En la bula papal que convocaba el gran jubileo del año 2000 [1] , después de describir los “signos que ya forman parte de la tradición jubilar” (la peregrinación y la indulgencia), el Santo Padre añadía tres signos propios del jubileo que celebramos: la purificación de la memoria histórica; la misericordia con la pobreza y la marginación; y el recuerdo agradecido de los mártires. Estos tres signos propios, que colorean de modo especial el actual jubileo que celebramos, se hallaban ya indicados por el Papa hace seis años en la carta apostólica Tertio millennio adveniente [2] , fueron más ampliamente desarrollados en la posterior bula Incarnationis Mysterium. Conviene, pues, que volvamos a la Tertio millennio adveniente, para leer desde ella cuanto se nos dice de la purificación de la memoria histórica, objeto directo de nuestra reflexión.
1. Qué dice Tertio millennio adveniente de la memoria histórica y de la remisión del tiempo
Conviene retener dos ideas o principios, ofrecidos por el Papa en su carta apostólica, que afectan directamente a nuestro discurso.
a) En primer lugar, Tertio millenio enuncia un criterio básico para nuestro tema: “En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su culmen en la ‘plenitud de los tiempos’ de la encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos” [3] .
Es evidente que la “parusía” no es, en sí misma, un mero acontecimiento histórico, como tampoco lo fue la resurrección de Cristo al tercer día, de entre los muertos. Con todo, la “parusía” es un acontecimiento salvífico, que colma las esperanzas cristianas; por consiguiente, no pueden separarse por completo “historia” y “parusía”, so peligro de dejar a la “historia” sin salvación. Es obvio también que la parusía no postula necesariamente el fin de la historia; pero es innegable que la segunda venida de Cristo está íntimamente imbricada con la conclusión o término de la historia. De aquí, es decir, de la no necesidad del fin de la historia nacen, precisamente, las dificultades al explicar la segunda venida de Cristo. Algunos, por ejemplo, sitúan incorrectamente la parusía en la misma historia (por ejemplo, los “milenarismos”). Advierten que la parusía es una irrupción en la historia, pero descuidan que ella misma no es de suyo histórica.
Hay que mantener, pues, el carácter trascendente de la parusía, al tiempo que debe considerarse “esta venida de Cristo a juzgar a vivos y muertos” como un verdadero acontecimiento de la historia humana. Esto implica una continuidad/discontinuidad entre el más acá y el más allá. Tal consideración vale también para el tema de la resurrección de la carne, cuando se plantea la identidad entre nuestro cuerpo mortal y el cuerpo resucitado. La identidad es indiscutible, según Tomás de Aquino; pero, tal identidad no significa la pura y simple recuperación carnal del cuerpo anterior; será, eso sí, el mismo cuerpo, pero no idéntico cuerpo, como tampoco mi cuerpo de hoy es idéntico al que yo tenía al nacer, aunque sea siempre mi cuerpo a lo largo de toda mi vida.
b) La segunda idea de Tertio millennio que interesa subrayar aquí suena del siguiente modo: “[…] hoy miramos con sentido de gratitud y también de responsabilidad –dice el Papa– cuanto ha sucedido en la historia de la humanidad a partir del nacimiento de Cristo, principalmente los acontecimientos entre el 1000 y el 2000. De un modo particular dirigimos la mirada de fe a nuestro siglo, buscando en él aquello que da testimonio no sólo de la historia del hombre, sino también de la intervención divina en las vicisitudes humanas” [4] . Por consiguiente, el examen de conciencia debe dirigirse, en primer lugar, con oportunas iniciativas ecuménicas, a superar las divisiones entre cristianos surgidas a lo largo del segundo milenio [5] .
“Otro capítulo doloroso [de este segundo milenio] sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con los métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio de la verdad” [6] . En este punto, el Santo Padre reconoce que “un correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento, bajo cuyo influjo muchos pudieron creer de buena fe que un testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación”. También conviene “interrogarse -añade- sobre las responsabilidades que ellos [los cristianos] tienen también con relación a los males de nuestro tiempo. La época actual junto con muchas luces presenta igualmente no pocas sombras” [7] . Con todo, no exculpa de pecado a las generaciones precedentes, por su intolerancia y por su violencia a las conciencias.
