«Madre de Dios y Madre nuestra», Rialp 1996, pp. 82-100
Maternidad universal
La Maternidad espiritual de María tiene una dimensión universal, porque todo hombre de algún modo está unido a Cristo mediante la Encarnación. Ahora bien ¿María es madre de todos los hombres --desde los más santos a los más pecadores-- de la misma manera y en el mismo grado? Para responder a esta cuestión cabe acudir a la analogía con la unión de los hombres con Cristo: «Cristo es cabeza de los hombres, pero en diverso grado. Primera y principalmente es cabeza de aquellos que actualmente están ya unidos con Él por la gloria; en segundo lugar, es cabeza de los unidos a Él por la gracia y la caridad; el tercer grupo de quienes Cristo es Cabeza son aquellos que tienen fe, y por ella se unen a Cristo, aunque no tienen Gracia; en cuarto término, Cristo es también Cabeza de aquellos que no están unidos a Él ni por la Gracia ni por la fe, pero que están en potencia de unírsele y realmente se le unirán (...); finalmente, es cabeza aun de aquellos que de ningún modo están unidos a Cristo, ni se le unirán (aunque podrían hacerlo) (...); y sólo éstos dejan totalmente de ser miembros de Cristo cuando mueren, porque entonces pierden para siempre hasta el poder de unirse con Cristo(1).
Según esto, cabe decir que María es Madre de los bienaventurados del Cielo de modo «excelente»; es Madre de las personas en gracia de modo «perfecto», ya que éstas poseen vida sobrenatural completa; es Madre de los cristianos en pecado mortal de modo «imperfecto», porque estos no tienen vida sobrenatural completa, sino únicamente su inicio que es la fe; es Madre de modo «potencial» o «de derecho» respecto a los no bautizados, ya que está destinada por Dios a engendrarlos en la perfecta vida sobrenatural. De los condenados que se hallen en el infierno, María no es Madre en modo alguno(2), pues ya no les cabe en absoluto la unión con Cristo.
Sin embargo, mientras nos encontremos aquí en la tierra, siempre podremos hacer valer el título que asume el beato Josemaría Escrivá en uno de sus entrañables textos: «¡Madre mía! Las madres de la tierra miran con mayor predilección al hijo más débil, al más enfermo, al más corto, al pobre lisiado...
--¡Señora!, yo sé que tú eres más Madre que todas las madres juntas... --Y, como yo soy tu hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo... y lisiado... y feo... (3).
Corredentora con Cristo
Sabemos ya que María ha sido constituida en Madre de los hijos de Dios en Cristo. Veamos ahora que ha merecido también esa gracia (no nos referimos a la de la maternidad divina, sino a la espiritual respecto a los hijos) que la convierte en Nueva Eva, Corredentora con Cristo(4). La unión, hasta la plena identificación mística, de María con el Hijo de Dios y suyo, es obra del Espíritu Santo y de la correspondencia de María. Por ello podemos hablar propiamente de la corredención de la Virgen de Nazaret. Comienza cuando, ante el anuncio del Arcángel Gabriel, en representación de toda la humanidad, da su consentimiento a la realización de un matrimonio espiritual entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana. Al aceptar libremente ser Madre de Dios, acepta la Encarnación del Verbo, y su propia asociación a la obra del Redentor, con Él y bajo Él. A partir de entonces, al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagra totalmente como esclava del Señor a la persona y a la obra de su Hijo. Las palabras «he aquí la esclava del Señor», atestiguan la total apertura del espíritu de María a la persona de Cristo, a toda su obra y misión(5).
La identificación con su Hijo, no cabe duda, abarca desde el principio todo el plan de salvación. Y fue iuxta crucem Iesu, junto a la Cruz de Jesús, donde con particular intensidad ejerció su misión corredentora. Allí, no sin designio divino, se mantuvo erguida(6), sin protesta, con un dolor como no hay ni puede haber otro, «sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de Madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado»(7). «Una fue la voluntad de Cristo y de María; ambos ofrecían a Dios un mismo holocausto: María con sangre en el corazón; Cristo, con sangre en la carne»(8). Sufre más que si padeciera mil muertes; muchísimo más que si fuera Ella la que estuviera enclavada. Se asocia de manera plena al sacrificio redentor del Hijo mediante «el sacrificio de su corazón de madre»(9). Estaba, como afirma León XIII, «muriendo con Él en su corazón, atravesada por la espada del dolor»(10). Ella padece con Cristo: «con-padece» en la plena identificación mística. «¿Qué podía hacer Ella? Fundirse con el amor redentor de su Hijo, ofrecer al Padre el dolor inmenso --como una espada afilada-- que traspasaba su Corazón puro»(11).
