1. La Virgen, imagen realmente semejante a la belleza primitiva.- 2. La Virgen, reflejo del esplendor divino.- 3. María Inmaculada fue redimida por preservación.- 4. La Virgen, preservada de toda mancha de culpa original.- 5. María preservada de todo pecado.
1. La Virgen, imagen realmente semejante a la belleza primitiva
1. En María llena de gracia, la Iglesia ha reconocido a la «toda santa, libre de toda mancha de pecado, (...) enriquecida desde el primer instante de su concepción con una resplandeciente santidad del todo singular» (LG,56).
Este reconocimiento requirió un largo itinerario de reflexión doctrinal, que llevó a la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción.
El término «hecha llena de gracia» que el ángel aplica a María en la Anunciación se refiere al excepcional favor divino concedido a la joven de Nazaret con vistas a la maternidad anunciada pero indica más directamente el efecto de la gracia divina en María, pues fue colmada, de forma íntima y estable, por la gracia divina y, por tanto, santificada. El calificativo kejaritoméne tiene un significado densísimo, que el Espíritu Santo ha impulsado siempre a la Iglesia a profundizar.
2. En la catequesis anterior puse de relieve que en el saludo del ángel la expresión llena de gracia equivale prácticamente a un nombre: es el nombre de María a los ojos de Dios. Según la costumbre semítica, el nombre expresa la realidad de las personas y de las cosas a que se refiere. Por consiguiente, el título llena de gracia manifiesta la dimensión más profunda de la personalidad de la joven de Nazaret: de tal manera estaba colmada de gracia y era objeto del favor divino, que podía ser definida por esta predilección especial.
El Concilio recuerda que a esa verdad aludían los Padres de la Iglesia cuando llamaban a María la toda santa, afirmando al mismo tiempo que era «una criatura nueva, creada y formada por el Espíritu Santo» (LG,56).
La gracia, entendida en su sentido de gracia santificante que lleva a cabo la santidad personal, realizó en María la nueva creación haciéndola plenamente conforme al proyecto de Dios.
3. Así, la reflexión doctrinal ha podido atribuir a María una perfección de santidad que, para ser completa, debía abarcar necesariamente el origen de su vida.
A esta pureza original parece que se refería un obispo de Palestina que vivió entre los años 550 y 650, Theoteknos de Livias. Presentando a María como «santa y toda hermosa», «pura y sin mancha», alude a su nacimiento con estas palabras: «Nace como los querubines la que está formada por una arcilla pura e inmaculada» (Panegírico para la fiesta de la Asunción 5-6).
Esta última expresión, recordando la creación del primer hombre, formado por una arcilla no manchada por el pecado, atribuye al nacimiento de María las mismas características: también el origen de la Virgen fue puro e inmaculado, es decir sin ningún pecado. Además, la comparación con los querubines reafirma la excelencia de la santidad que caracterizó la vida de María ya desde el inicio de su existencia.
La afirmación de Theoteknos marca una etapa significativa de la reflexión ideológica sobre el misterio de la Madre del Señor. Los Padres griegos y orientales habían admitido una purificación realizada por la gracia en María tanto antes de la Encarnación (san Gregorio Nacianceno, Oratio, 38,16) como en el momento mismo de la Encarnación (san Efrén, Javeriano de Gabala y Santiago de Sarug). Theoteknos de Livias parece exigir para María una pureza absoluta ya desde el inicio de su vida. En efecto, la mujer que estaba destinada a convertirse en Madre del Salvador no podía menos de tener un origen perfectamente santo, sin mancha alguna.
4. En el siglo VIII, Andrés de Creta es el primer teólogo que ve en el nacimiento de María una nueva creación. Argumenta así: «Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza inmaculada, recibe su antigua belleza. Las vergüenzas del pecado habían oscurecido el esplendor y el atractivo de la naturaleza humana; pero cuando nace la Madre del Hermoso por excelencia, esta naturaleza recupera, en su persona, sus antiguos privilegios, y es formada según un modelo perfecto y realmente digno de Dios. (...) Hoy comienza la reforma de nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, que sufre una transformación totalmente divina, recibe las primicias de la segunda creación» (Sermón 1, sobre el nacimiento de María).