Recapitulando: El Pontífice desea una purificación de la memoria histórica, particularmente del segundo milenio de ella, que incida especialmente en las causas de las divisiones, de las intolerancias y de las violencias. Y el argumento que se ofrece, para esta purificación histórica, es de carácter teológico especulativo, no estrictamente pastoral o de prudencia de gobierno: que el tiempo (se supone el tiempo histórico, no simplemente el tiempo como medida del movimiento, según el antes y el después) tiene una importancia primordial en el cristianismo. En definitiva: también hay que salvar o redimir el tiempo histórico, como nadie duda, por ejemplo, que hay que salvar las estructuras sociales o las manifestaciones de la cultura o los progresos de la ciencia.
2. La historia en clave teológica y la Iglesia como “familia de Dios”
Después de señalar genéricamente los temas sobre los que el Papa desea una purificación de la memoria histórica, comienza la tarea de los teólogos, tratando de justificar tal purificación; y de los historiadores, para individualizar los hechos históricos sobre los que convenga volver una mirada arrepentida. Me corresponde centrarme sobre todo en el juicio teológico, por decisión que han tomado los organizadores de estos “diálogos de teología”, y voy a hacerlo partiendo de unas declaraciones del teólogo napolitano Bruno Forte. “Lo que nosotros [los teólogos] hacemos es precisar las condiciones de posibilidad para que estos pronunciamientos estén plenamente fundados. Por ejemplo, subrayamos la necesidad de conjugar el juicio histórico y el juicio teológico. Un juicio histórico absoluto podría caer en el historicismo, que relativiza todo, pues analiza todo desde el punto de vista de los diferentes momentos históricos y, por tanto, nos impide pensar que un acto del pasado pueda ser evaluado hoy en relación con un criterio moral permanente” [8] .
Para que se comprenda la relativización a que conduciría un juicio estrictamente histórico al margen de argumentaciones teológicas, podríamos traer a colación unas palabras recientes del Cardenal Paul Poupard, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura: “Hoy nuestra conciencia juzga execrable utilizar la hoguera, o cualquier otra pena, para coartar la libertad de conciencia; pero esto no nos autoriza a juzgar la mentalidad de los europeos de hace cuatro siglos” [9] . La historia que se pretende purificar es, pues, una historia inseparable de la historia de la salvación; una historia de las maravillas de la gracia, en la que se desarrolla la redención operada por Cristo, el cual se encarnó en la plenitud de los tiempos (cfr. Eph. 1,10); ante todo, una historia teológica, no una historia exclusivamente secular y profana. Una historia, en definitiva, en que conviven, indisolublemente unidas, aunque sin mezcla y sin confusión –diríamos parangonando a Calcedonia– la historia profana y la historia salutis.
“Nunca hay que olvidar -añadía Forte en sus declaraciones a Radio Vaticano- que, a diferencia del resto de las comunidades humanas, la Iglesia se reconoce como un sujeto histórico único, pues sentimos como nuestro lo que han hecho nuestros padres en la fe, y nos sentimos solidarios en la unidad de la fe y del espíritu con la Iglesia en todos los momentos de su historia. Quien olvida esta peculiaridad del misterio de la Iglesia no comprenderá nunca la fuerza, la valentía, y la importancia de estos actos”. Aquí apunta Forte a la dimensión eclesiológica de la historia, puesta de relieve ya por los antiguos, y recientemente recordada por la Constitución Lumen gentium del Vaticano II: “[El Padre Eterno] dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia. Esta aparece prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos” (LG 2). El Catecismo de la Iglesia Católica glosa este pasaje subrayando que esta "familia de Dios" se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre (CEC 759).
Por su hondo significado eclesiológico, el Papa encargó a la Comisión Teológica Internacional, y lo estudió después atentamente, un documento que justificase teológicamente la petición de perdón por las culpas pasadas, no cometidas directamente por nosotros mismos. En la homilía que pronunció durante la solemne ceremonia litúrgica de petición de perdón por los pecados históricos de los hijos de la Iglesia, que tuvo lugar en Roma, el día 12 de marzo [10] , aludió ampliamente a tal documento.