¿Por qué aceptó sin protesta aquella tortura? La respuesta es ésta: «movida por un inmenso amor a nosotros, ofreció Ella misma a su Hijo a la divina justicia para recibirnos como hijos»(12). Por nosotros muere Jesús y por nosotros sufre María. Ella que engendró a Dios y le dio a luz gozosamente, sufrió un parto dolorosísimo para convertirse en Madre nuestra, para colaborar con su Hijo en hacernos hijos de Dios y para hacernos también --por designio divino-- hijos suyos. La contemplación de esta verdad conmueve a un corazón humano por duro que esté.
La Virgen une a la Pasión de Cristo su Compasión: a la Sangre de su Hijo, une sus lágrimas de Madre. Ella también «sacrifica, merece, redime»(13). Satisface --de un modo subordinado y dependiente-- la pena merecida por los pecados de todos los hombres que han sido, son y serán; y merece por su sacrificio las gracias de la Redención. Aunque el mérito de María sea diverso --de congruo, precisa san Pío X(14)-- al mérito del Señor, Ella nos ha merecido lo mismo que nos ha merecido Cristo: no sólo la aplicación o distribución de las gracias, sino las mismas gracias: por la supereminente santidad que poseía y por la tan perfecta compasión que sufrió en la cumbre del Calvario. A su modo, mereció todas las gracias, excepto la primera que Ella recibió, merecida sólo por Cristo. «Lo inmenso de su caridad, la dignidad de sus actos satisfactorios, la magnitud de su dolor, nos revela toda la excelencia de su satisfacción. A quien nos objetase que a una satisfacción por sí misma suficiente, más aún, de infinito valor --como es la de Cristo--, no se puede añadir otra satisfacción, responderemos que la satisfacción de María no se añade a la de Cristo para aumentar el valor infinito de ésta, sino sólo para que se cumpla la ordenación divina, que lo ha dispuesto así libremente para la Redención del género humano»(15).
Son ilustrativas, nos parecen acertadas, las palabras de Hurth: «El Señor Jesús, hizo que su Madre, que estaba de pie junto a la Cruz, tomara parte en el acto mismo de su sacrificio; incluyó la voluntad de Ella dentro de la suya propia, y así hizo que su Madre, dentro de la voluntad de Él, tomara parte en la obra de la Redención. Fue el Hijo, no la Madre, quien realizó esta obra, pero incluyendo dentro de su propia voluntad la voluntad de su Madre»(16).
Corredentora sobre los corredentores con Cristo
Más que san Pablo y que todos los santos, de manera esencialmente superior, María «complementa» en su carne y más aún en su alma lo que, por providencia divina, faltaba (ea quae desunt) a la Pasión de Cristo. El valor redentor de lo que Ella aporta es enorme, porque María no es simplemente una persona entre muchas, está por encima de todas las demás. Es la Madre del Hijo de Dios y por su corredención es Madre espiritual de cada hombre redimido y Madre de la Iglesia. Y lo es no tanto porque Cristo nos la proclamó como Madre desde la Cruz (que es verdad), sino porque ya lo era, lo estaba siendo por su plena asociación al Sacrificio(17). Las palabras «Mujer, ahí tienes a tu hijo», «ahí tienes a tu Madre»(18), son la solemne proclamación de estos vínculos de maternidad-filiación que, en el orden del espíritu, existian ya entre María y todos los hombres. Por eso, la cooperación mediadora de María, su corredención, «tiene un carácter específicamente maternal. Y la llevará a cabo lo mismo en la línea ascendente (cooperación maternal corredentora) que en la línea descendente (cooperación maternal de intercesora ante Dios y de distribuidora de todas las gracias)»(19).
Madre de la Iglesia y de la Divina Gracia
Existe, pues, una realidad misteriosa en María por la que puede y debe llamarse «Madre nuestra». «Es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de aquella cabeza, por lo que también es saludada como miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia, su prototipo y modelo destacadísimo en la fe y caridad y a quien la Iglesia Católica, enseñada por el Espíritu Santo, honra con filial afecto de piedad como a Madre amantísima»(20). María, por ser Madre de la Iglesia, no está «fuera de ella», sino todo lo contrario: «es miembro sobreeminente y del todo singular de la Iglesia». Y lo es porque, siendo Madre de Dios, está adornada con todas las especiales gracias de que el Señor quiso dotarla para que fuera «digna Madre de su Hijo divino» y la «generosa cooperadora» con Cristo en la obra de la Redención. Por lo cual, unida íntimamente a Dios y a la obra redentora de Cristo con una fe heroica, una esperanza firme y una ferviente caridad, es, a la vez, prototipo y ejemplar eximio de la Iglesia y de su acción salvífica. Todo el influjo de gracia que le viene a la Iglesia, también a María, procede del único principio que es Cristo. María no es creadora, sino receptora (recibe la gracia de Cristo), pero de modo singular y eminente: es la Llena de gracia, es decir, llena de vida divina, hasta el punto de poder darla, supuesto el querer santificador de Dios. Nadie da lo que no tiene, ciertamente, pero sí puede dar lo que tiene, sobre todo si lo ha recibido para darlo. Y María tiene en su Corazón Inmaculado la gracia de la que su Hijo la ha hecho depositaria y Administradora.
María vive profundamente en la intimidad de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Allá se encuentra --dice el beato Josemaría Escrivá-- «elevada a dignidad tan grande, hasta ser el centro amoroso en el que convergen las complacencias de la Trinidad. Sabemos que es un divino secreto. Pero, tratándose de Nuestra Madre, nos sentimos inclinados a entender más --si es posible hablar así-- que en otras verdades de fe»(21). Si un buen cristiano es y, sobre todo, será «unum» con Cristo Jesús, ¿qué nivel de unidad --sin merma alguna de la personalidad, al contrario-- habrá alcanzado la Virgen María? Su relación con cada una de las Personas divinas parece reforzar o enriquecer su relación con las otras dos, en una suerte de espiral que a los que andamos por estos mundos de aquí abajo nos puede suscitar vértigo. Ella está inmersa en la Vida misma. Si alguna criatura puede ser dadora de vida, es sin duda María.
La Gracia santificante es vida, misteriosa pero verdadera participación (un «tomar parte») en la vida divina, «germen» de Dios (semen Dei(22)). «Hemos sido engendrados de nuevo, no de un germen incorruptible (ex semine corruptibile), sino incorruptible, por medio de la palabra de Dios, viva y permanente»(23). La filiación divina adoptiva, es adoptiva porque no es «natural»: no nacemos viviendo vida de Dios; pero al ser adoptados por Dios Padre, el Espíritu Santo nos infunde una vida nueva, que es verdadera vida de comunión con Dios en Cristo: «El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo»(24). Y tiene las características de toda vida creada: concepción, gestación, nacimiento, desarrollo, plenitud. Comienza a vivir como una semilla (semen), incluso frágil, fácilmente destructible (por el pecado), y acaba siendo la vida robusta, indestructible, plena de Dios de los bienaventurados en el Cielo. Esta vida tiene su principio absoluto en la Trinidad, de modo personal en la Persona del Espíritu Santo. Esta vida, en virtud de la unión hipostática, llena la humanidad de Cristo Redentor, Cabeza de la nueva humanidad. Pero también inmediatamente a la que es extraordinariamente «unum» con Él, a la que es carne de su carne y hueso de sus huesos.
No es de sorprender, aunque sí de admirar, que Dios disponga que la difusión o multiplicación de la vida sobrenatural (divina por participación), dependa no sólo de Él, sino del querer de la Madre del Redentor, dotada de cierta relativa plenitud de Gracia ya en el momento de la Concepción Inmaculada, y de plenitud sin restricción alguna desde el momento de la Asunción.
¡Cuántas veces san Pablo habla de un vivir en Cristo! Se trata de auténtica vida. Vida con un poder de fecundidad maravilloso. Al extremo que el mismo Apóstol puede exclamar: «yo os he engendrado por el Evangelio»(25); o «hijitos míos, por los que otra vez tengo dolores de parto»(26).
Sí; es tanta la bondad de Dios, que parece querer darnos todo lo que puede de Sí mismo, a cada uno de sus hijos, con la diversidad que sea menester. Nos hace partícipes de su paternidad --capaces de engendrar espiritualmente--; nos hace partícipes de la filiación de Dios Hijo; y, en fin, nos hace partícipes del Amor que es Dios Espíritu Santo. Todo cristiano está, por la Gracia, capacitado para ser padre y madre, hijo y «espíritu santo» (paráclito: abogado, defensor, consolador, amor) de los demás.
Pero esta capacidad es de orden esencialmente superior en la criatura que ha sido constituida Madre de Dios. ¿Qué no podrá la Virgen María, asunta al Cielo, que ya goza de la existencia gloriosa de la bienaventuranza eterna y, por tanto, de una unión intimísima con las tres Personas divinas? Así como Cristo Cabeza nace en la mente y en el corazón de María por obra del Espíritu Santo, antes aún que biológicamente en sus entrañas virginales, por la fe en la Palabra de Dios(27); de un modo análogo, los miembros de Cristo --los otros Cristos-- nacen a la vida de Cristo también, por obra del Espíritu Santo, del Corazón inmaculado de María.
Cabe decir que la Madre de Dios, por querer y don de Dios, misteriosamente, interviene cooperando con el Espíritu Santo en la donación de la vida sobrenatural que es la gracia santificante, vida de Cristo que Ella posee en sobreabundante plenitud (plena sibi, superplena nobis). En su Solemne profesión de fe, Pablo VI afirmaba la cooperación de María «al nacimiento y desarrollo de la vida divina en las almas de los redimidos»(28); y Juan Pablo II, lo reafirma en Redemptoris Mater(29), consciente y gozoso de la «comprometida» afirmación de su venerado predecesor(30); «aún más comprometida» --añade-- que la proclamación de María como Madre de la Iglesia(31). Se trata pues de una afirmación audaz en su momento, porque la maternidad de que se habla no es mera nominación, ni sólo intercesión con alto valor moral ante la Trinidad: se trata de una cooperación que toca el ser mismo de la Gracia, así como el ser mismo del «nuevo ser» que es el renacido del Espíritu y el que va creciendo en esa vida «cristiana», que es vida de Cristo, participación en la vida trinitaria.
También hemos de agradecer a María que los miembros de Cristo podamos participar de la paternidad-maternidad de Dios Padre y de María Santísima: «Si nos identificamos con María --dice el beato Josemaría Escrivá--, si imitamos sus virtudes, podemos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con ÉI por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos de su maternidad espiritual»(32).
María, insistimos, no es autora de la Gracia, pero todo nos conduce a pensar que debe de haber un compromiso divino, asumido libremente por Dios, con vistas a la intervención de María en la obra de la santificación, que la constituye en verdadera Madre, dadora de la vida sobrenatural, crística, creada por la Trinidad desde el Padre en el Hijo por el Espíritu Santo(33).
En la paternidad-maternidad natural, los padres ponen unas condiciones biológicas, proporcionadas a la formación del cuerpo personal de los hijos. En la paternidad-maternidad sobrenatural no hay nada «biológico». Estamos en un orden más elevado, el de la vida de la Gracia.
Por eso, supuesta la Voluntad de Dios Trino y la voluntad humana de Cristo Redentor y Santificador del hombre, supuesta también su existencia ya gloriosa, cabe decir que a María le basta poner el querer (unida en el Espíritu Santo al querer de Cristo Redentor y Santificador) de su voluntad amorosa para que Dios cree la vida sobrenatural en el alma de los que son justificados. Así Ella es, en sentido espiritual, real, vital y pleno, Madre nuestra --como afirma el Magisterio de la Iglesia-- en el orden de la gracia(34).
Mediadora bajo el Mediador
Si María es verdadera Madre en el orden de la gracia, también ha de ser Mediadora de todas las gracias. Mediadora ad Mediatorem, es una célebre expresión de san Bernardo(35). Lumen gentium enumera unos cuantos títulos de los que se reconocen en María, como los de Abogada, Auxiliadora y, sobre todo, Mediadora(36). Este último, se encuentra reconocido también en todo el capítulo VIII, dedicado a María. Maternidad espiritual de María y mediación son términos complementarios. María, precisamente porque es Madre del Redentor y Madre de todos los hombres, une a los hombres con el Redentor.
Abundemos en el concepto ya utilizado con frecuencia hasta aquí, de honda significación metafísica y teológica, el concepto participación. Para lo que ahora precisamos, puede hacerse con bastante llaneza sin adulterarlo. «Participar» equivale a «tomar parte». Cuando se toma parte en un bien material --un pastel, por ejemplo--, y son muchos los participantes, toca menos a cada uno. Sin embargo, cuando se trata de bienes espirituales, como la alegría o la felicidad que no son «objetos» o «cosas», cuanto mayor es el número de participantes, no toca menos a cada uno; si acaso, parece que toca a más.
En una palabra, cuanto más espiritual, perfecto y perfectivo es el bien, es más participable. Como ya avanzamos en las primeras páginas, la Bondad infinita de Dios, sin dejar de ser única --sólo Dios es el Bueno-- causa innumerables bondades. Son bondades creadas, limitadas, finitas, pero verdaderas bondades.
Así sucede también con la función mediadora (equivalente a sacerdotal) de Cristo. Él es el único mediador, es el Mediador «nato», por unir en su persona hipostáticamente la naturaleza divina y la naturaleza humana. Por eso puede hacernos participar de su mediación, en cuanto somos humanos y participamos también por la Gracia en la vida divina de la Trinidad. Así no se rebaja la Mediación de Cristo, al contrario, se manifiesta más claramente su riqueza, su consistencia, su dignidad suprema.
No hay dificultad para que otros, en cierto sentido, puedan llamarse mediadores entre Dios y los hombres, en cuanto que cooperan a la unión del hombre con Dios, disponiéndole y siendo instrumentos suyos para ella, como son los ángeles y los santos, los profetas y los sacerdotes de ambos Testamentos. Redemptoris Mater subraya de manera muy fuerte la unicidad de la mediación de Jesucristo, «sin embargo --aclara-- esta unicidad no es exclusiva, sino inclusiva, es decir, hace posible otras formas de participación. En otras palabras, la unicidad de Cristo no suprime la reciprocidad y la colaboración de los hombres entre sí delante de Dios, de manera que todos pueden ser, en múltiples formas, el uno para el otro, mediadores ante Dios en comunión con «Jesucristo». De este modo, los hombres pueden ser mediadores los unos de los otros y, de hecho, lo son. Se trata, por supuesto de una «función subordinada»(37) a la de Cristo, de una «mediación participada», que brota «de la superabundancia de los méritos de Cristo..., de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud»(38).
Todo esto se refiere a los hombres en general y por lo tanto a María. Pero en Ella la mediación reviste un carácter especial y extraordinario(39) e irrepetible que sobrepasa en modo específico las demás mediaciones. El carácter específico de la mediación de María consiste en su cualidad maternal, «ordenada a un nacimiento siempre nuevo de Cristo en el mundo. Ella custodia la dimensión femenina en la actividad actual de la Iglesia y sigue siendo su origen permanente»(40).
No es de extrañar, aunque maraville, que la misma prerrogativa, pero mucho más gloriosa, convenga a la Virgen excelsa. Ese «mucho más», incomparablemente más, equivale a un «esencialmente más». Así como se distingue el sacerdocio común del sacerdocio ministerial por una diferencia no de grado sino esencial, cabe decir que la mediación de los fieles y la de María difieren también esencialmente. Por mucho que se perfeccione o intensifique la participación en la mediación de Cristo de los demás fieles, nunca alcanzará la cualidad de la mediación de María, pues es de una naturaleza específicamente superior, esto es, materna. Todas las demás serán en todo caso «filiales», con las debidas diferencias en el caso de los sacerdotes (presbíteros) cuando actúan «in persona Christi». Pero aún en este caso, ser Madre del Mediador --haberle dado el ser y tener los derechos de Madre-- es una condición cualitativamente superior a la de hacer presente a Cristo. Así entendemos Redemptoris Mater cuando afirma que «la mediación de María está íntimamente unida a su maternidad y posee un carácter específicamente materno que la distingue de las demás criaturas (...)»(41).
Mediadora de todas las gracias
De ahí que el Magisterio reconozca que María es Medianera y Dispensadora de todas las gracias: «es lícito afirmar que de aquel grandioso tesoro que trajo el Señor --porque la gracia y la verdad fue hecha por medio de Jesucristo(42)-- nada se nos distribuye sino por medio de María, por quererlo Dios así; de suerte que a la manera que nadie se acerca al supremo Padre sino por el Hijo, casi del mismo modo, nadie puede acercarse a Cristo sino por su Madre»(43).
La misión intercesora
Redemptoris Mater desarrolla suficientemente el aspecto intercesor de la mediación de María en el orden de todos los bienes de los hijos(44). Lo hace sobre la base del relato evangélico de la boda en Caná de Galilea, en la que se encontraba la Madre de Jesús(45). «Se pone "en medio", o sea, hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede --más bien "tiene el derecho de"-- hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres»(46).
Dios ha querido que tengamos en el cielo una Abogada, digna de ser oída siempre en beneficio de sus hijos. Está en la lógica divina que la que es gratia plena sibi, sea también superplena nobis (san Bernardo). A la Madre de Dios se le ha entregado toda la gracia de la que es Autor su Hijo, para que sea Administratrix Christi(47), en favor de todos sus hijos. Todas las gracias que se comunican a este mundo tienen un triple proceso: siguiendo un orden altísimo, se comunican por Dios a Cristo, por Cristo a María, y por María a nosotros(48). Es otra manifestación de la inmensidad del amor de Dios hacia María y hacia nosotros, porque poner toda la riqueza sobrenatural en manos de una madre como la suya es garantizar a todo el mundo que hallará siempre acogida celestial si acude filialmente a la Virgen Santa. Porque si es inevitable que Dios sea infinitamente justo, lo es igualmente que la Madre de Dios sea inagotablemente misericordiosa.
Administradora de Cristo, Administradora del Paraíso, Dispensadora de todas las divinas gracias es la Madre de Dios y Madre nuestra. Es el colmo del amor misericordioso. Es la sabiduría divina llevada hasta el extremo más amable para la criatura necesitada de comprensión, compasión, perdón, salvación y elevación a la vida de Dios.
La misión formadora
«Otro elemento esencial de esta función materna de María --continúa Juan Pablo II en Redemptoris Mater-- se encuentra en las palabras dirigidas a los criados: "Haced lo que él os diga". La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a, la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a "su hora". En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera "señal" y contribuye a suscitar la fe de los discípulos»(49).
La misión protectora
Permítasenos, por una vez, ofrecer el testimonio de la fe del pueblo cristiano en la pluma de un escritor no eclesiástico, Miguel de Cervantes, quien llama a la Madre de Dios: «la siempre Virgen María, reina de los Cielos y Señora de los ángeles y nuestra, tesoro del Padre, relicario del Hijo y amor del Espíritu Santo, amparo y refugio de pecadores»(50). ¿Cómo no va a ser refugio una madre santísima que ve en cada hijo, al Hijo; sea glorioso, por la gracia, o crucificado por el pecado? Redemptoris Mater nos ofrece sobrado fundamento teológico para esta aseveración tan confortante(51).
La maternidad de María sobre los hombres no se reduce, pues, al momento de darles la vida de la gracia. El Concilio Vaticano II ha precisado bien que: «En la economía de la gracia perdura sin cesar el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la Cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna (...) la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada...»(52).
El amor de María
Es lógico que nos preguntemos formalmente en un estudio teológico cómo es --al margen de experiencias personales en el trato con Nuestra Madre-- el amor de la Madre de Dios por sus hijos. Enseguida caemos en la cuenta de que se trata de un misterio insondable al que sólo Dios y Ella tienen cabal acceso. Ella nos quiere «en el Espíritu Santo»(53): «María abraza a todos, con una solicitud particular, en el Espíritu Santo. En efecto, es Él (el Espíritu Santo), como profesamos en nuestro Credo, el que "da la Vida". Él es quien da la plenitud de la vida abierta hacia la eternidad». Ella es «la Madre que --con toda la fuerza de su amor que nutre en el Espíritu Santo-- desea la salvación de todos los hombres»(54).
A María, por decirlo así, le pasa como a Dios, que --según la célebre frase de André Frossard-- ¡sólo sabe contar hasta uno! Tiene una muchedumbre inmensa de hijos, pero «la maternidad determina siempre una relación única e irrepetible, entre dos personas» y «aun cuando una misma mujer sea madre de muchos hijos, su relación personal con cada uno de ellos caracteriza la maternidad en su misma esencia (...). Cada hijo es rodeado del mismo modo por aquel amor materno, sobre el que se basa su formación y maduración en la humanidad»(55). Mucho se aprende en la escuela de María, acerca de lo que valen una madre y un hijo; en suma, una persona, aunque sea sola, por ser siempre «única».
Notas
1. S. Th., III, q. 8, a. 3.
2. Cfr Javier Ibáñez-Fernando Mendoza, María como Madre de la Iglesia, Palabra 233, XII-1984 (859), p. 31.
3. Beato Josemaría Escrivá, Forja, 234.
4. Cfr Santo Oficio, 26 de junio de 1913.
5. Cfr RM, 39.
6. Cfr Ioh 19,25.
7. LG, 58.
8. Arnaldo de Chartres (s. XII), PL 189,1726.
9. DM, 9; cfr DV, 16; RM, 38 y 39.
10. León XIII, Enc. Iucunda semper.
11. Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, nn. 287 y 288.
12. León XIII, Enc. Iucunda semper.
13. G. Mª Roschini, La Madre de Dios, t. I, Madrid 1958, p. 546.
14. Cfr San Pío X, Enc. Ad diem illum, 2-II-1904.
15. G Mª Roschini, o.c., p. 555.
16. F. Hurth, De cooperatione qualificata in delictis officialibus: Per Re Mor Cant Lit 3 3 (1949) 339.
17. Cfr Jesús Polo, María, Sagrario viviente del Espíritu Santo, Scripta Theologica 19 (1987/3) 683-727, 1.
18. Ioh 19,26-27.
19. Ibidem; cfr LG, 51.
20. LG, 53.
21. Es Cristo que pasa, 171,3.
22. 1 Ioh 3,9.
23. 1 Pet 1,23.
24. 2 Cor 5,17.
25. 1 Cor 4,15.
26. Gal 4,19.
27. San León Magno acuñó la fórmula «prius concepti mente quam corpore» (Sermo 21,1: PL 54,191). Se hace eco de esta enseñanza LG, 56.
28. Pablo VI, Solemne Profesión de Fe, 30 de junio de 1968, nº 15.
29. RM, 46.
30. RM, 47.
31. Cfr Ibidem.
32. Beato Josemaría Escrivá, Madre de Dios y Madre nuestra, Madrid 1973, pp. 29-30.
33. Cfr RM, 47.
34. LG, 61.
35. Cfr San Bernardo, in Dominica infra oct. Assumptionis Sermo, 2; cit. RM nota (96).
36. Cfr LG, 62.
37. RM, 38.
38. RM, 22.
39. Cfr RM, 38.
40. J. Ratzinger, l.c.. Para el gran tema del lugar de la mujer en la Iglesia, ver Juan Pablo II, Enc. Mulieris dignitatem y Carta del Papa Juan Pablo II a las mujeres, 29-VI-1995.
41. RM, 38.
42. Ioh 1,17.
43. León XIII, Enc. Octobri mense, 22-IX-1891, DS 3275; cfr LG, 62.
44. RM, 21-24; cfr Pablo VI, Signum magnum.
45. Cfr Ioh 2,1ss.
46. RM, 21.
47. San Agustín, Serm. De Assumpt., LII.
48. Cfr León XIII, Enc. Iucunda semper, 8-IX-1894.
49. RM, 21.
50. Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, L. I, c. IV.
51. Cfr RM, 11, 24 y 27.
52. LG, 62; cfr CEC 969.
53. Juan Pablo II, Homilía, Fátima 13-IV-1982.
54. Ibidem.
55. RM, 45.
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