Iniciación a la Teología
Rialp 2000, cap. IV, pp. 87-117
1. La Iglesia como unidad indisoluble de culto, doctrina y gobierno pastoral.- 2. El oficio de Magisterio doctrinal.- 3. Quiénes ejercen el magisterio en la Iglesia.- 4. Funciones que realiza el Magisterio en la vida de la Iglesia.- 5. Magisterio y desarrollo de la doctrina cristiana.- 6. Los documentos magisteriales y su valor de enseñanza y orientación.- 7. Calificaciones de las proposiciones doctrinales.- 8. Magisterio y teología.
l. La Iglesia como unidad indisoluble de culto, doctrina y gobierno pastoral
En la Iglesia viven, como aspectos hondamente relacionados de su ser, un culto, una doctrina y un gobierno. Son las tres dimensiones que, inseparables unas de otras, forman la Iglesia de Jesucristo tal como se manifiesta y despliega de modo visible en el mundo. Culto, doctrina y gobierno pastoral no aparecen como sumandos de un resultado final. Porque los sumandos pueden ser mutuamente extrínsecos y mantener una relación simplemente externa. Estos tres aspectos son esenciales en la vida de la Iglesia, y cada uno de ellos implica a los demás. Podría decirse que se relacionan entre sí como el alma y el cuerpo lo hacen en el ser humano.
Bajo el culto se incluye el elemento orante de la Iglesia, que refleja la relación espiritual y religiosa con Dios, hecha de adoración, impetración, petición de perdón y acción de gracias. El culto se manifiesta en la oración de los cristianos y de la Iglesia misma, y se despliega de modo perfecto cara a Dios en la liturgia pública de la comunidad eclesial. En la Liturgia celebramos el misterio cristiano, que confesamos en el Credo y vivimos en los mandamientos de la ley divina. «En la Liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente revelada y comunicada: el Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la Creación y de la Salvación; en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por Él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo» [CEC, 1082].
La oración y el culto litúrgicos son inseparables de la doctrina cristiana, que se resume en los Credos de la Iglesia, se enseña con autoridad por el Papa y los Obispos en comunión con él, y se desarrolla en el tiempo con ayuda del oficio que desempeñan los teólogos. El Credo equivale a la identidad doctrinal de la Iglesia, algo que ésta no puede alterar ni descuidar sin negarse a sí misma.
Vinculado al culto y a la doctrina se encuentra el gobierno pastoral de los fieles cristianos, que forman un cuerpo visible en el mundo, y necesitan orientaciones y normas de conducta que les ayuden a vivir el Evangelio en la sociedad donde habitan. El gobierno de los fieles cristianos que ejercen los pastores de la Iglesia no puede responder a criterios e ideas meramente temporales. Está dirigido por consideraciones doctrinales y teológicas, y nunca debe perder de vista que el pueblo de Dios reunido en la Iglesia es un pueblo de «verdaderos adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad» [Jn 4,23].
Aquí se hace patente la interpenetración dentro de la Iglesia de culto, doctrina y gobierno. Cada uno de ellos contribuye necesariamente al equilibrio y salud espiritual de los demás, y evita malformaciones que podrían venir de la superstición --que puede deformar el sentido del culto--, del intelectualismo --que puede separar doctrina y piedad--, y de la búsqueda de mera eficacia humana --que puede olvidar el sentido pastoral del gobierno de la Iglesia. El culto se beneficia del sentido teológico de la Iglesia y de la prudente regulación dispuesta por los órganos del ministerio y gobierno pastoral. La Iglesia puede tolerar a veces algunas prácticas y creencias populares cuando determinadas circunstancias históricas aconsejan no arrancar inmediatamente la cizaña con el fin de no arrancar con ella el trigo [cfr Mt 13,29], pero la teología y el gobierno harán que prevalezca la doctrina rectamente expresada y vivida.
2. El oficio de Magisterio doctrinal
El aspecto de la Iglesia que hemos denominado doctrinal, distinto al cultual y al de gobierno espiritual de los fieles, incluye tanto el magisterio del que estamos tratando, como la actividad teológica, que ya hemos considerado en los capítulos anteriores.
Centramos ahora nuestra atención en la tarea magisterial, que existe dentro de la Iglesia en relación directa con el culto y el gobierno. «Cristo ha dado a su Iglesia la seguridad de la doctrina, la corriente de gracia de los Sacramentos; y ha dispuesto que haya personas para orientar, para conducir, para traer a la memoria constantemente el camino» [ECP, 34]. La Iglesia ejerce su tarea docente o magisterial por voluntad de Jesús, que según la Sagrada Escritura y la teología cristiana es profeta, rey y sacerdote. «Cristo ejerció su oficio profético al enseñar y predecir el futuro, como hizo en el sermón de la montaña, en sus parábolas, y en su profecía sobre la destrucción de Jerusalén. Realizó su obra de sacerdote al morir en la Cruz, como un sacrificio, y cuando consagró el pan y el cáliz para que fueran un banquete espiritual relacionado con ese sacrificio, y cuando ahora intercede por nosotros a la diestra del Padre. Se manifestó finalmente como rey al resucitar de entre los muertos, al ascender al cielo, enviar su Espíritu de gracia, convertir las naciones y formar su Iglesia para acogerlas y gobernarlas» [J.H. Newman, The Three Offices of Christ, Sermons on Subjects of the day, London 1879, p. 53].
