Catedrático de Filosofía de la Universidad de Navarra
4 de noviembre de 2002
Excelentísimo Señor Rector Magnífico, Excelentísimos e Ilustrísimos Señores, Compañeros de trabajo universitario, Señoras y Señores:
I. Autoconservación y novedad.- El significado común de dos aniversarios.- Fidelidad e innovación.- Identidad como avance.- Metodología de los nuevo.- La organización del descubrimiento.- Las personas, fuentes de innovación.- Dimensión comunitaria de lo nuevo.- La tentación del localismo.- II. ¿Una causa perdida?.- Investigación innovadora.- La Universidad en la sociedad del conocimiento.- Propuestas para la nueva educación universitaria.- Ontología de lo nuevo.- Optimismo y esperanza.- Teología de lo nuevo.
Pensar la Universidad en el tiempo es el propósito de este discurso, que está marcado por la temporalidad de doble manera. Por una parte, como toda lección inaugural, se sitúa al comienzo de un Curso Académico nuevo e irrepetible, que hoy lleva estampada la serie numérica 2002/2003. De otro lado, el carácter simbólico que conferimos a los números en nuestra cultura nos lleva a celebrar de modo especial el hecho de que nuestra Universidad empieza hoy a cumplir su primer medio siglo. Como los libros, también las escuelas superiores tienen su destino, "habent sua fata", responden incluso a un designio que en nuestro caso presenta perfiles y proyecciones particularmente entrañables e incluso trascendentes.
El tiempo configura las Universidades, pero siempre se corre el riesgo de que las erosione. La cuestión decisiva es si una institución universitaria sabe cómo suscitar y gestionar "lo nuevo": si lo inédito se inscribe en su interno proyecto o es algo que le sobreviene por sorpresa y casi a traición. Reflexionemos por un momento sobre este tema, como inicio de una serie de consideraciones que se van a centrar en la actitud que la Universidad ha de adoptar ante las nuevas realidades.
Autoconservación y novedad
Más difícil que inaugurar una institución y lograr que alcance su normal funcionamiento es conseguir que mantenga su altura y vitalidad a lo largo de muchos años. Porque parece inevitable la tendencia al cansancio y al decaimiento de casi todos los empeños humanos. El inicio de los proyectos comunes va acompañado por la ilusión de los ideales recién estrenados. Y ese mismo impulso inaugural puede empujar a que ganen su sazón e incluso un estado de plenitud. Pero casi siempre llega un momento histórico en que todas las posibilidades interesantes se manifiestan como ensayadas y la única perspectiva posible es la repetición y la rutina, la resistencia ante un implacable desmoronamiento que veladamente acecha.
El inevitable temple de melancolía que conlleva esta visión cíclica de la historia es característico de la concepción clásica, de matriz griega, que impera en el paganismo precristiano. En el otro extremo parece encontrarse la modernidad europea, con su fe en un progreso lineal e indefinido. Ahora bien, hay algo de engañoso en esta interpretación de los tiempos modernos como la época de un optimismo inquebrantable. Hans Blumemberg ha mostrado que el concepto de "autoconservación (Selbsterhaltung)" es una de las claves de la conciencia moderna. En la medida en que el hombre ya no se percibe a sí mismo como radicalmente originado por un Dios providente que vela por cada persona, se da cuenta de que la tarea primordial es asegurar su propio mantenimiento en el ser y salvaguardar su identidad, en un contexto material y social que --al no entenderse como teleológicamente orientado, como encaminado hacia una finalidad-- pierde lo que antes tenía de ordenado y definido. El objetivo de nuestra existencia ya no es entonces el "vivir bien" de la ética tradicional, sino el "sobrevivir" de la concepción mecanicista del mundo.
La autoconservación es la autoafirmación del hombre contra el "absolutismo" del Dios de los nominalistas bajomedievales: un Dios cuya absoluta omnipotencia se aproxima a la arbitrariedad y que podría cambiar de un día para otro las leyes cósmicas e incluso las normas éticas. La desaparición del orden y de la finalidad conduce a la pérdida de la confianza, así como a la autoafirmación inmanente de la razón a través del dominio y alteración de la realidad a que aspiran las ideologías modernas. Ya no hay correlación entre la estructura permanente del mundo y las capacidades humanas de conocimiento y acción, precisamente porque se comienza a dejar de pensar en términos de armonía entre el hombre y Dios, para empezar a acusar a éste de ser un decisivo factor de perturbación. El horizonte trascendente se esfuma de manera lenta pero implacable.
Como dice Nietzsche, sobre la base de estos presupuestos toda forma de teleología es sólo un derivado de la teología. Y la cancelación de las dimensiones metafísicas de la persona que se emprende en la concepción mecanicista del mundo aboca al nihilismo:
"¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento?" Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios ('hijo de Dios', 'hombre de Dios') ... A partir de Copérnico, el hombre parece haber caído en un plano inclinado -rueda cada vez más rápido alejándose del punto central-, ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el 'horadante sentimiento de su nada'?...".
La manera en que la modernidad se sitúa ante lo nuevo está cruzada por la paradoja que ya se apunta en lo dicho hasta aquí. Según ha señalado Boris Groys, la peculiaridad de la interpretación moderna de la innovación estriba en la expectativa de haber alcanzado lo definitivamente nuevo, que elimine la posibilidad de que se genere algo ulteriormente nuevo, y que asegure el dominio de la novedad encontrada a lo largo del futuro. Tal es la actitud de la Ilustración, propugnadora de la irrupción de una nueva época caracterizada por el crecimiento ininterrumpido y el dominio de las ciencias positivas de la naturaleza. En cambio, el romanticismo consideró la fe en la racionalidad científica como algo definitivamente perdido. El marxismo, por su parte, estableció la esperanza en un interminable futuro socialista o comunista. El nacionalsocialismo confiaba en un ilimitado dominio de la raza aria. Mientras que en las artes plásticas cada corriente moderna -desde el arte abstracto hasta el surrealismo- se consideró a sí misma como la última y definitiva clave estética. La representación postmoderna del fin de la historia se distingue de la postura moderna -concluye Groys- solamente por la convicción de que ya no cabe esperar el definitivo advenimiento de lo nuevo, sencillamente porque ya esta aquí.
Lo que ha salvado a la Universidad de esta cadencia inercial y conservadora -con el nihilismo como último horizonte- viene dado precisamente por el hecho histórico decisivo de que hunde sus raíces institucionales en la mentalidad cristiana premoderna, de manera que no se encuentra atrapada ni en el mitológico eterno retorno de lo mismo, ni en la utopía de una novedad que se mantendrá inalterable en el futuro, ni en el imperativo de la autoconservación a ultranza. Justo porque puede inspirarse a un tiempo en la metafísica del surgimiento originario, típicamente creacionista, y en la articulación entre tradición y progreso característica de la mejor modernidad, la idea de Universidad debe entenderse como esencialmente ligada a la emergencia de lo nuevo. Constituye, en consecuencia, una institución que se puede hurtar al ritmo fatal de ascenso, plenitud y decadencia que acompaña tanto a las corporaciones clásicas como a las contemporáneas y que, por cierto, encontró en el barroco hispano una de sus versiones más características.
El significado común de dos aniversarios
Tal es la índole de algunas reflexiones personales que deseo exponer ante ustedes -sin ninguna pretensión sistemática- en este comienzo de un Curso Académico que presenta una significación excepcional para la Universidad de Navarra.
Como todos ustedes saben, en el año 2002 venimos celebrando de manera gozosa y serena el Centenario del nacimiento del Fundador de esta Universidad, Josemaría Escrivá de Balaguer, que, si Dios quiere, será canonizado por el Papa Juan Pablo II dentro de quince días.
En feliz coincidencia con este jubileo, honrado por un acontecimiento tan excepcional, la Universidad de Navarra celebra -según recordé al principio- su quincuagésimo aniversario, ya que inició sus actividades en el Curso Académico 1952-53.
Cincuenta años, lo sabemos bien, son poco para una institución que ha de medir su vida por siglos. Pero en el caso de la Universidad de Navarra, además de cumplirse en ella esta regla general que vale para todas las corporaciones del máximo grado académico, concurren dos circunstancias que prestan a esta conmemoración un especial relieve. Por una parte, y a pesar de su juventud, nuestra Universidad es actualmente una de las más antiguas de España, ya que la reciente proliferación de los establecimientos de estudios superiores sitúa a nuestra corporación entre el cuarto de cabeza de las instituciones más antiguas. De otro lado, es de justicia reconocer, en honor de los que nos han precedido, que la Universidad de Navarra llega a su medio siglo de existencia con un prestigio internacional ampliamente reconocido y una madurez que ordinariamente sólo se adquiere cuando han pasado muchas más décadas de las que nuestra 'alma mater' cuenta en su haber.
Por lo que respecta a esta acelerada maduración, tengo para mí que tal vez se deba en buena parte a los obstáculos y dificultades que esta Universidad ha tenido que superar en sus cinco décadas de existencia. No hay nada que temple más el ánimo que el sufrimiento serenamente asumido, junto con el ejercicio de las energías que implica la superación de retos desproporcionados. Aunque nuestra Universidad ha encontrado generosidad y ayuda por parte de personas e instituciones que han sabido entender que aquí no se buscan intereses de parte y se respira un clima de libertad que ha atraído a profesores y profesionales de las más variadas procedencias intelectuales, la novedad de su proyecto no siempre ha hallado la comprensión que merecía, y hasta ha sido objeto de malquerencias que han encontrado como respuesta constante el perdón y la altura de miras. En definitiva, estoy seguro de que la conclusión más neta al cabo de estos diez lustros es un cordial y sincero agradecimiento, muy especialmente a las instituciones que están al frente de la Comunidad Foral de Navarra y a tantos miles de personas, miembros de la Asociación de Amigos de la Universidad y de la Agrupación de Graduados, que nos ayudan día a día con su apoyo y su aliento.
De todo lo que acabo de decir sabe mucho más que yo nuestro querido colega y ex-Rector, el Profesor Alfonso Nieto quien, antes de ser distinguido formalmente con la tan merecida Medalla de Oro de la Universidad de Navarra, ya recibía el silencioso y entrañable homenaje de todos los que hemos disfrutado de su sabiduría y su fortaleza.
Por lo que concierne al prestigio de la Universidad, basado en una notoria calidad investigadora y docente, no me cabe duda de que la buena fama que la Universidad de Navarra goza en países de todo el mundo se debe muy principalmente a la clarividencia y originalidad de su proyecto fundacional. Josemaría Escrivá de Balaguer, además de sacerdote santo, fue un preclaro universitario, un lúcido intelectual, que captó la esencia de la Universidad y las exigencias de su realización contemporánea con una hondura y una magnanimidad que yo no sería capaz de ponderar. Si tantas personas que se acercan a este campus de Pamplona, o a los de San Sebastián, Barcelona y Madrid, advierten que en ellos se detecta algo especialmente interesante y valioso, tan neto y sencillo como arduo de definir, tal impresión se debe al resello indeleble que nuestro sabio Fundador ha dejado como huella viva en nuestras costumbres y en nuestras mentes, con su marca inconfundible de una valoración de la apertura intelectual y de una capacidad de universal acogida nada fácil de encontrar en los anales universitarios. La fidelidad a ese espíritu fundacional es la mejor garantía de que la Universidad de Navarra, con la ayuda de Dios, no se verá sometida a las alternativas de plenitud y decadencia a las que antes me refería.
Fidelidad e innovación
En contra de lo que una superficial dialéctica podría llevar a suponer, innovación y fidelidad no son actitudes contrapuestas, como el propio Josemaría Escrivá subraya en una de las entrevistas contenidas en el volumen de sus "Conversaciones". La libertad humana no es utópica sino tópica, nunca se presenta como temporalmente exenta sino como históricamente encarnada. Por eso no cabe desplegarla plenamente por la simple aplicación de un esquema abstracto y estereotipado, sino que la fidelidad a la misión recibida requiere imaginación, espontaneidad, iniciativa, agilidad de decisión, juventud interior. No hay prontuarios ni recetas para enfrentarse a coyunturas que, por definición, siempre son inéditas.
Si esto es válido para cualquier territorio vital, resulta de especial vigencia en el ámbito universitario. Porque la Universidad guarda una relación esencial con ese tipo de realidades que una y otra vez recaban el calificativo de nuevas. La historia intelectual de Occidente nos enseña que, cuando las universidades se han olvidado de que la innovación es su más característica seña de identidad, han caído en un academicismo rancio, en una prepotencia orgullosa y hueca que las ha vaciado de contenido y ha oscurecido su misión, hasta el punto de que han llegado a ser socialmente irrelevantes. En cambio, cuando han sabido estar "en el mismo origen de rectos cambios que se dan en la vida de la sociedad" -según la expresión del propio Josemaría Escrivá-, se han situado en la vanguardia de la historia, han estado en la rompiente del conocimiento nuevo, y se han ganado el reconocimiento del liderazgo que les corresponde en el terreno de la auctoritas, del saber públicamente reconocido, como dice el maestro Álvaro d'Ors.
El amor por la tradición no es en modo alguno incompatible con el afán de progreso. Porque una tradición que no se renovara mostraría a las claras que está muerta, y sería entonces una carga mostrenca que hubiera que arrastrar sin saber por qué. De otra parte, el progreso es imposible si no surge de una historia pujante que florece en brotes nuevos como muestra de una vitalidad incontenible. Según señaló Hannah Arendt en su obra 'La vida del espíritu', si la idea de progreso pretende implicar algo más que un cambio de las relaciones y un mejoramiento de la realidad, contradice el concepto kantiano de dignidad de la persona humana (porque intentaría conducirnos más allá de lo humano, es decir, hacia lo inhumano). La paradoja de lo nuevo, que para serlo realmente no puede ser del todo nuevo, podría quedar expresada por la concatenación de tres sentencias de pensadores románticos alemanes. Schiller advertía: "Vive tu siglo, pero no dejes que te convierta en su criatura". Mientras que Goethe apuntaba: "El siglo está avanzado, mas cada uno debe empezar de nuevo". Y, finalmente, Schleiermacher escribió: "Comenzar por el medio es inevitable" (Anfangen in der Mitte, ist unvermeidlich).
Las vicisitudes de la cultura contemporánea nos han llevado a redescubrir el papel central del concepto de tradición. Baste recordar al recientemente fallecido Hans Georg Gadamer. Bien entendido que la relevancia de la tradición sólo es viable si logramos liberarla de su cárcel tradicionalista. Como han advertido entre otros Robert Spaemann y Alasdair MacIntyre, el tradicionalismo conservador no es sino una imagen especular del progresismo liberal. Ambas líneas de pensamiento son deudoras de un malentendido acerca de la índole de la historia humana. En cambio, la genuina idea de tradición está arraigada en la compleja y plural realidad de los caminos que llevan a los hombres a perfeccionarse a sí mismos, al tiempo que perfeccionan las obras de su mente y de sus manos.
La tradición es el lugar natural de la palabra cargada de sentido, esa difícil palabra verdadera que la Universidad busca con denuedo y cultiva amorosamente. Fuera de un ambiente fértil, en la intemperie cosmopolita y atemporal de la neutralidad racionalista, la palabra se desangra, palidece y acaba por perder su vida propia. Ya no es vehículo del pensamiento e instrumento de comunicación, ya no es signo vivo de "presencias reales"; se reduce a su funcionalidad informativa, pierde su dimensión subjetiva y su significado histórico.
Hace más de un siglo, Nietzsche afirmó lúcidamente en 'El ocaso de los ídolos': "Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática". Hoy, cuando navegamos en aguas más someras, casi nadie recuerda ya esta interna vinculación entre el cultivo sabio del lenguaje -es decir, las humanidades- y la capacidad de la persona humana para escuchar la Palabra que revela y que salva. La manipulación del lenguaje corre pareja con el rechazo de aceptar un mensaje revelador en el que se contiene el paradigma de toda narración. Cuando, en realidad, sólo desde él se hace posible la superación del relativismo cultural y la reposición de una idea universalista de matriz no dialéctica ni ilustrada, sino metafísica y teológica.
La lealtad a la identidad propia no debe confundirse con un conservadurismo a ultranza, incapaz de distinguir la savia fluida de la corteza reseca. Apegarse al detalle accidental, simplemente porque antes se hizo así, muestra que la fidelidad a la misión institucional comienza a vaciarse y va siendo sustituida por la estolidez.
No es casual que John Henry Newman, el pensador contemporáneo que mejor ha entendido la esencia de la Universidad, sea también el teólogo de la historia que comprendió con una sagacidad extraordinaria la diferencia entre la falsa y la verdadera tradición. Tal diferencia viene dada porque la tradición auténtica es capaz de evolucionar de manera homogénea y renovarse para dar cabida a su propio desarrollo interno y a las cambiantes vicisitudes del entorno cultural y social; mientras que la falsa tradición es la que detiene su devenir en una especie de corte temporal, mitificando un presente cualquiera, llamado -como todos los demás- a ser absorbido por el pasado.
Según vislumbró T. S. Eliot, donde el tiempo pasado y el tiempo presente se dan cita es en el tiempo futuro. Primacía antropológica del futuro que viene avalada por la metafísica finalista aristotélica y por la contemporánea comprensión de la persona en términos de proyecto. No es el hombre -ni ninguna de sus creaciones culturales- cosa acabada o suceso cumplido. El hombre es el protagonista de la innovación. Y la principal capacidad de inauguración humana no se refiere a productos externos a él. La creatividad de la persona se refiere a la persona misma, a su proyecto de ser, que es para Heidegger más propiamente humano que el ser que ya se es. El hombre utiliza su potencialidad de innovación para recrear su propio ser. El acto creativo se refiere primordialmente al propio y personal proyecto de ser.
Si la lógica antigua gustaba poner como ejemplo a "Sócrates sentado", la sabiduría cristiana ha solido comparar la humana condición con el status viatoris, con la situación de quien está volcado hacia la meta que tiene por delante, sin preocuparse en exceso por el camino que lleva recorrido. El tramo importante de la trayectoria vital es el que falta por recorrer.
La innovación exige, sobre todo, anticiparse. Lo que se requiere para tal anticipación no es sólo conjeturar el preciso momento de emprenderla sino el arrojo de llevarla a cabo. Arrojo que tiene como contrapeso, no ya la cobardía, sino la humildad, porque el anticiparse exige muchas veces contener el ansia de prevalecer sobre otros, moderar la precipitación y situarse en una posición de aparente inferioridad. El que quiere encontrarse siempre a la cabeza de la carrera no suele ser el que llega a estarlo cuando de verdad interesa: en la meta. No debería extrañar que la creatividad tenga como requisito la humildad, ya que el propio Cervantes dijo de ella algo que gustaba recordar al Fundador de la Universidad de Navarra: que la humildad es la base y fundamento de todas la virtudes y sin ella no hay ninguna que lo sea.
Para la Universidad, el nombre actual de la fidelidad a su propio proyecto es innovación. Esta exigencia puede resultar incómoda para la "razón perezosa", dispuesta a repetirse 'ad nauseam' con tal de no realizar el esfuerzo de pensar algo nuevo. Pero es la única forma efectiva de que la institución académica llegue -cada vez más- a ser ella misma.
Identidad como avance
La vinculación de la Universidad con lo nuevo no es un lugar común de la retórica de la innovación, que constituye un conglomerado de tópicos en el mercado empresarial y tecnológico de nuestros días. Se trata de una especie de "relación trascendental", de una referencia que se sigue de la esencia misma de los estudios superiores.
La razón de ser y el núcleo más íntimo de la Universidad es la adquisición y transmisión del conocimiento teórico y práctico. Pues bien, si algo ha dejado establecido la mejor filosofía clásica y contemporánea es que el saber no consiste en un simple cambio sino en una novedad pura. Llegar a conocer no es ni un movimiento ni una producción: no es 'kínesis' ni 'poíesis'; es operación pura, acción perfecta, 'praxis teleia'. La filosofía analítica actual ha redescubierto una argumentación aristotélica, gracias a la cual se muestra que en el conocimiento -considerado en sí mismo- no hay proceso temporal. Consiste en advertir que en los verbos de conocimiento se pueden usar indistintamente, y con el mismo significado, el presente y el pretérito perfecto. Lo mismo da decir "veo" que "he visto". En cambio, esto no sucede en los verbos de movimiento o de fabricación. No da lo mismo decir "ando" que "he andado", ni "construyo" que "he construido". Y es que el saber no es el resultado de un proceso. Es emergencia pura. No es un final. En sí mismo se encuentra el fin.
Tales disquisiciones resultan vanas para quienes se aproximan a la problemática universitaria desde las consabidas perspectivas políticas o económicas, burocráticas o tecnocráticas. Cuando se discuten las nuevas leyes que han de regir los estudios superiores, a casi nadie se le ocurre hablar del saber y mucho menos volver a indagar en qué consiste. Los argumentos dignos de aparecer en los medios de comunicación o de terciar en el debate parlamentario han de presentar un sesgo de pragmatismo o de utilidad inmediata. De lo contrario se consideran irrelevantes y triviales. El resultado de semejante proceder no es otro que el conocido fenómeno de que las nuevas regulaciones contribuyen por lo general a agravar los problemas que pretendían solucionar. Porque, en rigor, no se está tratando de la Universidad sino de sus contextos y circunstancias.
El conocer constituye un valor añadido neto. Es crecimiento puro. Representa un avance, pero no hacia alguna cosa distinta de quien conoce, sino hacia el propio cognoscente, cuya identidad -lejos de dispersarse entre los objetos- resulta reforzada al conocer. De ahí que el saber represente -junto con el amor- la actividad más directamente dirigida a alcanzar una vida lograda. Por tanto, ser universitario -profesor, gestor, alumno- implica un modo de vida consistente en buscar la propia identidad, autorrealizarse, a través del conocimiento.
No hay ganancia más preciosa. Y es que, en realidad, cualquier otra cosa que yo posea resulta irremediablemente externa a mí mismo. Yo no mejoro por llegar a adquirir -recordemos a Pedro Salinas- "islas, palacios, torres". Son objetos que jamás llegan a entrañarse en mí, que nunca alcanzo a hacer míos, además de que puedo llegar a perderlos. Para mí mismo, no representan novedad alguna. En cambio, yo llego a ser lo que conozco. Al conocer -como reza el viejo lema- me hago lo otro en cuanto otro, me identifico con ello, ya que el cognoscente en acto es lo conocido en acto. El conocer es la novedad pura, y la vida universitaria -a él consagrada- ha de implicar una renovación continua, una sorpresa permanente, un entusiasmo ininterrumpido. Todo lo cual es algo que no me pueden quitar desde fuera. Por eso, como universitario, no temo a nada ni a nadie. Puedo decir, con su misma serenidad y modestia, lo mismo que uno de los primeros sabios de Grecia: "todo lo mío lo llevo conmigo".
Metodología de lo nuevo
Ahora bien, ¿qué camino han de seguir los universitarios para ganar lo nuevo? ¿Cuál es el método que el logro de la novedad requiere? Por la propia naturaleza de lo que se persigue, no podrá tratarse de un procedimiento estereotipado o rutinario. Quien sigue la senda de siempre sólo encontrará los lugares mil veces visitados. El descubrimiento de lo inédito exige desbrozar itinerarios nunca transitados, no por un frívolo afán de originalidad, sino por ese impulso genuinamente humano que Teresa de Ávila caracterizaba como "aventurar la vida".
Si se parte acríticamente de las condiciones iniciales ya dadas, no cabe esperar ningún resultado que añada algo a lo ya sabido. Para lograr el saber nuevo, es preciso salirse fuera de los supuestos. En eso consiste el genuino ejercicio de la inteligencia. De ahí que pensar estribe en "sospechar de los hechos". No, por supuesto, en el sentido de discutir la evidencia, sino en el de cuestionar lo que todos dan por cierto y comprobado. Como decía Heidegger, "hecho es una palabra bella e insidiosa". Y, por cierto, también es un término relativamente reciente, porque su significado actual apenas se remonta a la obra de David Hume. Un mundo de hechos es un universo de realidades empíricamente dadas al sujeto cognoscente, la función de cuya inteligencia se reduce exclusivamente a registrarlos y relacionarlos según leyes lógicas o matemáticas. De manera que sólo habría dos tipos de ciencias válidas: las que se ocupan de los hechos y las que consideran las reglas formales que vinculan esos hechos entre sí. En cambio, no hay lugar para ningún saber que trate de contenidos reales y, al hacerlo, trascienda el plano de lo "positivo", es decir, de lo sensiblemente dado. Si comprobamos el actual panorama de los conocimientos que se imparten preferentemente en las universidades del mundo entero, comprobaremos que la sombra de Hume es alargada, y que todo lo que no sea formalismo o empirismo no posee gran fuerza de convocatoria entre los estudiantes ni merece demasiada atención por parte de autoridades y administradores. Estamos lejos de aquello que según Wittgenstein constituye lo más difícil en filosofía: realismo sin empirismo. Si se cortan sistemáticamente las raíces de toda una civilización, su tronco se convierte en un leño reseco y sus ramas quedan a merced del viento que las dispersa. Ya no hay impulso germinal ni savia unificadora. Entramos en una era de expectativas limitadas, en una época de paro antropológico.
Lo nuevo brilla entonces por su ausencia. Y, como resultado, la idea misma de Universidad palidece. Lo cierto es que, si hiciéramos una macroencuesta entre estudiantes, profesores, tecnócratas y burócratas de universidades de las más diversas inspiraciones y procedencias, nos encontraríamos con que (retórica académica aparte) es mínima la proporción de universitarios que sabe lo que es la Universidad y menos aún los que creen en la actual vigencia de los ideales clásicos de unidad del saber y de convivencia entre maestros y escolares. Tal ignorancia y despego es un acontecimiento cultural de extraordinaria importancia, cuyas graves repercusiones casi nadie se atreve a sacar. Se trata de uno de esos temas tabú, tan abundantes hoy, sobre los que está prohibido hablar. El que osa hacerlo debe atenerse a las consecuencias.
Aunque las proporciones del acontecimiento carezcan quizá de precedentes, no es éste el único ni el primer momento histórico en el que los perfiles de la Universidad como institución han quedado casi completamente desdibujados en la mente de los ciudadanos de tales épocas. Y, sin embargo, hasta el día de hoy la Universidad ha enterrado a sus enterradores y ha renacido de sus cenizas como el Ave Fénix. Quizá tampoco hoy falten pequeños grupos de universitarios que sean capaces de renovar la propia idea de Universidad en un mundo que al mismo tiempo la necesita y la rechaza.
Para que la Universidad reencuentre su alma, para que se oriente decididamente hacia lo nuevo, es imprescindible inaugurar un insólito modo de pensar que sea capaz de moverse en escenarios contrafácticos, es decir, que no sacralice los hechos ni se someta dócilmente a las valoraciones culturales imperantes. El ejercicio mismo de la inteligencia, como antes se apuntaba, consiste en desmarcarse de los principios vigentes y pensar desde la misma realidad con una actitud epistemológicamente inconformista y radical.
El acontecimiento de que la ciencia y la cultura -especialmente a través de las nuevas tecnologías de la comunicación- se hayan convertido en fenómenos de masas ha facilitado que la extensión de los conocimientos favorezca la superficialidad de las comprensiones. El mundo del arte y del pensamiento se ha poblado de tópicos consagrados, con muy escasa base objetiva, que han convertido la tarea científica en un trabajo cercado por el conservadurismo y sometido a fuertes presiones de tipo político y económico. La libertad de investigación, en contra de lo que suele suponerse, no se ha dilatado sino que se ha contraído. De manera que el ejercicio de lo que en la época del idealismo alemán se denominó "imaginación trascendental" -la capacidad de escaparse de los presupuestos y forjar paradigmas nuevos- se halla hoy seriamente dificultada. La lucha por la libertad de indagación sigue siendo actual y no faltan quienes están dispuestos a acometerla o continuarla.
La organización del descubrimiento
La libertad de investigación no equivale a la anarquía. Una de las "mentiras románticas" -por utilizar la expresión de René Girard- consiste en pensar que la ausencia de normas facilita la creatividad, cuando lo cierto es que lo único que propicia es la pereza y el desorden. No hay clichés más estables y monótonos que los románticos, como ha advertido Groys. Según señala Carlos Llano Cifuentes, lo nuevo no es sólo lo no previsto: es también, inicialmente, lo desordenado, desconectado y puntiforme. Si no se superara esta fase liminar, se incurriría en una paradoja semejante a la detectada en el Menón platónico: lo nuevo no se podría conocer como tal porque se escaparía de todo criterio de reconocimiento; ni siquiera sabríamos si es nuevo o viejo, a falta de identificación comparativa. (Si no se admite la identidad -como es el caso de algunas posturas postmodernas radicales- no hay posibilidad de comparacion, y el propio concepto de lo nuevo se problematiza). De ahí que el esfuerzo creativo no sólo implique espontaneidad y energía para la ruptura, sino también capacidad para dar con el orden que a lo nuevo corresponde en cada caso. Las leyes se han de articular con los bienes y las virtudes para que el 'ethos' de una comunidad llegue a florecer. Aunque un exceso de reglamentación puede ahogar, ciertamente, la capacidad creativa. En rigor, virtudes, bienes y normas son las tres dimensiones básicas de un buen modo de vida, ninguna de las cuales puede darse sin referencia a las otras dos.
A la Universidad actual lo que le sobra es organización. Lo que le falta es vida. Si en un país desarrollado -especialmente de cultura latina- hojeamos un volumen en el que se reúna toda la legislación universitaria vigente, encontraremos una de las razones de la escasa eficacia educativa e investigadora de buena parte de las corporaciones académicas. El Estado y otras Administraciones Públicas han entrado en las universidades como elefante en cacharrería, hasta convertir su presunta autonomía en paradójico objeto de infinidad de leyes, sentencias judiciales y reglamentos gubernativos. En casi todas partes, la Universidad se ahoga por acumulación normativa. Y donde por excepción florece, solemos encontrar espacios más amplios de libertad para que cada una de las instituciones articule la indagación, la docencia y la vida cultural del modo que mejor parezca a sus protagonistas.
Por ejemplo, la reglamentación de los estudios de doctorado llega en ocasiones a unos extremos de capilaridad que rozan lo ridículo. Pero nada comparable a la complejidad de un formulario para solicitar o prorrogar una ayuda para un proyecto de investigación. La sola capacidad para comprender los enunciados de sus indefinidos capítulos requeriría la realización de un entero postgrado o la dedicación permanente y exclusiva de alguno de los miembros del equipo de trabajo. Se podría sospechar (malintencionadamente) que tal vez la frecuencia y cuantía de las ayudas recibidas en cada caso depende más de la habilidad burocrática y de la capacidad de relación en los círculos de la política cultural que de la propia potencia científica. Desde luego, es bastante obvio que en el campo de las humanidades y ciencias sociales -a diferencia del terreno experimental- los factores de ideología e influencia pesan con frecuencia más que los estrictamente intelectuales. En algunos países, buena parte de las energías de quienes están al frente de grupos de excelencia se malgasta en gestiones administrativas y en relaciones públicas, con detrimento de la dedicación a las tareas propiamente investigadoras.
Si pasamos al terreno de la docencia, el agobio reglamentista desemboca en la abierta paradoja del ahogo administrativo de las posibilidades de elegir. Los planes de estudio de las diversas carreras pueden llegar a ser una 'selva selvaggia' de asignaturas de diversas duraciones y categorías, que se han de distribuir en proporciones rígidas a través de los sucesivos cursos, con el resultado de currículos surrealistas cuyo valor formativo roza lo puramente imaginario. Y lo peor es que, en algunos casos, esta proliferación normativa no sólo es obra de las instancias administrativas estatales, sino que ha contado con la complicidad de los propios estamentos universitarios, más preocupados de la proporción de su respectiva influencia que de la suerte que puedan correr los estudiantes tras una colonización tan minuciosa del espacio académico.
El ambiente en el cual la capacidad de innovación investigadora y formativa brota con fuerza no es otro que el de la libertad personal y comunitaria. La confianza es el mejor clima para que la calidad de la educación universitaria ascienda y se consolide progresivamente. Son los propios protagonistas de este drama -de resultado siempre incierto- en el que la enseñanza superior consiste, quienes deben cargar con el honor y la responsabilidad de autogestionar su propio trabajo, y de evaluar con realismo los niveles que se vayan alcanzando. Sólo así podrán fulgurar constelaciones innovadoras y creativas.
Las estructuras organizativas rígidas pueden, en el mejor de los casos, asegurar niveles mínimos de calidad homogénea. Pero sólo se puede aspirar a la excelencia por la vía de las configuraciones informales, como se sabe en la teoría de las corporaciones al menos desde los tiempos en que Chester Barnard publicó su obra 'Las funciones del ejecutivo'.
Nos encaminaríamos así hacia universidades diferenciadas, cada una de las cuales poseyera su propio carácter, su tradición investigadora y su 'ethos' inconfundible. Pretender que todas las instituciones académicas estén cortadas por el mismo patrón y relegar el pluralismo exclusivamente a las diferencias internas que en cada una de ellas se puedan legítimamente producir, constituye un modelo escasamente apto para el fomento de la capacidad de innovación, que toda corporación académica ha de aplicar también a su propia configuración funcional.
Como dice Hannah Arendt, la única verdadera innovación que se produce en este mundo es el nacimiento de un niño. La novedad se prolonga en la acción creativa de las personas a lo largo de su vida. "La acción -precisa Arendt- mantiene la más estrecha relación con la condición humana de la natalidad; el nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. En este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas". Sólo las personas son capaces de generar novedades cuya fuente es siempre la vida del espíritu. De ahí que el esquema organizativo de las universidades deba estar al servicio de las personas, y no a la inversa. Las estructuras son un coste que se debe tratar de minimizar, para poder invertir más en recursos directamente encaminados a la investigación y la docencia. Si para lograr una presunta eficacia se pretende dar a las corporaciones académicas un supuesto estilo empresarial, se corre el riesgo de abocarlas al efecto perverso de que la capacidad directiva se halle en manos de quienes no están interesados en las funciones más típicamente universitarias, con la consiguiente mercantilización y burocratización de lo académico, enfermedades endémicas extendidas por universidades de todo el mundo.
Las personas, fuentes de innovación
Centrémonos, por tanto, en lo decisivo: las personas que piensan, que estudian, que enseñan, que aprenden, que investigan, que descubren. Tal es el único fontanal de innovaciones que acontece en el mundo de la inteligencia. A la formación de un concepto, de una idea, se le aplica rigurosamente el verbo "generar" -cuyo analogado principal sería la generación del Verbo de Dios, el Hijo único del Padre- porque tal realidad no se produce a partir de ninguna materia pre-existente, sino que surge originariamente de la propia vida del intelecto, vertido intencionalmente a la realidad esencial de las cosas. Leonardo Polo ha subrayado con gran profundidad y vigor que el conocimiento es de suyo activo, más aún, actividad pura. Y la necesidad de generar una palabra mental no procede de la indigencia de nuestra facultad intelectiva, sino de su plenitud: 'verbum ex plenitudine', según la famosa expresión de Tomás de Vío.
Así como la generación del Verbo puede considerarse el paradigma que en la vida intratrinitaria encuentra la creación del mundo, la emisión de esa "palabra del corazón" (el 'verbum sine voce prolatum') que, según la magnífica teoría del 'triplex verbum propuesta por Tomás de Aquino', es el concepto, constituye la expresión más creativa del ser humano. No es verdad, como hoy tendemos a pensar, que "la fuerza venga de abajo", lema primordial de todo materialismo. Lo más poderoso en este mundo no es la materia, ni la técnica, ni los intercambios económicos, ni la capacidad destructiva de los armamentos. Lo más digno, la más valioso, lo más potente, es el pensamiento. "Esforcémonos, por tanto, en pensar bien", concluía Pascal. Pero antes habría que prescribir, de manera más elemental, el ejercicio puro y simple del pensar. Porque todavía se oye a veces entre nosotros -como un eco penoso- aquella palinodia del memorial que una universidad decimonónica envío a Fernando VII durante una de las fases furiosamente antiliberales de este desdichado monarca: "Lejos de nosotros la funesta manía de discurrir".
La fuerza de una Universidad no procede de sus recursos económicos ni de sus apoyos políticos. El origen de su potencia se halla en la capacidad que sus miembros tengan de pensar con originalidad, con libertad, con energía creadora. Ciertamente, el fomento de tal disposición requiere unos imprescindibles instrumentos materiales y un ambiente favorable. Pero siempre hay que estar prevenidos contra ese "vulgar error" -como decía Baltasar Gracián- que consiste en confundir los medios con los fines. Más concretamente, la gran equivocación consiste en convertir los medios en fines. En cambio, puede ser expresión de creatividad pasar a considerar ciertos fines como medios, porque así se avistan nuevos y ulteriores fines, y se amplía sustancialmente el panorama intencional, el campo de acción. Creen algunos que la calidad de las universidades procede de la cuantía de sus posibilidades económicas, cuando lo cierto es que la clave viene dada por la presencia de una cultura en la que se valore y se fomente el libre ejercicio de la inteligencia creativa.
Es éste un temple, un "ethos", que resulta incompatible con el pragmatismo, con el utilitarismo a ultranza que ha invadido algunas de las que pasaban por figurar entre las mejores universidades del mundo, y que hoy provocan un hondo estado depresivo a quien las visita con la ilusión de encontrar todavía en ellas un foco de dedicación al cultivo desinteresado del saber y un remanso de libertad académica. En vez de estos clásicos ideales universitarios, con lo que quizá tropieza uno es con el activismo y la trivialidad de unas personas insignificantes, preocupadas casi exclusivamente de sus intereses económicos, de sus mínimas prepotencias y de su patético prestigio.
Volvamos a las personas, de donde toda innovación surge y a donde toda innovación retorna. Procuremos facilitarles sosiego, tiempo, motivación y medios para que se pongan a pensar, para que se paren a pensar, para que no se atengan cansinamente a las cosas tal como les vienen dadas, para que no se agosten en la banalidad de los estereotipos, sino que consideren otros mundos posibles y miren la realidad desde perspectivas inéditas.
"La novedad -dice Leonardo Polo- es una de la características intrínsecas de la condición humana. La estabilidad no es una característica humana. Y tampoco lo es que en el pasado siempre exista un antecedente de lo que acaba de surgir, aunque mucha gente así lo piensa: si aparece algo de lo que no tenemos noticia, entonces consultamos a la historia". Y es verdad que la historia es 'magistra vitae', pero no lo es que no haya nada nuevo bajo el sol. La persona humana siempre está inaugurando su acción, incluso en las operaciones más ordinarias de la vida. El hombre es el protagonista de la innovación. Esta potencialidad forma parte de la constitución humana.
Tal fortaleza teórica no es sin más espontánea, como creyeron ingenuamente los ilustrados. Exige el asiduo fomento de las virtudes intelectuales y prácticas, lo cual sólo es posible en el seno de una tradición comunitaria de la que cada Universidad debería ser una muestra viva. Las virtudes son potenciaciones del ser activo de cada persona, embarcada en una arriesgada aventura que la conducirá a lograr o malograr su vida. Quien ha centrado su existencia en una empresa intelectual, como debería ser el caso de los universitarios, necesita también de las virtudes éticas, porque la investigación y la docencia no son actividades inefablemente exentas de valoración moral, inserción histórica o repercusiones sociales.
En terminología hegeliana, se podría entender la Universidad como una intensificación del espíritu objetivo, que viene a ser la proyección comunitaria de esas excelencias representadas por las virtudes, al mismo tiempo que constituye un ambiente fértil para el desarrollo de tales capacidades ontológicamente enraizadas.
Dimensión comunitaria de lo nuevo
Otra de las "mentiras románticas" consiste en reservar la creatividad innovadora para el individuo solitario o, como mucho, en relación bipersonal -amorosa sobre todo- con otra persona de características irrepetibles. Cuando en realidad no sólo tiene razón René Girard al destacar el carácter "mimético" del deseo, sino que cualquier logro de una auténtica novedad presenta un carácter cooperativo. (En la evaluación de las indudables aportaciones del pensamiento postestructuralista, habría que acometer una suerte de "deconstrucción del deseo", porque la variedad de apetitos, anhelos y tendencias se encuentra lejos de presentar el carácter unívoco y omnipresente que le atribuyen algunos pensadores postmodernos).
La visión romántica según la cual la creatividad consiste en la profusión de chispazos geniales, puntiformes, anárquicos, espontáneos, ha mostrado hace tiempo su insuficiencia. El individualismo exagerado como motor de eficacia ha pasado a ser un fantasma, si es que alguna vez fue real: se ha convertido en la manifestación neurótica del poder. Porque un poder que pretende acrecentarse progresivamente a sí mismo se hace monstruoso, ya que el destino natural del poder es llegar a ser participado cada vez por más personas. Según ha dicho Leonardo Polo, la creatividad es "el modo de organización de las instituciones que sirve de cauce para la iniciativa de sus miembros. Este sistema se puede llamar liderazgo. El liderazgo no es el líder, sino aquel sistema de organización con el que todos los miembros de la institución actúan mejor que en cualquier otra". La creatividad "es un sistema de colaboración".
Tal conexión entre alumbramiento de lo nuevo y cooperación interpersonal es la esencial articulación de la 'Universitas magistrorum et alumnorum'. Las verdades inéditas no se descubren por inspiración repentina: son fruto de un prolongado trabajo que sería inviable si no tuviera en su base la solidaridad de un grupo con aspiraciones comunes. Las teorías son redes, se ha dicho, sólo quien lance cogerá. Bella metáfora que hace pensar en la más prosaica faena de una embarcación pesquera de bajura, en la que se requiere el esfuerzo conjunto de la tripulación para largar y recoger las redes; y en la tarea menos poética aún de un laboratorio de investigación donde el más pequeño hallazgo supone años de insistencia en operaciones aparentemente rutinarias.
El trabajo en equipo siempre ha sido -y hoy más que nunca- condición imprescindible para conseguir los objetivos docentes e investigadores que la Universidad se propone. La tarea formativa de las personalidades jóvenes sólo es posible si los profesores están básicamente de acuerdo en los objetivos que han de alcanzar y cooperan en el difícil empeño de orientar el esfuerzo de los estudiantes hacia el logro de un temple ético y científico que empiece a estar en sazón. Por otra parte, si hubo un tiempo en que el hombre de letras aislado podía acometer -aunque rara vez culminar- una gran obra de erudición, tal época ha pasado definitivamente a la historia. Hoy es preciso combinar habilidades tan diferentes entre sí como el dominio de lenguas clásicas y modernas, la paciencia para rastrear archivos, la lucidez para interpretar textos oscuros, la pericia en el manejo de las nuevas tecnologías y la competencia para comunicarse con otros equipos que realizan tareas complementarias. No hay ser humano que reúna todas estas destrezas ni que disponga de tiempo para acometer tan dispares tareas. Por el mismo motivo, los grupos de trabajo ya no pueden tener una estructura jerárquica rígida, sino que han de ser conjuntos cooperativos de personas capaces de dialogar en un plano de igualdad, sin merma de la necesaria organización y de la imprescindible disciplina.
El individualismo al que tradicionalmente hemos tendido los académicos dificulta el logro de estas actitudes más de lo que habitualmente se reconoce. De hecho, el trabajo en equipo es difícil de lograr y, cuando se consigue, tiende no pocas veces a provocar una disminución de la responsabilidad personal. Además, hoy día los equipos ya no pueden ser permanentes, sino que el propio avance de la investigación requiere agregaciones y desagregaciones que personalidades con exceso de susceptibilidad -otro típico defecto académico- fácilmente traducen en términos de lealtad y deslealtad. Preciso es reconocer que en algunos lugares sobra personalismo y falta capacidad de trabajo callado y eficaz. Sólo los grupos que logren este carácter alcanzarán el éxito, porque detrás de un rendimiento excelente se encuentra siempre un equipo bien cohesionado.
Si de la cooperación de las personas pasamos a la complementariedad de los saberes, la urgencia se hace aún mayor y las dificultades se acrecientan. Actualmente nada es más necesario que el planteamiento interdisciplinar de la enseñanza y la investigación, y al mismo tiempo la interdisciplinariedad constituye uno de los objetivos menos accesibles en una comunidad universitaria. Porque, como resto de una mentalidad superada, algunos siguen pensando que sólo un estrecho especialismo presenta valor científico. Y no faltan los cultivadores de las humanidades y de las ciencias sociales que ansían mimetizarse con los procedimientos de las ciencias de la naturaleza
Lo cierto es que actualmente las fronteras entre las diversas materias tienden a desdibujarse, porque los temas estudiados por cada una de ellas se hacen más complejos y entreverados con los propios de otras disciplinas. La fulguración de la novedad sólo se suele producir con la fertilización cruzada entre diversos saberes. La metodología aplicada a un determinado problema ofrece en ocasiones la clave para resolver otro aparentemente lejano. O bien la constelación de soluciones a aspectos parciales de una cuestión acaba por aportar el sentido del planteamiento general del tema. Y es que la dispersión de aproximaciones frecuentemente es fruto de la superficialidad. En cuanto se ahonda, los principios comienzan a converger hasta unificarse.
La interdisciplinariedad es hoy el camino abierto hacia lo nuevo. Atrincherarse frente a ella equivale a resistirse al cambio, alegando por ejemplo la solera de una asignatura o la importancia de un departamento. Argumentos que se vuelven contra quien los formula, porque denuncian un largo inmovilismo con el que ya es hora de acabar. Los que más se resistieron en su día a pasar del esquema de cátedras a la estructura departamental, se aferran ahora a los departamentos como tabla de salvación para no aceptar el esquema de áreas temáticas funcionales con agrupaciones fluidas y cambiantes al ritmo de la evolución científica o profesional.
Resulta penoso que sean a veces los universitarios, que deberían estar siempre oteando las variaciones que aparecen en el panorama de futuro, quienes se muestren más apegados a intereses corporativos y se resistan a compartir con colegas de otras disciplinas campos de docencia que se han aproximado hasta superponerse o temas de investigación que convergen de manera evidente. Como la historia de la ciencia muestra tercamente, lo único que se logra con esas actitudes cazurras es retrasar unas innovaciones que acaban imponiéndose por su propio peso.
Apertura a la sociedad
La vitalidad de una institución depende de su capacidad de comunicación con otras instancias sociales. Lo cual se hace especialmente perentorio en una configuración cultural que merece el título de "sociedad dialógica".
Las demandas de innovación surgen no pocas veces extramuros de la Universidad. En la sociedad dialógica ni la formación ni la indagación quedan encerradas en ningún coto institucional. Todos han de aprender constantemente y todos investigan en su lugar y a su nivel. Lo que la Universidad aporta a este panorama de la difusión del conocimiento es justamente la función de síntesis, la alternativa -al menos por un tiempo- de unificación de lo disperso. Claro aparece que, en un contexto de esta traza, sería letal para las instituciones formales de estudios superiores que se cerraran sobre sí mismas o pretendieran algún tipo de monopolio sobre el saber.
Ha llegado el momento histórico en el que la apertura de la Universidad a la sociedad, objeto tantas veces de la retórica académica, se imponga como necesidad ineludible, sin disolver por ello la especificidad de sus planteamientos propios. Lo que ahora le corresponde a la Universidad es hacer de punta de lanza, especialmente en el campo de la formación fundamental y de la investigación básica. Se corre hoy el riesgo de que la dinámica globalizadora del mercado llegue a invadir el entero campo de la comunicación y de la cultura. Es más, como ha señalado Slavoj Zizek, el peligro "no es sólo la tan deplorada mercantilización de la cultura (objetos artísticos que se producen para el mercado), sino también el movimiento opuesto, menos notorio pero quizá más crucial todavía: la creciente "culturización" de la propia economía de mercado. Con el desplazamiento hacia la economía terciaria (servicios, bienes culturales), la cultura es cada vez menos una esfera específica al margen del mercado, y cada vez más no sólo una de las esferas del mercado, sino su componente central (desde la industria del entretenimiento del software a otras producciones de los media). Lo que este cortocircuito entre el mercado y la cultura entraña es el menoscabo de la antigua lógica de provocación de la vanguardia modernista, de escandalizar a los sectores dirigentes. Hoy, de forma siempre creciente, es el propio aparato económico-cultural el que, ante la necesidad de reproducirse en las condiciones de un mercado competitivo, no sólo tiene que tolerar sino que ha de promover directamente efectos y productos cada vez más escandalosos". "En este sentido -observa Inciarte-, tan rica y enajenante es la cultura como el dinero. Cultura y dinero van íntimamente unidos. No sólo porque con dinero pueden subvencionarse orquestas y demás, sino sobre todo, porque, por la misma riqueza que entrañan, llevan en sí el germen de la dispersión a que el autor de la 'Filosofía del Dinero', Georg Simmel, se refería en un famoso artículo que, en España, Ortega y Gasset publicó en la 'Revista de Occidente': la cultura, necesaria para que el hombre se encuentre a sí mismo, amenaza en su deslumbrante proliferación con conseguir todo lo contrario. De aquí el título del ensayo de Simmel: 'Concepto y tragedia de la cultura'. En su penetrante investigación acerca de lo nuevo, Boris Groys llega a mantener que toda novedad socialmente aceptada -y digna de pasar con el tiempo a un museo o a un archivo- tiene su origen en la economía (que no se agota en lo que llamamos "mercado"), ya que procede de un cambio en las valoraciones colectivas. La economía de la cultura vendría a ser hoy el campo en el que las particularidades de la economía capitalista se podrían apreciar de manera más transparente. "La lógica económica se manifiesta especialmente en la lógica cultural".
Ante semejante "estetización de mundo de las mercancías", propia de una industria capitalista moderna y postmoderna cuya principal producción es el despilfarro, el genuino enfoque académico ofrece un planteamiento desmercantilizado y desburocratizado, independiente de los intereses de las grandes empresas y de las presiones del aparato de la Administración Pública, gracias a lo cual queda en franquía para incorporar innovaciones de las que no quepa obtener un provecho material inmediato, y en las que la creatividad no se confunda con la perversión lúdica. Su actitud básica no es la de la competitividad, ni siquiera en la forma infantil de "competir" con otras universidades, a las que debe unirles siempre una relación de colaboración, ya que el propósito de todas ellas ha de ser el servicio a la sociedad, y especialmente a aquellos sectores a los que no alcanzan los intereses del poder y del dinero que rigen las transacciones del Estado y del mercado.
La Universidad se abre a la sociedad sin perder su libertad institucional, que le permite escuchar todas las voces y comportarse con la mayor autonomía posible. No tiene otro compromiso que la verdad. Si abandonara este exigente enclave - faro de observación y plataforma de servicio-, si se convirtiera en pura correa de transmisión de las tensiones en presencia, dejaría de aportar lo que tiene de más específico e insustituible. La Universidad sirve a la sociedad cuando no se somete a eso que Aristóteles denominaba poder despótico, precisamente por lo cual es capaz de entrar en diálogo con el poder político.
El atenimiento de la Universidad a la verdad práctica se traduce en un inquebrantable compromiso con la justicia. No debe adoptar actitudes de parte, ya que el pluralismo de ideas y opiniones le resulta consustancial. Pero tampoco le cabe abstenerse olímpicamente de defender en su propio terreno -el educativo y científico- las exigencias de los derechos humanos y los imperativos de la equidad en la vida pública.
Tales requerimientos se han hecho más perentorios cuando, en muy pocos años, las transformaciones a escala mundial nos han colocado ante situaciones y planteamientos radicalmente nuevos. Quizá los más interesantes desde la perspectiva académica son aquéllos que -tópicos aparte- pueden quedar comprendidos bajo el rótulo globalización, precisamente porque el conjunto de problemas que la facilidad y rapidez de los intercambios a escala planetaria han traído consigo están clamando por una profunda renovación de las bases sobre las que se asientan las relaciones internacionales, especialmente en el terreno económico y en el ámbito cultural.
A los universitarios no nos está permitido observar pasivamente cómo las ventajas de las nuevas tecnologías del transporte y la comunicación quedan reservadas a menos de una quinta parte de la población mundial, mientras que el resto permanece estancado en niveles de vida muy bajos y se amplía la distancia entre los más pobres y los poderosos de la tierra. No es humanamente digno que, con el sobreabundante potencial de producción de alimentos que la ciencia contemporánea ha permitido lograr, permanezca estancado, e incluso aumente, el número de personas -medido en cientos de millones- que padecen hambre y llegan a morir de inanición; o que en los países menos desarrollados sean incontables los niños y adultos que mueren de las nuevas epidemias por falta de los medicamentos que podrían curarles y cuyo precio (impuesto por barreras comerciales asimétricas) está muy por encima de sus posibilidades de adquisición.
En todos estos países en vías de desarrollo existen ya graduados por las mejores universidades del mundo, los cuales saben -igual que lo sabemos nosotros- que estos abusos no proceden de las auténticas ciencias sociales o humanas, sino que provienen de ideologías que están al servicio de intereses muy concretos, a los que desgraciadamente suelen plegarse organismos internacionales creados originariamente para corregir las desigualdades económicas y evitar las crisis financieras que estos mismos organismos están ahora provocando con sus intervenciones implacables y sus rígidos patrones de actuación.
Las nuevas realidades mundiales están exigiendo una educación más solidaria, una ciencia más realista y unas estrategias más eficaces. Las universidades de los países ricos no pueden seguir siendo una especie de limbo de irresponsabilidad en el que las nuevas generaciones se limitan a buscar un provecho de ventaja individualista, desentendidas de los dramas lacerantes que se viven en la hora actual. Estudiantes, profesores y gestores deben tomar conciencia de hasta qué punto ocupan una posición de privilegio y cuáles son los costes que las universidades -especialmente las de titularidad pública, que resultan por lo general las más gravosas- hacen caer sobre los demás ciudadanos y acaban repercutiendo, más o menos directamente, sobre los oprimidos de nuestro mundo, entre los que se encuentran los inmigrantes a quienes la desesperación conduce muchas veces a correr riesgos de muerte para llegar a las fronteras de los países satisfechos.
La tentación del localismo
"Universidad" significa universalidad en todas sus dimensiones: de saberes, de personas, de lugares, de ideas y creencias. El joven que acude a comenzar sus estudios superiores en cualquier carrera está pretendiendo -de manera consciente o inconsciente- ampliar horizontes, romper con la visión monocromática propia de la infancia y empezar a captar grados, matices, variedades y variaciones. Se sabe, desde antiguo, que este propósito de extender la mirada a perspectivas más dilatadas sólo se logra si se rompe el cerco de lo consabido y se establecen relaciones con ámbitos nuevos, en los que las cosas se ven de otro modo. Cabe así adquirir el hábito de ejercitar el método que Husserl denominaba "libres variaciones imaginarias", que guarda semejanza con lo que hoy día se llama metodología de los "mundos posibles" o recurso a los "enunciados contrafácticos". Como Gaston Bachelard vislumbró en su Filosofía del no, para explorar territorios desconocidos es preciso negar el carácter absoluto e inevitable de lo conocido. En buena parte, el escepticismo pesimista de la actual cultura juvenil procede de una dificultad para captar lo nuevo, que implica una diferencia para cuya percepción es imprescindible una cierta distancia. Si parece que a muchos jóvenes "todo les da igual", es porque en el fondo piensan que "todo es igual" y que, como dice la 'boutade' postmoderna, "lo único nuevo es que ya no hay nada nuevo".
Para buscar nuevos saberes en nuevos ambientes, es preciso viajar por el simple "afán de ver", como decía el viejo Herodoto. De ahí que los maestros medievales exigieran que los buenos escolares fueran 'terra aliena', procedentes de otras regiones o reinos. El viaje, que es una metáfora de la vida humana, es también e inseparablemente el camino de la sabiduría. De ahí la necesidad de ese tiempo de peregrinación que se exigían a sí mismo los universitarios románticos y del cual el "turismo científico" tan practicado hoy día, con ocasión de fantasmagóricos congresos o dudosos intercambios, no es más que una caricatura.
Cuando el aprendiz está maduro, encuentra siempre a su maestro. Mas para ello necesita liberarse en cierta medida del contexto ya sabido, cuyo mantenimiento a ultranza atrofia las capacidades de innovar y constriñe a una actitud epigonal. La mera prolongación del atenimiento a lo que a uno le rodea de manera inmediata se encuentra irremediablemente destinada al fracaso, pues el crecimiento uniformemente sostenido es utópico. Toda trayectoria, dejada a su inercia, tiene forma parabólica: llega un momento en que alcanza su cima, y a partir de allí acontece la decadencia. Por esta causa, la persona innovadora sabe que no puede seguir indefinidamente arrastrada por la rutina, sino que ha de decidir -creativamente- cuál es el momento oportuno para iniciar un cambio de orientación que anticipe y evite de antemano el instante de la decadencia.
Afortunadamente, en los países donde se encuentran las mejores universidades del mundo sigue siendo una exigencia no escrita que los jóvenes cursen sus estudios superiores fuera de la ciudad natal y, de ser posible, frecuenten varias universidades a lo largo de su carrera, a la busca de los profesores más destacados en cada materia. En otros parajes, en cambio, la burocratización educativa condujo a la desafortunada creación de los distritos universitarios, cuyos efectos todavía perviven, con la consiguiente dificultad -agudizada por la escasez de becas- para que la movilidad estudiantil sea una posibilidad real. El parroquialismo localista, paradójicamente fomentado en la era de la globalización, ha conducido a que autoridades municipales y familias exijan que los estudiantes dispongan de una Universidad justo al lado de casa. Se ha podido así empezar a llamar "universidades" a lo que no pasan de ser academias profesionales en las que se cursan estudios que nunca tuvieron la categoría de superiores y que en ocasiones no alcanzan un mínimo nivel científico.
Más insólito y perjudicial aún que la inmovilidad estudiantil es el enfeudamiento del profesorado, cuando la llamada "endogamia" o "endogenia" pasa de ser excepción para convertirse en regla. También en este campo hay que tener a la vista el ejemplo de las mejores universidades internacionales en las que de hecho está prohibido que un docente reciba nombramientos estables en la Universidad donde se ha doctorado. Los buenos departamentos o áreas temáticas desean recibir estudiosos procedentes de otras escuelas, para lograr esa confrontación de puntos de vista diversos que da lugar a enfoques inéditos y a injertos científicos tan innovadores como fecundos. Todo lo contrario del dócil clientelismo consanguíneo que empobrece la calidad intelectual de las poblaciones académicas y deja fuera de la carrera universitaria a talentos de primera categoría.
Como sugiere Kolakowski, antes de sembrar y de poder recoger, en la vida intelectual es preciso remover la tierra, airearla, exponerla a todos los vientos, fecundarla con catalizadores que pueden parecer distorsionantes, pero que provocan reacciones nuevas. Nada hay más arriesgado en la dinámica del espíritu que la paralización a la que conduce la búsqueda a ultranza de la seguridad. La paz no tiene nada que ver con el inmovilismo.
Una de las trampas que dificulta la innovación, hasta el punto de impedirla, es la que algunos científicos sociales han denominado "el ancla". El ancla reside en la tendencia natural del hombre y la mujer a aferrarse a la primera información recibida respecto a un determinado asunto. Inconscientemente, esta información primera desempeña el papel de una fijación difícil de superar, a la que uno se remite, como a su origen, para compararla o contrastarla con informaciones posteriores: éstas podrán tener mayor fundamento, ofrecer mejores pruebas de veracidad, pero ya no son las primeras. Quien desee mantener la mente abierta, disponer de un 'fresh understanding', debe precaverse reflexivamente para no quedar anclado. Porque una de las exigencias del hallazgo de lo nuevo es liberarse de prejuicios. Y desprenderse de tales preconcepciones exige originalidad de pensamiento, que no consiste en pensar de distinta forma que los demás, sino en pensar desde el origen, por propia cuenta y riesgo, sin dar lo escuchado como supuesto, acudiendo a la fuente de donde brota el conocimiento. La originalidad estriba en remontarse al origen del conocimiento, sin aceptar como definitivas informaciones ya estructuradas y contextualizadas, que traen incorporadas las respuestas a los problemas que aparentan plantear.
Por ventura no faltan las materias y los métodos docentes que han resistido el paso de los siglos y han demostrado su eficacia a través de los más variados cambios. Pero también sabemos de un buen número de temas y de procedimientos cuya falta de vigencia ha quedado suficientemente probada, y a los que quizá seguimos aferrándonos por un presunto respeto a la tradición que en realidad oculta pereza y rutina. Sin improvisadas precipitaciones ni cambios puramente estéticos, la enseñanza universitaria ha de ser siempre reformada, para hacerla cada vez más activa y participable. Dictar apuntes para que sean copiados nos remite a la época anterior al descubrimiento de la imprenta. Evitar que las carreras tradicionales se "contaminen" con materias procedentes de otras licenciaturas suele ser una crasa expresión de estrecha mentalidad corporativista. No querer saber nada de nuevas titulaciones, como si fueran huéspedes no invitados, proyecta en la Universidad el aire melancólico de una foto fija en color sepia. Cuando tenemos a nuestra disposición el mágico recurso de las nuevas tecnologías, se impone incorporarlas sin timideces a la enseñanza universitaria, al menos por parte de los profesores que tengan la suficiente agilidad mental para aprender a manejar los ingenios informáticos (lo cual, por cierto, no es mi caso).
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
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Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
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