Entre tanto, dentro de la Iglesia católica habían surgido algunos desacuerdos en relación con esa petición de perdón. Monseñor Forte, presidente de la subcomisión que preparó el citado documento, reconocía que “quien no vive desde dentro el misterio de la Iglesia, puede interpretar estos pronunciamientos como una manera de dar la razón a los enemigos de la Iglesia. Pero no es así. La intención del Papa, verdaderamente profética, es la de obedecer a la verdad. Y esto hace a la Iglesia todavía más creíble en su anuncio al mundo. De hecho, el documento […] de la Comisión Teológica Internacional [sobre la petición de perdón] [11] no es una apología de los gestos realizados por el Papa, sino una reflexión sobre las condiciones teológicas de posibilidad de esos gestos de arrepentimiento. De este modo, la reflexión teológica se convertirá en una ayuda para que estos actos, también en el ámbito de episcopados locales o de Iglesias particulares, puedan ser realizados de manera atenta y responsable para no herir la conciencia eclesial”. Por consiguiente, "la finalidad del texto [de la Comisión] no era […] someter a examen casos históricos particulares, sino esclarecer los presupuestos que funden el arrepentimiento relativo a las culpas pasadas" [12] .
3. Apuntes teológicos sobre la “petición de perdón”
La petición de perdón posee, más allá de los debates concretos y de la valoración histórica de las circunstancias particulares de los hechos, una enjundia eclesiológica notable, que merece la pena apuntar, aunque con brevedad. El que la Iglesia se reconozca como un sujeto histórico único tiene su fundamento último en la unidad del género humano y en los sutiles pero firmes vínculos que nacen de la unidad de naturaleza, trascendiéndola con implicaciones sobrenaturales. La Iglesia se reconoce como único sujeto por "el vínculo que une a unos y otros en el Cuerpo místico", según expresión de Juan Pablo II [13] .
a) En primer lugar, la petición de perdón por los antitestimonios expresa la idea –esencial para la eclesiología católica– de que los bautizados constituimos un solo "linaje", o sea, una sola familia o un solo pueblo, como recuerda San Pedro: “Linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido” (1 Ptr. 2,9). En caso contrario, no podría considerarse el pecado original como un verdadero pecado, es decir, un pecado estrictamente propio, verdaderamente tenido (por transmisión de naturaleza), aunque no cometido. En línea de máxima, la argumentación bíblica de que Cristo cargó con nuestros pecados (Hebr. 9,28 y Mt. 8,17, citando a Is. 53,4-6), se apoya en el hecho de que Cristo es de nuestro linaje (cfr. 2 Tim. 2,8). Si no hubiese sido realmente “uno de nosotros”, nosotros permaneceríamos todavía en nuestro pecado. Así pues, la unidad de linaje confiere a la Pasión “bajo Poncio Pilato” todo su valor soteriológico. Este es el tema que desarrolla ampliamente el apóstol San Pablo en la epístola a los Romanos, cuando establece una cierta simetría (evidentemente no una simetría perfecta) entre el primer Adán y el segundo Adán, el Adán pecador y el Adán redentor. Ambos son cabeza del género humano: por la transgresión de uno todos fuimos hechos pecadores, y por obra de uno solo hemos recibido gracia sobreabundante (Rom. 5,12-21).
Es obvio que el término "linaje" admite varias acepciones: en su sentido más lato, son del mismo linaje todos los hombres, por tener la comunidad de naturaleza, o sea, la estirpe de Adán; más restrictivamente, son del mismo linaje quienes pertenecen a la familia de Abraham, padre del pueblo elegido y padre de todos en la fe; estrictísimamente, son del mismo linaje (sería el significado elegido por San Pedro) quienes han recibido un común bautismo, y por él se han incorporado sacramentalmente a Cristo. En cualquiera de los tres sentidos, la Iglesia es un sujeto histórico único, pues propiamente y en su sentido teológico más preciso por Iglesia se entiende "la comunidad de los bautizados, inseparablemente visible y operante en la historia bajo la guía de los pastores y unificada en la profundidad de su misterio por la acción del Espíritu vivificante" [14] ; que, instituida por Cristo, empezó su andadura en Pentecostés.
b) En segundo lugar, la solidaridad de unos con otros, por encima del tiempo, no ya de todos con Adán (orden de naturaleza), sino con Abraham y principalmente con Cristo (orden de la elección y de la redención), constituye un tema bíblico recurrente. Citemos algunos casos. Abraham fue bendecido en sus descendientes, particularmente en el Mesías (Gen. 22,16-18); David edificó el "templo" (tipo de Cristo) en su hijo Salomón (1 Cro. 17,12); el mismo David purgó su pecado en el hijo adulterino que murió (2 Reg. 12,14); y por la soberbia de David, el pueblo israelita sufrió la peste (2 Reg. 24,1ss.). Ajab, arrepentido a última hora, recibió la condena en su sucesor (3 Reg. 21,29). María Santísima, por su humildad, será bendita por todas las generaciones (Lc. 1,48). Jesús mismo, camino del Gólgota, anunció un castigo terrible que se abatiría sobre una generación judía posterior (Lc. 23,28-31). San Pablo se angustió, sintiéndose solidario con su pueblo: “Os digo la verdad en Cristo, no miento, y conmigo da testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo, que siento gran tristeza y un dolor continuo en mi corazón, porque desearía yo mismo ser anatema de Cristo por mis hermanos, mis deudos según la carne, los israelitas, cuya es la adopción y la gloria, y las alianzas, y la legislación y el culto, y las promesas […]” (Rom. 9,1-3).
