I Curso Internacional de Bioética
Universidad Cardenal Herrera-CEU
Valencia, 16-19 octubre de 2002
I. Introducción.- II. Primera parte: Contenidos morales de la encíclica «Veritatis splendor»: 1. La respuesta de Cristo a la pregunta moral; 2. Armonía entre la fe y el comportamiento moral; 3. La nueva evangelización y la Moral.- 4. Libertad, Verdad y Ley.- 5. La libertad humana, ¿un absoluto, fuente y origen de los valores?.- 6. La verdadera libertad y su dependencia de la verdad.- 7. La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen. III. Segunda parte: La "Veritatis splendor" y las cuestiones bioéticas (La ley natural): 1. La dignidad humana: ley, naturaleza y libertad; 2. La ley moral natural; 3. Libertad y naturaleza humana; 4. Universalidad de la ley natural; 5. Inmutabilidad de la ley natural.- A modo de conclusión.
Agradezco en primer lugar a la Universidad Cardenal Herrera-CEU la invitación a participar en este I Curso Internacional de Bioética, donde se tratan temas de gran actualidad en relación a la vida humana y en la tradicional doctrina moral de la Iglesia.
La ponencia que me ha sido encomendada («Aportaciones de Juan Pablo II a la Bioética») en el último día viene precedida por las intervenciones muy variadas en torno a las cuestiones de Bioética. Por eso he tenido que limitarla a las aportaciones doctrinales del Papa en su principal encíclica moral, la «Veritatis splendor». En primera parte abordaré de modo global su mensaje moral, para luego en una segunda parte tratar con más detalle de los postulados morales que afectan más directamente a la Bioética.
Me sitúo, pues, en una perspectiva teológica, buscando en el Magisterio pontificio iluminar tantas cuestiones morales como se plantea en nuestros días la Biología y ciencias afines. Se ha dicho en sesiones pasadas, y es verdad, que la ética deriva de la antropología. Y la antropología está íntimamente relacionada con la teología, en particular con la Cristología. Sólo cuando captamos la verdad del hombre es cuando podemos discernir con acierto la bondad o maldad de los actos humanos. El actual Pontífice ha puesto al hombre en el centro de sus enseñanzas, desde el inicio de su Pontificado («Redemptor hominis», fue su primer encíclica). Su aportación doctrinal ha sido amplia y fecunda en las cuestiones de Bioética, pero la limitación de tiempo me ha hecho elegir el documento más profundo, a mi parecer, en materia moral. No hay que olvidar que por circunstancias de la vida y cultura de los hombres de nuestra época, y en particular por la aparición de diversas doctrinas teológicas en el seno de la comunidad católica, por primera vez en la historia milenaria de la Iglesia, un Papa publica una encíclica sobre los fundamentos de la Moral.
Juan Pablo II expone sus enseñanzas en la encíclica en tres partes bien diferenciadas: una meditación bíblica; después el discernimiento doctrinal y, finalmente, una propuesta pastoral. Veamos brevemente cada una de ellas.
1. La respuesta de Cristo a la pregunta moral
«Nuestro común deber --dice el Papa--, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como Pastores y Obispos de la Iglesia, lo que nos conduce por el camino de Dios, de la misma manera como el Señor hizo un día con el joven del Evangelio, respondiendo a su pregunta: "¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?"» (n. 114). Esta tarea forma parte de la misión apostólica conferida por Jesús al sucesor de Pedro (Mt 28,16-20) y, en comunión con él, a los Obispos, sucesores de los Apóstoles; misión que ha ser constantemente actualizada, con la ayuda del Espíritu Santo, para edificar la comunión eclesial, para la evangelización de los fieles y para mantener un diálogo con todos los hombres de todos los pueblos sobre la verdad, el bien y la libertad.
Han surgido en estos últimos años dentro de la comunidad eclesial algunas corrientes teológicas que rechazan la doctrina tradicional de la Iglesia en materia moral --objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico--, llegando a poner en duda la competencia del Magisterio para enseñar con autoridad las exigencias de los Mandamientos de la Ley de Dios. «Está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se deba decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales» (n. 4).
Frente a estos problemas, y ante la necesidad de un discernimiento para «guardar el depósito de la fe», el Romano Pontífice --como Supremo Pastor de la Iglesia-- se dirige a Jesucristo que nos ha enseñado, con sus palabras, gestos y obras, el camino de la verdadera libertad: «la verdad os hará libres» (Jn 8,32) y que ha dicho de Sí mismo que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). El influjo de ciertas corrientes de pensamiento que exaltan la libertad hasta hacer de ella un "valor absoluto" está en la base de esta nuevas propuestas morales y, por ello, acaban por privar a la libertad humana de su esencial y constitutiva relación con la verdad (Cfr n. 34). Ante todas la falsificaciones, que con la pretensión de revalorizar la libertad la deforman y privan de sentido, es preciso decir de nuevo que la libertad se encuentra a sí misma sólo en relación con la verdad, con aquella Verdad que desde el "principio" brilla con todo su esplendor en el rostro e Jesucristo (Cfr 2 Cor 3,15-18).
La Encíclica, además de la Introducción y de la Conclusión, tiene tres capítulos centrales que me servirán de guía en esta breve exposición. El tercero es de carácter pastoral y tiene el objetivo de explicar la importancia decisiva de la doctrina moral católica para la vida de la Iglesia y del mundo; el segundo es de naturaleza doctrinal, y en él Juan Pablo II hace una valoración crítica de algunas tendencias de la Teología Moral actual a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición viva de la Iglesia. Y, finalmente, el primero es una meditación bíblica sobre el diálogo de Cristo con el joven rico del Evangelio (Mt 19,1-22), que sirve para poner en evidencia los elementos esenciales de la moral cristiana.
En efecto, el diálogo de Jesús con el joven rico --resume el Papa-- permite «recoger los contenidos esenciales de la Revelación del Antiguo y Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Aquellos son: La subordinación del hombre y de su obrar a Dios, aquel que sólo El es bueno; la relación entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna; el seguimiento de Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y, finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral de la nueva criatura (Cfr 2 Cor 5,17)» (n. 28).
La pregunta del joven rico es la pregunta clave de la vida moral, porque es la pregunta sobre el pleno sentido de la vida humana que aspira a la felicidad. Cristo le hace ver, en primer lugar, que su pregunta moral es una pregunta religiosa. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien (Cfr n. 9); y ya respondió a esta pregunta, primero en la creación --con la ley natural y la luz de la inteligencia humana-- y después en la historia del pueblo elegido con el Decálogo que entregó a Moisés en el marco de la Alianza del Sinaí. La vida eterna no es más que la participación en la misma vida de Dios, «que por la fe se convierte ya desde ahora en luz de verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo» (Cfr n. 12).
Las exigencias morales de los Mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de perfección --resumido en la Bienaventuranzas (Cfr n. 15)--; dicho de otra manera, la realización de su significado en el seguimiento de Cristo. Nos enseña este diálogo evangélico que el joven, habiendo observado los mandamientos, es incapaz con sus fuerzas de dar el paso siguiente. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven y sígueme»). Es un ejemplo clarificador del crecimiento dinámico de la libertad hacia su madurez y que testimonia admirablemente la relación fundamental de la libertad con la ley divina: no se contraponen, se reclaman mutuamente (Cfr n. 17).
La «sequela Christi» es el fundamento de la moral y el camino de la perfección, de la santidad. La invitación de Jesús, a vender todo lo que tiene el joven y dárselo a los pobres, se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo; de la misma manera que aquel «ven y sígueme» lo es del amor a Dios. En consecuencia, tanto los mandamientos como esta invitación del Señor están al servicio de una única e indivisible caridad (Cfr n. 19).
Ahora bien, imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Si bien el amor es lo que nos lleva a guardar los mandamientos --quien no ama está radicalmente desmotivado--, ni el amor ni la vida según el Evangelio pueden proponerse bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre; así la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia. Dicho de otra forma, el mandamiento del amor (y de la perfección al que está ordenado) es una posibilidad abierta al hombre por la gracia divina, y la conciencia de haber recibido este don es lo que genera y sostiene la respuesta razonable de un amor pleno a Dios y al prójimo. De nuevo la relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea. La ley Nueva no sólo dice lo que se debe hacer, sino que da también la fuerza para «obrar la verdad» (Cfr n. 24).
La Iglesia existe, entre otras razones, para que el hombre pueda encontrar a Cristo en cada momento de la historia. Las normas morales impartidas por Dios en la Antigua Alianza y perfeccionadas en la Nueva y Eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la Historia (Cfr n. 25). La catequesis moral de los Apóstoles y de los primeros cristianos --se diferenciaban de los paganos, no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral-- desde los orígenes de la Iglesia así lo atestiguan (Cfr n. 26). Por eso, ante los problemas de hoy, el Magisterio de la Iglesia hace su propio discernimiento a la luz de Sagrada Escritura y de la Tradición (enseñanzas de los SS. Padres, la vida de los Santos, la liturgia de la Iglesia, etc.) para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad (Cfr n. 27).
2. Armonía entre la fe y el comportamiento moral
La Iglesia ha custodiado siempre la armonía entre la fe y el comportamiento moral. A lo largo de la historia y de sus cambiantes circunstancias, el Magisterio de los Pastores, con la asistencia del Espíritu Santo, ha desarrollado una interpretación auténtica de la ley de Cristo. En esta línea y con esta Encíclica, Juan Pablo II hace una valoración crítica de algunas tendencias presentes en la Teología Moral contemporánea. Junto al loable intento de renovar la Teología Moral, deseado por el Concilio Vaticano II, se han difundido, también en la Teología Moral católica, numerosas dudas y objeciones contra la enseñanza moral de la Iglesia. «Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral" (n. 4; cfr n. 29 al final).
Este rico patrimonio de enseñanzas morales --desarrollado particularmente en el Magisterio pontificio de los dos últimos siglos con referencia a los diversos ámbitos de la vida humana--, debe afrontar ahora el desafío de una nueva situación de la sociedad e incluso de la misma comunidad cristiana. Es verdad que dentro de la Teología Católica no se encuentran posiciones tan radicales, así como también se debe reconocer que, con una orientación más personalista, la Teología católica está recuperando los aspectos más valiosos de la tradición doctrinal clásica sobre la responsabilidad moral y sobre el papel de la razón y de la conciencia en la constitución del deber moral.
La respuesta de Cristo a la pregunta moral --como ya vimos-- no prescinde del problema de la libertad; al contrario, lo considera central, porque no existe moral sin libertad. Pero ¿de qué libertad se trata? Algunas corrientes teológicas de nuestro tiempo interpretan de manera nueva la relación libertad-ley, libertad-naturaleza humana y libertad-conciencia, proponiendo criterios innovadores de la valoración moral de los actos; y tienen en común la debilitación o incluso la negación de la dependencia de la libertad respecto a la verdad (Cfr n. 34).
Se subraya, en primer lugar, la constitutiva relación que liga la libertad a la verdad. «Algunos han llegado a teorizar una completa «autonomía de la razón" en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente humana, es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana (...) Estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la Sagrada Escritura (Cfr Mt 15,3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él» (n. 36). Es evidente que esta concepción de la autonomía moral es incompatible con la doctrina católica (Cfr n. 37).
En efecto, la «verdadera» autonomía moral, congruente con la doctrina católica, es aquélla según la cual la libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y se compenetran recíprocamente (Cfr n. 41). La ley moral natural, participación de la ley eterna de Dios en la criatura racional, implica en efecto la esencial subordinación de la razón humana, y de sus preceptos morales, a la Sabiduría divina (Cfr n. 44). Contra el relativismo, se afirma el carácter universal y permanente de los preceptos de la ley moral, los cuales expresan la verdad originaria sobre el bien de la persona, indicando el camino para la realización auténtica de la libertad. Esas exigencias éticas tienen su fundamento último en Cristo, que es siempre el mismo, ayer, hoy y siempre (Cfr Heb 13,8; Gaudium et spes, n. 10).
