«Madre de Dios y Madre nuestra», Rialp 1996, pp. 65-81
Hemos de prestar ahora particular atención a un hecho que nos importa sobremanera. Todo el magnífico retablo de maravillas que Dios ha puesto en el «ser» de María --Inmaculada, Virgen, Madre de Dios, Asunta y Reina...-- tiene una finalidad que no termina en Ella, sino en nosotros, sus hijos. Ni siquiera en el Hijo, sino en los hijos, porque si el mismo Verbo se hace hombre propter nostram salutem (por nuestra salvación y santificación), María es concebida en la mente de Dios --y como consecuencia en el seno de su madre--, con vistas a nuestra salvación. María ha sido creada para recuperar el designio creador original sobre la humanidad y llevarlo a su plenitud mediante la redención y elevación del hombre a la vida intratrinitaria.
En este capítulo vamos a estudiar más directamente, aunque ya nos ha salido al paso en los anteriores, el lugar que le ha sido otorgado a María en la obra de la redención y santificación. Tan relevante es, que bien se ha llamado a María Corredentora, en un sentido muy literal y estricto. Como es lógico, dentro de la economía de la Redención, la corredención comporta santificación. Si María corredime con Cristo Redentor, María santifica con Cristo santificador. La cuestión esencial es: ¿María propiamente, es causa de redención y santificación en el Cuerpo Místico?
Vamos a ver que, en efecto, quiso Dios (en su libre y eterno designio) asociar a la obra de su Hijo, una Mujer, María, al extremo de que también Ella fuera en verdad causa de la salvación del género humano. Quizá tal aserto pueda parecer a primera vista una disparatada hipérbole. Sin embargo es una verdad cierta, en perfecta armonía con todos los demás misterios que implica la Redención y contenida tanto en la enseñanza de los Padres como en el Magisterio universal de la Iglesia. Para comprenderlo, nos conviene considerar a grandes trazos el designio divino sobre la humanidad antes y después de la caída original.
El pecado original y la unidad del género humano
Sucede con frecuencia que nos preguntamos: ¿cómo es posible que el pecado de Adán y Eva se transmita por generación a todos sus descendientes, por alejados que se encuentren de aquella lamentable caída? ¿Qué tengo yo que ver con ellos para sufrir lo que personalmente sólo incumbe a la primera pareja humana?
Planteada así la cuestión tiene muy difícil respuesta, por no decir imposible. Se trata no de cuestionarse el hecho, que está ahí, que lo vivimos todos los días. Menos aún cabe a un hijo de Dios pedir cuentas a un Padre que ha entregado la vida de su Unigénito por nuestra salvación eterna. Lo pertinente es indagar en el hecho y sus consecuencias perceptibles para ver si hallamos en ellos una respuesta satisfactoria, por misteriosa que resulte, que lejos de negar, nos confirme en las verdades incuestionables. No hemos de temer al misterio, que, cuando es verdad, es siempre luz que permite ver más de lo que esperábamos.
Si yo me encuentro con el pecado original en mi sangre y en mi espíritu, ha de haber una razón suficiente, he de hallar su principio en el Principio Absoluto, universal, que no es otro que el Amor de Dios. Y ahí, en efecto, se encuentra la respuesta.
Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Dios es Uno por naturaleza y Trino en Personas: «Unum et Trinum», Uno y Trino: unidad y pluralidad, unidad y diversidad. Dios, nos enseña Juan Pablo II, «es familia» , porque en Él hay Paternidad, Filiación y la esencia de la familia que es el Amor. Por eso Dios crea al hombre «varón y varona» , para que formen una familia, un «unum» a imagen de Dios-Familia. El inconmensurable número de miembros de la gran familia humana no había de ser obstáculo, al contrario, para la unidad, como la diversidad no es obstáculo para la Unidad del único Dios verdadero.
Cada persona humana (inmultiplicable, irrepetible) posee --a diferencia de lo que acontece en la Trinidad-- una naturaleza numéricamente distinta a la que poseen las demás, pero en todos la naturaleza es esencialmente la misma. La persona es siempre una nueva creación. La naturaleza se multiplica por generación. La procreación humana da lugar a nuevas personas que comparten la misma naturaleza. Aunque todos tenemos una naturaleza numéricamente distinta, tenemos la misma naturaleza de Adán y Eva, creados ellos para ser «dos en una sola carne»: una unidad de dos, con una misma esencia; llamados a un mismo fin. Ellos debían «crecer y multiplicarse», ser los padres de una familia numerosísima, que llenara primero la tierra y después el Cielo. Una pluralidad de personas formando una estrecha y vital unidad. La magnitud del número no sería obstáculo para ser verdaderamente una familia, a imagen de la Familia que es Dios. La unión de los miembros de la familia humana había de ser el reflejo de la unión de las Personas divinas (en Dios, cada una «es» enteramente «en» las otras).
Según el plan divino original, a la unidad biológica, afectiva, espiritual, entre los miembros de la humanidad, se añadiría la unidad en la participación común en la vida sobrenatural de la Gracia santificante. Sería la «común unión», en una palabra, la comunión, en una misma vida humana y en la vida de las tres Personas divinas. Ese era el designio divino que afirmaba, como sólo Él puede hacerlo, la unidad en la diversidad de la familia humana.
El pecado desbarata ese designio. Adán y Eva quiebran en ellos el amor de Dios, el vínculo de la unidad. Y como nadie puede dar lo que no tiene, se transmite la vida humana privada de los dones sobrenaturales y preternaturales que poseía al principio y en cambio carga con la división, causada por el pecado, entre Dios y el hombre y de los hombres del entre sí. La familia humana ha perdido cohesión y pronto hará acto de presencia el crimen (Caín). La naturaleza humana se multiplicará sin la vida sobrenatural de la gracia que Dios le había otorgado al principio, con la debilidad de una criatura violentamente alejada del Creador.
Pero persiste lo que teológicamente hablando se llama solidaridad, que es mucho más que un sentimiento, un deseo, un querer o una actividad. Es una «común unión», una comunión vital. Hay una corriente vital, de vida, imperceptible a los sentidos, misteriosa, pero real, que recorre nuestra gran familia desde el principio al fin. La suerte de un miembro de la humanidad está en conexión vital con todos los demás. Por desgracia, el pecado nos ha hecho participar a todos en el mal. Nacemos en una «común unión», en el mal causado por nuestros primeros padres. Pero o félix culpa!, canta la Iglesia: ¡oh, qué gran suerte, qué maravilloso ha sido encontrarnos involucrados en la culpa original, porque, por mala e indeseable que sea aquella, da ocasión al Amor de Dios de manifestar su inmensidad! El pecado original «nos ha merecido» --tan inmenso es el Amor de Dios-- un Redentor que es el mismo Verbo de Dios, la Segunda Persona divina, que se ha hecho hombre en las entrañas purísimas de María.
Pero Dios sigue suspirando por lo que Cristo Jesús, próximo ya a consumar la Redención, pedirá al Padre: «que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en mí y yo en Ti»(1). Y he aquí una maravilla en la que vale la pena profundizar: «El Hijo de Dios --subraya el Concilio Vaticano II-- mediante su encarnación se ha unido en cierto modo con todo hombre». Pero, como ha señalado Juan Pablo II, «no se trata del hombre "abstracto", sino del hombre real, del hombre "concreto", "histórico". Se trata de "cada" hombre... en su única e irrepetible realidad humana (...). El hombre tal como ha sido «querido» por Dios, tal como Él lo ha «elegido» y eternamente llamado, destinado a la gracia y a la gloria, tal es precisamente "cada" hombre, el hombre "más concreto", el "más real"; éste es el hombre, en toda la plenitud del misterio, del que se ha hecho partícipe en Jesucristo, misterio del cual se hace partícipe cada uno de los cuatro mil millones de hombres vivientes en nuestro planeta desde el momento en que es concebido en el seno de la madre»(2).
Estas palabras de Juan Pablo II están llenas de una luz que nos permite ver con claridad insospechada, en lo que cabe, el maravilloso misterio del Cuerpo Místico de Cristo y, por medio de él, el de nuestra unión con Cristo y María. El Cuerpo Místico (con mayúsculas) de Cristo es, en realidad, una sanación y elevación del cuerpo místico (con minúsculas) que ha sido desde el principio la humanidad.
Hay un momento en que Cristo Jesús nos revela aquel designio final que persigue Dios con la creación del hombre y su redención: «ut omnes unum sint», que todos sean uno («unum»); pero no de cualquier manera, sino «sicut tu Pater me et ego in te». «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros (...). Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno («unum»), y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí»(3).
Palabras de grandeza y hondura incomparables. Dios quiere introducirnos en la vida íntima de la Trinidad de un modo tal que el Verbo puede decir, a lo humano: como el Padre está en el Hijo y el Hijo está en el Padre, que tan «unum» son, que son «una sola cosa», una sola naturaleza. ¿Cómo es posible tan impresionante misterio? El pecado nos ofusca el entendimiento. La humanidad somos desde el principio «unum». Adán y Eva son en verdad nuestros primeros padres. Y formamos con ellos un «unum» que explica que su pecado (el pecado original originante) sea personalmente suyo, pero naturalmente nuestro. El pecado original originado, no es personal nuestro, pero es de nuestra familia. Es una carencia de santidad y un deterioro de la naturaleza que nos afecta íntimamente, porque somos de la misma carne y sangre que Adán y Eva.
El pecado original originado (lo que se nos transmite del pecado original originante) no se explica a partir de la pregunta: ¿cómo se comprende que yo tenga que cargar con una culpa que sólo concierne a los lejanísimos Adán y Eva? Es una cuestión metodológicamene mal planteada. La cuestión es: ¿cómo es posible el hecho de que me afecte tan profundamente el pecado de Adán y Eva? Y se explica bastante bien concluyendo que yo soy «unum» con ellos, que a su vez eran «unum» entre ellos (dos en uno, duo in carne una). Solidaridad vital entre los que tienen en las venas la misma sangre. Y como, en nuestro caso, la «sangre», los «huesos », nuestro cuerpo entero es «personal» (de personas con alma espiritual) hay también una solidaridad espiritual entre todos los miembros de la humanidad. Por eso, de una forma misteriosa, pero estrictamente «natural», somos «unum», en Adán y Eva (que eran «unum» entre sí).
El pecado deteriora el «unum» humano original. La ilusión divina, queda frustrada. Pero Dios no está dispuesto a perder la familia que ha creado a su imagen. Envía a su Unigénito al mundo, que se haga uno de los nuestros, que con la fuerza infinitamente unitiva del Amor divino infunda en el «unum«» humano savia nueva, capaz de restaurar el «unum» perdido y elevarlo e introducirlo en el «Unum» divino trinitario. Es una maravilla tan impresionante como cierta. Tanto, que san Agustín, con su poderosa inteligencia ilustrada por la Fe, alcanza a comprender una síntesis formidable: sólo hay dos hombres: Adán y Cristo.
Gracias a esa solidaridad, se ha llevado a efecto entre Cristo y la humanidad el admirabile commercium (maravilloso intercambio), por el cual Cristo carga sobre sí con todo el cúmulo de pecados de los hombres, satisfaciendo infinitamente por ellos ante el Padre. Ahora, los hombres podemos ser interiormente renovados por la gracia de Dios y ser «constituidos justos»(4), cuando se nos aplican los méritos de la vida, pasión y muerte del Señor. Por la solidaridad de toda la humanidad con Adán «entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte... incluso sobre aquellos que no pecaron con una transgresión semejante a la de Adán(5). De modo similar y con mayor fuerza, por la solidaridad con Cristo, el «nuevo Adán», podrán los hombres «recibir en abundancia la gracia y el don de la Justicia»(6). Gracias a la solidaridad natural que cohesiona al género humano, Cristo se erige en Cabeza de la humanidad renovada, revitalizada, llamada con más fuerza que nunca a la santidad original, más aún, a la superación de la original filiación divina, porque ahora se nos ha dado el poder de llamarnos --y ser de veras-- hijos en el Hijo(7), formamos con Cristo y en Él un mismo Hijo del Padre(8).