Más adelante usando la imagen de la arcilla primitiva, afirma: «El cuerpo de la Virgen es una tierra que Dios ha trabajado, las primicias de la masa adamítica divinizada en Cristo, la imagen realmente semejante a la belleza primitiva, la arcilla modelada por las manos del Artista divino» (Sermón I, sobre la dormición de María).
La Concepción pura e inmaculada de María aparece así como el inicio de la nueva creación. Se trata de un privilegio personal concedido a la mujer elegida para ser la Madre de Cristo, que inaugura el tiempo de la gracia abundante, querido por Dios para la humanidad entera.
Esta doctrina, recogida en el mismo siglo VIII por san Germán de Constantinopla y por san Juan Damasceno, ilumina el valor de la santidad original de María, presentada como el inicio de la redención del mundo.
De este modo, la reflexión eclesial ha recibido y explicitado el sentido auténtico del título llena de gracia, que el ángel atribuye a la Virgen santa. María está llena de gracia santificante, y lo está desde el primer momento de su existencia. Esta gracia, según la carta a los Efesios (Eph 1,6), es otorgada en Cristo a todos los creyentes. La santidad original de María constituye el modelo insuperable del don y de la difusión de la gracia de Cristo en el mundo.
2. La Virgen, reflejo del esplendor divino
1. En la reflexión doctrinal de la Iglesia de oriente, la expresión llena de gracia como hemos visto en las anteriores catequesis, fue interpretada, ya desde el siglo VI, en el sentido de una santidad singular que reina en María durante toda su existencia. Ella inaugura así la nueva creación.
Además del relato lucano de la Anunciación, la Tradición y el Magisterio han considerado el así llamado Protoevangelio (Gen 3,15) como una fuente escriturística de la verdad de la Inmaculada Concepción de María. Ese texto, a partir de la antigua versión latina: «Ella te aplastará la cabeza», ha inspirado muchas representaciones de la Inmaculada que aplasta la serpiente bajo sus pies. Ya hemos recordado con anterioridad que esta traducción no corresponde al texto hebraico, en el que quien pisa la cabeza de la serpiente no es la mujer, sino su linaje, su descendiente. Ese texto, por consiguiente, no atribuye a María, sino a su Hijo, la victoria sobre Satanás. Sin embargo, dado que la concepción bíblica establece una profunda solidaridad entre el progenitor y la descendencia, es coherente con el sentido original del pasaje la representación de la Inmaculada que aplasta a la serpiente, no por virtud propia sino de la gracia del Hijo.
2. En el mismo texto bíblico además se proclama la enemistad entre la mujer y su linaje, por una parte, y la serpiente y su descendencia, por otra. Se trata de una hostilidad expresamente establecida por Dios, que cobra un relieve singular si consideramos la cuestión de la santidad personal de la Virgen. Para ser la enemiga irreconciliable de la serpiente y de su linaje, María debía estar exenta de todo dominio del pecado. Y esto desde el primer momento de su existencia.
A este respecto, la encíclica Fulgens corona, publicada por el Papa Pío XII en 1953 para conmemorar el centenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, argumenta así: «Si en un momento determinado la santísima Virgen María hubiera quedado privada de la gracia divina, por haber sido contaminada en su concepción por la mancha hereditaria del pecado, entre ella y la serpiente no habría ya --al menos durante ese período de tiempo, por más breve que fuera-- la enemistad eterna de la que se habla desde la tradición primitiva hasta la solemne definición de la Inmaculada Concepción, sino más bien cierta servidumbre» (AAS 45 [1953], 579).
