Se define "progresar" como "avanzar, mejorar, hacer adelantos en determinadas materias" y el "progreso" como "acción de ir hacia delante. Avance, adelanto, perfeccionamiento" (1).
La secularización de la sociedad y de la Iglesia es un proceso imparable desde la Edad Media cuando, tras unos siglos en que los eclesiásticos tenían tomadas las riendas del poder temporal y eclesial, nacen las nuevas circunstancias del acceso de laicos a la cultura. Quizá, tras la caída del Imperio Romano, las circunstancias sociales de barbarismo y descivilización de los nuevos pueblos inmigrados a Europa desde el este, hizo que ese mundo pidiera a los clérigos ocuparse del gobierno ya que eran ellos los cultos y quienes tenían experiencia de gobierno por abades u obispos. El desarrollo social y político de la Edad Media occidental debido al gran número de universidades por toda Europa y al creciente número de estudiantes, no sólo del estamento clerical, hizo que a partir del siglo XIV fueran muchos los laicos preparados y se empezó a cuestionar el carácter clerical de la cultura (2).
Pero sembrado el trigo, enseña la parábola, el enemigo sembró cizaña. Se rompe la unidad occidental por el antagonismo entre Papado e Imperio cuando se ha construido la Cristiandad al hacerse realidad el sueño de restaurar el Imperio Romano pero en manos eclesiásticas en vez de en las de los emperadores paganos. Los entredichos de 1324-1347 provocaron movimientos hostiles hacia la Curia Romana y a partir del siglo XII, cuando hay múltiples sectas que amenazan, se acaba la época pacífica lograda desde el siglo VII cuando se hizo desaparecer el arrianismo con la destrucción del Imperio lombardo. Con ello surge el deseo de fundar una "anti-iglesia".
Concepción socio-política del progreso
La idea de progreso, en sentido genérico, forma parte de la tradición cultural de Europa y procede de la concepción clásica de la Historia como sucederse sin fin de ciclos, de la Revelación judeo-cristiana sobre la intervención mesiánica y la salvación (3).
Pero en concreto es acuñada esta palabra (progreso, hoy mágica) en la conciencia europea tras el avance de la Ciencia y del Racionalismo, entre 1500 y 1800. Hasta el XVII, el progreso era considerado como algo natural y espontáneo y no tanto fruto del esfuerzo colectivo. Los éxitos de las ciencias naturales durante los siglos XVII y XVIII despiertan la confianza del hombre en su propia razón y en su capacidad de progreso. Este optimismo pasa a los hombres de la Ilustración que, en la Francia del XVII, condensó la Filosofía de la época y tomó pronto una dimensión socio-política característica. Comte hará famosa la expresión de Condoret del "progreso social de la humanidad" aunque rechazó la idea de la perfectibilidad absoluta e ilimitada del hombre. Por eso prefirió la palabra "desarrollo" a la de "progreso" pues le parecía "más neutral y aséptica, sin connotaciones morales" (4). Su tesis se impondrá en los años de la Primera Guerra Mundial aunque, desde entonces, el principio de evolución unilateral o cíclico dejará paso al "funcionalismo".
Casi todos los autores coinciden en relacionar el nacimiento del Humanismo y del Renacimiento con la aparición y crecimiento de las ciudades-estado del norte de Europa y del norte y centro italianos a lo largo de los siglos XIV y XV (5). La visión fuertemente jerarquizada de la vida social propia del feudalismo medieval tiende a desaparecer y se consolida una mentalidad diversa a la inmediatamente precedente. Se siente la necesidad de la educación que coloque a los ciudadanos (no en cuanto fieles creyentes y miembros de una comunidad religiosa) en condiciones de participar activamente en la vida de la propia ciudad. La educación hasta ahora clerical y de corte monástico es asumida (también) por el poder civil y recibe una orientación cívica (secular o laical) porque se acentúa la preocupación por la misión mundana del hombre, o sea por la búsqueda del progreso civil y la prosperidad terrenal.
Es la época en que, como contrapunto a lo que se venía viviendo anteriormente, se afirma la prioridad de la actividad creativa frente al anterior ideal exclusivamente especulativo; ahora se empieza a entender que meditar sobre la muerte y el más allá no lleva a la separación o minusvaloración de las tareas terrenales; parecen pioneros remotos (faltan 600 años) del Concilio Vaticano II. Meditar sobre el Reino de los cielos al que estamos llamados desemboca en descubrir el valor de la verdadera societas.
