajo que se derive de la fiesta, pero que pueda conciliar la vieja oposición entre fiesta y trabajo?
La mayor parte de los estudiosos del tema consideran el trabajo principalmente como medio para otros fines: asegurar los medios de subsistencia, servir a los demás, edificar un orden social justo, etc. Ninguno de ellos debe negarse. Sin embargo, el moderno derecho laboral reduce la función social del trabajo a una contribución al producto social bruto. El trabajo se mide en unidades equivalentes, es decir, en dinero por unidad de tiempo (salario por hora, sueldo mensual en un horario fijo). Sólo así puede haber estadísticas, como por ejemplo una que dice que en Europa se trabajan 29 horas semanales por persona activa. Quizá haya -dados los niveles de tarifas actuales- dinero para retribuir solamente 29 horas de trabajo por cabeza; pero desde luego hay mucho más trabajo. Lo perdemos de vista cuando hablamos de trabajo pensando en dinero. Así, la sociedad economicista considera el desempleo uno de sus más grandes problemas, pero sólo puede reconocer a los parados el derecho a reclamar un dinero. Y Friedrich Engels ya señaló que el empleador (Arbeitgeber, el que da trabajo) recibe propiamente trabajo mientras que el empleado (Arbeitnehmer, el que recibe el trabajo) entrega trabajo y a cambio recibe dinero.
El economicismo moderno restringe fuertemente la idea del trabajo a la función de medio. En tanto sirva sólo para asegurar el sostenimiento de la vida, por ejemplo en una economía de subsistencia, probablemente no se planteará de forma explícita la cuestión del sentido del trabajo. En un mundo en el que cada vez se produce más que lo que se consume, la cuestión "para qué trabajar" cada vez se plantea de forma más expresa. La auto-realización constituye una respuesta actual a esta cuestión. F. Hermann ha comentado la respuesta menos secularizada de San Benito: el trabajo constituye parte del servitium benedictino, como complemento natural de la oración litúrgica comunitaria, es decir, del "opus dei" benedictino [1]. El trabajo también supone aquí un medio contra la ociosidad, que es perjudicial para la salud o, como expone G. Winkler, un medio ascético o de penitencia [2]. Las tres respuestas remiten a la "dimensión subjetiva" del trabajo, por emplear el lenguaje de la encíclica Laborem Exercens. Consideran efectos del trabajo a los que permanecen en la persona del trabajador. En una forma análoga, los griegos distinguían praxis (el ejercicio del trabajo, el trabajar) de poíesis (resultado del trabajo, producción). Con todo, las tres respuestas todavía conciben el trabajo como medio para un fin que en todo caso la persona desea alcanzar.
En lo sucesivo habrá que plantearse, además, el sentido del trabajo mismo, si hay una finalidad inmanente en él.
I. Trabajo - fiesta - tiempo libre
Con cierta regularidad, la discusión político-económica continúa tratando el domingo como día disponible a efectos de la administración de los horarios laborales. En todo caso ha de tenerse en cuenta la oposición de ciertos grupos de intereses poco comprensivos como las iglesias. Una señal de ello es que, más allá del dualismo imperante entre trabajo y tiempo libre, ya no hay lugar para la categoría de la fiesta.
En calidad de oriundo de Aquisgrán, sigo con interés los esfuerzos de unidad europea en Bruselas. Me impresiona el gigantesco gasto burocrático invertido en la unificación monetaria, en las unidades de medida, las normativas de inspección, el orden económico y social, los rendimientos de la producción de leche por vaca, granja, región y nación. Se armonizan los instrumentos y procedimientos de nuestra sociedad industrial bajo el principio de la división del trabajo. Es la sociedad burguesa del trabajo que necesita unificarse. Pero la Unión Europea no va a ser, desde luego, ningún acontecimiento histórico original.
La primera unión discurrió de otra manera. La Escuela de Escritores del Palacio Imperial de Carlomagno en Aquisgrán dispensó, bajo el mando de Alcuino, una contribución efectiva. Aunque también se copió y divulgó literatura económica, como por ejemplo informes sobre experiencias concretas, ordenanzas de organización económica de monasterios, etc., sobre todo se difundió literatura ceremonial: misales, leccionarios, evangeliarios: libros litúrgicos. Además, se divulgaron en la misma lengua, el latín. En consecuencia, en toda Europa, al menos en la Europa latina, se celebraban las mismas fiestas y, por cierto, casi de la misma forma: Pascua, Pentecostés, Navidad, es decir, el calendario festivo de todo el ciclo litúrgico anual. Eso funcionó. De ello dan fe tanto las catedrales románicas como góticas, Renacimiento y Barroco, pintura, música y literatura. De la unidad cultural de Europa hoy también dan testimonio la arquitectura moderna tanto como el arte y la literatura de esa época.
De hecho se perdió la unidad política. Es de notar que justamente cuando Europa comenzaba a adscribirse al universalismo del pensamiento y de las ideas, se erigían cada vez más fronteras en su interior. Universalismo teórico y particularismo político: el mundo de las ideas y el mundo real experimentaban un desencuentro, cada uno iba por su lado. Los primeros son los príncipes italianos y las ciudades renacentistas, que envidiaban el papel del Papa para desempeñar la última instancia de apelación en materia jurídica, y también querían esa soberanía para sí. Después siguieron los monarcas absolutos, asumiendo personalmente la soberanía nacional del Estado. La modernidad dirige la mirada hacia fuera y hacia adelante. Fuera y delante -en el futuro- se halla el "nuevo mundo". Su visión desencadena enormes energías para la expansión del progreso científico-técnico. Ya no ondea el signo universal de la Cruz, sino las enseñas nacionales particulares que flamean en las costas extranjeras, en los templos del progreso, en la luna y en el espacio. El éxito legitima la carrera: nos regala un nivel de vida insospechado. El éxito nos quita buena parte de la pesada carga del trabajo, sustituyéndola por el estrés, pues el hombre, ya autónomo, asume la responsabilidad del mundo total. La sociedad burguesa del trabajo sacrifica la fiesta a ese progreso.