La absoluta enemistad puesta por Dios entre la mujer y el demonio exige, por tanto, en María la Inmaculada Concepción, es decir, una ausencia total de pecado, ya desde el inicio de su vida. El Hijo de María obtuvo la victoria definitiva sobre Satanás e hizo beneficiaria anticipadamente a su Madre, preservándola del pecado. Como consecuencia, el Hijo le concedió el poder de resistir al demonio, realizando así en el misterio de la Inmaculada Concepción el más notable efecto de su obra redentora.
3. El apelativo llena de gracia y el Protoevangelio, al atraer nuestra atención hacia la santidad especial de María y hacia el hecho de que fue completamente librada del influjo de Satanás, nos hacen intuir en el privilegio único concedido a María por el Señor el inicio de un nuevo orden, que es fruto de la amistad con Dios y que implica, en consecuencia, una enemistad profunda entre la serpiente y los hombres. Como testimonio bíblico en favor de la Inmaculada Concepción de María, se suele citar también el capítulo 12 del Apocalipsis, en el que se habla de la «mujer vestida de sol» (Apc 12,1). La exégesis actual concuerda en ver en esa mujer a la comunidad del pueblo de Dios, que da a luz con dolor al Mesías resucitado. Pero, además de la interpretación colectiva, el texto sugiere también una individual, cuando afirma: «La mujer dio a luz un hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro» (Apc 12,5). Así, haciendo referencia al parto, se admite cierta identificación de la mujer vestida de sol con María la mujer que dio a luz al Mesías. La mujer-comunidad está descrita con los rasgos de la mujer-Madre de Jesús.
Caracterizada por su maternidad, la mujer «está encinta, y grita con los dolores del parto y con el tormento de dar a luz» (Apc 12,2). Esta observación remite a la Madre de Jesús al pie de la cruz (cfr Ioh 19,25), donde participa, con el alma traspasada por la espada (cfr Lc 2,35) en los dolores del parto de la comunidad de los discípulos. A pesar de sus sufrimientos está vestida de sol, es decir, lleva el reflejo del esplendor divino y aparece como signo grandioso de la relación esponsal de Dios con su pueblo.
Estas imágenes, aunque no indican directamente el privilegio de la Inmaculada Concepción, pueden interpretarse como expresión de la solicitud amorosa del Padre que llena a María con la gracia de Cristo y el esplendor del Espíritu.
Por último, el Apocalipsis invita a reconocer más particularmente la dimensión eclesial de la personalidad de María: la mujer vestida de sol representa la santidad de la Iglesia, que se realiza plenamente en la santísima Virgen, en virtud de una gracia singular.
4. A esas afirmaciones escriturísticas, en las que se basan la Tradición y el Magisterio para fundamentar la doctrina de la Inmaculada Concepción, parecerían oponerse los textos bíblicos que afirman la universalidad del pecado.
El Antiguo Testamento habla de un contagio del pecado que afecta a «todo nacido de mujer» (Ps 50,7; Iob 14,2). En el Nuevo Testamento, san Pablo declara que, como consecuencia de la culpa de Adán, «todos pecaron y que el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación» (Rom 5,12.18). Por consiguiente como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, el pecado original «afecta a la naturaleza humana», que se encuentra así «en un estado caído». Por eso, el pecado se transmite «por propagación a toda la humanidad, es decir, por la transmisión de una naturaleza humana privada de la santidad y de la justicia originales» (n. 404). San Pablo admite una excepción de esa ley universal: Cristo, que «no conoció pecado» (2 Cor 5,21) y así pudo hacer que sobreabundara la gracia «donde abundó el pecado» (Rom 5,20).
Estas afirmaciones no llevan necesariamente a concluir que María forma parte de la humanidad pecadora. El paralelismo que san Pablo establece entre Adán y Cristo se completa con el que establece entre Eva y María: el papel de la mujer, notable en el drama del pecado, lo es también en la redención de la humanidad.
San Ireneo presenta a María como la nueva Eva que, con su fe y su obediencia, contrapesa la incredulidad y la desobediencia de Eva. Ese papel en la economía de la salvación exige la ausencia de pecado. Era conveniente que, al igual que Cristo, nuevo Adán, también María, nueva Eva, no conociera el pecado y fuera así más apta para cooperar en la redención.
El pecado, que como torrente arrastra a la humanidad, se detiene ante el Redentor y su fiel colaboradora. Con una diferencia sustancial: Cristo es totalmente santo en virtud de la gracia que en su humanidad brota de la persona divina, y María es totalmente santa en virtud de la gracia recibida por los méritos del Salvador.
3. María Inmaculada fue redimida por preservación
1. La doctrina de la santidad perfecta de María desde el primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente y eso se debió a la consideración de las afirmaciones de san Pablo sobre el pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con especial vigor por san Agustín.
El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una pureza total y una santidad extraordinaria. Por esto, en la controversia con Pelagio, declaraba que la santidad de María constituye un don excepcional de gracia, y afirmaba a este respecto: «Exceptuando a la santa Virgen María, acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de pecados, no quiero mover absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a ella le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado, pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado alguno» (De natura et gratia, 42). San Agustín reafirmó la santidad perfecta de María y la ausencia en ella de todo pecado personal a causa de la excelsa dignidad de Madre del Señor. Con todo, no logró entender cómo la afirmación de una ausencia total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la doctrina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la redención para todos los descendientes de Adán. A esa consecuencia llegó, luego, la inteligencia cada vez más penetrante de la fe de la Iglesia, aclarando cómo se benefició María de la gracia redentora de Cristo ya desde su concepción.
2. En el siglo IX se introdujo también en Occidente la fiesta de la Concepción de María, primero en el sur de Italia, en Nápoles, y luego en Inglaterra.
Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero, escribiendo el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, lamentaba que la relativa celebración litúrgica, «grata sobre todo a aquellos en los que se encontraba una pura sencillez y una devoción más humilde a Dios» (Tract. de conc. B.M.V,1-2), había sido olvidada o suprimida. Deseando promover la restauración de la fiesta, el piadoso monje rechaza la objeción de san Agustín contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la transmisión del pecado original en la generación humana. Recurre oportunamente a la imagen de la castaña «que es concebida, alimentada y formada bajo las espinas, pero que a pesar de eso queda al resguardo de sus pinchazos» (ib.,10). Incluso bajo las espinas de una generación que de por sí debería transmitir el pecado original --argumenta Eadmero--, María permaneció libre de toda mancha, por voluntad explícita de Dios que «lo pudo, evidentemente, y lo quiso. Así pues, si lo quiso, lo hizo» (ib.).
A pesar de Eadmero, los grandes teólogos del siglo XIII hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando así: la redención obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a todos los seres humanos. Y si María no hubiera contraído la culpa original, no hubiera podido ser rescatada. En efecto, la redención consiste en librar a quien se encuentra en estado de pecado.
3. Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII, brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la Inmaculada Concepción de María. Sostuvo que Cristo, el mediador perfecto, realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola del pecado original.
De ese modo, introdujo en la teología el concepto de redención preservadora según la cual María fue redimida de modo aún más admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado.
La intuición del beato Duns Escoto, llamado a continuación el «doctor de la Inmaculada» obtuvo, ya desde el inicio del siglo XIV, una buena acogida por parte de los teólogos, sobre todo franciscanos. Después de que el Papa Sixto IV aprobara, en 1477, la misa de la Concepción, esa doctrina fue cada vez más aceptada en las escuelas teológicas.
Ese providencial desarrollo de la liturgia y de la doctrina preparó la definición del privilegio mariano por parte del Magisterio supremo. Esta tuvo lugar sólo después de muchos siglos, bajo el impulso de una intuición de fe fundamental: la Madre de Cristo debía ser perfectamente santa desde el origen de su vida.
4. La afirmación del excepcional privilegio concedido a María pone claramente de manifiesto que la acción redentora de Cristo no sólo libera, sino también preserva del pecado. Esa dimensión de preservación, que es total en María, se halla presente en la intervención redentora a través de la cual Cristo, liberando del pecado, da al hombre también la gracia y la fuerza para vencer su influjo en su existencia.
De ese modo, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no ofusca, sino que más bien contribuye admirablemente a poner mejor de relieve los efectos de la gracia redentora de Cristo en la naturaleza humana.
A María, primera redimida por Cristo, que tuvo el privilegio de no quedar sometida ni siquiera por un instante al poder del mal y del pecado, miran los cristianos como al modelo perfecto y a la imagen de la santidad (cfr LG,65) que están llamados a alcanzar, con la ayuda de la gracia del Señor, en su vida.
4. La Virgen, preservada de toda mancha de culpa original
1. La convicción de que María fue preservada de toda mancha de pecado ya desde su concepción, hasta el punto de que ha sido llamada toda santa, se fue imponiendo progresivamente en la liturgia y en la teología. Ese desarrollo suscitó, al inicio del siglo XIX, un movimiento de peticiones en favor de una definición dogmática del privilegio de la Inmaculada Concepción.
El Papa Pío IX, hacia la mitad de ese siglo, con el deseo de acoger esa demanda, después de haber consultado a los teólogos, pidió a los obispos su opinión acerca de la oportunidad y la posibilidad de esa definición, convocando casi un concilio por escrito. El resultado fue significativo: la inmensa mayoría de los 604 obispos respondió de forma positiva a la pregunta.
Después de una consulta tan amplia, que pone de relieve la preocupación que tenía mi venerado predecesor por expresar, en la definición del dogma, la fe de la Iglesia, se comenzó con el mismo esmero la redacción del documento.
La comisión especial de teólogos, creada por Pío IX para la certificación de la doctrina revelada, atribuyó un papel esencial a la praxis eclesial. Y este criterio influyó en la formulación del dogma, que otorgó más importancia a las expresiones de lo que se vivía en la Iglesia, de la fe y del culto del pueblo cristiano, que a las determinaciones escolásticas.
Finalmente, en el año 1854, Pío IX con la bula Ineffabilis, proclamó solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción: «...Declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser, por tanto, firme y constantemente creída por todos los fieles» (DS, 2.803).
2. La proclamación del dogma de la Inmaculada expresa el dato esencial de fe. El Papa Alejandro VII, en la bula Sollicitudo, del año 1661, hablaba de preservación del alma de María «en el primer instante de su creación e infusión en el cuerpo» (DS, 2.017). La definición de Pío IX, por el contrario, prescinde de todas las explicaciones sobre el modo de infusión del alma en el cuerpo y atribuye a la persona de María, en el primer instante de su concepción, el ser preservada de toda mancha de la culpa original.
La inmunidad «de toda mancha de la culpa original» implica como consecuencia positiva la completa inmunidad de todo pecado, y la proclamación de la santidad perfecta de María, doctrina a la que la definición dogmática da una contribución fundamental. En efecto, la formulación negativa del privilegio mariano, condicionada por las anteriores controversias que se desarrollaron en Occidente sobre la culpa original, se debe completar siempre con la enunciación positiva de la santidad de María, subrayada de forma más explícita en la tradición oriental. La definición de Pío IX se refiere sólo a la inmunidad del pecado original y no conlleva explícitamente la inmunidad de la concupiscencia. Con todo, la completa preservación de María de toda mancha de pecado tiene como consecuencia en ella también la inmunidad de la concupiscencia, tendencia desordenada que, según el concilio de Trento, procede del pecado e inclina al pecado (DS,1.515).