Ahora se empieza a insistir en la dignidad del hombre en cuanto centro y eje del acontecer histórico; por eso, a veces, se retoma lo medieval y patrístico de considerar al hombre como microcosmos. Algunos exaltan la belleza humana como objeto de arte y no faltan quienes se focalizan en subrayar la capacidad del hombre para dominar la naturaleza.
También aparece el sentido de la individualidad frente al colectivo (feudo, gremio,...) y se acrecienta la curiosidad intelectual aunque algunos acuñarán la expresión peyorativa "¡no seas curioso!". Así desde sus gérmenes hasta Shakespeare, Moore, Erasmo, Galileo, Cervantes, Tiziano, Miguel Ángel, etc.
Los humanistas tienen un peculiar sentido histórico por su conciencia de vivir un momento de cambio y de crisis y una decidida actitud de protagonistas. Se tiene el mismo interés por aquello que interesaba en el Medievo aunque ya no es sólo por preocupación especulativa ni por simple interés estético o de erudición (cosa que ocurrirá después), sino que se quiere lograr la "renascita", el renacimiento (impulso, progreso, movilizar la inercia,...) de la propia civilización.
El progreso en manos de la Ilustración
El Renacimiento no es un movimiento pagano o que conduzca inevitablemente al paganismo ya que la fe cristiana está presente y no de modo marginal o sectorial. Claro que hubo actitudes poco cristianas por parte de algunos, y actitudes claramente neopaganas por parte de otros, pero ninguna época está exenta de fallos y es injusto y unilateral juzgarlas con carácter globalizador por los defectos o riesgos, y no por los valores y aportaciones.
El cristianismo no se opone a nada más que al pecado; como tal es una religión que no ha sido dada o fundada para inventar nada de este mundo y siempre sus creyentes han asumido lo positivo de cada cultura y época histórica en que les ha tocado vivir y convivir. Por eso Juan Pablo II no ha dejado de señalar, como un propósito concreto para vivir en el tercer milenio, que los cristianos sean agradecidos, que es de bien nacidos: "El Concilio Vaticano II llevó a cabo un laborioso y atento discernimiento para captar los «verdaderos signos de la presencia o del designio de Dios» (GS, 11), y la Iglesia reconoce que no sólo ha dado, sino que también ha «recibido de la historia y del desarrollo del género humano» (GS,44)" (6).
Pero el cristianismo no sólo asume sino que sana y eleva lo deteriorado por el pecado, o sea que lo perfecciona; por eso hay que reconocer que jamás en la historia de la humanidad se ha dado un progreso tal como el de la civilización de Europa que fue el primer continente que recibió y aceptó la nueva religión de los discípulos de Cristo. El Catecismo de la Iglesia católica, hablando de que la solidaridad va más allá de los bienes materiales, recuerda sin triunfalismos y con humilde seguridad que "difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto nuevas vías" (n. 1942) (7). Por eso, el maligno no puede estar tranquilo y pasivo, sin encenderse de envidia y, generación tras generación, en mayor o menor medida, tentará al tergiversar la realidad y echará a los cristianos la culpa de todos los males y desgracias. Ya Nerón se atrevió a echarles la culpa del incendio que él mismo propagó en Roma. Los propagadores de la Ilustración echarán al cristianismo la culpa de la caída del Imperio Romano y de la supuesta oscuridad de los siglos posteriores. Dirán de sí mismos que, gracias a ellos, se está en el siglo de las luces y por fin se logrará la liberación de la razón frente a las trabas que ponía la fe. Muchos investigadores han demostrado, con datos científicos y documentos, cuán falsa es la rígida contraposición entre Medievo y Renacimiento ya que aquel tenía actitudes humanistas y ahora pervivirán valores medievales.
Los nuevos descubrimientos de finales del siglo XV hacen que Occidente salga de su aislacionismo ideológico al descubrirse el mundo pagano no cristiano del que sólo se tenía referencias de oídas. Hasta ese momento sólo se conocía el mundo islámico que a través del averroísmo (8) transformó la Escolástica y arrolló la tradicional teología agustiniana. Mientras tanto, en esos quince siglos, el judaísmo no había modificado nada ni había llamado la atención porque se consideraba precursor superado del cristianismo. Los últimos averroístas están ligados a los librepensadores que surgen en el siglo XII y desde el XIV arraiga la actitud racionalista que se unió a los humanistas. Occam (+1343) inventó la "nueva vía" de la Escolástica con su nominalismo que, contra el tomismo, disoció fe y ciencia.
A todo ello se suma que durante el llamado "Cisma de Occidente" (1348-1415), Maxilio de Padua reprochó el carácter temporal de la Iglesia y el poder político del Papa.
En el umbral de la alta Edad Media (siglo XI) los teólogos y predicadores empezaban a prestar atención al paganismo que latía en los europeos; así, por ejemplo, san Pedro Damiano (+1072) quien se lamentaba de las fábulas que se veían en la Biblia. Total que lo árabe, la medicina y la astrología del momento facilitaron el brote de la incredulidad medieval en sus diversos grados.
Así las cosas, el Humanismo, que tuvo muchas direcciones, exaltó lo humano fomentando la aversión al cristianismo medieval y escolástico; quizá porque entendían que se venía predicando sólo lo divino rompiendo el equilibrio del Evangelio y reduciendo la realidad de la Encarnación de Cristo. Pero la piedad humanística ya no fundamentaba la fe a la manera escolástica sino que se deducía de la experiencia práctica de la vida, teniéndose a abolir la Iglesia y el sacerdocio ministerial.
Los nuevos mundos paganos no cristianos recién conocidos fomentaron el estudio de las demás religiones. Para entonces, Erasmo llega a afirmar que el cristianismo tiene valores supremos pero la antigüedad precristiana también tuvo fe verdadera. Llegó a afirmar incluso: ¡Sancte Sócrates, ora pro nobis!
José Albo (1380-1444) estudió profundamente los fundamentos de todas las religiones pero no se negaba aún la Revelación judeo-cristiana y se defendía que el conocimiento natural de Dios es independiente de la Revelación a la que precede y no puede sustituir.
Ficino (1433-1499) decía que el cristianismo es una parte de la religión universal puesto que las leyes mosaicas habían sido ampliadas por Cristo, por Sócrates y por Platón.
Se viene entendiendo que todas las religiones tienen, como diría Pablo VI, siquiera una partícula de verdad toda vez que se da una verdad universal. Erasmo justificó religiosamente la Filosofía grecorromana. Sin embargo, algunos, aunque admitían un fondo común en todas las religiones, eran partidarios de subrayar las diferencias, pero quizá un poco destempladamente para enfrentarse y vencer a los del "universalismo teísta cristiano". Éstos nacieron con Stenco que demostró que el cristianismo contiene la verdad de todos los pueblos y de todos los tiempos. Se le tacha de sincretista aunque en parte y en cierto sentido es y ha de ser así ya que Cristo es el Redentor universal. Stenco se basaba en la revelación natural transmitida por herencia y adulterada en los siglos, cosa que consta ya que la Revelación empieza con Adán y Eva y sigue desde Noé hasta que los pueblos de la tierra vayan conociendo al pueblo judío a través, entre otros motivos, en sus diversos cautiverios por Egipto y Babilonia.
El progreso para los progresistas
La Teología tiene en cuenta su procedente uso político y su posterior paso del ambiente ilustrado al marxista (9). Desde finales del XIX, en los ambientes cristianos siguen estando las tendencias que propugnan una "renovación" doctrinal y pastoral en la Iglesia para adaptarse a las nuevas realidades políticas y sociales del mundo. Los progresistas (10) creen que no es la Iglesia sino el mundo el portador de la salvación y la Iglesia, si quiere subsistir y no ser una especia en extinción, debe adaptarse.
Gregorio XVI, desde los 17 años camaldulense y General de su Orden en 1823, recién elegido Papa (2 febrero 1831), ya en su primera alocución, evidenció su irresistible intransigencia ante las formas de vida recién nacidas y que consideraba incapaces de ser fecundadas por la fe. Por eso condenó al movimiento de L'Avenir que aspiraba a establecer diálogo y a construir cauces de integración entre la Iglesia y el mundo moderno. Luego con Pío IX el Syllabus (1864) fue un acto de Magisterio que parecía como una declaración de guerra al mundo no católico (la mayoría) -y por tanto al hombre- que se zanjará con la Declaración Dignitatis humanae (La dignidad humana) del Vaticano II, que tiene la sensibilidad necesaria para demostrar que se han captado los signos de los tiempos (11). El capítulo X (proposiciones 77-80) del Syllabus propugnaba que la religión católica debe ser considerada como religión de Estado, con exclusión de otros cultos y condenaba la libertad de culto y la plena libertad de pensamiento e imprenta, mientras rechazaba la nueva sociedad moderna que se estaba edificando en el mundo porque se mezclaba con el rechazo a los principios de la Revolución francesa (1789). Negaba también que el Romano Pontífice pudiera y debiera reconciliarse con el progreso, con el liberalismo y con la cultura moderna. La división de pareceres dentro de la Iglesia fue inmediata pues en Roma no contaba para nada el diálogo con lo que no era católico, ni se aceptaba o comprendía el modelo de sociedad que se diseñaba. Algunos entendían que el Papa incluso condenaba el ferrocarril, el telégrafo, las escuelas públicas... No faltaron voces que intentaron explicar a los fieles el sentido del texto quitando aristas y matizándolo aunque algunos duden si se hizo con la mente del legislador (12).