También el hombre moderno celebra a su manera. En todo caso, ya no hay auténticas fiestas que todos los hombres puedan celebrar conjuntamente. El anunciado 50 aniversario de la invasión aliada de Normandía no es una fiesta en sentido propio. La modernidad celebra ante todo victorias sobre alguien (que justa o injustamente queda excluído de la celebración) o sobre algo (preferentemente un estado de cosas anterior que finalmente ha sido superado gracias a una revolución, un invento o algo que da lugar a un determinado progreso). Se celebran incluso victorias todavía no logradas, como el 1 de mayo -día del trabajo- o, mientras se mantuvo en pie la ex República Democrática Alemana, en la República Federal se celebraba el día de la reunificación (17 de junio). El hombre moderno se celebra ante todo a sí mismo: sus obras, sus éxitos, estaciones en el camino hacia una meta histórica futura, a cuyo servicio está la celebración.
Por el contrario, la fiesta auténtica celebra el presente. Posee su sentido en sí misma, y en ningún caso está al servicio de un programa histórico. La fiesta expresa alegría de vivir; constituye un "asentimiento al mundo". Así reza el título de un libro de Josef Pieper en el que se desarrolla una teoría de la fiesta [3].
En lo sucesivo no discurriremos sobre asuntos particulares sino sobre las grandes corrientes principales. Entra dentro de lo asombroso que en la Europa occidental latina ninguna estrategia de secularización haya conseguido mantener un poder incondicional durante un período muy largo, como sí ocurrió con la revolución bolchevique en Rusia. Después de la Revolución Francesa revivieron las viejas tradiciones y permanecieron vivas, al menos en afluentes que en cualquier momento podían recuperar su cauce. La Unión Soviética machacó durante setenta años cualquier movimiento desviacionista en nombre de su utopía.
Ahora estamos siendo testigos de un acontecimiento inédito. Una sociedad moderna dominada aún por el ideal de la producción total (en todo caso, bastante desmoronada) ha capitulado ante una sociedad posmoderna del consumo y de las sensaciones (por cierto, bastante hedonista) que ha relevado a la occidental sociedad burguesa del trabajo. A su fe en el progreso le ha seguido, en franco retroceso, un nuevo miedo al futuro, a su optimismo el pesimismo. Su disposición de buena andadura bruscamente se trueca en tendencia al naufragio del mundo. No queda tiempo para el futuro: "no hay futuro". Los hombres lo quieren todo y enseguida. Esto no se puede conseguir en el mundo real, por lo que los productores de sensaciones vienen en su ayuda.
Ya en la sociedad burguesa del trabajo, lo contrario del trabajo no era la fiesta sino el tiempo libre. Pero éste había surgido en servicio de aquél con el fin de regenerar la fuerza del trabajo [4]. En cambio, ahora la primacía del tiempo libre también impregna el sentido del trabajo, con lo cual éste se vincula a su "valor de ocio": autorrealización por la creatividad. La creatividad desafía seriamente a los manager. Las mujeres asalariadas son mujeres creativas. Las profesiones creativas en los campos de la publicidad, de la moda y de los medios, triunfan y producen auténtica fascinación. Autorrealización por la creatividad: ninguna publicidad describe ya un producto. Promete el status peculiar que su consumo ofrece al agraciado. El mundo del trabajo ha descubierto el narcisismo como negocio. Ya que esa sociedad mira al trabajo desde su experiencia del tiempo libre, en este sentido podemos denominarla sociedad postindustrial del tiempo libre (nachindustrielle Freizeitgesellschaft).
La primacía del tiempo libre ha socializado la creatividad. Lo más tarde en 1989, se privatizó, se individualizó y se pluralizó la utopía. En contraste con la fiesta, que posee un rito que frecuentemente se concreta hasta en el menú -lo que hace tan características las fiestas de Navidad- las vacaciones, el fin de semana o el día libre en el fondo deben ser reinventados cada vez. Esto hace que el tiempo libre sea a la larga fatigoso. En su mayoría, la gente no es creativa. El aforismo de Beuys -todos somos artistas- suena, desde luego, muy bonito, pero desgraciadamente no deja de ser una utopía. El atasco durante la Semana Santa es un símbolo de esto.
De este modo se convierte el ocio total en una frustración total. Tal es la miseria del desempleo, una vez superada su consecuencia, la pobreza pura y dura. El trabajo se descubre como un derecho. La ascética colectiva de la producción total ha sido superada. El puesto de trabajo se aprecia como un mundo de emociones. Las emociones fuertes constituyen la nueva utopía.
La revolución electrónica cumple la utópica promesa precisamente aquí y ahora: en la hiperrealidad de la simulación. De la civilización del tiempo libre surge, gracias a los medios de comunicación, el hombre autónomo que se basta a sí mismo. Sin embargo, él queda siempre fuera. Sólo requiere ser entretenido. La utopía es la realidad, perfectamente representada en Disneylandia.
Pero la sociedad postindustrial del tiempo libre también es una sociedad clasista. Se articula según el principio estructurador de la sociedad burguesa del trabajo hasta en sus menores detalles. También la información y el entretenimiento son eficazmente organizados en la división del trabajo. Ahora la posesión del poder ya no está determinada por la propiedad de los medios de producción, sino por la propiedad de los medios de comunicación. Los portadores de las visiones científicas, económicas y políticas de la "movilización moderna" (Sloterdijk) son reemplazados por la vanguardia posmoderna, artística y creadora de los medios. En lugar de privilegiados dueños de fábricas tenemos creativos productores de medios y de emociones, y en el lugar de los trabajadores alienados se sitúan los alienados consumidores de mensajes y de sensaciones.
Mientras en nuestro mundo laboral todavía disponemos de los medios, en el tiempo libre son ellos los que disponen de nosotros. Ingeniosamente comenta Jean Baudrillard el autoencapsulamiento de quien se enfrenta al mundo real a través de los medios: la sociedad mediática viviría en la continua hiperrealidad de una copia del mundo cuyo original no existe. Esa des-realización del mundo merced a los medios -nosotros siempre estamos en buena forma física; sólo mueren los otros- irrumpe de manera especial en nuestra vida cotidiana a través del tiempo libre.
II. Digresión filosófica
El llamado discurso posmoderno constituye un reflejo gnoseológico de esta des-realización del mundo a través de una percepción alienada. La verdad la hacemos nosotros porque hacemos el lenguaje, escribe Richard Rorty. Frente al optimismo ilustrado, que consideró todos los problemas como racionalmente solubles, se presenta el escepticismo radical posmoderno como una reacción obstinada. ¡Si ya no somos capaces de conocerlo todo, entonces no conocemos nada!
Bien sea el "anything goes" (apuesta por cualquier cosa) de Paul Feyerabend, o la constatación rortyana de que "tratamos todo, nuestro lenguaje, nuestra conciencia y nuestra comunidad como productos del tiempo y de la casualidad" [5], o bien la deconstrucción de la verdad de Jacques Derrida, el discurso posmoderno de los años 80 señala una capitulación ante la realidad, una total suspicacia frente al mundo real existente. La clásica identidad de lo verdadero y el ser pierde definitivamente pie. El ideal de una identidad entre el pensar y el ser está definitivamente despedido junto con la metafísica. El realismo (adaequatio rei et intellectus) ya no puede considerarse, como en la modernidad, ingenuo, sino ignorante. Se reconoce la imposibilidad del reconocimiento. El curso del pensamiento, según Derrida, se disparata y se pierde en la interminable rapsodia lúdica de los signos mutuamente referenciales y de sus diferencias. El pensamiento se pliega sobre sí mismo respecto de toda realidad independiente. De ahí sale el juego de Umberto Eco, que propone la autoafirmación del individuo con ficciones y textos literarios.
¿Alcanza la deconstrucción de Derrida a toda la filosofía? En todo caso, desde los presocráticos, la filosofía, mediante el esfuerzo del pensamiento, se ha preocupado con denuedo por alcanzar la realidad y por llegar al verdadero conocimiento. Todavía en el Renacimiento puede decir Giambattista Vico que la verdad y la facticidad son intercambiables: verum et factum convertuntur [6].
La deconstrucción de la verdad, tal como la plantea Derrida, quizás puede, con todo, acontecer enteramente si la verdad a la que ataca se manifiesta como una simple construcción de la razón. En el fondo, el así llamado discurso posmoderno solamente radicaliza el subjetivismo gnoseológico de la modernidad, cuyo escepticismo respecto del mundo -esta es la tesis- tiene que ver con la pérdida de la cultura contemplativa.
El empeño del pensamiento antiguo se produjo en el marco de una contemplatio altamente desarrollada, reforzada y clara. En el lenguaje de los augures (los sacerdotes de la antigua Roma), contemplar significa mirar fijamente. El órgano con el que se mira es el ojo, no el entendimiento ni la razón. En modo alguno se puede pensar sin algo en qué pensar. El objeto dado al pensamiento es siempre algo que se tiene por "verdadero". Por ejemplo, el antiguo vidente Teiresias era ciego; veía con el ojo interior, que puede abarcar el mundo en su totalidad. Para ello hace falta distancia, un lugar para mirar al mundo desde fuera. Este lugar la antigüedad lo asignó a la sabiduría. El cristianismo lo atribuye a la fe: la visión del mundo en su totalidad con los ojos de Dios. La fe viene de oír, dice San Pablo [7]: otra percepción sensorial, es decir, de una realidad dada como ajena. Contemplación -el mirar al mundo todo- es, en su sentido originario, Weltanschauung (cosmovisión). Proporciona una imagen del mundo que condiciona el pensar.
Nuestro actual concepto de Weltanschauung está reflejado en la fórmula de Dilthey: Weltanschauung = imagen del mundo + experiencia vital + ideal de vida. Esta fórmula se refiere a que la percepción tiene lugar en un contexto (experiencia vital; el sabio adivino es anciano) y exige una toma de postura de toda la persona (ideal de vida). El conocimiento de la verdad requiere también, podría decirse, reconocerla (la esencia de la mentira no consiste en desconocer la verdad, sino en rechazar su reconocimiento), e igualmente confesarla: professio. De ahí que llamemos profesores a los maestros académicos. Tras esto se encuentra la sabiduría, en la que la voluntad juega un papel en el conocimiento de la verdad. Hace falta un positivo querer o, dicho de otra forma, amor, que da testimonio de ello. Se cree con el corazón, dice San Pablo [8].
Con otras palabras: el conocimiento de la verdad es una actitud de la persona toda; la filosofía es una parte, distinguible, pero inseparable de la contemplación.
La idea moderna según la cual la verdad es evidente por sí misma niega esa libertad y no tiene en cuenta que el juicio "verdadero" siempre trasciende el tema al que se refiere. El juicio "verdadero" contiene siempre una toma de posición ante el mundo global que lo reconoce independiente del pensar. Mientras se creía que la ratio tiene que ver con el objeto mismo, se pensaba que ella sirve a la objetividad -al desvelamiento de la verdad- gracias al peculiar servicio que la razón crítica presta para apartar todo lo subjetivo. La contemplación, de este modo, fue rechazada como algo subjetivo. Con la duda sobre el acceso al objeto vino la duda sobre el acceso a algo así como la verdad. La moderna fe en la evidencia, a saber, la idea de que el sujeto pensante tiene un acceso inmediato a la verdad, considera una verdad que se debe a la racionalidad crítica. En la medida en que la posmodernidad deconstruye esa verdad, la muestra como una construcción racional. También las visiones del mundo tal como debiera ser -que sustituyeron la contemplación del mundo tal como es- aparecían como evidentes, señala Boris Groys, que ve en ellas el punto de partida filosófico para la modernidad. La modernidad consideró como visiones, escribe Groys, "por ser evidentes, la experiencia inmediata de la verdad, experiencia original y dispensada de toda crítica. Las visiones fueron declaradas verdades" [9]. El discurso posmoderno ya ha puesto de manifiesto este error.