En estos tres oficios, Jesucristo representa para nosotros a toda la Trinidad, porque en su carácter propio es sacerdote, en cuanto a su reino lo tiene del Padre, y en cuanto a su oficio profético y magisterial lo ejercita por el Espíritu.
Todos los cristianos llevan de algún modo ese triple oficio. Se cumplen en ellos las palabras del profeta Joel, que dicen: «Sucederá en los últimos días que derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán sus hijos y sus hijas» [Hech 2,17]. En el Apocalipsis leemos que Jesucristo «ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» [Hech 1,6].
Estos tres oficios se ejercen de modo particular e inmediato por la Iglesia jerárquica, que desempeña una función docente (magisterio), una función pastoral (gobierno espiritual de los fieles) y una función sacerdotal (culto).
El magisterio doctrinal es precisamente el ejercicio de la función docente que la Iglesia tiene encomendada. Puede definirse como la actividad de enseñanza y custodia que los titulares de la autoridad de la Iglesia realizan en ella sobre el depósito de la fe y su desarrollo a lo largo del tiempo.
La enseñanza y protección de la fe recibida es en la Sagrada Escritura una actividad esencial de la Iglesia de Jesucristo. «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (Mt 28,18-20). La misión que Jesús confía a sus Apóstoles y discípulos incluye claramente la función de enseñar. La verdad cristiana, su asimilación y su difusión, es el principio orientador de la actividad magisterial, como lo es también de la teología que actúa en comunión con el magisterio.
El libro de los Hechos de los Apóstoles recoge lo que podemos considerar actividad magisterial de los Doce y de los obispos y presbíteros que éstos asocian a la tarea de fundar y guiar las comunidades cristianas. El libro se refiere a la "doctrina de los Apóstoles" (2,42), como uno de los elementos esenciales en la vida de los cristianos. El Concilio de Jerusalén (cap. 15) suministra un testimonio de que, en la Iglesia de los orígenes, los Apóstoles ejercían una autoridad propia para plantearse y resolver cuestiones de doctrina y disciplina.
Los siglos II-III nos ofrecen datos abundantes sobre la "sucesión apostólica", que sirve de criterio para establecer las verdadera doctrina de Jesús. Hay una estrecha conexión entre el ministerio pastoral y la Buena Nueva evangélica. Se puede reconocer, por tanto, desde el principio un ministerio de enseñanza, considerado como anuncio normativo de la Fe, y que es distinto a otras formas de comunicar la doctrina, como podían ser la catequesis o el carisma de profecía (Cfr.1 Cor 14,5). La apostolicidad como nota de la Iglesia hace precisamente referencia a la enseñanza y trasmisión correctas de la doctrina confesada y predicada por la Iglesia desde sus comienzos.
El Espíritu Santo asiste a los titulares del magisterio doctrinal, mantiene a la Iglesia en la fe verdadera y la protege de cualquier desviación. Este carisma de enseñar con autoridad y sin error es un don de toda la Iglesia, pero se halla particularmente presente en los Apóstoles y sus sucesores, es decir, en el Colegio Apostólico presidido por Pedro, y luego en el Colegio episcopal, cuya cabeza es el Romano Pontífice. Dice la Constitución Lumen Gentium: «El cuerpo episcopal sucede al colegio de los Apóstoles en el magisterio y en el régimen pastoral» (nº 22); «Los obispos en cuanto sucesores de los apóstoles reciben del Señor la misión de enseñar a todas las gentes y predicar el Evangelio a toda criatura» (nº 24).
El Magisterio de la Iglesia se juzga necesario para conocer el contenido de la verdadera fe, e interpretarla adecuadamente. Las comunidades cristianas nacidas de la crisis religiosa del siglo XVI (luteranos, calvinistas, zwinglianos, anglicanos, etc.) afirman en cambio el principio del libre examen de la Sagrada Escritura, según el cual todo cristiano que lea atenta y honradamente la Biblia será capaz de conocer, con la ayuda del Espíritu Santo, las doctrinas necesarias para la salvación, sin la orientación de ningún magisterio.
Los anglicanos adoptan una postura más atenuada, y sostienen que la doctrina cristiana puede conocerse de modo completo a partir de los Padres de la Iglesia y de los concilios generales de los primeros siglos. Piensan que basta aplicar la regla que considera de fe católica lo que ha sido mantenido y enseñado en todos los lugares de la Iglesia universal, siempre y por todos («quod ubique, quod semper, quod ab omnibus»).
El diálogo ecuménico desarrollado en los últimos años a partir del Concilio Vaticano II ha acercado las posturas de católicos y protestantes en esta cuestión. Tanto anglicanos como luteranos tienden a concebir el magisterio eclesial como un oficio regulador en las discusiones que tienen como fin aclarar la doctrina cristiana. Pero este oficio se encuentra para ellos casi al mismo nivel que el trabajo de los teólogos.
Este principio ha sido, sin embargo, matizado, y en parte corregido, en declaraciones recientes que aceptan una autoridad de enseñanza en la Iglesia [Grupo Luterano/Católico USA (1978), cfr Enchiridion Oecumenicum, Salamanca 1993, nº 2009], aunque no le atribuyen el alcance que posee en la doctrina y en la teología católicas.
3. Quiénes ejercen el Magisterio en la Iglesia
Cualquier hombre o mujer cristiano puede enseñar su fe si tiene un conocimiento ordenado y suficientemente preciso de sus contenidos. Es lo que hacen de modo habitual los catequistas, los cristianos de cierta cultura que informan a otros con algún detalle acerca de la doctrina y costumbres cristianas, y los profesores de ciencias sagradas. Todos ejercen un cierto magisterio, que deriva de su condición de bautizados y de la responsabilidad que les atañe para consolidar la fe cristiana dentro de la Iglesia, y difundirla fuera de ella.
Pero aquí hablamos ahora del Magisterio de autoridad, que es parte esencial del ministerio de quienes gobiernan la Iglesia. Un fiel cristiano enseña la doctrina llevado de la responsabilidad que nace de su vocación bautismal. Los miembros de la Jerarquía eclesial han de enseñarla públicamente como tarea incluida en la misión pastoral para la que han sido ordenados.
1. El magisterio extraordinario o solemne (cfr. Vaticano I, D 3011) es el ejercido por un Concilio ecuménico, o por el Papa cuando define ex cathedra una doctrina de fe. Definir una doctrina supone formular solemnemente un juicio que vincula a toda la Iglesia, y que debe ser aceptado por los fieles como parte de la Revelación.
Ejemplos bien conocidos de magisterio extraordinario son las definiciones de la Inmaculada Concepción de María por Pío IX en 1854, de la infalibilidad del Romano Pontífice por el Concilio Vaticano I en 1870, y la definición de la Asunción de Nuestra Señora por Pío XII en 1950.
Los fieles aceptan estos actos solemnes como infalibles por la convicción de fe de que esas afirmaciones no pueden ser erróneas, dada la asistencia que el Espíritu Santo concede al Papa y al Concilio. Estas definiciones se dicen por tanto «irreformables en sí mismas» (DS 3074). Es decir, su valor religioso no depende de que sean o no sean aceptadas por la mayoría de los fieles [LG, 24].
Que sean irreformables no significa que su formulación sea tan perfecta y acabada que no pueda alcanzar todavía mayor precisión. Significa que su sentido no está sujeto a cambios o mutaciones, y será siempre el mismo.
Las definiciones papales se basan en la fe de la Iglesia. El Papa no posee una fuente independiente de Revelación, y puede definir como dogma de fe solamente lo que se contiene en el depósito revelado.
El carisma, tanto papal como conciliar (el Papa es siempre cabeza del Concilio ecuménico), para definir la doctrina cristiana no es la capacidad de conocer nuevos aspectos de la Revelación que permanecerían ocultos al resto del pueblo cristiano. Es la capacidad de formular sin equivocarse lo que la Iglesia cree y sabe implícitamente. Sólo el Magisterio tiene la asistencia del Espíritu Santo para expresar sin error la Fe cristiana en palabras humanas. Otros cristianos podrían equivocarse al hacerlo.
El Papa y el Concilio tienen siempre en cuenta, por lo tanto, las creencias de los fieles a lo largo y a lo ancho de la Iglesia. Pero no necesitan el consenso o la aceptación previa de los cristianos antes de proceder a una definición dogmática.
2. El magisterio ordinario es el ejercido habitualmente por el Papa y por los obispos que se hallan en comunión con él. Siempre que un Obispo se pronuncia sobre la fe y las costumbres cristianas, se presume que se encuentra en comunión con el Romano Pontífice, y que expone la doctrina de toda la Iglesia, aplicada a las circunstancias de su diócesis.
La distinción entre magisterio extraordinario y ordinario no coincide con la distinción entre magisterio infalible y no infalible, dado que en determinados casos, la enseñanza ordinaria unánime de todo el colegio episcopal puede gozar también de infalibilidad.
La actividad magisterial más frecuente del Papa y de los obispos es la ordinaria. El Código de Derecho Canónico de 1983 se refiere al magisterio episcopal con las siguientes palabras: Los obispos que se hallan en comunión con la cabeza y los miembros del colegio, tanto individualmente como reunidos en conferencias episcopales o en Concilios particulares, aunque no son infalibles en su enseñanza, son doctores y maestros auténticos de los fieles encomendados a su cuidado (canon 753; cfr LG, 25).
Cada obispo diocesano es el pastor de todos sus fieles, y le corresponde respecto a ellos la responsabilidad y autoridad en la enseñanza de la doctrina cristiana. Ejerce sus funciones docentes oralmente o mediante escritos pastorales, y con la promoción de iniciativas catequéticas y educativas adecuadas. Decía Juan Pablo II en una ordenación episcopal: «Debéis ser, queridos hermanos, confesores de la fe, testigos de la fe, maestros de la fe. Debéis ser los hombres de la fe» [Homilía en San Pedro, 6-I-1981].
Sin perjuicio de la responsabilidad personal que compete a cada uno en su diócesis, los obispos suelen ejercer su función de enseñar reunidos en las conferencias episcopales, que son corporaciones permanentes formadas por todos los obispos de un país o territorio. El Concilio Vaticano II recomendó vivamente este cauce de colaboración entre los obispos de un territorio (cfr. Decreto Christus Dominus, n. 37) y el Papa Pablo VI prescribió la formación de esas conferencias (cfr. AAS, 58, 1966, 774).
La Carta Apostólica Apostolos Suos, sobre la naturaleza teológica y jurídica de las Conferencias de Obispos (21-V-98) habla extensamente de la función doctrinal de éstas. Recoge en primer lugar el ya citado canon 753, que termina con estas palabras: los fieles están obligados a adherirse con asentimiento religioso a este magisterio auténtico de sus obispos.
Se indica a continuación que los obispos reunidos en la Conferencia episcopal ejercen juntos su labor doctrinal conscientes de los límites de sus pronunciamientos, que no tienen las características de un magisterio universal, aun siendo oficial y auténtico y estando en comunión con la Sede apostólica. Han de evitar, por tanto, hacer difícil la labor doctrinal de los obispos de otros territorios, teniendo en cuenta la resonancia que los medios de comunicación suelen dar a los acontecimientos de un lugar determinado en áreas más extensas e incluso en todo el mundo.
«Si las declaraciones doctrinales de las Conferencias episcopales son aprobadas por unanimidad pueden sin duda --leemos-- ser publicadas en nombre de las Conferencias mismas, y los fieles deben adherirse a este magisterio auténtico de sus propios obispos. En cambio, si falta esa unanimidad, la sola mayoría de los obispos de una Conferencia no podría publicar una eventual declaración como magisterio auténtico de la misma, antes de obtener la revisión (recognitio) de la Sede apostólica, que no la dará si la mayoría no es al menos de dos tercios de los prelados que pertenecen a la Conferencia con voto deliberativo».
Cuando los obispos reunidos en la Conferencia episcopal ejercen su función doctrinal, lo hacen en las reuniones plenarias. Organismos más reducidos como, por ejemplo, el consejo permanente o alguna de las comisiones, no gozan de autoridad para realizar actos de magisterio auténtico, ni en nombre propio ni en nombre de la Conferencia.
La Conferencia Episcopal Española, que fue constituida por un rescripto de la Sagrada. Congregación Consistorial en octubre de 1966, difunde a partir de 1974 importantes documentos sobre Fe y Moral. Se cuentan entre ellos los del aborto (1974), la estabilidad del matrimonio (1977), la eutanasia (1986), la sexualidad y su valoración moral (1987), el teólogo y su función en la Iglesia (1989), la actualidad de la Humanae Vitae (1992), algunos aspectos de la catequesis sobre la Revelación cristiana y su trasmisión ( 1992), etc [CEE, Fe y Moral: Documentos publicados de 1974-1993, Madrid 1993]. Se espera de estos documentos y otros similares que puedan ayudar en sus tareas orientadoras y formativas a teólogos, pastores, catequistas, educadores, y que suministren a los cristianos cultos elementos para su formación doctrinal.
3. El Sínodo de los Obispos fue instituido por Pablo VI en 1965. No es propiamente un órgano directo del magisterio, pero su función se orienta en esa dirección. Es definido como ·una asamblea de Obispos escogidos de entre las diversas regiones del mundo, que se reúnen en determinadas ocasiones para fomentar la unión estrecha entre el Romano Pontífice y los Obispos, ayudar al Papa con sus consejos para la integridad y mejora de la fe y costumbres y la conservación y fortalecimiento de la disciplina eclesiástica, y estudiar las cuestiones que se refieren a la acción de la Iglesia en el mundo (canon 342).
El Sínodo es siempre convocado y presidido por el Papa, trata de las cuestiones que éste le ha propuesto previamente, y no dirime asuntos ni emite decretos, o documentos conclusivos. La Santa Sede publica un documento papal que reúne y ordena las principales orientaciones sinodales sobre los temas estudiados. Algunas Exhortaciones Apostólicas de gran alcance eclesial son fruto de estos sínodos, como, por ejemplo, la Evangelii Nuntiandi, publicada por Pablo VI en 1975. Más recientemente se han publicado las Exhortaciones Ap. Ecclesia in Africa (1995) y Ecclesia in Asia (1999).
El Sínodo ordinario se reúne cada tres años, pero pueden también convocarse asambleas sinodales extraordinarias. Se han celebrado Sínodos en torno a cuestiones tan importantes como la naturaleza del Sacerdocio, las Iglesias particulares en la Iglesia universal, la formación de los presbíteros, Europa, etc.
4. Aunque tanto el Papa como los obispos individuales no hablan infaliblemente en el ejercicio de su función docente ordinaria, existen sin embargo condiciones bajo las que el magisterio ordinario del colegio episcopal puede gozar del carisma de la infalibilidad.
La Constitución Lumen Gentium habla de tres condiciones: a) que los obispos mantengan el vínculo de unidad entre sí y con el Romano Pontífice; b) que hablen autorizadamente sobre una verdad de fe o de moral; c) que convengan todos en un solo criterio como el único que deba mantenerse de modo definitivo (cfr. nº 25).
Un ejemplo es la doctrina de la Asunción de la Virgen durante el siglo anterior a su definición solemne como dogma en 1950. Hay también artículos del Credo de los Apóstoles que nunca han sido objeto de definición solemne, pero que son enseñados por el magisterio ordinario como doctrina de fe católica. Tal sería, por ejemplo, la creencia en la comunión de los santos.
Se puede situar en esta categoría de declaraciones la Profesión de Fe de Pablo VI, llamada también Credo del Pueblo de Dios. Esta profesión fue publicada por el Papa en junio de 1968, y en ella se declara auténticamente el sentir de todo el Episcopado y de todos los fieles, para dar un testimonio firmísimo de la verdad divina, (nº 7) [cfr C. Pozo, El Credo del Pueblo de Dios, Madrid 1968, pp. 40-45].
La Profesión de fe recogida en el documento de la S. C. para la doctrina de la fe, de 29 de junio de 1998 [Esta Profesión de fe y el Juramento de fidelidad han de ser prestados por todos los que asumen un oficio para ejercerlo en nombre de la Iglesia. Cfr. Carta Apostólica Ad tuendam fide, de 18 de mayo de 1998], contiene el Credo de Nicea-Constantinopla (381), y termina del modo siguiente: «Creo también con fe firme todo lo que se halla contenido en la Palabra de Dios escrita y trasmitida, y que la Iglesia, con un juicio solemne o con su magisterio ordinario y universal, propone para ser creído como divinamente revelado.
»Acepto firmemente y mantengo también todas y cada una de las verdades sobre la doctrina que atañe a la fe o a las costumbres propuestas por la Iglesia de modo definitivo.
»Me adhiero además con religioso obsequio de la voluntad y del intelecto a las enseñanzas que el Romano Pontífice o el Colegio episcopal proponen cuando ejercen su magisterio auténtico aunque no tengan intención de proclamarlas con un acto definitivo.
Como ejemplos del primer tipo de verdades se citan, en una nota que comenta la profesión de fe, los artículos del Credo, los dogmas cristológicos y marianos, la doctrina de la institución de los sacramentos por Jesucristo, la doctrina de la presencia real del Señor en la Eucaristía, así como la naturaleza sacrificial de la celebración eucarística, la fundación de la Iglesia por voluntad de Cristo, la doctrina sobre el primado e infalibilidad del Romano Pontífice, la existencia del pecado original, la inmortalidad del alma y su retribución después de la muerte, la ausencia de error en los textos sagrados de la Biblia y la doctrina sobre la grave inmoralidad de la muerte directa y voluntaria de un ser humano inocente.
Entre las verdades mencionadas en segundo lugar se hallan las que se conectan con la revelación por necesidad lógica. Pueden citarse aquí el desarrollo del conocimiento sobre la doctrina vinculada a la definición del Romano Pontífice antes de la definición dogmática del Concilio Vaticano I. La historia demuestra que todo lo que fue asumido en la conciencia de la Iglesia sobre esta doctrina era ya considerado desde los comienzos como una doctrina verdadera. En lo referente a las enseñanzas más recientes sobre que la ordenación sacerdotal ha de reservarse sólo a varones, se puede observar un proceso similar. El Sumo Pontífice, aunque no ha querido proceder a una definición dogmática, desea reafirmar que esa doctrina ha de mantenerse de modo definitivo.
En este mismo apartado se puede incluir la doctrina sobre la ilicitud de la eutanasia, enseñada en la encíclica Evangelium Vitae. Otros ejemplos de doctrinas morales que el magisterio ordinario y universal de la Iglesia enseñan como definitivas son la ilicitud de la prostitución y de la fornicación.
4. Funciones que realiza el Magisterio en la vida de la Iglesia
El Magisterio tiene como tareas guardar fielmente y declarar de modo infalible las doctrinas de la fe. Su misión no es acuñar nuevas doctrinas, sino ser el portavoz autorizado de la doctrina de Cristo.
El Concilio Vaticano I enseña: «No fue prometido a los sucesores de Pedro el Espíritu Santo para que por la revelación de éste manifestaran una nueva enseñanza, sino para que, con su divina asistencia, santamente custodiaran y fielmente definieran la revelación trasmitida por los Apóstoles o depósito de la fe» (D 1836).
El Espíritu Santo no añade nada nuevo a la predicación y doctrina de Jesús, sino que es enviado para ayudar a su comprensión y asimilación por los cristianos. Así también el magisterio no es una actividad innovadora ni independiente de la doctrina evangélica. No está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar lo trasmitido. El magisterio escucha también devotamente la palabra divina y extrae de ella todo lo que propone para ser creído y vivido.
El Magisterio tiene, en primer lugar, la función de proteger y custodiar el depósito de la fe, para que a lo largo de la historia de la Iglesia no se altere ni se corrompa. Es ante todo una función de testimonio, actividad normal que se ejerce de modo continuo e incluso silencioso, en las circunstancias contingentes de la vida de la Iglesia [cfr Y. Congar, La fe y la teología, Barcelona 1970, pp. 70-82].
La segunda función de definir doctrinas contenidas en el depósito revelado resulta necesaria en determinadas ocasiones, especialmente a causa de las cuestiones, incertidumbres y errores que aparecen en el trascurso del tiempo.
El Magisterio goza para este fin de una competencia específica basada en un carisma para discernir el sentido de la Revelación, y en una autoridad (jurisdiccional) que le permite pedir a los fieles cristianos que acepten una definición dogmática.
«La función de definir es una función subordinada a la de conservar el depósito. No solamente no tiene respecto a ésta ninguna autonomía objetiva, sino que es, en su ejercicio, dirigida por la necesidad de guardar el sentido de lo revelado y de llevar a todo oído humano el testimonio apostólico. No existe por tanto independencia alguna de la función definitoria respecto a la función de fidelidad y de testimonio. El magisterio no define por definir, sino para proteger y testimoniar» [Idem, p. 78].
Los asuntos que ocupan a la actividad magisterial se extienden únicamente a las cuestiones de fe y moral. Estas son el objeto directo y primario del Magisterio cuando se contienen formalmente en el depósito revelado. Enseña la Constitución Lumen Gentium que la infalibilidad de la Iglesia se extiende a todo cuanto abarca el depósito mismo de la revelación divina» (nº 25).
Son formalmente reveladas las verdades que se imponen al entendimiento del creyente de modo inmediato y en virtud de las palabras mismas de los testimonios inspirados (en Dios hay una esencia y tres Personas, Jesucristo es Dios y hombre, María concibió virginalmente a Jesús, etc.). Son asimilables a estas verdades otras que se contienen en la Revelación, pero que deben ser deducidas o percibidas mediante una cierta reflexión (las obras ad extra de la Trinidad son comunes a las tres Personas, Jesucristo tiene alma humana, María puede ser llamada propiamente Madre de Dios, etc.).
El objeto secundario del magisterio son las verdades no reveladas directamente o por sí mismas, pero que se relacionan de tal manera con las reveladas que le sería imposible al Magisterio exponer éstas sin pronunciarse también sobre las primeras. Estas verdades conexas pueden no pertenecer a la Revelación pero son necesarias para protegerla. Se incluyen en ellas, por ejemplo, juicios sobre opiniones filosóficas y sobre hechos históricos que pueden repercutir en la interpretación de un dogma.
Únicamente lo que está comprendido en el objeto primario puede ser definido como dogma de fe. Las cuestiones que caen dentro del objeto secundario pueden ser definidas como verdades, pero no para ser creídas con fe divina.
Es importante la cuestión de si todas las normas de la ley moral natural caen dentro del objeto del magisterio infalible. Los teólogos están de acuerdo en que algunos principios básicos de la ley natural están revelados por Dios, y podrían por lo tanto ser enseñados infaliblemente.
No se discute tampoco que las cuestiones de la ley moral natural caigan dentro del ejercicio del Magisterio. Pablo VI afirma en la Encíclica Humanae Vitae (1968): «Ningún fiel querrá negar que corresponda al magisterio de la Iglesia interpretar también la ley moral natural. Es, en efecto, incontrovertible... que Jesucristo, al comunicar a Pedro y a los Apóstoles su autoridad divina... los constituía en custodios e intérpretes auténticos, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural, expresión de la voluntad de Dios, cuyo cumplimiento fiel es igualmente necesario para salvarse» (nº 4).
Hay, sin embargo, opiniones diferentes sobre si el Magisterio puede formular definiciones infalibles sobre cualquier cuestión relativa a la ley moral, incluidos los problemas cuya solución no se encuentra directamente en la Revelación. Algunos piensan que en ciertas cuestiones de bioética, el magisterio emite juicios muy valiosos y orientadores pero que no siempre pueden considerarse definitivos. El Magisterio papal se ha pronunciado sobre importantes cuestiones debatidas, como la contracepción (Instrucción Donum Vitae, de la Congregación para la Doctrina de la Fe, de 22-II-1987; y Encíclica Evangelium Vitae, de 25-III-1995).
Se espera de todos los cristianos una aceptación obediente y respetuosa de las enseñanzas magisteriales. Hemos dicho ya que las definiciones solemnes deben ser recibidas como parte de la fe revelada.
Las enseñanzas papales y episcopales que constituyen el magisterio ordinario no poseen la misma fuerza vinculante, pero todas deben recibirse con una actitud de respeto y docilidad interior.
La Constitución Lumen Gentium dice: «Los obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de verdad divina y católica. Los fieles tienen obligación de adherirse con religiosa sumisión del espíritu al parecer de su obispo en materias de fe y costumbres, cuando las expone en nombre de Cristo» (nº 25).
Esta adhesión de la voluntad y del entendimiento se debe especialmente al magisterio del Romano Pontífice, aunque no hable ex cathedra. El Papa ejerce su actividad ordinaria de enseñar mediante encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas, discursos y otros documentos e intervenciones dirigidos a toda la Iglesia. Lo hace también mediante la aprobación formal de documentos doctrinales que son publicados por la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Para valorar la importancia de un documento magisterial y el grado de vinculación que exige, han de tenerse en cuenta su naturaleza, la insistencia con que se proponga una misma doctrina, y las fórmulas y expresiones que use para enseñarla y recomendarla (cfr. Lumen Gentium, n. 25).
5. Magisterio y desarrollo de la doctrina cristiana
El Magisterio es un aspecto crucial de la tradición de la Iglesia, que es una tradición viva. Es decir, supone que la doctrina cristiana se desarrolla en el tiempo sin modificar o alterar su esencia. Este desarrollo hace necesaria la existencia de una autoridad doctrinal que garantice su recto curso, de modo que nunca suponga corrupción de las doctrinas.
Escribe Newman: «Si la doctrina cristiana, tal corno se enseñó originalmente, admite desarrollos verdaderos e importantes, éste es un fuerte argumento antecedente a favor de una previsión en la dispensación divina para imprimir un sello de autoridad sobre aquellos desarrollos. La probabilidad de ser reconocidos como verdaderos varía con la probabilidad de su verdad... No puede haber ninguna unión acerca de las bases de la verdad sin un órgano de la verdad» [Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, Salamanca 1997, pp. 105, 115].
La tarea de proteger el depósito de la que se ha hablado más arriba no debe entenderse por lo tanto como una actividad simplemente pasiva. Se ejerce sobre un depósito de la fe que tiene vida propia y que se desarrolla precisamente bajo la atención vigilante de la Iglesia. El Magisterio tiene que discernir y juzgar acerca de las opiniones, teorías, iniciativas teológicas, etc, que se refieren a la explicación de la fe y pueden enriquecerla o deformarla.
Esta actividad magisterial es un factor muy importante en el desarrollo correcto de la doctrina cristiana y en su comprensión cada vez más honda por toda la Iglesia.
Los dogmas, en efecto, no cambian, pero se desarrollan. El hecho de que un dogma definido por la Iglesia pueda parecer una novedad, si lo comparamos con expresiones de la misma verdad en los primeros siglos de la Iglesia, no significa que esta verdad se haya alterado en el curso del tiempo. Significa sencillamente que la verdad en cuestión se ha desarrollado hasta recibir la formulación que ahora tiene.
Es decir, la doctrina no se ha corrompido ni ha perdido su pureza evangélica. Ha ocurrido sólo que lo implícito en ella se ha hecho más explícito. Cuando, por ejemplo, la Iglesia ha definido los dogmas de la Concepción Inmaculada de María (1854) y de su Asunción al cielo (1950), no ha inventado nuevas verdades marianas, sino que ha declarado explícitamente aspectos que estaban contenidos desde siempre en el misterio de la Virgen.
Las polémicas doctrinales han sido ocasión frecuente de iniciativas eclesiales en la formulación y desarrollo del dogma. La crisis provocada por el arrianismo (s. IV) llevó, por ejemplo, a definir la naturaleza del Verbo divino, su generación eterna, y la consustancialidad con el Padre. El pelagianismo (s. V) movió a la Iglesia a definir la doctrina del pecado original como algo presente en todos los niños, la gratuidad de la gracia, y su necesidad para la renovación interior y las buenas obras. Las opiniones de los donatistas (s. V) provocaron las definiciones de la eficacia de los sacramentos ex opere operato, y del carácter sacramental. Los intentos de cisma aceleraron las definiciones sobre el primado papal; y otras opiniones modernas aconsejaron definir el sacrificio de la Misa, la naturaleza de la justificación, y la doctrina sobre el pecado original.
Hay que mencionar también el notable influjo de las controversias teológicas entre autores católicos, que movieron a precisar y establecer la doctrina correcta. Así ocurrió con la definición del número de 1os sacramentos (Concilio de Lyon, 1274), de la naturaleza del carácter sacramental (Concilios de Florencia y de Trento, D 695, 852), de la intención necesaria para la administración válida de los sacramentos (Alejandro VIII, D 1185), de la Inmaculada Concepción, etc.
Entre los factores de desarrollo pueden mencionarse:
a) La actividad doctrinal de los Padres y de los teólogos. Se trata de un trabajo teológico que pone en mayor evidencia verdades cristianas contenidas en la fe de la Iglesia. Se realiza principalmente por medio de la explicación de textos y testimonios de Tradición, la solución de objeciones, y la interpretación de definiciones y decisiones del Magisterio eclesiástico.
b) La vida litúrgica de la Iglesia. La liturgia supone con gran frecuencia la fijación ritual relativamente espontánea de convicciones dogmáticas cristianas. El testimonio litúrgico ha sido en efecto muy decisivo, por sus implicaciones y presupuestos doctrinales, para la definición de puntos centrales de doctrina católica.
c) La fe y la piedad de los cristianos. La creencia sencilla pero real del pueblo cristiano ha sido generalmente un testimonio de fe apostólica y ha contribuido no sólo a preservar y mantener en la Iglesia doctrinas importantes, sino también a adelantar, por así decirlo, su definición por el Magisterio. El sentido de la fe ayudó, por ejemplo, a mantener vivas en la cristiandad las decisiones del Concilio de Nicea (325) sobre la divinidad de Jesucristo, y estimuló considerablemente algunas definiciones sobre el misterio mariano.
d) La acción del Magisterio eclesiástico. Como se ha dicho ya, es éste un factor constitutivo de desarrollo dogmático, pues el Magisterio representa la conciencia doctrinal de la Iglesia en su capacidad de determinar cuál es el dogma revelado y cómo debe ser formulado y entendido.
Reviste gran importancia para entender bien el sentido del magisterio eclesiástico tener en cuenta que su ejercicio normal y habitual está constituido por el magisterio ordinario. La discusión teológica de los últimos años se ha centrado excesivamente en el magisterio infalible y su alcance.
La gran atención concedida a la infalibilidad de las enseñanzas propuestas por el magisterio extraordinario ha desembocado a veces en la aceptación tácita de la idea de que sólo el magisterio infalible recibe la asistencia del Espíritu Santo, y que sólo sus enseñanzas contienen realmente doctrina católica sin mezcla de error.
Esta perspectiva ha conducido en ocasiones a una devaluación del magisterio ordinario, de modo que la asistencia del Espíritu quedaría reducida a las raras ocasiones en que el magisterio extraordinario, formalmente infalible, es ejercido por el Papa o por el Concilio Ecuménico, mientras que las enseñanzas «falibles» del magisterio ordinario vendrían equiparadas a las aclaraciones doctrinales ofrecidas por la teología, y serían juzgadas en base a sus propios méritos argumentativos.
Al identificar, por tanto, magisterio e infalibilidad, se elimina de hecho el magisterio ordinario, por no ser infalible.
Conviene entonces tener en cuenta que el Magisterio de la Iglesia, tal como lo entiende el Concilio Vaticano II (cfr. Const. Lumen Gentium, nº 25), goza en todo su ejercicio de una asistencia específica del Espíritu Santo; y que esta es la perspectiva adecuada para abordar la cuestión, preferible a considerarla desde el ejercicio, excepcional, del magisterio extraordinario e infalible.
El magisterio es en la Iglesia el órgano ministerial del que Dios se vale para mantenerla en la Verdad. El hecho de que, en la gran mayoría de las ocasiones, las declaraciones del magisterio no sean formalmente infalibles no significa que no sean habitualmente verdaderas. Si no fuera así, el magisterio se vería continuamente en la desagradable alternativa de pronunciar una declaración infalible o de callar.
6. Los documentos magisteriales y su valor de enseñanza y orientación
Junto a las declaraciones del magisterio extraordinario o solemne, originadas en los Concilios ecuménicos y en las definiciones ex cathedra hechas por el Papa, la gran mayoría de los documentos magisteriales proceden del magisterio ordinario, realizado por el Papa y por los Obispos en comunión con él.
Estos documentos son muy variados y encierran valor doctrinal diferente, aunque siempre orientador para la fe y las costumbres. Los títulos formales que llevan (encíclica, exhortación, constitución, carta, declaración, discurso, etc.) son parte de una terminología que ha evolucionado con el tiempo y no tiene necesariamente carácter inalterable, ni indica de modo absoluto el valor doctrinal del documento de que se trate.
Podemos mencionar los siguientes tipos de documentos:
a) Constituciones Apostólicas. La más importante en los últimos decenios ha sido la C. A. Munificentissimus Deus, en la que Pío XII definió el dogma de la Asunción de María (1.XI.1950). Dado que el Papa expresa claramente la voluntad de definir una verdad cristiana como parte del depósito revelado, este documento se puede considerar magisterio solemne.
Otra Constitución Apostólica de importancia es la que trata del valor de la penitencia individual (Paenitemini), publicada por Pablo VI en febrero de 1966. Esta clase de documentos contienen aspectos disciplinares y normativos, y equivalen a leyes de la Iglesia, cuyas disposiciones se motivan doctrinalmente.
En este apartado puede mencionarse también el Credo del Pueblo de Dios, publicado por el Papa en junio de 1968.
b) Encíclicas. Son los documentos de magisterio ordinario de primer rango. El término encíclica significa algo parecido a carta circular, y se usaba ya dentro de la Iglesia en el siglo IV. En el siglo VII comienza a emplearse referido a cartas papales. Su uso actual procede de finales del s. XVIII. Las encíclicas comienzan a publicarse por los Papas de modo habitual a partir de Gregorio XVI (1831-1846). Son documentos de contenido doctrinal importante, si bien hay otros textos magisteriales que sin llevar el nombre de encíclica, pueden, sin embargo, contener doctrina de mucha trascendencia. Las encíclicas suelen ir dirigidas a todo el pueblo cristiano y no excluyen a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, capaces de entender el mensaje de la Iglesia.
Han publicado encíclicas los Papas Gregorio XVI (16), Pío IX (33), León XIII (48), Pío X (10), Benedicto XV (12), Pío XI (30), Pío XII (23), Juan XXIII (9), Pablo VI (7), y Juan Pablo II (13 hasta la Fides et Ratio). Entre las encíclicas más importantes deben mencionarse Aeterni Patris (León XIII, 1879, restauración del tomismo en los estudios eclesiásticos), Libertas (León XIII,1888, la libertad y el liberalismo), Rerum Novarum (León XIII,1891, la cuestión social y la situación de los trabajadores), Casti Connubi (Pío XI, 1930, el matrimonio cristiano), Mystici Corporis (Pío XII,1943, el Cuerpo místico de Cristo), Divino Aflante Spiritu (Pío XII,1943, los estudios bíblicos), Mater et Magistra (Juan XXIII, 1961, desarrollo de la cuestión social), Ecclesiam Suam (Pablo VI,1964, el diálogo de salvación), Mysterium Fidei (Pablo VI, 1965, doctrina y culto de la S. Eucaristía), Humanae Vitae (Pablo VI, 1968, regulación de la natalidad), Redemptor Hominis (Juan Pablo II,1979, al principio de su ministerio pontifical), Dives in misericordia (Juan Pablo II, 1980, la misericordia divina, segunda encíclica trinitaria), