Ponencia del XIII Simposio de Historia de la Iglesia en España y América
Academia de Historia Eclesiástica,
Sevilla, 8 de abril de 2002
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1. La santidad canonizada
Entro sin preámbulos en el tema de mi conferencia, que coincide con la razón de ser del Dicasterio de la Santa Sede que presido y con el servicio a la Iglesia prestado por éste. En efecto, el intenso trabajo desarrollado por la Congregación de las Causas de los Santos tiene como finalidad colaborar de una manera directa e inmediata con el Papa, en el procedimiento que precede a la proclamación de algunos hombres y mujeres como Beatos o como Santos, para presentarles a todos los fieles como modelos o como ejemplo que se puede imitar –porque a lo largo de su vida practicaron en grado heroico las virtudes– y como intercesores ante Dios, autorizando a la vez el culto público en su honor.
La canonización es el acto mediante el cual el Papa incluye el nombre de un Siervo de Dios en el catálogo de los Santos. El Romano Pontífice llega a esta decisión después de haber escuchado no una voz, que en términos musicales podríamos llamar un solo, sino un coro de voces: a) la voz del pueblo de Dios –del conjunto de los creyentes–, que atribuye fama de santidad o de martirio a ese candidato a los altares; b) la voz de las pruebas recogidas en un procedimiento judicial que muestran su heroísmo en la práctica de las virtudes o su aceptación del martirio por la fe; y c) la voz de Dios, que da su asentimiento a la canonización mediante un milagro realizado por intercesión de su Siervo [1] .
La naturaleza de la canonización queda expresada en la fórmula utilizada por el Papa al proclamar un nuevo Santo. La fórmula es:
«Para tributar honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica e incremento de la vida cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y con la autoridad Nuestra, después de haberlo meditado detenidamente, de haber invocado repetidamente la ayuda divina y de haber escuchado el parecer de muchos Hermanos nuestros en el Episcopado, declaramos y definimos Santo al Beato N., incluimos su nombre en el Catálogo de los Santos y prescribimos que en toda la Iglesia sea honrado como Santo» [2] .
La fórmula que acabo de leer pone de manifiesto dos aspectos que constituyen parte integrante de la canonización de un Santo. Las palabras “declaramos y definimos Santo al Beato N. e incluimos su nombre en el Catálogo de los Santos” hacen referencia a un acto de la potestad de Magisterio del Papa [3] ; a su vez, la frase “prescribimos que en toda la Iglesia sea honrado como Santo” establece de manera preceptiva que se le tribute culto público con carácter universal.
¿Cuántos son los Santos canonizados? Por lo que se refiere al pasado, desde que en 1588 fue instituida la Congregación de las Causas de los Santos (antes llamada de Ritos) hasta el comienzo del pontificado de Juan Pablo II, los Santos eran 296 y los Beatos 808. A lo largo de su Pontificado, Juan Pablo II ha canonizado 459 Santos, de los cuales 400 son mártires y 59 confesores; y está previsto que a éstos se añadan otros 9 en el presente año; asimismo ha proclamado 1.274 Beatos (1.019 mártires y 255 confesores). Además, ha otorgado a Santa Teresa del Niño Jesús el título de Doctor de la Iglesia [4] y, como Patronos de Europa, ha añadido a San Benito los Santos Cirilo y Metodio y las Santas Brígida, Catalina de Siena y Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein) [5] .
Los datos expuestos plantean espontáneamente una reflexión y algunas preguntas.
Ante todo, una reflexión: si el número de los cristianos que han vivido santamente se redujese a los que han sido canonizados o proclamados Beatos, nos veríamos obligados a reconocer el fracaso total de la Iglesia en el cumplimiento de su misión. Por fortuna, no es así, puesto que en ninguna época han faltado los santos, que constituyen una multitud innumerable, cuya conmemoración celebramos en la solemnidad de Todos los Santos. En la Iglesia una y única, quienes peregrinamos en esta tierra nos sabemos unidos vitalmente con aquellos hermanos nuestros fallecidos en el Señor que han alcanzado ya la gloria eterna o, purificándose, aguardan su entrada en el Cielo. Non sentimos en comunión con ellos y, como leemos en el Capítulo VII de la Constitución Lumen gentium, «por su unión íntima con Cristo, los bienaventurados consolidan en la santidad a toda la Iglesia, ennoblecen el culto que ésta tributa a Dios aquí en la tierra y contribuyen de muchas maneras a su edificación» [6] .
