José de Nazaret, el hombre de confianza
Palabra, col. Cuadernos Palabra, nº 38,
Madrid 1981, 3ª ed., cap. 1
¿No es pretencioso situar a San José en el centro de la historia del mundo? En realidad, ¿qué sabemos de él? Podríamos decir, empleando conceptos de hoy, que su documento de identidad no contiene ningún dato interesante. No se sabe ni el lugar ni la fecha de su nacimiento. No ha dejado ningún escrito ni ninguna obra de arte. No se cita ninguna palabra suya. Los autores clásicos y los historiadores contemporáneos suyos no hacen ninguna alusión a su persona. Todo lo que se sabe está contenido en algunos versículos de los Evangelios, a lo más, una docena. Sin embargo, hay que afirmar que San José está en el centro de nuestra historia humana, y que está jugando en ella un papel de primera importancia. En apariencia, lo que hizo es bien poca cosa, en comparación con los grandes conductores de pueblos y constructores de imperios. Ni siquiera queda absolutamente nada de lo que hizo, ni un mueble, ni un objeto, ni un edificio. Pero ha dejado algo mejor: del taller de este artesano salió quien construye el universo, quien, día a día, modela un mundo nuevo: Cristo Jesús.
Lo importante en la existencia de San José no es lo que realizó, sino lo que Dios hizo por él, con él y a través de él. Las consecuencias de esto duran todavía y durarán eternamente. El Señor confió a San José la Virgen María, la que iba a dar al mundo el Hijo mismo de Dios. Aceptando ligar su vida a la de María por unos esponsales, José entraba en el gran misterio del Verbo Encarnado y de su Iglesia. De su hogar modesto, en una ciudad sin historia, en un país bajo ocupación extranjera, salió una llama que no ha terminado de alumbrar y de abrasar el Universo.
José no es el centro del mundo, evidentemente. Tampoco es el centro de interés de toda la historia de los pueblos. Por lo demás, ¿dónde se encuentra el centro de gravedad de nuestro Universo? Nuestra tierra no es más que un grano de polvo en nuestra galaxia. ¿Quién podrá decir el número de estrellas y de planetas que gravitan en la inmensidad del cielo? Tanto si consideramos los que son infinitamente grandes, como si consideramos los que son infinitamente pequeños, tocamos lo que no tiene límites perceptibles. Hay que remontarse hasta Dios. Él es el centro de todo, la causa y el fin de todo.
Pero Dios es amor. El centro real de nuestro universo es el amor. Nuestro centro se encuentra en el mismo corazón de Dios, es su Hijo, Jesucristo. San Pablo nos lo afirma: «Es la imagen del Dios invisible, engendrado antes de toda criatura: pues por él fueron creadas todas las cosas en los cielos, y en la tierra, las visibles, y las invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades: todas las cosas fueron creadas por Él mismo y en atención a Él mismo; Él tiene ser ante todas las cosas, y todas ellas subsisten por Él. Y Él es la cabeza del cuerpo de la Iglesia, y el principio, el primero a renacer de entre los muertos» (Col 1,15-19).
Dado que todo ha sido creado en atención a Cristo, El es con toda verdad la piedra clave de todo el cosmos; es el punto central sobre el que todo reposa y hacia el que todo converge: el pasado, el presente, y el futuro. La venida del Hijo de Dios a nuestra tierra es verdaderamente el hecho capital de la historia; es el punto de partida y el punto de llegada. La explicación nos la da San Juan: Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado su Hijo único (Jn 3,16). Para llevar a cabo este gran designio de amor, Dios quiso servirse de María y de José, no como si fueran simples figurantes, sino como testigos conscientes y al mismo tiempo actores responsables y libres.
Podemos, pues, afirmar que María y José se encuentran real y verdaderamente, cada uno a su manera, en el centro de la historia de la salvación. Los dos están inseparablemente unidos a la venida del Hijo de Dios entre nosotros. Esta venida de Dios entre nosotros es la gran ocupación de los siglos: todo lo que la precede prepara esta venida, todo lo que la sigue, y la seguirá, se ilumina por ella. Jesús dirá: Yo soy la luz del mundo (Jn 8,12). José y María son las personas que más se han acercado a esta luz. Incluso están tan cerca de ella que hay el peligro de no verles bien, por la intensidad de esa luz.