3. Esa preservación del pecado original, concedida «por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente», constituye un favor divino completamente gratuito, que María obtuvo ya desde el primer instante de su existencia.
La definición dogmática no afirma que este singular privilegio sea único, pero lo da a entender. La afirmación de esa unicidad se encuentra, en cambio, enunciada explícitamente en la encíclica Fulgens corona, del año 1953, en la que el Papa Pío XII habla de «privilegio muy singular que nunca ha sido concedido a otra persona» (AAS 45 [1953] 580), excluyendo así la posibilidad, sostenida por alguno, pero con poco fundamento, de atribuirlo también a san José.
La Virgen Madre recibió la singular gracia de la Inmaculada Concepción «en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano», es decir, a su acción redentora universal. En el texto de la definición dogmática no se declara expresamente que María fue redimida, pero la misma bula Ineffabilis afirma en otra parte que «fue rescatada del modo más sublime». Ésta es la verdad extraordinaria: Cristo fue el redentor de su Madre y ejerció en ella su acción redentora «del modo más perfecto» (Fulgens corona, AAS 45 [1953] 581), ya desde el primer instante de su existencia. El concilio Vaticano II proclamó que la Iglesia «admira y ensalza en María el fruto más espléndido de la redención» (Sacrosanctum Concilium,103).
4. Esa doctrina, proclamada de modo solemne, es calificada expresamente como «doctrina revelada por Dios». El Papa Pío IX añade que debe ser «firme y constantemente creída por todos los fieles». En consecuencia, quien no la hace suya, o conserva una opinión contraria a ella, «naufraga en la fe» y «se separa de la unidad católica».
Al proclamar la verdad de ese dogma de la Inmaculada Concepción, mi venerado predecesor era consciente de que estaba ejerciendo su poder de enseñanza infalible como Pastor universal de la Iglesia, que algunos años después sería solemnemente definido durante el concilio Vaticano I. Así realizaba su magisterio infalible como servicio a la fe del pueblo de Dios; y es significativo que eso haya sucedido al definir el privilegio de María.
5. María preservada de todo pecado
1. La definición del dogma de la Inmaculada Concepción se refiere de modo directo únicamente al primer instante de la existencia de María, a partir del cual fue «preservada inmune de toda mancha de la culpa original». El Magisterio pontificio quiso definir así sólo la verdad que había sido objeto de controversias a lo largo de los siglos: la preservación del pecado original, sin preocuparse de definir la santidad permanente de la Virgen Madre del Señor.
Esa verdad pertenece ya al sentir común del pueblo cristiano, que sostiene que Mana, libre del pecado original, fue preservada también de todo pecado actual y la santidad inicial le fue concedida para que colmara su existencia entera.
2. La Iglesia ha reconocido constantemente que María fue santa e inmune de todo pecado o imperfección moral. El concilio de Trento expresa esa convicción afirmando que nadie «puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales, si no es ello por privilegio especial de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia» (DS, 1.573). También el cristiano transformado y renovado por la gracia tiene la posibilidad de pecar. En efecto, la gracia no preserva de todo pecado durante el entero curso de la vida, salvo que, como afirma el concilio de Trento un privilegio especial asegure esa inmunidad del pecado. Y eso es lo que aconteció en María.
El concilio tridentino no quiso definir este privilegio, pero declaró que la Iglesia lo afirma con vigor: Tenet, es decir, lo mantiene con firmeza. Se trata de una opción que, lejos de incluir esa verdad entre las creencias piadosas o las opiniones de devoción, confirma su carácter de doctrina sólida, bien presente en la fe del pueblo de Dios. Por lo demás, esa convicción se funda en la gracia que el ángel atribuye a María en el momento de la Anunciación. Al llamarla «llena de gracia» kejaritoméne, el ángel reconoce en ella a la mujer dotada de una perfección permanente y de una plenitud de santidad, sin sombra de culpa ni de imperfección moral o espiritual.