Los asuntos temporales y la construcción de la sociedad civil es asunto que compete a los seglares, codo con codo, con los demás hombres y mujeres, sus hermanos, pues todos somos hijos e hijas del mismo Dios Padre y Madre que está en el cielo esperándonos. ¡Qué claro el testimonio de San Ambrosio que escribía al Emperador para decirle que en los asuntos civiles, él -aunque obispo y jerarca de la Iglesia-- era otro súbdito; en la Iglesia, él, aunque Emperador, era un bautizado más (13).
Es innegable, de todos modos, que la época dorada de la Cristiandad (siglos XII-XIII) supuso el desarrollo jamás conocido por civilización alguna; las catedrales, las universidades y los hospitales simbolizan ese monumental progreso cultural y social de toda una sociedad continental plurinacional. Fue una gigantesca labor social, cultural, sanitaria, educativa, aunque protagonizada por los eclesiásticos durante los siglos en que se les pidió su participación activa en los asuntos temporales.
Sigue de moda en algunos ambientes el pequeño ensayo del sajón G. Friedrich von Hardenberg (Novalis), La Cristiandad o Europa (Die Christenheit oder Europa, 1799) en el que hace un llamamiento místico a la unidad europea, fundamentada en la Cristiandad y en una Iglesia visible. Después de lograrlo, se unirán a Europa los demás pueblos de la tierra para proclamar una paz perpetua (14).
Ciertas deformaciones del concepto bíblico de los "signos de los tiempos" y del "aggiornamento" que preconizaba Juan XXIII se inscriben en el "progresismo cristiano". Pablo VI aludió al "fenómeno modernista que todavía aflora en diversas tentativas de expresiones heterodoxas extrañas a la auténtica realidad de la religión católica" (Enc. Ecclesiam suam, 1963). Ese "progresismo cristiano" es una aceptación acrítica de los movimientos filosóficos recientes (idealistas, materialistas e historicistas) con un sesgo intelectual cuyas fronteras coinciden con los errores denunciados por Pío XII en Humani generis (1951). En este contexto están los que, autocalificándose cristianos, caen en la órbita del pensamiento marxista desde las experiencias francesa e italiana de la Segunda Guerra Mundial y del movimiento polaco PAX, que se extenderá al movimiento latinoamericano de "cristianos para el socialismo".
Cinco son las características que pueden resumir la anterior tergiversación progresista (15). Llevar a Cristo a esta "humanidad en marcha" que es identificada con el proletariado. Analizar la sociedad con transcripción del análisis marxistas que concluye con que el capitalismo es el "mal en sí" y es el pecado original de la sociedad. De ahí se deduce la tercera característica que es defender una separación (radical) entre la Iglesia visible y la invisible que recuerda posiciones célebres de la Reforma del XVI y que es la única vía para mantener cierta eclesialidad ante la crítica marxista de la religión.
Así, hoy la misión de la Iglesia viene definida por el actual paso de la sociedad burguesa a la comunista mediante la lucha de clases orientada a la progresiva instauración de la dictadura revolucionaria del proletariado. A la Iglesia hay que desnudarla de su visibilidad histórica (que es burguesa) para enrolarse en el proceso revolucionario y asumir el actual momento histórico.
Por último, la liberación socio-política es la condición previa a la evangelización y esta visión es un milenarismo que adviene no de una coronación de la historia de la salvación, sino como resultado de una historia política entendida de modo naturalista.
La visión cristiana del progreso
El cristianismo solamente se opone al humanismo ateo (16) pues no se opone a nada más que al pecado. La fe cristiana no sólo no niega al hombre sino que presenta la doctrina de su salvación y la Iglesia, depositaria de esa doctrina, tiene los medios efectivos para ello. El núcleo central del mensaje cristiano está en la visión del hombre como ser para Dios, del que recibe su perfección y acabamiento. El hombre es ciertamente un ser político y un animal racional pero más radicalmente es un ser teológico y su relación trascendental con Dios no es algo yuxtapuesto a su humanidad y a estar en este mundo sacándolo adelante, sino constitutivo de su propio ser. "Dios no es solamente para el hombre -ha escrito De Lubac- una norma que dirigiéndolo, lo endereza; es el Absoluto que lo funda, el Amante que lo atrae, el Más-allá que lo eleva, el Eterno que le otorga el único clima en el que puede respirar; es, por decirlo de algún modo, esa tercera dimensión en la que el hombre encuentra su profundidad".
La Revelación cristiana, al poner el acento en el valor insustituible de cada persona y al abrir las perspectivas del misterio insondable de Dios, reforzó esa percepción e hizo sentir con especial fuerza la limitación del ser meramente hombre. La humanitas que revela el cristianismo es la que deriva de conocerse capaz de Dios y llamado a participar de Él, hecho a su imagen y semejanza, deificado por la gracia santificante que lo transforma en hijo (adoptivo) de Dios. El conocimiento de la condición de criatura permite advertir que la dignidad y el valor humanos no son un absoluto, y eso no porque no sean reales o porque predominen en el hombre la corrupción y el pecado, sino porque todo su bien lo tiene recibido de Dios, en cuyo amor se funda todo lo existente. La realización del hombre implica un ir más allá del hombre y es por tanto una realidad de orden moral y teologal que culmina con la adoración a Dios en quien y por quien el hombre encuentra su propio ser. Por eso "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado", dice el Concilio Vaticano II (GS, 22), ya que en Cristo muerto y resucitado, conocemos las consecuencias de nuestro pecado y la realidad de nuestra salvación, la plenitud de la gloria y el sentido y valor del dolor y de la muerte como camino hacia una vida que es la participación en la misma vida de Dios Uno y Trino.
Ya en su primera Encíclica (17) que contiene sus objetivos de gobierno (eclesial), el Papa Wojtyla describe su análisis de la situación del mundo que le ha tocado vivir en sintonía perfecta con el Concilio Vaticano II, y con la conciencia cristiana de que Dios nos quiere en este mundo, y es a este mundo a donde Cristo envía a sus discípulos, los cristianos. Su objetivo es ayudar a los cristianos a vivir las indicaciones conciliares que marcan una actitud nueva en tiempos nuevos y gracias al cual "nos acercamos igualmente a todas las culturas, a todas las concepciones ideológicas, a todos los hombres de buena voluntad, aproximándonos con estima, respeto y discernimiento, al modo de san Pablo en el Areópago". Es "ir con una profunda estima frente a lo que «en el hombre había» (Jn 2,25), por lo que él mismo ha elaborado pues es un respeto a todo lo que en él ha obrado el Espíritu que «sopla donde quiere» (Jn 3,8). La misión de la Iglesia nunca es destrucción, sino purificación y una nueva construcción aunque en la práctica no siempre haya habido una plena correspondencia con un ideal tan elevado" (RH,12).
Más adelante Juan Pablo II añade que "la Iglesia desea servir a este fin único: que todo hombre pueda encontrar a Cristo para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida (...) Jesucristo se hace en cierto modo nuevamente presente (...) La Iglesia, en consideración de Cristo, no puede permanecer insensible a todo lo que sirve al verdadero bien del hombre como tampoco puede permanecer indiferente a lo que lo amenaza" (RH,13).
"Era voluntad del Creador que el hombre se pusiera en contacto con la naturaleza como «dueño» y «custodio» inteligente y noble, y no como «explotador» y «destructor» sin ningún reparo. El progreso de la técnica y el desarrollo de la civilización de nuestro tiempo, que está marcado por el dominio de la técnica, exige un desarrollo proporcionado de la moral y de la ética que, por desgracia, parece haberse quedado atrás. Por eso, este progreso, por lo demás tan maravilloso en el que es difícil no descubrir también auténticos signos de la grandeza del hombre, que nos han sido revelados en sus gérmenes en las páginas del Libro del Génesis, en la descripción de la Creación (cf Gn 1-2), no puede menos que engendrar múltiples inquietudes" (RH, 15).
Una antropología adecuada implica, por tanto, un realismo de la inteligencia, por la que el hombre al conocer al otro en cuanto otro es colocado en situación de poder trascenderse a sí mismo, y a toda la creación hasta llegar al Creador; y un reconocimiento de la centralidad del amor, ya que el conocimiento por el que el hombre se eleva y salva no es aquel conocer en el que se recrea egocéntricamente, sino el conocimiento que engendra amor, entrega. Realidades todas ellas a las que la vocación (sobrenatural) a la que el hombre está de hecho llamado da un énfasis especial, ya que al abrir perspectivas insospechadas de perfección y de bienaventuranza, requiere fe en la Palabra de Dios, esperanza en su acción salvadora, y un amor llevado hasta la entrega plena a una voluntad cuyos designios no siempre se conocen con plenitud, pero que se sabe que es la expresión del Amor paterno e infinito de Dios.
Esta actitud de fe y de entrega, inseparables de la vocación humana, adquieren su fisonomía precisa, si tenemos presente que el hombre se encuentra en camino, y en un camino que tiene su punto de partida en una situación de pecado. Situado en el tiempo pre-escatológico, y viviendo, por tanto, su salvación en la esperanza, el cristiano -como todo hombre- conocerá de un modo u otro la experiencia de la crisis, del choque entre valores, y tendrá, por consiguiente, que vivir el sacrificio y la renuncia. Pero ese no que toda renuncia implica no es nunca en el cristianismo una palabra fundamental, ni la expresión de un nihilismo antropológico, sino el reflejo de un sí, la prolongación de la "afirmación gozosa" del don de Dios, y, por tanto, anticipación de un estado nuevo en el que nada auténticamente humano se ha perdido, sino que se reencuentra asumido, perfeccionado y trascendido en el don que Dios hace de Sí mismo al hombre (18).
El humanismo cristiano es una expresión surgida frente a las acusaciones dirigidas al cristianismo por el anticlericalismo ilustrado y es una fórmula que pretende expresar fundamentalmente que el cristianismo no patrocina la aniquilación del hombre, ni es antihumano. No cabe dudar de su legitimidad, ni incluso de su utilidad; no han faltado, sin embargo, quienes han señalado -y con razón- los equívocos a que ese modo de hablar se expone pues de una parte repercute en él la ambigüedad del término humanismo en general que para el cristianismo no es un simple mensaje sobre el hombre o la coronación y perfeccionamiento de una doctrina y de una moral deducidas de la naturaleza humana. De otra parte, esa expresión del humanismo cristiano presenta al cristianismo como un humanismo entre otros, dando la impresión de que puede darse de hecho una plena humanización que sea totalmente ajena a Dios y a su designio salvador, o que el cristiano debe alcanzar una humanización añadida a su fe y situada al margen de ella.
La revelación cristiana enseña que el hombre ha sido elevado a un fin sobrenatural y absolutamente gratuito, pero eso no implica en modo alguno que se haya constituido "otro mundo" paralelo al mundo humano. El cristianismo no es la revelación de "otro mundo", sino la revelación del fin al que Dios ha ordenado el único mundo y de las condiciones y circunstancias que rigen el camino hacia ese fin. La fe del cristiano no es un mensaje esotérico, sino el conocimiento del sentido radicalmente pleno y real del existir en este mundo en el que vive y del que habla todo hombre. Se deformaría por eso la realidad si se interpretara ese dato cristiano en términos de fuga a mundo (a no ser que por mundo se entienda el mundo del pecado) o de desprecio de lo humano (a no ser que por humano se entienda lo propio del hombre en cuanto esclavo del pecado). Lo que la fe cristiana implica es la distinción entre "mundaneidades" o maneras de entender el mundo y la historia, y el consiguiente convencimiento de que no cabe más juicio radical y último sobre la historia que el que se realiza desde la perspectiva de la vida eterna, es decir, desde la perspectiva de la salvación (o condenación) eterna.
Ciertamente se puede ser buen médico, buen artesano o agricultor o militar o político.., en definitiva un buen profesional, estando alejado de Dios, y el hombre en pecado puede poseer cualidades incluso morales, pero se trata de cualidades que adquirirán su pleno sentido sólo si se ordenan a la conversión y a la fe, a la salvación; en caso contrario, serán reabsorbidas por la realidad dramática de la condenación. Por tanto se puede afirmar, no ya que existe un humanismo cristiano, sino que el único humanismo en sentido pleno y radical es aquel que haya acogido el núcleo del cristianismo, el Evangelio, el mensaje de salvación y la economía de la gracia santificante traídos por Cristo con su encarnación.
El verdadero hombre es aquel que realiza en su vida la verdad de Dios para con él, es decir, el (santo) que se enfrenta con la vida y con la historia reconociéndolas como el momento de la decisión de cara a la eternidad, y que sabe, por tanto, asumir la propia situación, con todos los valores que presuponga e implique (rectitud humana, afán de justicia, alegría del vivir, gusto por la amistad, amor a la belleza...), según el espíritu de Cristo, y, por tanto, no buscándose a sí mismo sino con actitud de amor, de desprendimiento, de entrega, que es la esencia del cristianismo.
Notas
(1) Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia Española (22ª) 2001.
(2) VALJAVEC, FRITZ, Historia de la Ilustración en Occidente. Rialp (Col. Cuestiones Fundamentales, nº 6). Madrid 1964.
(3) SÁNCHEZ LÓPEZ, F. GER XIX, 235-236.
(4) A. COMTE. Cours de Philosophie positive, IV. 1869, (169-186).
(5) ILLANES, J.L. Humanismo IV. GER XII, 228-234.
(6) JUAN PABLO II. Carta Ap. Novo millennio ineunte (2001) 56.
(7) En ese mismo nº, el Catecismo de la Iglesia católica recoge unas palabras de Pío XII, pionero, con su pastoral, del magisterio conciliar del Vaticano II: "Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo (...) a todas las almas y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre"(Discurso de 1 junio 1941).
(8) El averroísmo latino de la Universidad de París desplazó el platonismo agustiniano y sembró el aristotelismo, transmitido bajo influjo árabe, con la idea de pretender resolver todo desde la Filosofía. La Iglesia condenó a Averroes en 1270 y 1277 por su doctrina heterodoxa de negar la inmortalidad del alma aunque admitía la eternidad del mundo. Escoto (fraile apóstata) sin embargo negaba eternidad al mundo pero difundió por Portugal en 1350 que Moisés, Cristo y Mahoma eran unos impostores.
(9) RODRÍGUEZ, PEDRO. GER XIX, 232-234.
(10) El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define "progresista" como "dicho de una persona o colectivo con ideas avanzadas y con la actitud que eso entraña" y "progresismo" a las "ideas y doctrinas progresistas". A su vez "progresivo" es lo "que avanza, favorece el avance o lo procura. Que progresa o aumenta en cantidad o en perfección".
(11) Pablo VI, siendo todavía Mons. Montini, a la muerte de Pío XII dijo que había acabado una etapa de la historia quizá porque -como algunos otros- entendía los signos de los tiempos. Unos tiempos nuevos que inauguraría efectivamente Juan XXIII y que pueden dar por clausurada la etapa anterior.
(12) El influjo ejercido en el ánimo de Gregorio XVI por su rígido e intransigente Secretario de Estado, cardenal Lambruschini, contribuyó en gran medida a afianzarle en sus posiciones ideológicas y en su ostensible acercamiento a la monarquía francesa, a medida que Luis Felipe abandonaba el anticlericalismo y reforzaba sus actitudes conservadoras. Con este antecedente, Pío IX redactó el famoso Syllabus (8.XII.1864, un siglo antes del Vaticano II).
(13) Confirmaba así la doctrina de su Sermo contra Auxentium, nº 34.
(14) La obra de Novalis se convirtió en un documento de la Restauración, siendo un texto utópico por sus tintes apocalípticos e irreales que, sin embargo, puede seguir atrayendo a quienes aspiran a superar las ideologías nacionalistas y buscar las raíces espirituales europeas para hacer efectiva en la sociedad una ética cristiana. Novalis concibe la unión europea trascendiendo los parámetros económicos y monetarios: piensa en un fundamento "metaeconómico" que otorgue sentido al proyecto: "las otras partes del mundo esperan la reconciliación de Europa y su renacimiento para unirse a ella y convertirse en ciudadanas del Reino de los Cielos".
(15) RODRÍGUEZ, P. o.c.
(16) cf. ILLANES, o.c.
(17) JUAN PABLO II. Encíclica Redemptor hominis, 1979.
(18) Cf. ILLANES, o.c.
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