Añade el Papa después que tal como se presente la relación entre libertad del hombre y ley de Dios, así resultará la noción de conciencia moral --el «corazón» de la persona, o bien con palabras del Concilio Vaticano II, "el santuario del hombre"--, donde se oye la voz de Dios que llama a hacer el bien y a evitar el mal. La consecuencia de las tendencias morales antes citadas llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, con un doble estatuto de la verdad moral (uno, doctrinal y abstracto; y otro, existencial y concreto). Frente al subjetivismo de estas teorías, Juan Pablo II reafirma que la conciencia no es la instancia creadora del bien (Cfr n. 54). «En el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad» (n. 61). El juicio último de la conciencia personal debe dejarse iluminar por la ley divina, norma universal y objetiva de la moralidad.
Reconoce el magisterio pontificio el carácter fundamental de algunas opciones, en particular de la obediencia a la fe (Cfr Rom 16,26), pero se rechaza cualquier tipo de disociación entre una «opción fundamental» de carácter trascendental y la elección deliberada de actos concretos, que lleva a estos autores a hacer una revisión de la distinción tradicional de los pecados en mortales y veniales, porque miden la gravedad del pecado no desde la materia de dicho acto, sino desde el grado de compromiso de la libertad de la persona. «Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la «opción fundamental» es revocada cuando el hombre compromete su libertad en las elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave. (n. 67)
Termina el capítulo segundo de la Encíclica, que venimos exponiendo, con otra consecuencia de la relación entre libertad-ley, la que se manifiesta y realiza en el acto humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida: la respuesta de Jesús al joven rico remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto a las leyes divinas (Cfr n. 72). Juan Pablo II sale al paso de las teorías morales conocidas como «teleologismo», «consecuencialismo» y «proporcionalismo» (Cfr n. 75).
Con relación a ellas, se afirma que la valoración moral de los actos humanos no se fundamenta únicamente en la ponderación de sus previsibles consecuencias ni en la proporción entre los bienes y males "pre-morales" que se ponen en juego. Tampoco la buena intención basta para justificar la bondad de una decisión libre. Aunque se deberá tener en cuenta tanto la intención subjetiva como las consecuencias previstas, «la moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada» (n. 78). Se debe sostener, por consiguiente, que es posible calificar de «intrínsecamente malos» algunos comportamientos que, en sí mismos y por sí mismos (en virtud de su objeto moral), están en contradicción con la verdad y el bien de la persona (Cfr n. 79). Jamás será bueno el acto por el que alguien los elige, incluso en la hipótesis de que esa elección respondiese a una intención buena o fuese hecha para obtener unas consecuencias positivas. Jamás es lícito, ni siquiera por razones gravísimas, hacer el mal para que resulte un bien (Cfr Rom 3,8; Humanae vitae, n. 14).
Existen por tanto preceptos morales negativos (es decir, preceptos que prohíben ciertos comportamientos) que tienen un valor universal y que no admiten excepciones (obligan «semper et pro semper») (Cfr n. 82). La cuestión de la moralidad de los actos humanos --y sobre la existencia de actos "intrínsecamente malos"-- es la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que de ella se derivan.
3. La nueva evangelización y la Moral
En la Iglesia --«experta en humanidad», como dijo ya Pablo VI-- esta siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entra ambas» (Gaudium et spes, n. 4). Los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, tenemos la responsabilidad de estar cerca de los fieles en este esfuerzo, acompañarlos y guiarlos con nuestro magisterio para dirigirnos no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena de voluntad.
Como la fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sola a ella, desarraigada de toda objetividad en la tarea de decidir lo que es bueno o malo, es preciso recuperar el vínculo esencial entre la Verdad, el Bien y la Libertad. Juan Pablo II, en el capítulo tercero de su última y reciente Encíclica, pone de manifiesto el significado auténtico de la libertad: el don de sí misma por amor, en el servicio a Dios y a los hombres; y que en Cristo crucificado alcanza su máxima expresión. La verdad es que lo que nos hace libres ante el poder y da fuerza al martirio (Cfr n. 87).
Se ha dicho muchas veces, y con razón, que vivimos en una sociedad "secularizada", porque quizá hemos descuidado los cristianos el contenido moral que lleva consigo la fe que profesamos. En la historia de la salvación los mártires, prefiriendo la muerte al pecado, han testimoniado la santidad inviolable de la ley de Dios y el respeto incondicionado debido a la dignidad personal de cada hombre (Cfr n. 90). En este testimonio los cristianos no nos encontramos solos, ya que se hallan confirmaciones en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Oriente y del Occidente. (Cfr n. 94). La Iglesia enseña que la ley divina expresa, en los Mandamientos y en su valor absoluto, las exigencias del amor. Las normas universales e inmutables están al servicio de la persona y de la sociedad. (Cfr n. 95). Sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, nacional o internacional (Cfr n. 97).
