Traducción del italiano hecha por la redacción de Almudí
1. (Se omite el saludo)... vuestra actividad judiciaria, como ha subrayado Mons. Decano, hace referencia sobre todo a las causas de nulidad del matrimonio. En esta materia, junto a los otros tribunales eclesiásticos y con una función especialísima entre ellos, subrayada por mí en la Pastor Bonus (cfr. art. 126) constituís una manifestación institucional específica de la solicitud de la Iglesia en el juzgar, con verdad y justicia, la delicada cuestión concerniente a la existencia o inexistencia de un matrimonio.
Tal función de los Tribunales en la Iglesia se realiza, como contribución imprescindible, en el contexto de toda la pastoral matrimonial y familiar. Por ello la óptica de la pastoralidad requiere un constante esfuerzo de profundización en la verdad sobre el matrimonio y la familia, también como condición necesaria para la administración de la justicia en este campo.
2. Las propiedades esenciales del matrimonio -la unidad e indisolubilidad (cfr. CIC, can. 1056; CCEO, can. 776 &3)- ofrecen la oportunidad para una provechosa reflexión sobre el mismo matrimonio. Por ello, hoy, reenlazando con cuanto he tratado en mi Discurso del año pasado sobre la indisolubilidad (cfr AAS, 92 (2000), pp. 350-355), deseo considerar la indisolubilidad como un bien para los esposos, para los hijos, para la Iglesia y para toda la humanidad.
Es importante la presentación positiva de la unión indisoluble para redescubrir el bien y la belleza. Ante todo, es necesario superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la libertad de los contrayentes, y por tanto como un peso que en algún momento puede resultar insoportable. La indisolubilidad, desde esta concepción, es considerada como ley extrínseca al matrimonio, como "imposición" de una norma contra las "legítimas" expectativas de una realización posterior de la persona. A esto se añade la idea bastante difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio de los creyentes, pero que ellos no pueden pretender "imponerlo" a la sociedad civil en su conjunto.
3. Para dar una válida y exhaustiva respuesta a este problema conviene partir de la palabra de Dios. Pienso concretamente en el pasaje del Evangelio de Mateo que refleja el diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus discípulos, sobre el divorcio (cfr. Mt. 19, 3-12). Jesús supera radicalmente la discusión de entonces sobre los motivos que podían autorizar el divorcio, afirmando: «Por la dureza de vuestros corazones Moisés permitió repudiar a vuestras mujeres, pero en el principio no fue así» (Mt 19, 8).
Según la enseñanza de Jesús, es Dios el que ha unido en el vínculo conyugal al hombre y a la mujer. Ciertamente tal unión tiene lugar a través del libre consentimiento mutuo, pero tal consentimiento humano se da sobre un diseño que es divino. En otras palabras, es la dimensión natural de la unión, y más concretamente la naturaleza del hombre plasmada por Dios mismo, lo que lleva a encontrar la indispensable clave de lectura de las propiedades esenciales del matrimonio. Su refuerzo ulterior en el matrimonio cristiano a través del sacramento (cfr. can. 1056) se apoya sobre un fundamento de derecho natural, que si desaparece resultaría incomprensible la misma obra salvífica y la elevación que Cristo ha obrado de una vez y para siempre en lo que se refiere a la realidad conyugal.
4. A este divino diseño natural se han unido innumerables hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares, también antes de la venida del Salvador, y así se han unido después de su venida tantos otros aún sin saberlo. Su libertad se abre al don de Dios, ya sea en el momento de casarse o durante todo el arco de tiempo de la vida conyugal. Siempre subsiste, sin embargo, la posibilidad de rebelarse contra aquel diseño de amor: se representa entonces aquella "dureza de corazón" (cfr, Mt 19, 8) por la cual Moisés permite el repudio, pero que Cristo ha vencido definitivamente. Es necesario responder a tales situaciones con el humilde coraje de la fe, de una fe que sostiene y corrobora la misma razón, para situarla en grado de poder dialogar con todos en la búsqueda del verdadero bien de la persona humana y de la sociedad. Considerar la indisolubilidad no como una norma jurídica natural sino como un simple ideal, vacía el sentido de la inequívoca declaración de Jesucristo, que ha rechazado totalmente el divorcio porque "en el principio no fue así" (Mt 19,8).