Lo anterior nos lleva a reflexionar, en primer término, sobre una cuestión general: ¿qué finalidad busca la Iglesia cuando declara Santos o Beatos a algunos de sus fieles? Asimismo nos plantea algunas preguntas el número elevado de canonizaciones y de beatificaciones durante el pontificado de Juan Pablo II: ¿hemos de atribuir un significado y una función particular a las canonizaciones en la pastoral de la Iglesia durante estos albores del milenio en el que acabamos de entrar? ¿Por qué el Papa actual ha querido intensificar el ritmo de esas ceremonias, hasta superar –más: llegando a duplicarlo abundantemente– el número de los Santos y de los Beatos proclamados por todos sus predecesores desde que fue fundada la Congregación de las Causas de los Santos? ¿Son excesivas estas cifras?
Acabo de enunciar varias cuestiones, y trataré de analizar por orden cada una de ellas.
¿Cuál es el fin de una canonización? Encontramos la respuesta adecuada en la fórmula, que he citado hace poco, empleada por el Papa para proclamar un Santo. Leemos en efecto: «Para tributar honor a la Santísima Trinidad, para exaltación de la fe católica e incremento de la vida cristiana…».
Estas pocas palabras expresan de manera completa el sentido de una canonización. Toda la creación y, dentro de ella, de manera eminente, el hombre, mira a dar gloria a Dios. Como dice lapidariamente San Ireneo, «gloria de Dios es el hombre vivo» [7] , pero –podemos añadir a manera de glosa– el hombre da gloria a Dios no sólo porque vive, sino también y sobre todo, porque hace realidad en su existencia el proyecto que el Señor ha trazado para él. Por eso, en la vida de la Iglesia, desde sus comienzos, aparece como una constante el reconocimiento público de la santidad de los mártires o de quienes han practicado las virtudes de manera heroica y gozan de esa fama entre los fieles. Al proclamarles Beatos, y más tarde Santos, la Iglesia eleva su acción de gracias a Dios a la vez que honra a esos hijos suyos que han sabido corresponder generosamente a la gracia divina y les propone como intercesores y como ejemplo de la santidad a la que todos estamos llamados. Las beatificaciones y canonizaciones tienen siempre como finalidad la gloria de Dios y el bien de las almas.
En la Carta Apostólica en la que traza el programa para el nuevo milenio, el Papa describe las prioridades de «la tarea pastoral apasionante que aguarda a la Iglesia en el momento presente» [8] , a las que antepone la siguiente consideración:
«Ante todo, no dudo en afirmar que el punto di mira ante el que debe situarse todo el camino pastoral es el de la santidad. […] Es necesario descubrir en todo su valor programático el Capítulo V de la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, titulado “La vocación universal a la santidad”. Si los Padres conciliares pusieron en evidencia esta temática con tanta fuerza, no fue para dar una especie de retoque espiritual a la eclesiología, sino para hacer que de ella brotase una dinámica intrínseca y cualificante. […] “Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación” (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta sólo a algunos cristianos: “Todos los fieles, cualquiera que sea su estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad” (Const. Lumen gentium, n. 40”» [9] .
El Santo Padre proporciona así la clave para comprender qué papel juegan en su plan pastoral las beatificaciones y la canonizaciones. Él mismo nos dice:
«Los caminos de la santidad son múltiples y se adaptan a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos, entre ellos a muchos laicos, que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es hora de proponer de nuevo a todos con convicción esta “medida alta” de la vida cristiana ordinaria: toda la vida de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe orientarse en esta dirección» [10] .
Y asimismo el Papa, poniendo de manifiesto la importancia de canonizar a laicos, ha escrito en la Exhortación Apostólica Christifideles laici:
«Es natural recordar aquí la solemne proclamación de fieles laicos, hombres y mujeres, como beatos y como santos [que tuvo lugar el 4 de octubre de 1987] [11] . Todo el pueblo de Dios, y en particular los laicos, encuentran ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes heroicas practicadas en las condiciones comunes y corrientes de la existencia humana. Como han expresado los Padres Sinodales: “Las Iglesias locales y sobre todo las así llamadas Iglesias más jóvenes han de prestar atención a descubrir entre sus miembros a aquellos hombres y mujeres que han dado testimonio de la santidad en las circunstancias ordinarias del mundo y en el estado conyugal y que pueden ser ejemplo para otros. Hay que descubrirlos de manera que, si se da el caso, puedan ser propuestos para la beatificación y canonización”» [12] .
Podríamos continuar sin detenernos más, pero vale la pena escuchar la voz del Papa, que responde directamente a quien se pregunta si no habrá aumentado en demasía el número de las beatificaciones y canonizaciones:
«Se oye a veces –escribe el Santo Padre– que actualmente son demasiadas las beatificaciones. Pero esto, además de ser un reflejo de la realidad, que por la gracia de Dios es la que es, corresponde al deseo expreso del Concilio Vaticano II. El Evangelio se ha extendido por todo el mundo y su mensaje ha echado unas raíces tan profundas, que precisamente el número elevado de beatificaciones refleja de manera viva la acción del Espíritu Santo y la vitalidad que de Él brota en el campo más esencial para la Iglesia, que es precisamente la santidad» [13] .
Y, dentro del ámbito de la preparación pastoral de toda la Iglesia para la entrada en el Tercer Milenio, Juan Pablo II afirmó:
«Durante estos años se han multiplicado las canonizaciones y las beatificaciones, que ponen de manifiesto la vitalidad de las Iglesias locales, hoy mucho más numerosas que en los primeros siglos y en el primer milenio. La manifestación de honor más grande, que todas las Iglesias tributarán a Cristo en el umbral del tercer milenio, será la manifestación de la presencia omnipotente del Redentor mediante los frutos de fe, de esperanza y de caridad en hombres y mujeres de tantas lenguas y razas, que han seguido a Cristo en la diversas formas de la vocación cristiana» [14] .
Es notoria asimismo la insistencia con que el Papa ha subrayado la importancia que para la Iglesia revisten los mártires del siglo XX:
«Al concluir el segundo milenio, la Iglesia es de nuevo una Iglesia de mártires. Las persecuciones contra los creyentes –sacerdotes, religiosos y laicos– han constituido una siembra abundante de mártires en distintos lugares del mundo. […].
Se trata de un testimonio que no puede relegarse al olvido. La Iglesia de los primeros siglos, aun encontrándose con notables dificultades de organización, puso los medios para recoger en los martirologios el testimonio de los mártires.
En nuestro siglo han vuelto a aparecer los mártires, frecuentemente ignorados, como “soldados desconocidos” de la gran causa de Dios. En la medida de lo posible, no puede permitirse en la Iglesia que se pierdan esos testimonios. Como ha sugerido el Consistorio [del 13 de junio de 1994], es preciso que las Iglesias locales hagan todo lo que está en su mano para que no perezca la memoria de cuantos han sufrido el martirio, recogiendo para eso la documentación oportuna. Esto llevará también consigo, necesariamente, una repercusión y una elocuencia ecuménica. El ecumenismo de los santos, de los mártires, es quizá el más persuasivo. La communio sanctorum habla con tono más alto que los factores de división. El martyrologium de los primeros siglos constituyó la base del culto a los santos. Proclamando y venerando la santidad de sus hijos e hijas, la Iglesia tributaba el honor más alto a Dios mismo; en los mártires veneraba a Jesucristo, artífice de su martirio y de su santidad» [15] .
En las enseñanzas de Juan Pablo II son muchas las referencias al papel que desempeña el testimonio de los mártires no sólo en la vida de cada uno de los fieles y de la comunidad eclesial, sino también en aquellas cuestiones pastorales de envergadura que constituyen asimismo un objeto preferencial de la solicitud del Papa, como son la nueva evangelización de Europa, la unión entre Oriente y Occidente y entre todos los cristianos, o la recuperación de la fisonomía cristiana por parte de naciones sometidas al comunismo durante muchos años [16] .
Ha llegado el momento de entrar en el punto central de la cuestión que nos ocupa. ¿Qué es la santidad? La santidad hace referencia necesariamente a la meta última hacia la que ha de dirigirse la persona humana.
De manera más o menos explícita, todo hombre se plantea preguntas que podrían formularse así: ¿quién soy? ¿cuál es el sentido de mi existencia en esta tierra? ¿qué he de hacer para saciar los deseos que anidan en mi corazón? [17] .
Con la luz de la razón natural y de la fe comprendemos que Dios ha creado el mundo para manifestar su gloria. El Concilio Vaticano I afirma: «En su bondad, con su virtud omnipotente y con decisión libérrima, este solo Dios verdadero ha creado a la vez, desde el comienzo del tiempo, una y otra criatura, la espiritual y la corporal, no para aumentar su bienaventuranza ni para adquirir nueva perfección, sino para manifestarla a través de los bienes que concede a sus criaturas» [18] .
Por el solo hecho de existir, la creación proclama la gloria de Dios: «La obra de Dios narran los cielos y la obra de sus manos pregona el firmamento» [19] . Dios, sin embargo, quiso dotar al hombre de un alma espiritual, lo elevó al orden sobrenatural y, después de la caída, le redimió mediante la muerte en la Cruz del Verbo encarnado, haciéndole hijo de Dios por el bautismo [20] y partícipe de la naturaleza divina [21] . «La razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su llamada a la comunión con Dios» [22] .
«En la tierra, la persona humana es “la única criatura que Dios ha querido en sí misma” [23] . Ya desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna» [24] , que alcanzará su plena realización en la vida futura. «En última instancia, lo que Dios ha querido al crear los seres espirituales es que éstos alcancen su propia plenitud no pasivamente, sino como partícipes de la obra divina. Es particularmente importante entender que este plan divino es intrínseco al acto creador y, por tanto, forma parte del núcleo más íntimo de cada persona: se puede decir, pues, que el ser humano exige un comportamiento moral y que el obrar del hombre no es otra cosa que un despliegue de su proprio ser, de manea que existe una relación íntima e inseparable entre la persona humana, la perfección que ha de alcanzar y el acto humano o moral» [25] .
Alcanzar esta plenitud es el fin último y el principio unificador de toda la existencia humana. Lo expresa San Agustín con palabras que se han hecho célebres: «Nos has hecho para ti, Señor, y mi corazón está inquieto hasta hallar reposo en ti» [26] . Esta aspiración hacia el bien absoluto, que comprende todo el ser y todo el obrar del hombre «se hace vida en el cristiano como aspiración a la santidad, entendida como plenitud de su filiación divina, que se hace realidad en esta tierra al seguir e imitar a Jesucristo» [27] .
Se comprende así la profundidad del texto de la Constitución pastoral Gaudium et spes en el que leemos que sólo Cristo manifiesta plenamente el hombre al hombre y le da a conocer su vocación altísima [28] .
Es oportuno recordar aquí las palabras de San Pablo a los efesios: Dios Padre «en Él [en Cristo] nos ha elegido antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad» [29] .
La santidad consiste esencialmente en una plena y total identificación con Cristo. Al expresarnos así no hacemos otra cosa que retomar un capítulo fundamental de la teología paulina. Con referencia a la relación íntima y vital de Jesucristo con quienes han sido regenerados por las aguas del bautismo, San Pablo afirma de manera clara y tajante respecto de sí mismo: «No soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí» [30] , palabras que pueden igualmente aplicarse a todo bautizado [31] .
Por el bautismo, el cristiano queda constituido hijo de Dios en Jesucristo, su Hijo Unigénito, es decir hijo en el Hijo, como se expresa Juan Pablo II [32] . Podemos decir con San Clemente Romano que «Dios eligió al Señor Jesucristo, y a nosotros con Él» [33] . Así pues es santo –o, mejor, tiende a la santidad– quien trata en todo momento de ajustarse fielmente al proyecto que Dios ha establecido para él y, en su conducta, responde con generosidad a los impulsos de la gracia abandonándose filialmente en las manos de Dios Padre hasta llegar a hacerse no ya alter Christus, sino –con expresión audaz y a la vez precisa, frecuente en la enseñanza del Beato Josemaría Escrivá– ipse Christus [34] . En la Encíclica sobre el Espíritu Santo, el Papa sintetiza así este itinerario, al que está llamado todo cristiano: «Al Padre – en el Hijo – por el Espíritu Santo» [35] .
Hemos tenido ocasión de comprobar la insistencia del Santo Padre sobre la vida ordinaria como medio y ocasión de buscar la santidad (cfr. supra, 1.3). Me parece oportuno insistir en este punto, porque considero que es el núcleo del reto pastoral apasionante al que hoy ha de hacer frente la Iglesia, como subraya Juan Pablo II.
En efecto, la santidad lleva consigo el ejercicio de las virtudes en grado heroico, pero ¿qué significa concretamente ese heroísmo?
Si acudimos al Diccionario de la Lengua, encontramos que su descripción de un héroe vale para aquellas personas, distintas de los comunes mortales, que son poco menos que un dios, ilustres y famosos por sus hazañas o por realizar una acción heroica; la figura del héroe aparece también como personaje central de un poema épico o de una epopeya. En resumidas cuentas, algo que se encuentra en el extremo opuesto de una vida ordinaria.
Se ha de afirmar sin medias tintas que la santidad, a la que no hay nadie que no esté llamado, exige el heroísmo; pero, a la vez, es necesario apartar decididamente de la imaginación todo lo que la haga consistir en hechos extraordinarios. En la presentación de un libro y glosando el pensamiento del Beato Josemaría Escrivá [36] , hace pocos días, el Card. Joseph Ratzinger ha hecho notar cómo la gran tentación de nuestro tiempo consiste en plantearse la propia vida como si, después del “big bang” de la creación, Dios se hubiera “apartado” del mundo y no tuviera nada que ver con nuestra existencia diaria. Ante esa visión deformada, el Cardenal invita a descubrir que Dios actúa continuamente y la santidad no consiste en ir por la vida haciendo acrobacias (el clásico “ahora más difícil todavía” del circo), sino en desenvolverse dentro de la más absoluta normalidad –más: santificando esa normalidad–, sin ser ni considerarse superior a los demás, dejando que Dios actúe en nosotros y dirigiéndonos a Él como a un amigo. Por eso mismo, el Card. Ratzinger ponía reparos al uso de la expresión “virtud heroica”, reservas comprensibles, desde luego, si el heroísmo hubiera de entenderse según las acepciones que formula el Diccionario de la Lengua, que reflejan una mentalidad muy extendida.