El realismo clásico era consciente de que la razón no tiene acceso inmediato al mundo. La ratio no constituye un sujeto propio. Al pensamiento puro aislado de la percepción del mundo los antiguos lo llamaban speculatio, que viene de speculum, espejo. El espejo es una mediación (medium). El pensamiento no abarca la presencia, el presente, sino que resplandece, "refleja", representa la realidad concreta y deduce de ella las esencias universales. El cogito ergo sum de Descartes activa en la res cogitans la distinción entre medio (ratio) y sujeto (ego). Con ello se coloca en el lugar del mundo presente su representación en el primer acumulador mediático, que es la memoria. En el fondo, la sociedad mediática realmente comienza con el racionalismo puro. El ordenador no supone más que un desarrollo ulterior, consecuencia de esa primera informatización. Conceptos (abstracción de la cosa) y signos (representación del concepto) se identifican [10]. Realidad y mediación representativa devienen idénticas.
Se desdibuja la distinción entre el signo y lo designado, entre texto y mundo. Realidad e imagen cada vez son menos diferenciables. Reconocemos los simulacros de las imágenes continuas de la televisión, es decir, los tomamos literalmente como "verdaderos" [11]. De forma análoga se evapora la distinción entre fides quae y fides qua, entre el contenido y el acto de la fe. Que el sepulcro de Cristo estuviera vacío resultará irrelevante, del todo evidente y banal según Eugen Drewermann: detenerse en la cuestión de si estaba vacío o no dificulta el paso a la fe en la Resurrección. Su verdad es la de la imagen que asciende de la creatividad mitopoiética del alma. Imágenes creativas por doquier: no sorprende entonces que a base de asociación perceptual de realidades virtuales, el público adicto a la televisión se incline hacia los enfoques de Drewermann.
Al perder la contemplación se produce un gigantesco y paulatino proceso de desmaterialización del mundo, así como de descorporeización del hombre (y de Dios, cuando se piensa, por ejemplo, en el abandono que ya hizo la Reforma en la creencia de su presencia real en la Eucaristía). El idealismo espiritualiza el mundo y lo hace inaccesible desde el punto de vista gnoseológico. La posmodernidad ya no considera la verdad como el fin del conocimiento; más bien lo es la experiencia o vivencia. En el ciberespacio la realidad material se reduce a impulsos electrónicos.
El fundamento de una racionalidad realista pienso que es una cultura contemplativa, en tanto que el racionalismo puro finalmente se pierde en el juego interminable y sin fondo de las representaciones. Pero hoy como ayer, el trabajo nos impone una alta dosis de realismo, por el que permanentemente se nos obliga a hacer un esfuerzo por encontrar el auténtico mundo. Un trabajo concreto vale según su conformidad con la realidad exterior. (¡Esta expresión, "conforme", encierra aquí todo el impulso de una pretensión de verdad trascendente!). Conclusión: el trabajo abre a una percepción más realista del mundo, y se halla más cercano a la contemplación que lo que denominamos mundo del tiempo libre. Pero, ¿no se opone esta conclusión a la contraposición clásica entre vita activa y vita contemplativa?
III. La desaparición de la fiesta
Observa Boris Groys que los tiempos modernos han sustituido la tradicional antítesis vida contemplativa / vida activa por otra oposición, la que se piensa entre trabajo creativo y trabajo no-creativo, monótono, más tarde descrito como trabajo "alienado" del trabajador. Si en la perspectiva contemplativa del mundo tal como es se entendiese el trabajo como una actividad "dentro de un mundo que se ha dejado intacto en su totalidad", la creatividad se orientaría hacia la transformación del mundo: en lugar del "trabajo conservador del mundo" [12] irrumpe ahora, según Groys, "el trabajo en el mundo entero con la meta de su transformación" [13]. La transformación creativa del mundo realiza la visión de un mundo tal como debiera ser, un futuro mundo mejor, una nueva creación. Todas las energías deberán ser puestas al servicio de esa transformación.
La verdadera realidad del mundo se debe al hombre autónomo y creador. Aun con el significado débil de la palabra con el que hoy el término creatividad se emplea (por ejemplo, si los hombres cocinan parece que eso es "creativo"), este concepto recibe su fascinación de ese genuino e ilustrado sentido del poder creador. La vanguardia científica, artística y emprendedora -anticipada en el tiempo y en la posesión de la verdad- "tiene la tarea, verdaderamente sacerdotal, de ejercer un positivo influjo en la sociedad", tal como lo formuló Henri de Saint Simon [14]. La vanguardia visionaria determina el objetivo y la dirección a seguir. Cada paso en tal dirección representa un progreso. Lo que sirve a ese progreso a partir de ahora se denomina utilidad. El utilitarismo se convierte en la ética de la sociedad burguesa del trabajo.
En su libro Homo ludens, describe espléndidamente Johan Huizinga el paso de la festiva cultura del Barroco a la sociedad burguesa del trabajo: "Ya en el siglo XVIII, escribe Huizinga, habían llegado a la mentalidad colectiva tanto el insulso y prosaico concepto de utilidad -letal para la idea de lo barroco- como también el ideal burgués del bienestar. Hacia finales de ese siglo, la revolución industrial comenzó a fortalecer esa tendencia gracias a la creciente repercusión de su técnica. El trabajo y la producción se convirtieron en ideales, y pronto en ídolos. Europa se viste el mono de trabajo" [15].