El matrimonio «es» indisoluble: esta propiedad expresa una dimensión de su mismo ser objetivo, no es un mero hecho subjetivo. Como consecuencia, el bien de la indisolubilidad es el bien del mismo matrimonio; y la incomprensión de la índole indisoluble constituye la incomprensión del matrimonio en su esencia. En consecuencia, el «peso» de la indisolubilidad y los limites que ello comporta para la libertad humana no son otra cosa que el reverso, por así decir, de la medalla frente al bien y la potencialidad insertadas en el instituto matrimonial en cuanto tal. Desde esta perspectiva, no tiene sentido hablar de «imposición» por parte de la ley humana, porque ésta debe reflejar y tutelar la ley natural y divina, que es siempre verdad liberadora (cfr. Jn 8, 32).
5. Esta verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio como todo el mensaje cristiano, está destinado a los hombres y a las mujeres de todo tiempo y lugar. A fin de que esto se realice, es necesario que tal verdad sea testimoniada desde la Iglesia y, en particular, desde cada familia como "iglesia doméstica", en la cual marido y mujer se reconocen mutuamente vinculados para siempre, con un ligamen que exige un amor siempre renovado, generoso y pronto al sacrificio.
No hay que rendirse a la mentalidad divorcista: lo impide la confianza en los dones naturales y sobrenaturales dados por Dios al hombre. La actividad pastoral, debe sostener y promover la indisolubilidad. Los aspectos doctrinales son transmitidos, aclarados y defendidos, pero son aún más importante las acciones coherentes. Cuando una pareja atraviesa una dificultad, la comprensión de los Pastores y de los otros fieles debe estar unida a la claridad y fortaleza para recordar que el amor conyugal es la vía para resolver positivamente la crisis. Precisamente porque Dios los ha unido mediante un ligamen indisoluble, marido y mujer, empleando con buena voluntad todos los medios humanos, pero sobre todo, fiándose de la ayuda de la gracia divina, pueden y deben salir renovados y fortalecidos de los momentos de desconcierto.
6. Cuando se valora el papel del derecho en las crisis matrimoniales, demasiado a menudo se piensa casi exclusivamente en los procesos que sancionan la nulidad matrimonial o la disolución del vínculo. Tal mentalidad se extiende también en ocasiones al Derecho canónico, que aparece de este modo, como la vía para encontrar la solución de conciencia a los problemas matrimoniales de los fieles. Esto tiene su parte de verdad, pero estas eventuales soluciones deben ser examinadas de modo que la indisolubilidad del vínculo, cuando resultara válidamente contraído, continúe siendo salvaguardada. La actitud de la Iglesia es por tanto, favorable a convalidar, si es posible, los matrimonios nulos (cfr CIC, can. 1676; CCEO, can. 1362). Es cierto que la declaración de nulidad matrimonial, adquirida de cuerdo con la verdad a través de un proceso legítimo, conlleva la paz a las conciencias, pero tal declaración -y lo mismo vale para la disolución del vínculo del matrimonio rato y no consumado y para el privilegio de la fe- debe ser presentada y activada en un contexto eclesial profundamente a favor del matrimonio indisoluble y de la familia sobre él fundada. Los mismos cónyuges deben ser los primeros en comprender que sólo en la leal búsqueda de la verdad se encuentra su verdadero bien, sin excluir a priori la posible convalidación de una unión que, aún no siendo todavía matrimonial, contiene elementos de bien, para ellos y para los hijos, que tienen que ser valorados en conciencia antes de tomar una decisión distinta.
7. La actividad judicial de la Iglesia, que en su especificidad y también como actividad verdaderamente pastoral, se inspira en el principio de indisolubilidad del matrimonio y tiende a garantizar la efectividad dentro del Pueblo de Dios. En efecto, sin los procesos ni las sentencias de los tribunales eclesiásticos, la cuestión sobre la existencia o inexistencia de un matrimonio indisoluble en los fieles vendría relegada a la sola conciencia de los mismos, con el riesgo evidente de subjetivismo, especialmente cuando en la sociedad civil hay una profunda crisis sobre la institución del matrimonio.
Cada sentencia justa de validez o nulidad del matrimonio es una aportación a la cultura de la indisolubilidad tanto en la Iglesia como en el mundo. Se trata de una contribución muy relevante y necesaria: en efecto, ello se sitúa en un plano inmediatamente práctico, dando certeza no sólo a las personas singulares afectadas sino también a todos los matrimonios y las familias. En consecuencia, la injusticia de una declaración de nulidad, opuesta a la verdad de los principios normativos o de los hechos, reviste una particular gravedad, porque su ligazón oficial con la Iglesia favorece la difusión de posturas en las que la indisolubilidad se sostiene con las palabras pero que se oscurece con la vida.