¿Por qué ha escogido Dios nuestra tierra para colocar en ella al hombre, al que creó libremente a su imagen y semejanza? Ése es el secreto de su amor. Pero todavía miraba hacia un designio más maravilloso: el de dar su propio Hijo, eterno e infinito como Él, para que fuera el jefe y la cabeza de una humanidad renovada. Preparó largamente este designio, escogió un pueblo, una región, una familia, una fecha y, cuando los tiempos se cumplieron, realizó magníficamente lo que había preparado.
El Evangelio nos cuenta en pocas palabras este gran acontecimiento: Envió Dios al Ángel Gabriel a Nazaret, ciudad de Galilea, a una Virgen desposada con un hombre de la casa de David, llamado José, y el nombre de la Virgen era María (Lc 1,26). El Espíritu Santo interviene y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). La habitación del Verbo de Dios es María, la esposa de José. Ella es la mujer revestida de sol (Ap 12,1). Ella reviste con nuestra carne la Luz increada y por ese hecho ella se hace toda luminosa.
Llevando en sí al Hijo de Dios, María se convierte en el centro de interés del mundo entero. Dios se inclina hacia Ella, pues de Ella depende el desarrollo armonioso del cuerpo de su Cristo. ¡Qué responsabilidad la de la Virgen ante Dios y ante el mundo entero! En una fiesta de Pentecostés, San Bernardo explica a sus monjes que el seno de María se convirtió en «el centro del mundo». Explica: «Efectivamente, hacia María, como hacia el centro, como hacia el arca de Dios, como hacia la razón de ser de las cosas, como hacia la ocupación de los siglos, vuelven sus miradas quienes están en el cielo y quienes están en los abismos, nosotros, nuestros antecesores y nuestros sucesores... Madre de Dios, Soberana del mundo, Reina del cielo, ... hacia ti se vuelven los ojos de la creación entera, pues en ti, por ti, de ti, el Todopoderoso ha recreado con su mano delicada todo lo que ya había creado» (Pent. 2,4).
La Virgen María es el centro del mundo sólo en función de lo que Dios ha hecho en ella y por ella. Sólo tiene interés para nosotros en razón de su cooperación en el misterio del Verbo encarnado y de su Iglesia. Igual sucede con San José. Su historia no nos concernería de ningún modo, si no estuviese absolutamente ligada a María y a Jesús. No debemos separar lo que Dios ha unido. Dios no ha colocado a José simplemente junto al misterio, sino que le ha hecho entrar en su interior. Esta participación en el misterio del Verbo encarnado sitúa a San José, como a la Virgen María, en el centro de la historia del mundo.
Escuchando el Evangelio es como podemos descubrir la verdadera fisonomía de San José. No basta una mirada superficial. Correríamos el riesgo de no ver en San José más que un personaje de segundo o tercer orden. Nos parecería que estaba allí para guardar las apariencias, para los quehaceres materiales y para completar el decorado. Un estudio serio del Evangelio es necesario aunque es insuficiente. No debe faltar nunca la penetración y el buen sentido, pero el Evangelio no es un texto que basta con analizar científicamente, pues es palabra viva destinada a iluminamos y a alimentarnos hoy. A la lectura y a la reflexión hay que añadir la oración y la docilidad de espíritu y de corazón. Es preciso ponerse a la escucha de la palabra divina por medio de una lectura que sea oración.
¿Qué nos dice el Evangelio acerca de San José? Materialmente, poca cosa, espiritualmente nos dice maravillas. Por él empieza el Evangelio, pues es él el heredero de las promesas que Dios ha hecho, a lo largo de los siglos, a propósito del Mesías que sería enviado. Él es quien, en cuanto heredero de David, transmite a Cristo la herencia prometida a David y a su descendencia para siempre. Es testigo y garante de la realización de esta promesa.