La profunda renovación de la vida social y política, cuya necesidad se hace cada vez más evidente, sólo se puede llevar a cabo si la libertad se conjuga armoniosamente con la verdad (Cfr nn. 98 y ss). El relativismo ético, a pesar de lo que pudiera parecer en un primer momento, lleva inevitablemente a un totalitarismo negador del hombre; es más, sin una verdad última, las ideas pueden ser instrumentalizadas para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia (Cfr Centessimus annus, n. 46). La causa de la moral es la causa del hombre y la causa de su libertad.
La posibilidad real y concreta que cada hombre tiene que conocer y realizar la verdad moral, a pesar de la debilidad de su libertad debida al pecado las heridas del pecado original, enconada por los pecados personales, surge del misterio de la Redención de Cristo. En Cristo, el Padre nos ofrece no sólo la Verdad sobre el bien (el mandamiento del amor, que contiene en sí «las diez palabras»), sino también la Ley Nueva, que es la presencia del Espíritu Santo en nosotros, su Gracia, que nos hace capaces de amar y de hacer el bien. En Cristo nos sale al encuentro la misericordia de Dios, que es comprensiva con la debilidad humana, pero que no falsifica jamás la medida del bien y del mal con componendas que la adecúen a las circunstancias. Cuando el hombre peca, es humano reconocer la propia debilidad e implorar la misericordia divina; es, en cambio, inaceptable quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien (Cfr n. 104).
Por todo ello, la predicación de la moral cristiana, tan estrechamente ligada a la evangelización (Cfr n. 106), cae bajo la advertencia del apóstol San Pablo: "para que no se desvirtúe la Cruz de Cristo" (1 Cor 1,17). En la misión de anunciar, sin rebajarla, la justicia y la misericordia que brillan en la Cruz, es decisivo el ministerio de los teólogos moralistas (Cfr nn. 109 y ss.), que desempeñan un verdadero y específico servicio eclesial --en comunión con los Pastores--, que es sin duda también un servicio a la cultura humana y a la sociedad entera. Los teólogos han de esforzarse por clarificar, cada vez mejor, los fundamentos bíblicos, los significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la visión del hombre propuestas por la Iglesia. La enseñanza de la doctrina moral lleva consigo la asunción consciente de responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales, que los moralistas aceptan con el grave deber de educar a los fieles en el discernimiento moral, en el compromiso con el verdadero bien y en el recurso a la gracia divina. Finalmente, advierte Juan Pablo II, que el "disenso" a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica del Pueblo de Dios (Cfr n. 113).
A los Pastores corresponde la misión de vigilar para que en la predicación a los fieles, en la evangelización, en la enseñanza en los Seminarios y Facultades de Teología, en la praxis de las instituciones católicas, etc., la Palabra de Dios sea fielmente proclamada y aplicada a la vida (Cfr nn. 114 y ss). Como una llamada a la responsabilidad de los Pastores, dice el Papa que «es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas» (n. 115).
La Encíclica termina con una oración a María, Madre de Misericordia, para que en la vida moral de los fieles brille la Verdad del Hijo, para gloria de Dios. El Papa recuerda, en esta parte final, la extraordinaria simplicidad de la vida moral cristiana, que consiste en seguir a Cristo, dejándose transformar por su gracia y renovar por su misericordia, que se alcanzan en la comunión con la Iglesia.
4. Libertad, Verdad y Ley
El objeto de la Teología Moral es el estudio de la conducta, es decir, de los principios operativos y los actos que conducen (o apartan) al hombre de su último fin sobrenatural, que es la unión con Dios Uno y Trino(1). La Teología Moral es, pues, una reflexión que atañe a la «moralidad»; es decir, el bien y el mal de los actos humanos y de la persona que los realiza --y en este sentido está abierta a todos los hombres--, pero es también «teología», en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en Aquel que «sólo El es bueno» y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina. Juan Pablo II con su exposición bíblica a la pregunta moral del «joven rico» del Evangelio, recoge la respuesta de Jesucristo.