La fiesta se pierde con el cambio de un trabajo que ha de preservar el mundo por un trabajo que ha de transformarlo, con el giro de la contemplación de la realidad tal como es a la visión del mundo tal como debe ser, de la vida en el presente a la atención al futuro. Puesto que la fiesta es presente incondicional y fin en sí misma, toma el mundo y lo festeja tal como es. La fiesta es dar gracias por haber sido obsequiado con el mundo. Esto frecuentemente se observa en el regalar, y su expresión es siempre el gasto generoso. La fiesta prodiga recursos que nunca coinciden con el simple cálculo utilitario. La forma menos festiva de la incapacidad de concebir la fiesta se pone de manifiesto cuando se pregunta cuánto ha costado.
La modernidad no sólo ve en la adhesión al mundo tal como es una no-aceptación, sino también una subversión contra su proyecto de un "mundo nuevo". Nada odian más los revolucionarios modernos que las "relaciones establecidas". Hay que emanciparse de su status quo represivo. De ahí la rabia con la que todas las revoluciones modernas combaten las formas de vida contemplativa, en particular los monasterios. La gratitud ante el ser regalado con el mundo representa para esos revolucionarios una mentalidad de esclavos. La fiesta es inútil y constituye un dispendio.
Georges Bataille pone de relieve la incapacidad para definir el concepto de lo "útil" como el rasgo propiamente patológico de la sociedad burguesa del trabajo. Ésta identifica utilidad con mera acumulación de dinero y bienes. La crítica mordaz que Bataille hace a la economía moderna resulta a primera vista destructiva. Con su Teoría antieconómica de la economía pretende salvar el carácter autotélico -de fin en sí- del regalar, del dispendio festivo o del culto, en el fondo todo aquello que los antiguos asociaban a la hoy tabú virtud de la magnanimitas (generosidad, munificencia, magnificencia). Los ritos del regalo y de la prodigalidad han sido, según Bataille, el punto de partida del intercambio comercial [16].
Útil realmente significa: útil para el objetivo lejano a cuyo servicio desarrolla la modernidad su eficiencia con la división del trabajo, y así la nueva religión de la investigación científica celebra sus prodigiosos triunfos. Lo útil para el progreso va a justificar todos los sacrificios, incluidas las víctimas humanas. Tres revoluciones anunciarán la triple ascética de este proyecto mesiánico: la revolución política anuncia la demora del verdadero, del "nuevo mundo"; la revolución industrial dilata el consumo, pues todo el dinero ha de invertirse en mayor número de medios de producción (capitalismo), y la revolución sexual pospone el auténtico yo, todavía por realizarse (autorrealización).
La cuarta revolución moderna, la revolución electrónica, trata de dispensarnos de ciertas coacciones ascéticas de la sociedad burguesa del trabajo, justamente en una época en la que las dudas sobre el progreso, ya fuertemente arraigadas, sugieren la renuncia a las visiones utópicas de la fe moderna en dicho progreso. El malestar ecológico se enfrenta al programa de transformación del mundo. Conservación de la tierra, reza la nueva sensibilidad. ¿Regresa con ello la fiesta? ¿Acaso no será ésta la oportunidad, no sólo de superar la antítesis entre conservación y transformación del mundo, sino también de conciliar los mundos contrapuestos de la fiesta y del trabajo?
IV. Conciliación de los contrarios
La fiesta es el rito de la contemplación. Hablando en sentido cristiano, dar gracias al Creador. Incluso si el mundo se experimenta aquí y ahora como algo trabajoso y penoso, sin embargo ha sido redimido, y el esfuerzo y el dolor son también signos de la redención y de la participación en ella (corredención). El Domingo cristiano y todo el calendario de fiestas constituyen una profusa variedad de acción de gracias al Redentor, no en el sentido de la conmemoración de un acontecimiento ya pasado, sino en el momento presente, aquí y ahora. La existencia del mundo, su origen y su fin quedan patentes. La fiesta no está al servicio de un programa histórico humano. El mundo no se transforma en un día de fiesta. El domingo y el día festivo no se trabaja.
Presente, fin en sí, alegría de vivir, prodigalidad: son también señas de identidad de la fiesta en las tradiciones paganas, incluso allí donde la fiesta se transforma en éxtasis embriagador y dionisíaco. Que tales tradiciones arcaicas y propensas al éxtasis puedan revivir queda garantizado por Nietzsche cuando habla de la caída dionisíaca del espíritu. La cultura de la fiesta frecuentemente ofrece un balance inestable. La altura y el abismo son dimensiones ambas que pueden evidenciarse en el Carnaval de Colonia. Octavio Paz informa sobre la fiesta mejicana: "En determinadas fiestas desaparece toda idea del orden. El caos vuelve, impera el desenfreno, todo está permitido" [17]. Domesticar la fiesta en la tradición judeocristiana ha supuesto un esfuerzo cultural de milenios.
También en la modernidad continúa existiendo la fiesta -sobre todo desde el punto de vista cristiano- y con ella el cuidado de la cultura cristiana contemplativa dentro de la tradicional oposición entre vida contemplativa y vida activa. Ambas cosas se entendían no sólo como distintas sino como claramente heterogéneas. Contemplación y gestión activa fueron factores determinantes de diversas formas de vida. En lo personal: por un lado, los contemplativos en las Órdenes monacales, por otro, los hombres activos en la sociedad civil. O bien en la misma vida civil, fragmentada en sus aspectos prácticos y temporales: por una parte las cosas de Dios, y por otra las cosas de este mundo, en el llamado cristianismo de domingo; dimensiones frecuentemente separadas con gran esmero en un domingo festivo y dedicado a Dios, y en el resto de la semana secularizada y laborable.
Esta multisecular separación, en la que la contemplación precede a la actividad exterior, se ha impregnado de una religiosidad eclesiástica con algo más que un aliento de contemptus mundi (desprecio del mundo). También aquí puede hallarse un motivo para que el moderno mundo del trabajo emigrara de la religión. Una espiritualidad cristiana del trabajo que concilie contemplación y actividad exterior, integrándolas en una unidad de vida, tendría que derivar su idea del trabajo de la misma noción de fiesta.
El relato de la creación, al que debemos el conocimiento del regalo que para nosotros supone el mundo, igualmente aclara nuestro papel en él. El encargo de trabajar, incluido el de conservar y proteger el Jardín del Edén [18], nos fue dado antes de cometer el pecado original, tal como siempre ha destacado Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus Dei y promotor de una auténtica espiritualidad cristiana del trabajo. El Génesis seculariza, por decirlo así, la naturaleza: Dios no está en la naturaleza. Está fuera de ella, como su creador. Esta primera ilustración libera al hombre del temor reverencial frente a la naturaleza, y pone también de manifiesto que el encargo de trabajar significa algo realmente sistemático. Se trata tanto de dominio [19], como de ciencia [20] y economía [21]. Todo esto, sin embargo, no constituye un programa de emancipación -como sí lo muestra el pecado original- sino de fidelidad a Dios, una dignificación del hombre, a quien Dios llama a participar en el perfeccionamiento de la creación -como co-creador- y en el acabamiento del mundo.
Con el fracaso del hombre y su exclusión del paraíso, la situación se vuelve complicada. Ahora el trabajo acarrea sudor [22]. La fatiga, el sufrimiento y la muerte pertenecen a la ley de la vida. La tentación perdura en el drama bíblico de la fidelidad, del escándalo y del orgullo. Por una parte, el hombre autónomo e ilustrado interpretó el pecado original incluso como un éxito por el cual el hombre se manifestó libre y autónomo, y por ello alcanzó la mayoría de edad. De otra parte, la historia del torbellino humano cargado de fatiga y de dolor, de derrota en derrota, le recuerda continuamente la prometida redención de esa misma lamentable situación.
Dios cumple su promesa. Encarnación por amor, irrupción en la historia en un lugar y tiempo concretos, en las circunstancias de una concreta familia, una situación similar a la de cada uno de nosotros. Nada impide, sino que más bien nos invita a todos a percibir la idea de que Jesús, el "hijo del carpintero" trabaja en el taller de José hasta que se pone en marcha para cumplir su misión pública. Hombre perfecto y perfecto Dios, este trabajo de Cristo en Nazaret, carente de espectacularidad y verdaderamente escondido, constituye un elocuente mensaje que Josemaría Escrivá redescubre y ofrece a nuestra civilización industrial y postindustrial. Enormemente productiva, esta civilización nuestra ha acabado en una crisis de legitimación, frecuentemente vaticinada después del fracaso de sus grandes utopías. "Hemos venido -escribe el Beato Josemaría- a llamar de nuevo la atención sobre el ejemplo de Jesús que, durante treinta años, permaneció en Nazareth trabajando, desempeñando un oficio. En manos de Jesús el trabajo, y un trabajo profesional similar al que desarrollan millones de hombres en el mundo, se convierte en tarea divina, en labor redentora, en camino de salvación" [23].
Este pensamiento constituye la pieza nuclear de una espiritualidad del trabajo que el Beato Josemaría Escrivá primeramente inculcó en sus hijas e hijos espirituales en el Opus Dei. Así manifiesta su practicabilidad en la vida y su fecundidad en nuestro mundo contemporáneo. Pero tal mensaje penetra más allá del Opus Dei, adentrándose en la Iglesia y en la sociedad.
Ciertamente, la Iglesia posee la perspectiva de una amplia y rica experiencia espiritual surgida del trato de los creyentes cristianos con el mundo, así como de la articulación interna de los medios e instrumentos de servicio que dispone en beneficio del Reino de Dios. Pablo escribe a los tesalonicenses exhortando a los creyentes a trabajar [24], y ello en contra del espíritu de una época -la antigüedad pagana- en la que el trabajo era considerado como un estigma de la esclavitud. En la Roma del siglo II, los cristianos llamaban la atención por su laboriosidad. Esto les hizo distanciarse del consenso social según el cual el trabajo ordinario (negotium) degradaba, lo que les ocasionó incluso la burla de filósofos como Celso [25]. Es cierto que la esclavitud no fue suprimida formalmente, pero entre los cristianos se convirtió en algo obsoleto, ya que el bautismo invita a la igualdad en el amor. En la carta de San Pablo a Filemón -cuyo esclavo Onésimo se había fugado- el Apóstol le exige que lo acoja de nuevo como hermano, puesto que él, Pablo, lo había bautizado. Filemón podía enviar a Pablo la cuenta o liquidación. No obstante, Pablo le recuerda a Filemón que está en deuda con el Apóstol, pues también ha sido bautizado por él.
El ora et labora del monacato clásico convirtió los monasterios en fuerza motriz de la cultura en la Europa más temprana. Nada hay que objetar, sino al contrario, para estimar que la divisa ora et labora no proviene de la época benedictina, tal como expone el profesor Hermann, sino que descubre las influencias germánico-pragmáticas de la etapa de la fundación francoimperial de Carlomagno. Entre tanto, labora sería entendido fundamentalmente como un complemento ascético del culto y de la contemplación, que tenía preferencia. Cuando las órdenes llamadas mendicantes renunciaron al trabajo material, se organizó una tremenda disputa, la llamada disputa monástico-mendicante, en la que junto a controversias doctrinales condicionadas por la época, se discutía menos del valor propio e intrínseco del trabajo que de la preceptiva y auténtica forma de vida monástica en su relación con la stabilitas loci, el culto y la ocupación cultural. Los dominicos y franciscanos que -ahora con más movilidad- se dedicaron al quehacer más intelectual (estudio, enseñanza, predicación), se convirtieron en la élite cultural de la alta Edad Media.