Muchos son los católicos que han intuido la misteriosa unidad del género humano y sus consecuencias. La humanidad, en efecto, constituye como un cuerpo viviente que supera las barreras de espacio y de tiempo. Mucho más, por tanto, si se contempla la humanidad en el plan salvífico general. Las consecuencias teológicas de este aserto son innumerables y de suma importancia. Por ejemplo: entre los teólogos proféticos de la evangelización fundante americana (Bartolomé de las Casas entre ellos) se lee con frecuencia que la “destrucción” demográfica de las Indias, especialmente dramática en las Antillas mayores, fue un castigo divino infligido a la metrópoli por el mal comportamiento de los conquistadores.
Refiriéndose en concreto a esta misteriosa solidaridad, y partiendo de ella como ocasión para pedir perdón, la cuarta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, celebrada en Santo Domingo, en 1992, declaró: “Los grandes evangelizadores defendieron los derechos y la dignidad de los aborígenes, y censuraron ‘los atropellos cometidos contra los indios en la época de la conquista’ [15] . […] Así, pues, ‘la Iglesia, que con sus religiosos, sacerdotes y obispos ha estado siempre al lado de los indígenas, ¿cómo podría olvidar en este V Centenario los enormes sufrimientos infligidos a los pobladores de este Continente durante la época de la conquista y la colonización? Hay que reconocer con toda la verdad los abusos cometidos debido a la falta de amor de aquellas personas que no supieron ver en los indígenas hermanos e hijos del mismo Padre Dios’ [16] . Lamentablemente estos dolores se han prolongado, en algunas formas, hasta nuestros días. Uno de los episodios más tristes de la historia latinoamericana y del Caribe fue el traslado forzoso, como esclavos, de un enorme número de africanos. En la trata de negros participaron entidades gubernamentales y particulares de casi todos los países de la Europa atlántica y de las Américas. El inhumano tráfico esclavista, la falta de respeto a la vida, a la identidad personal y familiar y a las etnias son un baldón escandaloso para la historia de la humanidad. Queremos con Juan Pablo II pedir perdón a Dios por este ‘holocasuto desconocido’ en el que ‘han tomado parte personas bautizadas que no han vivido según su fe’ [17] ” [18] .
La patrística y la catequesis bajomedieval y renacentista, inspirándose quizá en el Apocalipsis de San Juan [19] , intuyeron incluso una estrecha solidaridad entre el mundo humano y el mundo angélico. Las “sillas vacías” de la fiesta celestial, vacantes por la infidelidad de los demonios, serán cubiertas, poco a poco, por los hombres que se salven. Cuando se alcance el número de los elegidos, entonces cesará la historia. El juicio universal, tan bellamente descrito por Cristo y transmitido sobre todo por el evangelista San Mateo, constituye un prueba definitiva de que no somos mutuamente extraños en nuestra suerte, sino que, por el contrario, somos solidarios y corresponsables en Cristo, de todos nuestros actos: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer […] Señor, ¿cuándo te vimos hambriento […]? En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis […] (cfr. Mt. 25,31-46). Los relatos de la conversión de San Pablo se expresan con toda claridad: "Saule, Saule, quid me persequeris?" [20] . Nuestras actuaciones, incluso las inmanentes, tienen una repercusión social.
Los anteriores ejemplos, tanto bíblicos como patrísticos e históricos, que podrían multiplicarse, muestran una profunda e inequívoca solidaridad humana, por encima de las categorías espacio–temporales; o, para ser más exactos, una solidaridad humana posible por la unidad natural del género humano, y por la unidad de la Iglesia como sujeto histórico. Tal solidaridad traduce en categorías históricas la misteriosa unidad del Cuerpo místico, al tiempo que significa las bodas escatológicas del Cordero celestial con la Jerusalén celeste, “ataviada como una esposa se engalana para su esposo” (Apoc. 21,2). La Iglesia in terris es sacramento de la Iglesia in Patria, donde nadie se sentirá extranjero, es decir, donde los santos vivirán unidos y todo lo tendrán en común, llevando a la plenitud la experiencia de Pentecostés (Act. 2,4.9-12).