Es una realidad que en la sociedad y en la misma comunidad cristiana se dan otras respuestas diversas a las del Maestro y de su Iglesia. El Concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a «poner una atención especial en perfeccionar la Teología Moral»(2); y esto ha dado ya sus frutos. Pero es el Magisterio de la Iglesia a quien compete la misión de vigilar la sana doctrina(3), y por eso, el deber de hacer un discernimiento(4) sobre las diferentes tendencias de la moderna Teología Moral, para valorar sus aspectos positivos y rechazar aquellos que son negativos o confusos(5). La Iglesia «enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándolas a guardar todo lo que Él ha mandado(6), la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro(7).
El capítulo segundo de la Veritatis splendor sale, pues, al paso de aquellos que se apoyan en una noción de libertad que ha roto su vínculo esencial con la verdad. Y la reivindicación de la libertad fuera de la verdad y contra ella manifiesta sus consecuencias negativas, especialmente en cuatro ámbitos de los que nos iremos ocupando en los sucesivos capítulos: el primero es el de la ley natural; el segundo es el de la conciencia, el tercero proviene de la libertad que encuentra su expresión más radical en la llamada «opción fundamental»; y el cuarto y último ámbito se refiere al acto moral.
5. La libertad humana, ¿un absoluto, fuente y origen de los valores?
En la cultura contemporánea, entre los problemas humanos más debatidos, ocupa un lugar destacado la reflexión sobre la libertad del hombre, punto de encuentro con otras muchas cuestiones morales(8). «En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido, cada vez más, como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto(9). De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre, como criatura e imagen de Dios y necesitan, por tanto, ser corregidas o purificadas a la luz de la fe»(10). Nos referimos a la crisis en torno a la verdad y a la libertad.
A) Crisis en torno a la verdad.- Efectivamente, «en algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo transcendente o las que son explícitamente ateas. Se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de "acuerdo con uno mismo", de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral»(11). Con este planteamiento se ponen las bases de una ética individualista; es decir, «cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana»(12).
B) Crisis en torno a la libertad.- Además, «paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de "ciencias humanas", han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como, por ejemplo, en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la libertad humana»(13).
6. La verdadera libertad y su dependencia de la verdad(14)
El discernimiento realizado por la Encíclica apunta a una cuestión común y de fondo a todos los nuevos planteamientos morales: la relación entre libertad y verdad(15). Así ocurre en algunas tendencias de la Teología Moral actual. «Bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas ahora aludidas, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden con el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad. Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias --capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores--, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera nítida y autorizada por las palabras de Cristo: 'Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres'(16). Si existe el derecho a ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral grave para cada uno de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida»(17).
La Encíclica afronta el problema de la relación verdad-libertad sobre dos vertientes: la primera es el ámbito de la «ley», es decir, de la ley de Dios, ya sea en su formulación universal (nn. 35-53), o bien en su aplicación a la situación personal concreta, «la conciencia» (nn. 54-64). La segunda es el ámbito de la «libertad», esto es, en su nivel de actuación --es el caso de la «opción fundamental» y opciones particulares (nn. 65-70)--, o bien en su término --el «acto moral» (nn. 71-83)--.
De una lectura atenta del segundo capítulo de la Veritatis splendor se desprende claramente que el «problema moral» de la relación verdad-libertad es en primer lugar un problema eminentemente «antropológico», es decir, tiene que ver con la identidad misma del hombre, de la persona humana. La ética presupone y expresa la antropología; y la antropología, a su vez, está intrínsecamente relacionada con la teología, más aún con la cristología; es decir, el hombre como «imagen de Dios» que sólo halla la verdadera luz en el misterio del Verbo encarnado, como le gusta repetir a Juan Pablo II. Por tanto, el rechazo o la aceptación del discurso ético de la Encíclica dependerá directamente del rechazo o acogida de su discurso antropológico(18).