El reto pastoral exige una pedagogía que lleve a descubrir la vida ordinaria como lugar en el que se hace realidad la llamada universal a la santidad y al apostolado. Es necesario profundizar en el significado de los treinta años que Jesucristo, el Verbo encarnado, quiso transcurrir en Nazaret, conocido por todos como el artesano que se ganaba el sustento con el trabajo de sus manos [37] , viviendo como uno más entre sus conciudadanos.
No quiero cerrar este apartado sin mencionar el deseo expresado por el Santo Padre, en su Carta Apostólica de preparación para el Jubileo del Tercer Milenio, de añadir en el catálogo de los Santos los nombres de hermanas y hermanos nuestros que hayan santificado su vida ordinaria y se hayan santificado en ella: «de manera especial –leemos– habrá que poner los medios para reconocer el grado heroico de las virtudes de hombres y mujeres que han hecho realidad su vocación cristiana en el matrimonio: estando como estamos persuadidos de que también en ese estado abundan los frutos de santidad, experimentamos la necesidad de encontrar el camino más apropiado para comprobarlos y proponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo de otros esposos cristianos» [38] .
Son muy claras estas palabras, con las que el Santo Padre expresaba el deseo de canonizar a hombres y mujeres que hubieran realizado su vocación cristiana en el matrimonio. El deseo se ha cumplido una vez más el 21 de octubre del 2001, fecha en la que Juan Pablo II proclamó Beatos a Luigi y Maria Beltrame Quattrocchi, elevando a los altares por vez primera en la historia de la Iglesia juntamente al marido y a la mujer, teniendo en cuenta las virtudes que ejercitaron en la vida conyugal y familiar [39] .
Se pone así de manifiesto, una vez más, que la vida matrimonial es una verdadera vocación para aquellos –y son mayoría– a quienes Dios llama a constituir una familia y a santificarse en ella y a través de ella.
No podemos olvidar que toda vocación, es signo de amor personal por parte del Señor, Padre de misericordia. Es obra de artesanía, no de producción en serie: la vocación, pues, en su ser concreto, recibe un toque personal, tiene en cuenta las circunstancias de cada uno y de cada una, y lleva consigo la gracia para vivir en plenitud de santidad todos y cada uno de los instantes de la existencia en esta tierra. Más aún, la familia se vivifica con una fuente de gracia peculiar: el sacramento del matrimonio, cuyo efecto no se extingue con la celebración de la boda, sino que se prolonga a toda la vida de los cónyuges. ¡Qué importante es reunirse junta la familia, para compartir las alegrías y las dificultades! Para muchos cristianos, la parte más importante de su jornada comienza cuando regresan a su hogar, tantas veces fatigados por el trabajo.
En el Capítulo V de la Lumen gentium leemos la siguiente reflexión: «al considerar la vida de quienes han seguido fielmente a Cristo, encontramos un nuevo motivo que nos empuja a buscar la ciudad futura y a la vez se nos muestra el camino seguro por el cual, en medio de las cosas mutables del mundo, podremos llegar a la perfecta unión con Cristo, es decir a la santidad, según el estado y la condición propios de cada uno» [40] .
Sólo Jesucristo es el modelo, y es también único porque no está fuera de nosotros, sino en nosotros, por la acción del Espíritu Santo. Los Santos no son modelos en sentido proprio, sino copias o reproducciones, más o menos perfectas pero siempre incompletas del Modelo que es Jesucristo [41] . Sin embargo, su vida nos muestra un ejemplo de cómo se hizo realidad en sus circunstancias concretas la identificación con Jesucristo, hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus, que es la substancia y la meta de toda santidad.
«La verdadera historia de la humanidad –enseña el Papa– se identifica con la historia de la santidad […]: los Santos y los Beatos se nos presentan como “testigos”, es decir, como personas que, confesando a Cristo, su persona y su doctrina, han dado lugar a una manifestación sólida, concreta y creíble de una de las notas esenciales de la Iglesia, que es precisamente la santidad. Sin ese testimonio continuo, la doctrina religiosa y moral predicada por la Iglesia correría el peligro de confundirse con una ideología meramente humana, siendo como es doctrina de vida, es decir aplicable y traducible a la vida: doctrina que ha de ser vivida, según el ejemplo de Jesucristo, que proclama “yo soy la vida” (Jn 14,8) y afirma que ha venido para dar esa vida y darla en abundancia (cfr. ibid., 10,10). La santidad, no como ideal teórico, sino como camino que se ha de recorrer en seguimiento fiel de Cristo, es una exigencia particularmente urgente de nuestro tiempo. Hoy la gente se fía poco de las palabras y de las declaraciones enfáticas, y quiere hechos, por lo que mira a los testigos con interés, con atención y con admiración. Se podría incluso decir que, para lograr la deseada mediación entre la Iglesia y el mundo moderno, hacen falta testigos que sepan trasvasar la verdad perenne del Evangelio a su propia existencia y, a la vez, hagan de ella un instrumento de salvación de sus hermanos y hermanas» [42] .
