Catedrático de Derecho Canónico y Secretario General .
de la Universidad Complutense de Madrid .
Publicado en el periódico El Mundo, en febrero de 2001
Me parece que la concesión de determinados efectos a las uniones de hecho no es en sí recusable. A veces, es probablemente una necesidad. El problema es que se les concedan efectos mediante la "institucionalización" de estas uniones, con una regulación orgánica legislativa.
Vaya por delante, como principio básico para entenderse, que los modelos de tutela de esas uniones deben moverse no en el marco propio del Derecho de familia, sino en el del Derecho de la persona. Y, desde luego, sin que la figura de referencia o analogía sea el matrimonio. El modelo matrimonial de Occidente no pretende la protección de simples relaciones asistenciales, amigables o sexuales; lo que pretende es proteger y fomentar un estilo de vida que asegura la estabilidad social, así como el recambio y educación de las generaciones.
PLURALIDAD DE SITUACIONES
Esto sentado, hay que advertir que la expresión unión de hecho o unión extramarital en realidad no abarca una única modalidad con caracteres comunes, sino una pluralidad de manifestaciones con rasgos distintos. Junto al concubinato que tiende a ser estable, normalmente no destinado a concluir en matrimonio y que suele ser resultado de una seria deliberación, existe toda una gama de situaciones con las características del concubinato a tiempo parcial: jóvenes que cohabitan antes de casarse; parejas que se plantean una relación transitoria y sin vistas al matrimonio; uniones fecundas y otras deliberadamente estériles; unas diseñadas como maternidades solitarias voluntariamente programadas, etc. Esto, sin olvidar que, junto a las de carácter heterosexual, existen las establecidas entre homosexuales, en las cuales también se dan situaciones distintas.
FORMALIZAR LO INFORMAL
Pero, según queda dicho al principio, en el debate sobre la regulación jurídica de las uniones de hecho el problema no es tanto la concesión de determinados efectos a las uniones de hecho, sino el vehículo a través del que se intenta conferirle esos efectos. Así la creación por la ley de una especie de matrimonio de segunda clase, sin deber de fidelidad, con un atenuado deber de manutención y ciertas consecuencias sucesorias, no resuelve la cuestión, sino que la confunde.
Con semejante institución, estaríamos formalizando lo que por naturaleza es informal. ¿Por qué una pareja de hecho va a sentirse impulsada a registrar su unión? Esto tiene sentido sólo en el caso de que Registro se convierta en un instrumento para eludir las prohibiciones e impedimentos establecidos por la legislación sobre el matrimonio, diseñando un matrimonio sin reglas. Con ello estaríamos proponiendo una solución cercana al fraude de ley.
Para evitar dicho fraude, sería necesario establecer toda una serie de reglas de fondo que limitarían al acceso a las uniones libres, en cuyo caso estaríamos actuando en contra de la libertad. En efecto, uno de los problemas que plantea transformar las parejas de hecho en parejas de derecho es, precisamente, cómo asegurar la protección de las uniones que no desean efectos jurídicos de ningún género. Si se trata de un derecho personal, ¿cómo protegemos el amor libre?, ¿cómo lo ponemos al resguardo de ese Derecho omnipresente, postulado por aquellas parejas sólo nominalmente "de hecho", que -al parecer- sí que quieren efectos jurídicos?
Por otra parte, la aplicación de la lógica y de la normativa propia del Derecho de familia a relaciones diversas, sin base conyugal, plantea el problema de los límites de dicha extensión. Por ejemplo: ¿por qué dejar fuera a las relaciones poligámicas? Y si la protección jurídica a la unión de hecho se pretende justificar en el principio de igualdad y de no discriminación respecto al matrimonio, no se ve con claridad por qué la extensión de efectos no haya de generalizarse también a otras relaciones cuya características sea la convivencia por razones de amistad o economía, sin base sexual: negarles un tratamiento paritario podría interpretarse como un discutible intento de primar las relaciones por razón de sexo con respecto a las no sexuales.
SIN REFERENCIAS AL MATRIMONIO
En consecuencia, lo más acertado parece un tratamiento distinto, que sitúe la regulación de las uniones de hecho en el ámbito de la autonomía privada y, subsidiariamente, de la jurisprudencia.
Los pactos suscritos, caso por caso, por los mismos protagonistas de la unión de hecho, parecen el marco adecuado para su plural regulación. Cuando el convenio fuera insuficiente, la jurisprudencia podría colmar las lagunas a través de la aplicación de las normas de Derecho común. En este sentido, hace unos pocos años, el presidente Clinton, nada sospechoso de animadversión a las parejas de hecho, no tuvo inconveniente en estampar su firma en una ley (aprobada en la Cámara de Representantes por 342 votos contra 67), en cuya tercera sección se lee textualmente: "Para determinar el sentido de cualquier norma, regulación o interpretación de los distintos departamentos administrativos y agencias de los Estados Unidos, el término matrimonio significa solamente una unión legal entre un hombre y una mujer como marido y esposa, y el término cónyuge se refiere tan sólo a una persona del sexo contrario que es marido o esposa".
En realidad, buena parte de los ordenamientos no suelen aplicar, ni por vía analógica, las reglas del matrimonio a las uniones de hecho. Tampoco los tribunales constitucionales europeos conceden idéntica protección constitucional a ambas figuras. Así, la jurisprudencia suele atribuir estos efectos considerando la unión de hecho más como "núcleo residencial o doméstico" que como aplicación de concepto de familia.
PAREJAS HOMOSEXUALES
Lo dicho es válido, si cabe con mayor razón, para las uniones homosexuales (que, por cierto, suelen ser -se reconozca o no- el telón de fondo que gravita en muchas de estas discusiones). Evidentemente hablar de "matrimonio" sería, en este caso, una ficción engañosa. Si dos homosexuales desean cautelarse en sus relaciones, carece de sentido equipararlas al matrimonio. Habrá que recurrir a otras vías; por ejemplo, a la -ya sugerida- de una convención privada en la que se prevea el funcionamiento material de la unión. Y, por supuesto, sin mezclar de ninguna manera lo que se refiere a la adopción de niños.
Al igual que naturalmente resulta imposible la generación de hijos sin padre o sin madre, la propia naturaleza de las cosas hace que sean muchos los aspectos de la personalidad y conducta que el niño debe aprender de cada sexo. Privarle de ese punto de referencia supone discriminar a unos niños sobre otros.
Además, la adopción exige la mayor estabilidad posible en los adoptantes. En los últimos estudios sobre el tema, es una constante resaltar que, entre los rasgos de las parejas homosexuales, no figura precisamente la estabilidad.
En realidad, decir "no" a la adopción de niños por parejas homosexuales es decir "sí" al sentido común y jurídico. Si un niño adoptado debe ya superar inconvenientes, ¡por qué dificultarle más las cosas?
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