4. La Iglesia conoce la experiencia del pecado
La Comisión Teológica se plantea, en su documento, un tema que nos llevaría a una discusión muy compleja. Por ello, vamos a pasar como de puntillas, aunque no podemos orillarlo por completo.
El Romano Pontífice aludía a este asunto en su breve alocución del pasado día 12 de marzo, con motivo del rezo del Angelus. "El Año Santo es tiempo de purificación: la Iglesia es santa, porque Cristo es su Cabeza y su Esposo, el Espíritu es su alma vivificante, y la Virgen María y los santos son su manifestación auténtica. Sin embargo, los hijos de la Iglesia conocen la experiencia del pecado, cuyas sombras se reflejan en ella [en la Iglesia], oscureciendo su belleza. Por eso, la Iglesia no deja de implorar el perdón de Dios por los pecados de sus miembros". Es el tema clásico que la tradición cristiana ha leído en el pasaje del Cantar, desde San Ambrosio hasta nuestros días: "nigra sum sed formosa, filiae Ierusalem" (Cant. 1,5).
Sin embargo, puesto que la Iglesia es santa, como recuerda el Símbolo de la Fe, ¿cómo entender que sea santa y pecadora? He aquí una cuestión muy discutida en los años del Vaticano II [21] , que ahora ha retomado la Comisión Teológica Internacional, al distinguir entre "la santidad de la Iglesia y la santidad en la Iglesia. La primera, fundada en las misiones del Hijo y del Espíritu, […]" [22] ; y la segunda, inscrita en la respuesta que debe dar el bautizado con toda su existencia, alcanzando plenamente aquello que ya está incoado y que, de algún modo ya posee, por la consagración bautismal.
El pecado de los fieles, cuando no se comportan conforme a su dignidad de cristianos, salpica, de un modo misterioso pero real, a la Iglesia misma, que, aun siendo santa, ve afeado su rostro. La plenitud de la santidad, como recuerda Tomás de Aquino, aquí citado por la Comisión Teológica Internacional, "pertenece al tiempo escatológico; mientras [tanto] la Iglesia peregrinante no debe engañarse, afirmando estar libre de pecado" [23] .
5. Conclusiones
Veíamos, al comienzo de la disertación, que el Papa desea que uno de los signos característicos del jubileo del 2000 sea la purificación de la memoria histórica. Tal purificación deberá encaminarse, sobre todo, en dos direcciones: la petición de perdón por las faltas contra la unidad, cometidas por los cristianos en el segundo milenio de nuestra era, y el arrepentimiento por las violaciones y los pecados contra la libertad de las conciencias. Estamos, pues, en presencia de un acontecimiento religioso, y como tal debe enjuiciarse. No se trata, por tanto, de un juicio histórico, en el sentido técnico del término, aunque no puede prescindir de la información facilitada por las disciplinas históricas.
La petición de perdón pivota, a nuestro entender, sobre tres apoyos teológicos, que la hacen posible y auténtica, y la justifican: primero, la innegable implicación del tiempo, o mejor, del tiempo histórico, en el orden de la salvación; en segundo lugar, que la Iglesia se reconoce como un sujeto histórico único, desde el comienzo de los tiempos históricos hasta la parusía, muy particularmente entre la primera y segunda venida del Mesías; y tercero, y como consecuencia del presupuesto eclesiológico anterior, que el género humano constituye un linaje único, con estrechos vínculos solidarios entre sus miembros. Tales vínculos, fundados en la unidad de la naturaleza, tienen también, como consecuencia del decreto salvífico universal, profundas consecuencias en el orden sobrenatural. Tal solidaridad, indiscutible para el bien, como rezan el artículo de la fe sobre la comunión de los santos y los dogmas soteriológicos, debe afirmarse así mismo, aunque no con un perfecta simetría, con respecto del mal. Existe, pues, una cierta solidaridad de unos con otros en el orden del pecado, cosa que queda probada con la lectura de la Sagrada Escritura. San Pablo fue particularmente sensible a la corresponsabilidad para el bien y, en cierto sentido, también para el mal, estableciendo su conocida dialéctica entre el primer y el segundo Adán, el Adán pecador y Cristo.
Pedir perdón supone, en definitiva, contribuir a la aplicación subjetiva de la Redención operada por Cristo, librando a la humanidad de las responsabilidades de orden social o colectivo contraídas a lo largo de la historia. Implica purificar a los fieles con vistas a la parusía y a su ingreso en la Iglesia in Patria. En algún sentido, constituye como un adelanto del juicio final, pero todavía dentro de la historia, en el tiempo en que todavía se puede pedir perdón; porque, acabada la historia, ya nadie podrá merecer.
* Director del Instituto de Historia de la Iglesia, de la Universidad de Navarra, y miembro del Pontificio Comité de Ciencias Históricas.
[1] JUAN PABLO II, Bula Incarnationis Mysterium, de 29 de noviembre de 1998, nn. 11-13.
[2] Ibidem, n. 11.
[3] JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio millennio adveniente, de 10 de noviembre de 1994, n. 10.
[4] Ibidem, n. 17.
[5] Ibidem, n. 36.
[6] Ibidem, n. 35.
[7] Ibidem, n. 36.
[8] Declaraciones de Bruno Forte a Radio Vaticana, difundidas, vía internet, por la Agencia ZENIT (ZS99120108).
[9] Declaración del Cardenal Paul Poupard durante un debate sobre Giordano Bruno, dominico prófugo de su Orden, condenado a la hoguera por la Inquisición romana en el año 1600. Palabras tomadas de los resúmenes de prensa (“Diario de Navarra”, 4.02.2000).
[10] "Esta exhortación [Incarnationis Mysterium] ha suscitado en la comunidad eclesial una profunda y provechosa reflexión, que ha llevado a la publicación, en días pasados, de un documento de la Comisión Teológica Internacional, titulado Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas de pasado. Doy las gracias a todos los que han contribuido a la elaboración de este texto. Es muy útil para una comprensión y aplicación correctas de la auténtica petición de perdón, fundada en la responsabilidad objetiva que une a los cristianos, en cuanto miembros del Cuerpo místico, e impulsa a los fieles de hoy a reconocer, además de sus culpas propias, las de los cristianos de ayer, a la luz de un cuidadoso discernimiento histórico y teológico. En efecto, 'por el vínculo que une a unos y otros en el Cuerpo místico, y aun sin tener responsabilidad personal ni eludir el juicio de Dios, el único que conoce los corazones, somos portadores del peso de los errores y de las culpas de quines nos han precedido' [Incarnationis Mysterium, 11]. Reconocer las desviaciones del pasado sirve para despertar nuestra conciencia ante los compromisos del presente, abriendo a cada uno el camino de la conversión" (JUAN PABLO II, Homilía en la Santa Misa de la Jornada del perdón del Año Santo 2000, primer domingo de Cuaresma, 12 de marzo, n. 3).
[11] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Memoria y reconciliación: la Iglesia y las culpas del pasado, dado a conocer en el Vaticano, el 7 de marzo de 2000 por el Cardenal Joseph Ratzinger y el Cardenal Roger Etchegaray.
[12] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Memoria y reconciliación…, Introducción.
[13] Bula Incarnationis Mysterium, n. 11.
[14] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Memoria y reconciliación…, Introducción. Aquí, la Comisión Internacional remite a LG 8.
[15] Juan Pablo II, Mensaje a los indígenas, de 12 de octubre de 1992, n. 2.
[16] Ibidem.
[17] ID., Discurso en la Isla de Gorea, Senegal, el 21 de febrero de 1992; Mensaje a los afroamericanos, Santo Domingo, 12 de octubre de 1992.
[18] Santo Domingo. Conclusiones, n. 20.
[19] “¿Hasta cuándo, Señor, Santo, Verdadero, no juzgarás y vengarás nuestra sangre en los que moran sobre la tierra? (Es la súplica de los mártires) Y a cada uno le fue dada una túnica blanca, y les fue dicho que estuvieran callados un poco de tiempo aún, hasta que se completara el número de sus consiervos y hermanos, que también habían de ser muertos como ellos” (Apoc. 6, 10-11).
[20] Act. 9,4 y paralelos: Act. 22,7; 26,14.
[21] "Santa […] y siempre necesitada de purificación" (LG 8).
[22] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, Memoria y reconciliación…, cit., n. 3.2.
[23] Ibidem,3.3.
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