3. Algunos Padres de la Iglesia de los primeros siglos, al no estar aún convencidos de su santidad perfecta, atribuyeron a María imperfecciones o defectos morales. También algunos autores recientes han hecho suya esta posición. Pero los textos evangélicos citados para justificar estas opiniones no permiten en ningún caso fundar la atribución de un pecado, ni siquiera una imperfección moral, a la Madre del Redentor.
La respuesta de Jesús a su madre, a la edad de doce años: «¿Por qué me buscabais? No sabíais que yo debía ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49) fue, en ocasiones, interpretada como un reproche encubierto. Ahora bien, una lectura atenta de ese episodio lleva a comprender que Jesús no reprochó a su madre y a José el hecho de que lo estaban buscando, dado que tenían la responsabilidad de velar por él.
Al encontrar a Jesús después de una ardua búsqueda, María se limita a preguntarle solamente el porqué de su conducta: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2,48). Y Jesús responde con otro porqué, sin hacer ningún reproche y refiriéndose al misterio de su filiación divina.
Ni siquiera las palabras que pronunció en Caná: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Ioh 2,4) pueden interpretarse como un reproche. Ante el probable malestar que hubiera provocado en los recién casados la falta de vino, María se. dirige a Jesús con sencillez, confiándole el problema. Jesús, a pesar de tener conciencia de que como Mesías sólo estaba obligado a cumplir la voluntad del Padre, accede a la solicitud de su madre. Sobre todo, responde a la fe de la Virgen y de ese modo comienza sus milagros, manifestando su gloria.
4. Algunos han interpretado en sentido negativo la declaración que hace Jesús cuando, al inicio de la vida pública, María y sus parientes desean verlo. Refiriéndose a la respuesta de Jesús a quien le dijo: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte» (Lc 8,20), el evangelista san Lucas nos brinda la clave de lectura del relato, que se ha de entender a partir de las disposiciones íntimas de María, muy diversas de las de los «hermanos» (cfr Ioh 7,5). Jesús respondió: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21).
En efecto, en el relato de la Anunciación san Lucas ha mostrado cómo María ha sido el modelo de escucha de la palabra de Dios y de docilidad generosa. Interpretado de acuerdo con esa perspectiva, el episodio constituye un gran elogio de María, que realizó perfectamente en su vida el plan divino.
Las palabras de Jesús, a la vez que se oponen al intento de los hermanos, exaltan la fidelidad de María a la voluntad de Dios y la grandeza de su maternidad, que vivió no sólo física sino también espiritualmente.
Al hacer esta alabanza indirecta, Jesús usa un método particular: pone de relieve la nobleza de la conducta de María, a la luz de afirmaciones de alcance más general, y muestra mejor la solidaridad y la cercanía de la Virgen a la humanidad en el difícil camino de la santidad.
Por último, las palabras «Dichosos más bien los que oyen la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28), que pronuncia Jesús para responder a la mujer que declaraba dichosa a su madre, lejos de poner en duda la perfección personal de María, destacan su cumplimiento fiel de la palabra de Dios: así las ha entendido la Iglesia, incluyendo esa expresión en las celebraciones litúrgicas en honor de María.
El texto evangélico sugiere, en efecto, que con esta declaración Jesús quiso revelar que el motivo más alto de la dicha de María consiste precisamente en la íntima unión con Dios y en la adhesión perfecta a la palabra divina.
5. El privilegio especial que Dios otorgó a la toda santa nos lleva a admirar las maravillas realizadas por la gracia en su vida. Y nos recuerda también que María fue siempre toda del Señor, y que ninguna imperfección disminuyó la perfecta armonía entre ella y Dios.
Su vida terrena, por tanto, se caracterizó por el desarrollo constante y sublime de la fe, la esperanza y la caridad. Por ello, María es para los creyentes signo luminoso de la Misericordia divina y guía segura hacía las altas metas de la perfección evangélica y la santidad.
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