San José, modelo de cristianos
Michel Gasnier
Los silencios de San José, Cuadernos Palabra, nº 67, Palabra, Madrid 1980, cap. 30
Recurrimos a ti en nuestras tribulaciones, bienaventurado José... a fin de que, sostenidos por tu ejemplo y tu ayuda, podamos vivir santamente... (Oración de León XIII a San José). Nuestros antepasados, sabiendo quizá mejor que nosotros que Dios no es extraño a ningún detalle, por pequeño que sea, de nuestro destino, se entretuvieron en estudiar el nombre de José, observando que todas las letras que lo constituyen son iniciales de virtudes primordiales del Santo: J, de justicia, O, de obediencia, S, de silencio, E, de experiencia, P, de prudencia y H, de humildad. Tal vez nos sintamos tentados a sonreír ante este candor que busca signos providenciales hasta en las letras de un nombre, pero hay que reconocer que esas virtudes caracterizaron, en efecto, el alma de José, tal como la tradición cristiana las refiere y enumera.
Todas las perfecciones evangélicas coexisten en su alma en admirable equilibrio, bajo el signo de una serenidad que se nos muestra como emanación de la divina Sabiduría.
La primera de las virtudes que colocó en su vida en un lugar de honor fue la obediencia. Siempre que el Evangelio nos habla de él es para mostrárnoslo en el ejercicio de la misma: Así pues, levantándose, hizo todo lo que Dios le había significado. «Levantarse», en el vocabulario de la Biblia, expresa la prontitud, la docilidad y la energía con que uno se entrega a la tarea que acaba de serle asignada.
José se nos aparece, pues, como el servidor que Dios conduce fácilmente, como el centurión del Evangelio al que se le dice «Ve», y él va, «Ven», y él viene, «Haz esto», y lo hace. Los hombres aún no conocían el Padrenuestro y ya José había pronunciado su frase central: «Padre, hágase tu voluntad». Había comprendido que, para los seres creados, la verdadera sabiduría consiste en vivir de acuerdo con su Creador, a semejanza del Hijo de Dios, que al venir a este mundo se ofreció en oblación: Aquí estoy, Padre, para hacer tu voluntad. Así, a cada consigna del cielo, se entrega a su cumplimiento como un niño, es dócil a todas sus llamadas, rápido en responder a todos los trabajos, a todas las pruebas, a todos los sacrificios. Ha puesto toda su vida en manos de Dios: está siempre a la escucha, al acecho de sus mandatos. No sabe adónde le conduce Dios, pero le basta con saberse conducido por él. Jamás desfallece en su misión. No regatea, no tergiversa, no objeta nada, no pide explicaciones. No se irrita, no se queja cuando se le trata aparentemente sin miramientos y sólo se ve iluminado en el último momento. No retarda el momento de entregarse. Va hasta el fin en el cumplimiento de su deber sin dejarse intimidar por nada.
La obediencia es propia de almas fuertes y humildes. Sólo Dios podría medir la profundidad de la humildad de José. Se sabía incomparablemente privilegiado por Dios, en razón de su misión, y, sin embargo, no se siente aplastado por la grandeza de su vocación, como tampoco piensa en envanecerse o en reservarse un puesto en el gran misterio de la Encarnación que domina la Historia; ni siquiera utiliza su título de padre adoptivo del Hijo de Dios para destacarse y subirse en un pedestal. Allí donde otros hubiesen caído en el orgullo, él, que tan a menudo ha meditado el Magníficat de su esposa, se abaja más y más. En todo lo bueno que descubre en él no ve más que un don gratuito de Dios y de su liberalidad. Sólo se distingue de los demás por su profunda modestia y su discreción total. Más todavía que Isabel, se dice: ¿De dónde me viene la dicha que supone el que mi Dios y su Madre se dignen habitar en mi casa? Y más también que Juan Bautista, añade: Es menester que Jesús crezca y yo disminuya.
Pone todo su empeño en servir a los designios de Dios y lo hace sin agitación, sin ruido, en un silencio tal que el Evangelio no nos transmite una sola palabra suya. En todas las situaciones singulares en que Dios le pone, permanece silencioso y tranquilo. Sabe que la tarea de un servidor no consiste en hablar, sino en escuchar la voz de quien le manda, y que el silencio es el ambiente propio de una vida que busca estar unida a Dios, conservar el contacto con él.
No tenemos por qué lamentar no conocer ninguna palabra de José, pues su lección y su mensaje son precisamente su silencio. Se sabe depositario del secreto del Padre Eterno y, para mejor guardarlo sin que nada se transparente, se envuelve él mismo en el secreto; no quiere que se vea en él más que un obrero que trabaja duro para ganarse el pan, temiendo que sus palabras obstaculicen la manifestación del Verbo.
Su desaparecer silencioso no expresa tan solo su aceptación de los designios divinos; es también un rendido homenaje a las magnificencias de Dios, la expresión de su asombro frente a lo que ha querido hacer de él, un pobre hombre que nada merece. Se reconoce tan repleto de dones que sólo el silencio le parece digno de sus acciones de gracias. Las palabras le faltan para expresar su anonadamiento ante el misterio que se desarrolla en su casa. Necesita un recogimiento cada vez más profundo para meditar todas las gracias cuyo recuerdo guarda en su corazón.
Hay quien no ve en José, el silencioso, más que un pobre santo arcaico que vivió hace dos mil años en un oscuro pueblo y que no tiene nada que enseñar a los hombres de hoy. La realidad es, por el contrario, que muestra a nuestra época --la cual no brilla precisamente por su modestia y su sumisión-- las enseñanzas más urgentes y necesarias. Ningún modelo con más verdadera grandeza. Actualmente no se estima más que la agitación, el ruido, el oropel, el resultado inmediato. Falta fe en las ventajas y la fecundidad del retiro, del silencio, de la meditación; esas virtudes primordiales no aparecen ya más que como prácticas periclitadas, esfuerzos perdidos para el progreso del mundo. Se rechaza todo lo que contraría un vulgar aburguesamiento. Todo contribuye en nuestros días, a exaltar la independencia de la persona humana y a reivindicar unos pretendidos derechos. El gran sueño de muchos hombres es tener un nombre y cubrirse de oropeles, obtener distinciones, subirse a un estrado, tener una situación que obligue a los demás a inclinarse ante ellos.
José nos enseña que la única grandeza consiste en servir a Dios y al prójimo, que la única fecundidad procede de una vida que, desdeñando el brillo y las hazañas pendencieras, se aplica a realizar consciente y amorosamente su deber, por humilde que sea, sin buscar otra compensación que agradar a Dios y someterse a sus designios, no teniendo otro temor que no servir bastante bien. Servidor por excelencia es aquel que, olvidándose de sí mismo, no vive más que para la gloria de su Señor y organiza toda su existencia en función de esa gloria. No busca una actividad incesante, porque es dentro de su alma donde no cesa de crecer su amor, siempre a la escucha de la voluntad divina, en espera de la menor indicación para actuar.
El mensaje de José es una llamada a la primacía de la vida interior, de la contemplación sobre la acción exterior y la agitación; nos habla de la urgencia de la abnegación, fundamento indispensable de toda fecundidad.
Nos enseña, finalmente, que lo esencial no es parecer, sino ser; no es estar adornado de títulos, sino servir, vivir la vida bajo el signo del querer divino y la busca de la gloria de Dios.
Sobre la santidad incomparable de José, fulgurante de esplendores ocultos, planean las palabras que pronunció Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a los sabios y prudentes y se las has revelado a los humildes (Mt 11,25).
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