Comprobamos una vez más la actualidad de las palabras pronunciadas por Pablo VI hace casi treinta años: «el hombre de hoy presta más atención a los testigos que a los maestros; o, si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos» [43] .
Los Santos se nos proponen como ejemplo para nuestra vida. Sin embargo, hemos de advertir que, durante siglos, ha prevalecido en la hagiografía un género literario que tiende a dejar de lado su respuesta cotidiana a los impulsos de la gracia y exalta sus gestas heroicas rodeadas de un halo de leyenda, más apropiadas para suscitar la admiración que el deseo de imitarlas, o pone en primer plano fenómenos místicos alejados del plano en el que se mueve el común mortal y de la vida ordinaria a la que nos hemos referido hace poco. ¿Qué podemos o debemos aprender de tantas horas de vela, o de los ayunos y penitencias exorbitantes, de los milagros que se les atribuyen cuando aún estaban entre nosotros o de las apariciones y revelaciones descritas con prolijidad? Sin negar que la acción de la gracia puede llevar a un alma por el camino que acabo de describir, hemos de precisar que esas almas no se han santificado mediante actos heroicos tan llamativos como esporádicos, sino por la fidelidad con la que han sabido ser heroicos esforzándose por buscar la voluntad de Dios en el cumplimiento de sus deberes ordinarios de cada día. Si no fuera así, si su vida se hubiera de reducir a actos aislados fuera de los común, ciertamente no serían santos y menos aún podrían proponerse como ejemplo digno de imitación.
Lo expuesto hasta aquí nos sitúa ante una pregunta que hemos dejado de lado hasta ahora: ¿con qué criterio se escogen los candidatos a la canonización? Podemos responder que se propone para que sean canonizados a aquellos que constituyen una figura particularmente significativa, porque son conocidos dentro de un sector amplio del pueblo de Dios y gozan de verdadera fama de santidad, de manera que los fieles acuden a ellos como intercesores ante el Señor. Está claro que si se nos proponen como ejemplo –o, si preferimos, como modelo, con las puntualizaciones anteriormente expuestas–, no es para que imitemos su vida al pie de la letra, pues solamente Cristo es el modelo que hemos de imitar siempre hasta hacer nuestros sus sentimientos [44] , sino para que traslademos a las circunstancias de nuestra situación y de nuestra vida ordinaria su repuesta radical y total a la voluntad de Dios.
También en el Capítulo VII de la Lumen gentium, que ha sido nuestro punto de partida en las reflexiones expuestas hasta aquí, se recoge la enseñanza del Concilio Tridentino [45] , para recordar que es razonable dirigir a los santos «nuestras súplicas y recurrir a su oración y a su intercesión poderosa para obtener gracias de Dios mediante su Hijo Jesucristo, Señor nuestro, que es nuestro único Redentor y Salvador» [46] .
En la unidad del Cuerpo Místico de Cristo, esta intercesión se refiere sobre todo a lo que es fin principal de la Iglesia: la santificación de sus miembros. Si la santidad lleva consigo necesariamente buscar el bien de los demás, es lógico que permanezca siempre y se ejercite sin cesar la caridad de quienes, por gozar de la gloria eterna y estar cerca de Dios, siguen amando a sus hermanos, más incluso que cuando se encontraban en esta tierra. Es natural, por tanto, acudir a la intercesión de los Santos para pedir aquello que cuenta por encima de todo: la gracia de cumplir generosamente la voluntad de Dios y encaminarse así a la santidad. Y es lógico asimismo que ellos muestren interés ante todo por esta santidad, sin la cual todo lo demás carece de sentido [47] .
Sin embargo, esto no impide que la intercesión de los Santos obtenga de Dios otros beneficios, también de carácter material. El sensus fidei y la experiencia cotidiana de muchos fieles testifican estos favores, fruto de la sobreabundancia de caridad de los Santos, cuya cercanía a Dios no les aleja de una auténtica humanidad, antes bien la hace crecer en ellos.
* * * * *
Dentro del marco del Simposio sobre Los Santos del siglo XX testigos del siglo XXI, los organizadores me habían propuesto, y lo he aceptado gustosamente, una conferencia que tuviera por título Por qué la Iglesia canoniza hoy. Considero que he respondido a las preguntas implícitas en ese título. En efecto, he expuesto las razones perennes por las que, desde sus comienzos, la Iglesia considera parte de su fe y de su identidad venerar a los Santos. Y he glosado las palabras con las que Juan Pablo II explica por qué, durante su pontificado, no sólo ha seguido la línea de sus predecesores, sino que ha aumentado de manera llamativa el número de las canonizaciones y beatificaciones: no es éste un hecho accidental, sino una opción plenamente consciente que forma parte del programa de santidad y de evangelización que el Santo Padre propone a toda la Iglesia. Ante un ambiente en el que nunca faltan ejemplos de santidad, pero se presenta con frecuencia escéptico, imbuido de materialismo y encerrado en el horizonte estrecho de una búsqueda incesante del bienestar y de un hedonismo sin freno, la reacción de la Iglesia incluye un empeño redoblado en el recurso a la intercesión de los Santos y su propuesta como ejemplo que inspire la respuesta de todos los fieles a esa urgencia de santidad que hoy se experimenta de manera tan evidente.
Acercándonos a la conclusión, es oportuno volver al que ha sido nuestro punto de partida: la santidad es identificación con Cristo, plenitud de la filiación divina, hasta llegar a ser no ya alter Christus, sino ipse Christus, de manera que la vida entera, la vida ordinaria de cada uno, se oriente a Padre por el Espíritu Santo. Jesucristo es la Cabeza del Cuerpo Místico, compacto y siempre unido [48] , del que forman parte quienes han llegado ya al Cielo o se purifican para entrar en la Gloria o aún peregrinan en la tierra. En esta maravillosa comunión de los santos y comunicación de bienes se hace realidad la santidad de cada uno de sus miembros.
La Reina de los Santos, que está en los labios y en corazón de tantos y tantos en esta Tierra de María Santísima, colmará de eficacia el deseo de todos de colaborar como instrumentos del Señor para la realización de esta tarea que se manifiesta cada día más urgente.
[1] Cfr. J. L. Gutiérrez, La proclamazione della santità nella Chiesa, en «Ius Ecclesiae» 12 (2000), pp. pp. 493-529, para la idea expuesta en el texto, p. 510.
[2] «Ad honorem Sanctae et Individuae Trinitatis, ad exaltationem fidei catholicae et vitae christianae incrementum, auctoritate Domini nostri Iesu Christi, beatorum Apostolorum Petri et Pauli ac Nostra, matura deliberatione praehabita et divina ope saepius implorata, ac de plurimorum Fratrum Nostrorum consilio, Beatum N. N. Sanctum esse decernimus et definimus, et Sanctorum Catalogo adscribimus, statuentes eum in universa Ecclesia inter Sanctos pia devotione recoli debere». La traducción castellana es nuestra
[3] La doctrina según la cual la canonización de un Santo constituye un factum dogmaticum ha sido recordada recientemente por la Congregación para la Doctrina de la Fe en la Nota illustrativa circa la formula conclusiva della "Professio fidei", 2-VI-1998, n. 11: «Communicationes» 30 (1998), pp. 42-49.
[4] [4] A los ocho Santos Doctores mayores (Ambrosio, Jerónimo, Agustín y Gregorio Magno en la Iglesia latina; Atanasio, Basilio, Gregorio Nacianceno y Juan Crisóstomo en Oriente), se han añadido, incluida Santa Teresita del Niño Jesús, otros 21 Santos que han recibido el título de Doctor de la Iglesia.
[5] Para completar los datos que presentamos en el texto, debe añadirse la confirmación del culto de S. Meinardo, en Riga, el 8-IX-1993, durante el viaje apostólico a Letonia.
[6] Conc. Vat. II, Cost. dogm. Lumen gentium, n. 49.
[7] San Ireneo, Adversus haereses, 4, 20, 7.
[8] Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio millennio ineunte, 6-I-2000, n. 29.
[9] Ibid., n. 30.
[10] Ibid., n. 31.
[11] En esa fecha se estaba celebrando la Asamblea del Sínodo de los Obispos que tenía por objeto de su estudio la condición de los laicos.
[12] Juan Pablo II, Exhort. Ap. postsinodal Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 17: AAS 81 (1989), pp. 393-521. Las comillas dentro del texto corresponden a la Proposición n. 8 de las conclusiones presentadas al Papa por los Padres Sinodales.
[13] Juan Pablo II, Aloc. del 13-VI-1994 a los Cardenales en el V Consistorio extraordinario, n. 10: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, 17/1 (1994), p. 1186. Sobre las causas que actualmente se encuentran en la fase introductoria diocesana o están en estudio por parte de la Sede Apostólica, vid. Congregatio de Causis Sanctorum, Index ac status causarum, Città del Vaticano 1999.
[14] Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37: AAS 87 (1995), pp. 5-41.
