A modo de introducción orientativa quisiera señalar simplemente algunas ideas, que con mayor claridad e insistencia aparecen en la presente recopilación de textos patrísticos sobre el sacerdocio. A mi modo de ver, podrían ser las siguientes:
1. Relación esencial a Cristo
Cristo es el único verdadero, sumo y eterno sacerdote (Policarpo, Orígenes, Lactancio); figurado en Melquisedec (Sal 109,3), fiel según el corazón de Dios (1 Sam 2,25) (Cipriano, Lactancio ...). Los sacerdotes del A. T., ungidos con aceite material, eran sólo símbolo del verdadero sacerdote, que es Cristo, ungido con el Espíritu Santo (Eusebio). Él es sumo sacerdote de la Iglesia, templo que él mismo ha construido (Lactancio).
El Verbo se constituye pontífice por la encarnación, a fin de ofrecerse a sí mismo, purificándonos de nuestros pecados y resucitándonos de entre los muertos (Atanasio). Es, por tanto, al mismo tiempo sacerdote y víctima (Orígenes, Agustín) y ejerce incesantemente su sacerdocio, llevando al Padre a los que se le acercan con fe (Atanasio), presentando ante Él nuestras oraciones (Orígenes) e intercediendo por nosotros (Agustín).
Todos los sacerdotes hacen las veces de Cristo y deben imitar, por tanto, lo que hizo Cristo (Cipriano). Imitar a Cristo especialmente en la humildad: Quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor... Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por muchos (Jn 20, 26-28). Los sacerdotes actúan siempre en nombre de Cristo, como su «alter ego», de modo que, cuando ellos apacientan el rebaño, es Cristo quien apacienta: en ellos se oye la voz de Cristo y a través de ellos se manifiesta su amor (Agustín).
Así como Cristo es sacerdote y víctima, así también los sacerdotes se ofrecen a sí mismos como víctimas (Orígenes). El sacerdote consagra a Cristo las dotes, que de Él ha recibido: ingenio, prudencia, elocuencia, gravedad ... ¿A servicio de quién mejor que al de Cristo podrían ponerse todos esos dones, recibidos de Él, para que sean conservados, aumentados, perfeccionados y remunerados? (Agustín). El sacerdocio, finalmente, es un don de Dios y a El hay que agradecerlo (León Magno).
2. Presidir la eucaristía
Función del sacerdote es presidir la celebración de la eucaristía (Justino), administrar al pueblo el sacramento y la palabra de Dios (Agustín). Por ello, al ofrecer el cáliz no debe hacer otra cosa más que la que el Señor hizo por nosotros (Cipriano) y en el hecho de presidir no buscar la propia utilidad, sino la de aquellos a quienes se sirve (Agustín). Lo cual exige, entre otras cosas, preparar bien la predicación y en ella buscar sólo agradar a Dios (Crisóstomo).
3. Función magisterial
Propio de los sacerdotes es servir al pueblo en el ministerio de los profetas y maestros (Didaché), enseñar lo que enseñaron los apóstoles (Ireneo), cuyas enseñanzas a su vez ellos las recibieron del Señor. Por consiguiente, asiduamente deben ocuparse en aprender del Señor, leyendo y meditando las Escrituras, para poder así después, de este modo, enseñar al pueblo (Orígenes). Y esto hacerlo cuidadosamente todos los días (Gregorio Magno). «La palabra del presbítero esté salpimentada con la lección de las Escrituras» (Jerónimo). Nunca deberá caerle de las manos al sacerdote la sagrada Escritura, porque necesita aprender bien lo que tiene que enseñar (Jerónimo). La dispensación de la palabra depende mucho del Espíritu Santo; hay que distribuir juiciosamente la verdad de nuestra fe, sin mezclar el agua con el vino, y dar a cada uno su ración en el tiempo oportuno (Gregorio Nacianceno). El sacerdote dice la verdad en la medida en que no habla de su propia cosecha, en cuyo caso sería un pastor que se alimenta a sí mismo. Sin embargo, si son de Cristo las cosas que dice, entonces es Cristo quien alimenta a los que escuchan (Agustín).
4.Cuidado pastoral
Al sacerdote corresponde atender con cuidado a las ovejas, vigilándolas, amonestándolas, estando atento a los peligros que les pueden sobrevenir (Orígenes); está puesto para tocar la trompeta a los demás (Ez 33, 3) y anunciarles de antemano las desgracias venideras, de tal modo que se hace responsable de los pecados ajenos (Crisóstomo), y ha de dar cuenta a Dios no sólo de sí mismo, sino también de las ovejas que le han sido confiadas (Agustín). Debe ayudar y gobernar al pueblo con un corazón puro (Hipólito). Mas, como cada uno necesita una atención distinta (Gregorio Magno), habrá que saber conjugar la bondad y la severidad, la condescendencia y la diligencia (Crisóstomo), aplicando a cada cual su propia medicina (Gregorio Nacianceno, Gregorio Magno).
También debe preocuparse el sacerdote de socorrer a huérfanos, viudas, enfermos, presos, forasteros... y ser provisor de cuantos se hallan en necesidad (Justino). «Conozcan tu mesa los pobres y peregrinos, y con ellos Cristo como convidado» (Jerónimo).
En suma, la función pastoral del sacerdote consiste primordialmente en esto: en conservar la fe de la comunidad y hacer crecer en el amor a Cristo (Ireneo).
5. Relación armoniosa con el Obispo
Se destaca también la concordia, que debe existir con el obispo y con los demás presbíteros, que forman un colegio (Ignacio), así como la de los obispos entre sí: uno solo es el rebaño de Cristo, apacentado por todos con unanimidad de sentimientos (Cipriano). El presbítero mire a su obispo como al padre de su alma, teniendo en cuenta que lo propio de los hijos es amar, no temer, lo cual sería propio de esclavos. Pero los obispos han de considerar, por su parte, que son sacerdotes y no amos, y honrar, por tanto a los clérigos, para que también éstos les honren como a obispos (Jerónimo).
6. Responsabilidad
El ministerio sacerdotal es una carga, que se lleva encima. Predicar, argüir, corregir, edificar, preocuparse de todos y de cada uno es cosa ciertamente gravosa, pesada y arriesgada. La medicina para nuestra debilidad está en las Escrituras: sólo con la lectura y la oración se puede lograr la salud necesaria para afrontar estas duras y peligrosas ocupaciones del sacerdocio (Agustín). El sacerdote tiene que dar cuenta a Dios de cómo lleva a cabo la dispensación de la palabra. Sería una estupidez o una temeridad encargarse de la instrucción de los demás, sin estar suficientemente instruido (Gregorio Nacianceno).
7. Cualidades que debe reunir el candidato al sacerdocio
Se trata de aquellas cualidades, que en su conjunto hacen a los sacerdotes hombres dignos del Señor (Didaché). Podemos enumerar las siguientes: ser mansos, ajenos a toda ira, desprendidos, no amantes del dinero (Didaché, Policarpo), no poseedores de casas ni campos (Ireneo), sinceros (Didaché), no calumniadores ni dobles de lengua (Policarpo), probados (Didaché, Tertuliano), con una madurez: No sea un neófito (1 Tim 3, 6) (Agustín), misericordiosos y compasivos, diligentes, atentos siempre al bien, prudentes y compasivos, no creyendo en seguida cualquier cosa que se les diga, ni precipitados en el juzgar (Policarpo), de vida sana e irreprochable, de palabra no adulterada ni corrupta (Ireneo), ejemplo para la grey (Gregorio Magno). Más aún: el sacerdote ha de ser la persona más sobresaliente, la más instruida, la más santa, la más eminente en todo género de virtud, y todo ello avalado por el pueblo (Orígenes).
8. Espiritualidad sacerdotal
a) La oración. El sacerdote es hombre de vida recta y oración (Orígenes). Oración incesante, que torne propicio el rostro de Dios (Hipólito), oración de intercesión para que el pueblo venza a los invisibles enemigos (Orígenes). Asiduamente deberá leer y meditar las sagradas Escrituras, como una de sus ocupaciones primordiales (Orígenes, Jerónimo, Agustín, Gregorio Magno) y sabrá conjugar la atención al prójimo con la contemplación (Gregorio Magno).
b) Santidad. Este sería el ideal sacerdotal: «poseer un alma más pura que los rayos mismos del sol, a fin de que nunca le abandone el Espíritu Santo y pueda decir: Vivo yo mas no soy yo quien vivo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20). Su santidad será mayor que la del monje, porque son mayores los peligros a los que se encuentra expuesto (Crisóstomo). El Señor es su heredad y él heredad del Señor, por tanto, posee y es poseído a la vez por el Señor (Ireneo, Jerónimo). No sólo debe conservarse puro de todo pecado, sino distinguirse por el bien, al que debe tender sin tasa ni medida, ya que ha sido llamado a formar a los demás en la virtud.
Por ello conviene que tenga siempre presentes las normas que da S. Pablo a los obispos y presbíteros -sobrios, castos, no bebedores ni pendencieros, capaces de enseñar, irreprochables en todo y fuera del alcance de los malos (1 Tim 2, 2 5; Tit 1, 7.9)-, así como las prescripciones de Jesús, según las cuales la vida del apóstol contribuye tanto como su palabra a la propagación del evangelio (Mt 10, 9 s). La espiritualidad del sacerdote está en función de su ministerio:
«Conviene empezar por purificarse antes de purificar a los demás, haber sido instruido, para poder instruir, llegar a ser luz, para poder alumbrar, acercarse a Dios para acercar a él a los demás, ser santificado, para santificar, llevar de la mano y aconsejar con inteligencia» (Gregorio Nacianceno).
Esta santidad del sacerdote nunca ha de carecer de competencia: será santo y competente (Jerónimo).
c) Humildad. Se trata del reconocimiento de la propia debilidad, de que su alma está expuesta a todas las pasiones humanas: vanagloria, afán de grandeza y poder, soberbia, avaricia, intemperancia, y especialmente la envidia (Crisóstomo). Ha de reconocer que es un hombre, un hombre mortal, que lleva en sí el peso de la carne (Agustín), y que ninguno es tan perfecto e inmaculado que no necesite ofrecer sacrificios por los propios pecados (León Magno). La humildad conlleva también el no envanecerse por las cosas bien hechas (Gregorio Magno).
d) Pobreza. Al igual que la humildad esta virtud nos asemeja a Cristo. El sacerdote es sacerdote del Señor, crucificado y pobre, que se sustentaba de pan de limosna. Deberá, por tanto, despreciar el oro, tener las riquezas bajo los pies, habitar en humilde aposento; teniendo qué comer y qué vestir, darse por contento y, «desnudo, seguir la cruz desnuda» (Jerónimo).
e) Castidad. Mucha cautela aconsejan los Padres en el trato con las mujeres. Raras veces o nunca pisen pies femeninos el aposento del sacerdote; éste, por su parte, no debe fiarse de la propia virtud, esto es, de la castidad guardada en el pasado: «No te sientes solo con sola en secreto y sin testigos» y, por supuesto, ha de evitar en absoluto los regalos, los piropos, requiebros y cosas semejantes, que desconoce totalmente el amor santo. Y guardar castos no sólo los ojos, sino también la lengua (Jerónimo).
Reconocen también los Padres que todo esto comporta no pequeña dificultad: «La gracia del rostro, el cuidado en el andar, las modulaciones de la voz, el lujo de los vestidos, los adornos, el perfume y tantas otras invenciones como excogita el femíneo sexo, cosas son capaces de perturbar a un alma, si no se halla bien endurecida por la austeridad de la templanza» (Crisóstomo).
f) Otras virtudes sacerdotales. Otros consejos podemos encontrar también en los textos de los Padres, encaminados a que el comportamiento del sacerdote sea verdaderamente virtuoso y ejemplar en todos sus aspectos: el silencio, la discreción, la austeridad: vestir con sencillez, rehusar las invitaciones a comer por parte de los poderosos, abstenerse de vino y de bebidas inebriantes, ayunar, aunque con cierta moderación, evitar siempre la codicia y la murmuración. Las virtudes cardinales, en suma, deberán ser la cuadriga, que nos conduzca a la meta deseada (Jerónimo).
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