Sólo así somos capaces de entender el pecado original originado y la redención operada por Cristo. Sólo así podemos meternos a fondo en el misterio de María, nueva Eva. Por eso hemos dado un aparente rodeo.
María, nueva Eva, Madre de los vivientes
Adán es nadie sin Eva y viceversa (porque no es concebible una persona sola, ni humana ni divina). La familia humana tiene un padre y una madre y ambos son miembros absolutamente necesarios para que haya un «unum», verdaderamente humano, imagen de la Trinidad. Para restaurar y elevar el «unum» humano hasta la intimidad de la Trinidad de Dios Uno, bastaba un hombre-Dios, el Verbo encarnado. Pero aunque no sea menester, ni quepa, estrictamente hablando, simetría alguna, la redención y santificación del hombre no hubiera sucedido de la manera mejor posible --adecuada a la humana naturaleza, al modo de ser humano-- si el Redentor hubiese sido un «varón solitario». Jesucristo es el Redentor, el Nuevo Adán --así le llama ya san Pablo--, el Dios humanado, el hombre-Dios, la Vida necesaria al «unum» humano para zarpar de nuevo hacia su destino bienaventurado.
Pero, aunque podía, no quiso, no convenía que el Redentor redimiese solo, que el Santificador santificase solo, que el Verbo divinizase solo. Es más, lejos del temor luterano (que teme que la acción de la criatura ensombrezca, oculte o acaso anule la acción divina), la Trinidad decide, congruentemente con la obra de la creación, realizar la redención con la cooperación de cada hombre concreto. Bien lo comprendió san Pablo cuando escribió a los Colosenses que se gozaba en sus padecimientos (in passionibus) por ellos, ya que así cumplía en su carne lo que falta (ea quae desunt) a los padecimientos de Cristo, por su Cuerpo que es la Iglesia(9). Cristo cuenta con Pablo para la salvación del mundo y la vida de la Iglesia. Pablo, como todo fiel cristiano «complementa» a Cristo en la obra de la salvación. Pablo sin Cristo no sería nadie, nada. Pero con Él, es «unum» con el Redentor: no multiplica al Redentor, no lo divide, sino que por designio de Amor, lo «complementa» y así «corredime» con Cristo. Lejos de ensombrecer o menoscabar la obra de Cristo la manifiesta llena de magnanimidad, de generosa misericordia. Dios se asocia un pecador, para liberarle de su pecado y abrirle las puertas del Cielo.
Pues bien, si Pablo es «unum» con Cristo; si Pablo está llamado a ser «unum» a semejanza del «Unum» trinitario, ¿cómo será el «unum» que forman Cristo y su Madre? ¿Qué densidad tendrá ese «unum»? Será una unidad esencialmente superior a la de cualquier otra criatura con Cristo.
El lugar de María en la obra de la salvación no es de simple acompañamiento, ni de mera intercesión ante el Hijo por los hijos, aunque sea éste el aspecto que muchos tratados subrayan sobre los demás. No es justo reducir la actividad de María a la intercesión, aunque se afirme con verdad que es la Omnipotencia suplicante. La Virgen interviene en la obra de Cristo --sin el cual Ella también sería nada-- de un modo intimísimo, a lo largo y a lo ancho de toda la obra salvífica; y de un modo tan íntimo y mucho más, aunque de manera opuesta, que como intervino Eva en la consumación del pecado original. Si Eva estuvo inmersa del todo en el primer pecado, María estuvo inmersa entera en Cristo y bajo Él desde el primer instante de su Concepción Inmaculada.
Cuando Dios dijo proféticamente a la serpiente (el Maligno): «Yo pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya, que te aplastará la cabeza»(10), está situando junto al futuro Vencedor de Satanás a la Mujer, y esta Mujer, en concreto, es María. Dios pensó en la eternidad a María como «unum» con Cristo Cabeza de la humanidad redimida. La pensó implicada en una misma suerte para salvar a la humanidad caída. Y el plan refleja la sabiduría divina, que juega en la historia del mundo y del hombre a despecho de Satanás, que a su vez se esfuerza por desbaratar los planes de Dios. Satanás se sirvió de la mujer para arrastrar a Adán y a sus hijos al abismo del pecado y de la perdición. Dios se servirá de una mujer para realizar las maravillas de la Encarnación y de la Redención por medio de Cristo, Verbo encarnado en el seno de María. Asi, dice Pietro Parente, Dios da la vuelta a la trama de Satanás con sublime ironia.
El consorcio de María con Cristo es pleno y explícito desde el fiat. Entendida en toda su amplitud, la Maternidad divina impone y justifica de raíz el principio de una participación --íntima, intensa y omniabarcante-- de María en la entera vida y misión del Verbo encarnado. De suyo, esta asociación inserta a María en toda la historia de la redención y santificación(11). Juan Pablo II enseña que la presencia activa --con y bajo Cristo-- de la Virgen María, abarca todos los tiempos, toda la historia salvífica desde el comienzo hasta el fin, porque está en «todos los advientos de Dios». La acción y la presencia de María en la obra de la santificación recorre todo lo largo del gran río de la historia humana: «en todo el recorrido hay acción y presencia Mariana (...) Abarca todo el "cauce" de la historia», pero también «todo el "ancho" del río que desemboca en la vida eterna». Por eso Juan Pablo II dice que María también está presente en la historia tanto de un modo «longitudinal» como «transversal»: «¡En su seno el Verbo se hizo carne!» Y la Encarnación es el acontecimiento clave de la historia qúe alcanza desde Adán al ültimo de los mortales. María es «unum» con Cristo en todos los momentos y fases de la Redención. Si Eva está presente, en cierto modo activa, en la sangre y en los huesos de todos los mortales, María está, desde el fiat, mucho más activamente presente en la vida de todos los vivientes.
Es Dios quien lo dispuso así. No se trata, ni remotamente, de que María se anteponga a Cristo. El misterio ha de ser contemplado precisamente desde la cara inversa. Es la centralidad de Cristo la suprema razón de que María esté presente en todo lo que se refiere a nuestro trato con Él. En efecto, estamos viendo que, si Cristo es Cabeza de la Iglesia, lo es inseparablemente de María como Madre.
Cristo ha venido a reconducir todas las cosas a su origen, Dios. En términos de san Pablo ha venido a recapitular todo lo que, por el pecado de Adán habia perdido la cabeza y con ella, la interconexión, la solidaridad, el orden, la belleza y, en cierto sentido, la verdad y la bondad. El universo se encontraba acéfalo, o, lo que es quizá peor, con una cabeza enajenada por el pecado, incapaz de orientar y dirigir el todo hacia su fin en Dios Uno y Trino. Era menester «encabezar, «recapitular», «reinstaurar», el orden, la verdad, la bondad, la belleza originales y llevarlo todo a plenitud. Cuando el Verbo se hace carne, la humanidad y el universo entero vuelven a tener cabeza; nada menos que la humanidad del Verbo humanado, Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre, que nos revela nuestro propio misterio, nuestro origen en el Amor del Padre y nuestro destino final en el mismo Amor de Dios Trino. A la vez, Dios mismo se hace camino: Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Cristo es la Cabeza indiscutible y única por derecho propio. En este sentido es único literalmente hablando: es el único Mediador, como afirma san Pablo y en estas páginas se reitera más de una vez. Pero ha querido tener junto a sí, estrechamente unida, asociada en su quehacer redentor y santificador, a una Mujer. Y la Mujer ha sido María, su Madre. Veremos un poco más adelante que Ella no es un miembro más del Cuerpo (Místico) de Cristo, es un miembro no sólo excelente, sino eminente, sobrepasa en perfección y gracia a todos los demás, se encuentra a la vez en el Cuerpo (la Iglesia) y por encima, trascendiendo el Cuerpo (la Iglesia). Por un milagroso acontecimiento biológico «María ha llegado a ser (...) la "madre-nodriza" del Hijo del hombre», pero hay mucho más: ha llegado a ser, por gracia, «también la "compañera singularmente generosa" del Mesías y Redentor»(12).
Si Adán era cabeza de la humanidad, también lo era Eva y sin Eva no era nada. Cristo es el Verbo hecho carne, pero si a la vez se constituye en «nuevo Adán», es lógico que pensemos y busquemos una «nueva Eva». Es lo que hicieron los más antiguos Padres de la Iglesia y la encontraron enseguida. La nueva Eva" es la Virgen María, Madre de Jesús.
La Sagrada Escritura proporciona pistas que hoy nos resultan inequívocas(13). Y los Padres de la Iglesia presentan a María de modo expreso como «nueva Eva» desde mediados del siglo II (san Justino y san Ireneo)(14). A partir del siglo IV los testimonios se multiplican (san Efrén de Siria, los Padres Capadocios, etc.). En el siglo V, el Concilio de Éfeso favorece el desarrollo de la doctrina sobre la Maternidad espiritual, con Cirilo de Alejandría.
El Magisterio continúa la enseñanza de los Padres. María es la auténtica «Madre de los vivientes»; «la muerte vino por Eva, la vida por María». Eva engendra en dolor y corrupción y María en gozo e incorrupción; Eva engendra hijos en pecado y condenados a muerte y María engendra hijos a la vida de la Gracia y llamados a la resurrección gloriosa. Si Eva ha sido de alguna manera el principio de todo el mal de la humanidad, puede decir san Bernardo, por contraste, que María es el principio de todo bien (Initium totius boni)(15).
María es también la Mujer del capítulo 12 del último libro sagrado, el Apocalipsis de san Juan: la antigua Serpiente --dice proféticamente--, la que seduce a toda la tierra, el Dragón se lanzó en persecución de la Mujer y marchó a hacer la guerra contra el resto de su descendencia. Ella gritaba en los dolores y las angustias del parto. La continuidad del mensaje es evidente. La Mujer victoriosa vestida de sol y coronada de estrellas ocupa el lugar de la primera Eva(16).
El principio absoluto de la vida, tanto la natural como la sobrenatural, por supuesto, es la Trinidad. Pero la Trinidad otorga a la criatura, en diversos modos y medidas la capacidad de dar (no sólo tener) en determinadas condiciones, vida natural y vida sobrenatural. En lo tocante a la vida participativa de la vida divina, la comunica en primer término a la humanidad de Cristo --nuevo Adán, nueva Cabeza, principio de una nueva creación, de una nueva vida-- y, por Él, a la que es de un modo especialmente íntimo, «unum» con Él. María es llamada Mater et Socia Christi. A diferencia de Eva, María es «unum», con el nuevo Adán, Cristo, no como esposa(17), sino fundamentalmente como Madre. Cristo, varón, ha querido, acomodándose a lo más conveniente para la redención de humanidad como un todo, asociar a la Mujer en su obra redentora, de modo que ocupe --con Él y bajo Él-- un lugar íntimo y trascendental en la historia de la Salvación de todo hombre, de toda mujer.
En suma, si Eva es «madre de los vivientes» abocados por ella misma a la muerte, María es madre de los vivientes con vida eterna, divina. Madre en un sentido más profundo y valioso que lo es Eva. Madre de verdadera vida sobrenatural; madre --dirá Lumen gentium-- en el orden de la gracia.
Propio de una madre es concebir, dar vida, transmitir vida, procrear «vivientes». Si María no hiciera esto no sería verdadera Madre nuestra. Pero lo es, porque la vida de la Gracia es vida: es vivir en Cristo y, por Él, en Dios Uno y Trino. Pues bien, esa vida es concebida por María.
Maternidad espiritual de María
María es Madre nuestra no en un sentido natural --esto es obvio--, pero sí en un sentido real, espiritual y mistico porque es Madre de Cristo, no sólo del Cristo personal, sino del Cristo total (Cabeza y miembros); no sólo según el cuerpo físico de Cristo, sino también del indivisible Cuerpo Místico de Cristo.
María es Madre por estar estrechamente, maternalmente --divinamente-- asociada con Cristo Cabeza de la Iglesia. He aquí cómo se expresa san Pío X: «¿No es acaso María Madre de Cristo? Pues también es Madre nuestra. Todos deben tener muy presente que Jesús, que es el Verbo de Dios hecho carne, es también el Salvador del género humano. Ahora bien, en cuanto Dios-Hombre, Él adquirió un cuerpo concreto como los demás hombres. Pero en cuanto Salvador de nuestro linaje, consiguió un cierto cuerpo espiritual o, según se dice, mistico (...). Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo eterno de Dios para que, recibiendo de Ella una naturaleza humana, se hiciese hombre; sino también para que, mediante esta naturaleza recibida de Ella, fuese el Salvador de los mortales (...). Así, pues, en el mismo seno virginal de la Madre, asumió Cristo para sí una carne y, al mismo tiempo, adquirió un cuerpo espiritual, el cuerpo formado por aquellos que habían de creer en Él. De tal forma, que puede decirse que María, cuando llevaba en su seno al Salvador, gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estábamos unidos con Cristo y, según frase del Apóstol, somos "miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos"(18), hemos salido del seno de María a semejanza de un cuerpo unido con su cabeza. De donde, en un sentido ciertamente espiritual y místico, nosotros somos llamados hijos de María y Ella es Madre de todos nosotros. Madre en espíritu, pero evidentemente Madre de los miembros de Cristo, que somos nosotros»(19). El realismo con se expresa san Pío X es impresionante e inequívoco: María es Madre en un sentido propio. María nos ha concebido en Cristo, nos ha alumbrado en Cristo, nos nutre en Cristo.
Se trata de una inefable dignación, de misericordia y de bondad, que el Espíritu del Padre y del Hijo no sólo nos conforme al Hijo, para poder exclamar «Abba, Padre»; sino que también nos infunda un espíritu de filiación en relación con María, por el que podamos igualmente exclamar: «Madre, Madre» ...
La espiritualidad de esa nueva vida no niega, al contrario, la consistencia, la intensidad, la realidad de la vida de que se habla.
Notas
1. Cfr Ioh 17,11.21.
2. Juan Pablo II, RH, 13.
3. Ioh 17,11.23.
4. Rom 5,19.
5. Rom 5,12-14.
6. Rom 5,17.
7. Juan Pablo II, Discurso, 31-VIII-1983, nº 1 (cfr F. Ocáriz, María y la Trinidad).
8. Cfr Fernando Ocáriz, o.c., 2 a.
9. Cfr Col 1,24.
10. Gen 3,15
11. Cfr Armando Bandera, Redención, mujer y sacerdocio, Palabra, Madrid 1995, p. 340.
12. RM, 39; LG, 61: ver LG 53.
13. Cfr 1 Cor 15, 22 y 45.
14. San Ireneo, Adversus haereses, 5,19,1: SC 153,248 (PG 7,1175); y otros lugares. San Justino, Dial. Cum Tryphone, 100,4-5.
15. San Bernardo, Serm., CLXXXIII.
16. Cfr Luciens Deiss, María, Hija de Sión, Ed. Cristiandad, Bilbao 1959, pp. 212-213 y 306.
17. Cfr RM, 39.
18. Eph 5,30.
19. San Pío X, Ad
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