La burguesía y el mundo del trabajo que ésta estructuró y que fue alcanzando, a lo largo de la Edad Media, un creciente florecimiento, despertó gran interés en los diversos reformadores protestantes. En ese tiempo, del lado católico, tenemos de manera eminente a Francisco de Sales, que desarrolla una profunda espiritualidad para los laicos (y que alcanza en nuestros días su réplica en el espíritu laical de Josemaría Escrivá, tal como el Papa Juan Pablo I expresó en una ocasión [26]). La dedicación de los reformadores al tema del trabajo curiosamente tiene para la religión menos consecuencias que para la sociedad civil. Se revela en Calvino más bien como una valoración positiva del éxito, considerado como señal de predestinación. Lutero, no obstante, habla de confirmación de la fe en lo cotidiano, considerando el trabajo como un servicio a Dios, e incluso acuñando la palabra Beruf (profesión; literalmente, vocación). A pesar de ello, queda por descubrir el sentido piadoso y moral del trabajo agradable a Dios. A la eficacia salvadora se opone la idea de la naturaleza esencialmente corrompida del hombre, que es incapaz de hacer nada por su propia salvación. El rechazo de las formas de vida contemplativa, por parte de la Reforma, impide además encontrar el camino para descubrir en las circunstancias del mundo un lugar real de encuentro con Dios. Con la sola gratia y el temor a la "obra de la justicia" -sospecha de pelagianismo mantenida por los protestantes frente a la "cooperación con la gracia"- se ausenta el trabajo de la esfera central de la religión. Posiblemente aquí resida un potente impulso para la secularización del moderno mundo del trabajo. En la Asamblea Plenaria de la Iglesia Evangélica de la llamada Concordia Leuenberg en Viena, declaraba el obispo evangélico metodista Klaiber, invitado de la asamblea: "Parece como si la justificación por las obras, proscrita de la religión, hubiera emigrado al trabajo profesional" [27].
Esto es distinto en el mensaje de Escrivá: el trabajo profesional se convierte en "tarea divina, acción redentora y camino de salvación". El trabajo es cooperación con la gracia; más aún, obrar delegado de Dios y, en consecuencia, lugar de encuentro y de diálogo permanente con él, así como materia de contemplación y de santificación.
Este mensaje no es un programa para la transformación del mundo, pero contiene una llamada; más exactamente: la vocación de los cristianos a mejorar y perfeccionar el mundo. Ésta redime el trabajo del tufo de la pura necesidad, la que impone la vida, pero aparta del encuentro con Dios y debe soportarse como penitencia. Todavía la devotio moderna contempla de este modo la carga de la implicación en este mundo. Tomás de Kempis se lamenta en su Imitación de Cristo: "Siempre deberás gemir bajo el peso de la carne mientras sigas siendo carne, pues ésta te impide entregarte a tus ejercicios espirituales y a la contemplación de Dios. Por tanto, te hace bien refugiarte en trabajos pequeños y únicamente exteriores, y a través de las buenas obras sacar nuevas fuerzas…" [28].
Para Escrivá, la comprensión cristiana del trabajo profesional -ámbito esencial de nuestra relación con las realidades mundanas- va más allá del aspecto de la ascética y de la penitencia sin prescindir de ellas del todo. "Amar al mundo apasionadamente", reza el título de una homilía que pronunció en 1967, en la que llama a "materializar la vida espiritual", y directamente proclama la expresión materialismo cristiano de manera programática, idea que se rebela en todo tiempo contra un falso espiritualismo, y "que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu" [29]. Ni ser mundano ni huir del mundo: el cristiano no es un adicto al trabajo ni tampoco un escapista. Lo extraordinario es lo normal, hecho por amor de Dios: Cristo debería poder estampar su firma debajo. Escrivá habla de la vocación contemplativa del cristiano "en el laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo" [30]. Estaba pensando en el hombre que no seculariza la religión ni sacraliza el mundo. El Concilio Vaticano II confirmó el propósito de Escrivá y lo expresó en dos proposiciones emblemáticas: se reconoce la (relativa) autonomía del ámbito de las realidades temporales ("relativa", no porque la economía, la política, la cultura, etc., queden fuera del orden de la salvación y sean secularizadas; más bien se declaran seculares esas realidades por ser ajenas a la competencia del Magisterio y a la jurisdicción de la Iglesia), y se resalta una vocación y un camino específicos para los laicos creyentes, a cuya competencia se deja desde ahora la responsable gestión de la salvación justamente de esos ámbitos culturales de carácter temporal.
El documento de la apertura de su proceso de beatificación, en el año 1981, denomina a Escrivá precursor del Concilio Vaticano II en relación con una aspiración central de su enseñanza: la llamada universal a la santidad. Y en realidad parece que la mecha que los padres conciliares habían colocado en el doble desafío -cristianización pero no clericalización del mundo- todavía no ha sido encendida ni realmente entendida. El año 1988, el Papa Juan Pablo II recordó a todos los cristianos su responsabilidad respecto a la situación del mundo, advirtiéndoles del peligro de una huida de él. En el mismo escrito se dice: "A través de su trabajo ofrecido a Dios, el hombre se une a la obra de la salvación del mismo Cristo, quien al haber trabajado con sus propias manos en Nazaret, ha conferido al trabajo una peculiar dignidad" [31]. El trabajo encierra, así, una nueva categoría desde esta dimensión contemplativa: se convierte en cooperación con Dios, y el hombre trabajador en cocreador y corredentor. En el trabajo, el católico corriente también vive en un diálogo permanente con Cristo hecho hombre, lleno de la alegría y del agradecimiento propios del seguimiento fiel. Teológicamente fundada en el orden de la creación y de la redención, tal idea del trabajo vive del espíritu de la fiesta.
Con todo lo dicho no se está pensando en algo idílico. Como dice Arnold Gehlen, la cultura es un trabajo rudo. Ningún programa de humanización del trabajo puede, en último término, eludir el sudor y la fatiga. En verdad, la santificación del trabajo no puede confundirse con la humanización del trabajo, si bien la promueve. No hay redención sin Cruz, ni santidad alguna sin el seguimiento de la Cruz, que constituye el signo más grande del amor. Sólo el amor es capaz de cimentar el sacrificio en libertad. De ahí que la actitud de solidaridad con Cristo en la Cruz se haya convertido en la auténtica piedra de toque de la espiritualidad del trabajo. El sí a la Cruz incluye fatiga, pena y dolor, de forma soberana en la unidad de la vida cristiana. En la confiada cercanía a la Cruz de Cristo, el cristiano supera el temor y aprende a ser fuerte.