7. La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen
La pregunta clave ahora es ésta: ¿están aliadas o se oponen entre sí la libertad y la ley? «La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre --afirma Juan Pablo II--, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior(19), algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre libertad y la Ley.
Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría "crear los valores" y gozaría de una primicia sobre la verdad, hasta el punto que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta(20).
Se trata de tendencias que han influido también en el ámbito de la Teología Moral católica, llegando algunos autores a distinguir entre un «orden ético» y un «orden de salvación»(21). Y esto con la conciencia de negar que la Revelación tenga un contenido moral específico y determinado(22) y que el Magisterio de la Iglesia tenga una competencia doctrinal específica sobre normas morales relativas al llamado «bien humano»(23); afirmando, pues, una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales(24).
Frente a esta tendencia --que comporta tesis incompatibles con la doctrina católica(25)--, la Encíclica destaca la verdadera autonomía moral, pero en el sentido de lo que podríamos denominar una teonomía participada. En realidad, el hombre ha sido creado libre, partícipe del señorío divino(26) con el que está llamado a gobernar el mundo y gobernarse a sí mismo(27). En efecto, «no sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado "en manos de su propio albedrío" (Sir 15,14) para que buscase a su Creador y alcanzase libremente la perfección. Alcanzar significa edificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad, realizando así actos moralmente buenos el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios»(28).
Notas
1. Cfr García de Haro, R., La vida cristiana, Eunsa, Pamplona 1992, p. 25.
2. VS, n. 29b. En efecto, «el Concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a "poner una atención especial en perfeccionar la Teología Moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la Sagrada Escritura, ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el amor para la vida en el mundo" (OT, 16). El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica y "a buscar continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe; es decir, las verdades; y otra, el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado" (GS, 62). De ahí la ulterior invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera particular a los teólogos: "Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la cultura" [Ibid.]». (VS, n. 29c).
3. «La Iglesia, y particularmente los Obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acoge con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (cfr Prv 1,7). Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas postconciliares se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la doctrina sana (cfr 2 Tim 4,3). Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico particular, y menos filosófico, sino que, para "custodiar celosamente y explicar fielmente" la palabra de Dios (DV, 10), tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico y de algunas afirmaciones filosóficas con la verdad revelada [Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap 4: DS 3018]» (VS, n. 29 in fine).
4. «Al dirigirme con esta Encíclica a vosotros, Hermanos en el Episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la doctrina sana, recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido». (VS, n. 30a).
5. «Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios? ¿Cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre? ¿Cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del Evangelio hizo a Jesús: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna"». (VS, n. 30b).
6. Cfr Mt 28,19-20.
7. Es siempre bajo esta misma luz y fuerza que el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de discernimiento acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: 2 Tim 4,1-5; cfr Tit 1,10.13-14.
8. Cfr VS, n. 31a. «No hay duda de que hoy día existe una conciencia particularmente viva sobre la libertad. "Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana", como constataba ya la Declaración conciliar "Dignitatis humanae", sobre la libertad religiosa [DH, 1, remitiendo a Juan XXIII, Pacem in terris (11-IV-1963): AAS 55 (1963) 279; Ibid, 265; y a Pío XII, Radiomensaje, 24-XII-1944: AAS 37 (1945) 14]. De ahí la reivindicación de la posibilidad para que los hombres "actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber" (DH, 1)» (VS, n. 31b).
9. Cfr RH, 17; Discurso a los participantes en el V Coloquio Internacional de Estudios Jurídicos (10-III-1984), n. 4: Insegnamenti VII 1 (1984) 656; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, n. 19 (22-III-1986): AAS 79 (1987) 561.
10. VS, n. 31 in fine; cfr GS, 11.
11. VS, n. 32a. «Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria; o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir; sino que más bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia» (VS, n. 32b).
12. VS, n. 32c.
13. VS, n. 33a. «Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral» (VS, n. 33 in fine).
14. Sobre este tema puede consultarse el artículo de A. Quirós Herruzo, La ley de Cristo, verdad del hombre, en "Scripta Theologica" 26 (1994/1) 155-169, donde el autor hace un profundo estudio de las relaciones entre libertad y verdad. Entre otras cosas afirma: "La vocación humana a la libertad, la vocación a la verdad, la capacidad moral del hombre se concretan en la sublime vocación a ser hijos de Dios en el Hijo (...). Así, pues, la progresiva profundización en la verdad del hombre, no sólo posibilita una libertad hacia la plenitud, sino que tal verdad se convierte en ley de realización personal. Toda esta dinámica se vislumbra con las solas luces de la razón, pero su último y pleno sentido sólo se encuentra en el seguimiento de Aquel que es Perfectus Homo".
15. «La pregunta moral [del joven rico], a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad; es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad: "El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad" (GS, 17). Pero, ¿qué libertad? El Concilio --frente a aquellos contemporáneos nuestros que "tanto defienden" la libertad y que la "buscan ardientemente", pero que "a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal"-- presenta la verdadera libertad: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios 'dejar al hombre en manos de su propia decisión' (cfr Sir 15,14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección" [GS, 17)» (VS, n. 34a).
16. Ioh 8,32.
17. VS, n. 34b. Cfr DH, 2; cfr también Gregorio XVI, Mirari vos arbitramur (15-VIII-1832): Acta Gregorii Papae XVI, I, 169-174; Pío IX, Quanta cura (8-XII-1864): Pii IX P.M. Acta, I, 3, 687-700; León XIII, Libertas Praestantissimum (20-VI-1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246]. «En este sentido el cardenal J.H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: "La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes" [A Letter Addressed to His Grace the Dike of Norfolk: Certain Difficulties Fel by Anglicans in Catholic Teaching (Uniform Edition: Longman, Green and Company, London 1868-1881), vol. 2, p. 250]» .
18. Cfr Tettamanzi, D., "Veritatis splendor". Introducción y guía de lectura, PPC, Madrid 1994, pp. 28-29.
19. «Leemos en el libro del Génesis: "Dios impuso al hombre este mandamiento: 'De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio'" (Gen 2,16-17). Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer "de cualquier árbol del jardín". Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, que sólo Él es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos» (VS, n. 35a). Toda esta doctrina está ampliamente resumida en el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 385-390.
20. «El requerimiento de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos "intramundanos", es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas. Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el Concilio Vaticano II [Cfr GS, 40 y 43], se ha querido favorecer el diálogo con la cultura moderna poniendo de relieve el carácter racional --y por lo tanto universalmente comprensible y comunicable-- de las normas morales correspondientes al ámbito de la ley moral y natural [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 71, a.6; ver también ad 5]. Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal» (VS, n. 36a).
21. El orden ético tendría un origen humano y valor solamente mundano, mientras que para el orden de la salvación sólo tendrían importancia algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo: Cfr VS, n. 37a.
22. Es decir, universalmente válido y permanente. Por tanto, la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta: Cfr VS, n. 37b.
23. Estas normas morales no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en orden a la salvación. «No hay nadie --afirma Juan Pablo II-- que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica. En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la Palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad humana, incorporando elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía» (VS, n. 37 in fine).
24. Algunos han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. «Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente "humana", es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado Autor de esta ley; sólo en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre» (VS, n. 36c).
25. Porque acaban negando las enseñanzas de la Sagrada Escritura (Cfr Mt 15,3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia: la ley moral natural tiene a Dios como autor y el hombre --mediante su razón--, participa de la ley eterna, que no ha sido establecida por él. Cfr VS, n. 36 in fine.
26. «Citando las palabras del Eclesiastés, el Concilio Vaticano II explica así la "verdadera libertad" que en el hombre es "signo eminente de la imagen divina": "Quiso Dios 'dejar al hombre en manos de su propio albedrío' de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección" (GS, 17). Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno: "El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es esto propio sino del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo" [De hominis officio, c. 4: PG 44,135-136]» (VS, n. 38).
27. «Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador: "Henchid la tierra y sometedla" (Gen 1,28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía a la cual la Constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las realidades terrestres, la cual significa que "las cosas creadas y la sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente" (GS, 36))» (VS, n. 38 in fine).
28. VS, n. 39a. «El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que las "cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador" (GS, 36). De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: "Pues sin el Creador la criatura se diluye... Adenás, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida" (GS, 36)» (VS, n. 39 in fine).
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