A veces, en estos años, se ha enfrentado el tradicional favor matrimonii al favor libertatis o favor personae. En esta disputa, es obvio que el tema de fondo no es otro que el de la indisolubilidad, pero la contraposición es todavía más radical en cuanto que concierne a la verdad misma sobre el matrimonio, relativizada más o menos abiertamente.. En contra de la verdad de un vínculo conyugal no es correcto invocar la libertad de los contrayentes que, al asumirlo libremente se han comprometido a respetar las exigencias objetivas de la realidad matrimonial, la cual no puede ser alterada por la libertad humana. La actividad judicial debe por tanto inspirarse en un favor indissolubilitatis, el cual obviamente no significa un prejuicio contra la justa declaración de nulidad, sino la convicción operativa sobre el bien en juego en los procesos, unida al optimismo siempre renovado que proviene del índole natural del matrimonio y del sostenimiento del Señor a los esposos.
8. La Iglesia y cada cristiano deben ser luz del mundo: «Alumbre así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5, 16). Estas palabras de Jesús encuentran hoy una singular aplicación en relación con el matrimonio indisoluble. Podría parecer que el divorcio está tan enraizado en ciertos ambientes sociales, que casi no valga la pena continuar combatiéndolo, difundiendo una mentalidad, una conducta social y una legislación civil a favor de la indisolubilidad. No vale la pena! En realidad este bien se sitúa de manera propia en la base de entera sociedad, como condición necesaria para la existencia de la familia. Por tanto su ausencia tiene consecuencias devastadoras, que se propagan dentro del cuerpo social como una plaga -según la terminología usada por el Concilio Vaticano II para describir el divorcio (cfr. Gaudim et Spes, n. 47)-, e influyen negativamente sobre las nuevas generaciones frente a las cuales aparece oscurecida la belleza del verdadero matrimonio.
9. El esencial testimonio sobre el valor de la indisolubilidad se hace valer mediante la vida matrimonial de los cónyuges, en la fidelidad a su vínculo al atravesar las alegrías y las pruebas de la vida. El valor de la indisolubilidad no puede ser mantenido como el objeto de una mera elección privada: Esto hace referencia a un punto capital para la entera sociedad. Y por tanto, mientras son dignas de encomio tantas iniciativas que los cristianos junto con otras personas de buena voluntad promueven para el bien de la familia (p. e. La celebración de los aniversarios de bodas), se debe evitar el peligro del permisivismo en cuestiones de fondo concernientes a la existencia del matrimonio y de la familia (cfr. Carta a las familias, n. 17).
Entre tales iniciativas no pueden faltar las que se dirijan al reconocimiento público del matrimonio indisoluble en los ordenamientos jurídicos civiles (cfr. Ibid, n. 17). A la oposición decidida a todas las medidas legales y administrativas que introduzcan el divorcio o que equiparen al matrimonio las uniones de hecho, por supuesto las de homosexuales, se debe acompañar de una disposición positiva, mediante procedimientos jurídicos tendentes a mejorar el reconocimiento social del verdadero matrimonio en el ámbito de los ordenamientos que por desgracia admiten el divorcio.
Por otra parte, los operadores del derecho en el terreno civil deben evitar estar personalmente envueltos en lo que pueda implicar una cooperación al divorcio. Para los jueces esto puede resultar difícil, porque los ordenamientos no reconocen una objeción de conciencia para eximirles de dictar sentencia. Por graves y proporcionados motivos pueden por tanto actuar según los principios tradicionales de la cooperación material al mal. Pero también ellos deben encontrar medios eficaces para favorecer las uniones matrimoniales, sobre todo mediante una labor de conciliación sabiamente llevada.
Los abogados como profesionales liberales, deben siempre declinar el ejercicio de su profesión para una finalidad contraria a la justicia como es el divorcio; únicamente pueden colaborar a una acción en ese sentido, cuando aquella, en la intención del cliente, no se dirija a la rotura del matrimonio, sino a otros efectos legítimos que sólo mediante la vía judicial se pueden obtener en un determinado ordenamiento (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2383). De este modo, con su trabajo de ayuda y pacificación de las personas que atraviesan crisis matrimoniales, los abogados sirven verdaderamente a los derechos de las personas, y evitan llegar a ser meros técnicos al servicio de cualquier interés. (Se omite el párrafo final)
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