San Mateo, el primer Evangelista, comienza su relato con estas palabras: Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (Mt 1,1). Esta genealogía, que arranca del gran Patriarca Abraham, se termina en José. Después de él, el Evangelio no menciona a ningún hijo de David. Todo se ha realizado por Cristo, Hijo de María, la esposa de José. La larga lista de los Patriarcas puede parecer cansina, por la repetición de la palabra «engendró», es decir, «tuvo por hijo», que se repite treinta y nueve veces: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, y así sigue.
Con San José, todo cambia. La fórmula estereotipada cesa y ya no se repite más; otra fórmula la sustituye, que no será jamás repetida, pues basta por sí misma: José, el esposo de María, de la que nació Jesús, que se llama Cristo (Mt 1,16). Esta corta frase es de una importancia capital; sitúa en plena luz la persona de José, así como su misión. Él es hijo de David; él es el último de la serie; después de él, ya no hay más que un hijo de David, el Hijo por excelencia: Jesucristo. María, por su matrimonio con José, da al Hijo que ha concebido del Espíritu Santo una ascendencia davídica. De esta manera se cumplen todas las profecías.
Demasiado deprisa pasamos habitualmente por esta página del Evangelio según San Mateo. Sin embargo, tiene una importancia muy grande para discernir el lugar que Dios ha dado a José en el misterio de nuestra renovación. Las primeras palabras son desconcertantes: Genealogía de Jesucristo. El Hijo de Dios acepta tener una genealogía humana, y esta genealogía no es otra más que la de San José. ¿Se puede estar más unido a una persona que teniendo la misma genealogía que ella? San Mateo podía haber escrito perfectamente genealogía de José, hijo de David, igual que escribió genealogía de Jesucristo, hijo de David.
Esta situación de José es única en su género. El Altísimo nos afirma, puesto que el Evangelio está inspirado por él, que la ascendencia humana del Verbo encarnado es la misma que la de José. Esta identidad, y no simple semejanza, introduce a San José en lo más íntimo del misterio de la Encarnación y de la Redención. Esta genealogía, que resume lo que nosotros llamamos «historia santa», no contiene sólo personas dignas de elogio; lejos de eso; el que vino a borrar todos los pecados, y los pecados de todos, quiso tener pecadores y pecadoras entre sus antepasados.
Esta historia es santa en cuanto que es el anuncio de la llegada a nuestro mundo de la santidad en persona, el Cristo Jesús. Esta historia es única; está hecha de intervenciones divinas de promesas magníficas y de severas amenazas. La finalidad de todo ello era mantener al pueblo de Dios en su verdadera vocación, la de preparar la venida del Hijo de Dios. La alianza divina había sido llevada a cabo con Abraham, después más particularmente con David: he hecho alianza con mi elegido, he jurado a David, mi siervo: afirmaré por siempre tu prole (Sal 88,4).
Los hechos no tardaron en desmentir esta promesa. Apenas murió el primer sucesor de David, Salomón, el país se dividió y sucesivamente fue invadido por los asirios, los caldeos, los persas, los griegos y finalmente los romanos. Salvo algunas excepciones, la familia de David no figura en todos estos avatares de una manera especial. Ninguno de sus descendientes se destaca en la exaltación patriótica y religiosa del tiempo de los Macabeos. Cuando llegó el cumplimiento de los tiempos, la familia de David es ignorada. Ninguno de sus miembros tiene una influencia religiosa, política o social. La Judea tiene un rey, Herodes, pero no desciende de David, ni siquiera es judío. Todo lo referente a las bellas promesas hechas a David parece haber terminado... Entonces es cuando todo comienza.
El Señor se preparó una tienda con el fin de poder habitar en nosotros. Viene en medio del silencio y de la oscuridad, sin entorpecer a nadie. Solicita hospitalidad en un seno virginal y el calor de dos corazones que se aman. La hija de Israel da a luz al Hijo de Dios; José, heredero de David, acoge en su casa al Hijo y a la Madre.
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Verdad y libertad |
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El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
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