Frecuentemente el Señor se refirió en sus parábolas a imágenes de la vida del trabajo. Decía el Papa Juan Pablo II en la Audiencia General concedida el 20 de abril de 1994: "Para los creyentes, el Señor ha llevado a cabo la obra más grande, más allá de los esfuerzos del trabajo humano, obra para la que el Padre le envió: la redención, cuyo punto culminante se ha producido en el sacrificio salvador de la Cruz. Por obediencia a su Padre, Jesús se da a sí mismo en el Gólgota para la salvación del mundo. Por eso todos los hombres del mundo del trabajo han sido llamados a unirse a la obra del Redentor. De este modo puede el Concilio decir que cada uno debe llevar la carga del otro con una esperanza llena de alegría, pudiendo ascender por el trabajo de cada día a una santidad apostólica más elevada (Lumen Gentium 41)" [32].
En nuestra sociedad postindustrial del tiempo libre ha irrumpido una espiritualidad que hace del trabajo mismo un medio y materia de contemplación, algo ciertamente sorprendente. A los posmodernos productores de sentido este espíritu a lo mejor les parece un desafío "fundamentalista". Si debiera ocupar su puesto en el panteón del pluralismo, su pretensión de estar ligado a una verdad, más: a la verdad, aquéllos la entienden como subversión contra el nuevo politeísmo. Es un signo infalible de que nuestro pluralismo ya no se define como respeto a los credos de los demás, sino que él mismo se ha convertido más bien en una religión. Su dogma dominante, la idéntica validez de las creencias, en realidad exige confesarse indiferente respecto de todas las confesiones.
Desde que en 1989 arrancó la llamada "edad postutópica", nos encontramos ante una alternativa que resumimos en la siguiente fórmula: reconocer la verdad, que siempre significa también obedecerla, y adherirse festivamente al mundo, o bien liberarse de la realidad como condición para progresar en la emancipación.
Notas
[1] F. Hermann, "Ora et labora. Die Arbeit nach der Regel St. Benedikts", en Die Arbeit: ihre Ordnung, ihre Zukunft, ihr Sinn, cit., pp. 135 ss.
[2] G. Winkler, "Die apostolische paupertas und das neue monastische Arbeitsethos im 12. Jahrhundert", en Die Arbeit: ihre Ordnung, ihre Zukunft, ihr Sinn, cit., pp. 145 ss.
[3] München, 1963. Hay versión castellana: Una teoría de la fiesta, Madrid, Rialp, 1974.
[4] Según un documento de principios del siglo XX, al que J. Schasching se refiere de memoria (vid. "Die Arbeit im christlichen Sozialdenken", en Die Arbeit: ihre Ordnung, ihre Zukunft, ihr Sinn, cit., pp. 129 ss.), una jornada laboral inferior a las 10-11 horas parecía contraria al Derecho Natural.
[5] R. Rorty, Kontingenz, Ironie und Solidarität, Frankfurt, 1992, p. 50.
[6] Apud P. R. Blum, "Philosophenphilosophie und Schulphilosophie", en T. Albertini: Verum et Factum, p. 39, Frankfurt, 1993.
[7] Rom. 10, 10-18.
[8] Ibidem.
[9] "Jenseits der Kreativität", en H. Thomas (Hrsg.): Chancen einer Kultur der Arbeit, p. 169, Herford, 1990.
[10] Vid. F. Inciarte, "Bilder, Wörter, Zeichen. Wirklichkeitsvermittlung und Wirklichkeitersatz", en H. Thomas (Hrsg.): Die Welt als Medieninszenierung, pp. 169 y ss, Herford, 1989.
[11] Vid. H. Thomas, "Was scheidet Unterhaltung von Information?, Communications, 1992, pp. 379-396.
[12] Vid. B. Groys, op. cit., nota 154.
[13] Ibidem.
[14] Apud D. Bell, Die Zukunft der westlichen Welt, Frankfurt, 1976, p. 51.
[15] Homo ludens. Versuch einer Bestimmung des Spielelementes der Kultur, Amsterdam, 1939.
[16] Der Begriff der Verausgabung, München, 1985 (t.o.: "La Notion de Depence", 1933).
[17] El laberinto de la soledad, México, Cuadernos Americanos, 1950, p. 69.
[18] "El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardín del Edén para que lo trabajara y lo guardara" (Gen. 2, 15).
[19] "Dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza. Que domine sobre los peces del mar, las aves del cielo, los ganados, sobre todos los animales salvajes y todos los reptiles que se mueven por la tierra" (Gen. 1, 26).
[20] "El Señor Dios formó de la tierra todos los animales del campo y todas las aves del cielo, y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, de modo que cada ser vivo tuviera el nombre que él le hubiera impuesto" (Gen. 2, 19).
[21] "El oro de aquel país es puro, allí hay también bedelio y piedra de ónice" (Gen. 2, 12).
[22] "Con el sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste sacado, porque polvo eres y al polvo volverás" (Gen. 3, 19).
[23] Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Madrid, Rialp, 1969, 4ª ed., n. 55.
[24] II Tes. 3, 7-12.
[25] Gegen die Christen. Facsimile Nachdruck der Übersetzung von Theodor Keim (1873), München 1991. Vid. también Origenes, Contra Celso, München, 1986.
[26] Albino Luciani, "Cercando Dio nel lavoro quotidiano", Il Gazzetino di Venezia, 25.7.1978.
[27] "Gott und die Moral", Frankfurter Allgemeine Zeitung, 5.5.1994.
[28] Cap. 51, 1-2.
[29] Conversaciones, cit., nn. 114 y 115.
[30] Ibid., n. 114.
[31] Declaración Postsinodal "Christifideles Laici", 1988, 43.
[32] Deutsche Tagespost, Würzburg, 23.4. 1994.
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