[15] Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37. También ha afirmado el Papa: «Como testigo de Jesucristo crucificado y resucitado, la Iglesia no puede olvidar que, durante este siglo nuestro, en el Continente europeo ha madurado una peculiar cosecha de martirio, quizá la más abundante después de los primeros siglos del cristianismo. Sabemos que la Iglesia nace de la cosecha de esta mies evangélica: sanguis martyrum semen christianorum (cfr. Tertuliano, Apologet., 50: PL 1, 535). Los antiguos martirologios constituyen la manifestación de este convencimiento. ¿No deberemos nosotros, Pastores del siglo XX, añadir a los antiguos martirologios un capítulo contemporáneo o, mejor aún, muchos capítulos? Muchos, porque se refieren a tantas Iglesias particulares en distintas naciones» (Discurso del 1-XII-1992 con ocasión del encuentro post-sinodal de los Presidentes de las Conferencias episcopales europeas en el primer aniversario de la Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos).
[16] Para una exposición más detallada de textos de Juan Pablo II sobre el martirio, cfr. J. L. Gutiérrez, Las causas de martirio del siglo XX, en «Ius Canonicum» 37 (1997), pp. 408-414.
[17] Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 10/1.
[18] Conc. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, 24-IV-1870, cap. I: Denz.-Schön. 3002.
[19] Sal 18, 2.
[20] Cfr. Jn 1, 12-18; Rom 8, 14-17; 1 Jn 3, 1.
[21] Cfr. 2 Pt 1, 3-4.
[22] Ibid., n. 19/1.
[23] Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24/3.
[24] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1703.
[25] E. Colom – A. Rodríguez Luño, Scelti in Cristo per essere santi. Elementi di Teologia Morale Fondamentale, Roma 1999, pp. 66-67.
[26] San Agustín, Confesiones, I, 1.
[27] E. Colom – A. Rodríguez Luño, o. c., p. 55. Una auténtica teología del sacerdocio, del laico o del llamado a profesar públicamente los consejos evangélicos, dentro de la común condición del fiel cristiano, desemboca necesariamente en una determinación precisa de los rasgos que han de caracterizar su espiritualidad (cfr. J. Saraiva Martins, Il sacerdozio ministeriale. Storia e teologia, Pontificia Università Urbaniana, Roma 1991, pp. 207, 213-239).
[28] Cfr. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, n. 22/1.
[29] Ef 1, 4-5.
[30] Gal 2, 20.
[31] Cfr. 2 Cor 13, 5; Col 3, 4.
[32] Cfr. Juan Pablo II, Exhort. Ap. postsinodal Christifideles laici, 30-XII-1988, n. 11. Vid. J. Saraiva Martins, I Sacramenti della Nuova Alleanza, 2ª ed., Pontificia Università Urbaniana, Roma 1991, p. 258.
[33] S. Clemente Romano, Ep. ad Corinthios, c. 64: Funk 1, 182.
[34] Cfr. A. Aranda, Il cristiano “alter Christus, ipse Christus”, en AA.VV., «Santità e mondo. Atti del Convegno teologico di studio sugli insegnamenti del Beato Josemaría Escrivá», Libreria Editrice Vaticana 1994, pp. 101-147.
[35] Giovanni Paolo II, Enc. Dominum et vivificantem, 18-V-1986, n. 32.
[36] Se trata del libro de G. Romano, Opus Dei –il messaggio, le opere, le persone, San Paolo 2002, presentado en Roma el 14-III-2202 (cfr. «Avvenire», 25-III-2002, p. 19).
[37] Cfr. Mc 6,3; Mt 13,55
[38] Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio Millennio adveniente, 10-XI-1994, n. 37.
[39] Cfr. J. Saraiva Martins, La profezia della santità coniugale, en «L’Osservatore Romano», 10-X-2001, p. 9.
[40] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 50/2.
[41] Cfr. G. Torellò, Delle guide e dei modelli, en «Studi Cattolici», n. 490 (diciembre 2001), p 840.
[42] Juan Pablo II, Discurso. del 15-II-1992, en «Insegnamenti» XIV/1 (1992), pp. 304-305.
[43] Pablo VI, Discurso a los miembros del “Consilium de Laicis”, 2–X-1974: AAS 66 (1974), p. 568.
[44] Cfr. Fil 2, 5.
[45] Cfr. Conc. Tridentinum, Decretum de invocatione, veneratione et reliquiis Sanctorum, et sacris imaginibus, 3-XII-1563: Denz.-Schön. 1821
[46] Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 50/3.
[47] Cfr. L. Bogliolo, L’influsso della glorificazione dei Servi di Dio nella spiritualità, in AA.VV. ««Miscellanea in occasione del IV Centenario della Congregazione per le Cause dei Santi (1588-1988), Città del Vaticano 1988», pp. 237-263.
[48] Cfr. J. Saraiva Martins, I Sacramenti della Nuova Alleanza, cit., pp. 292-294
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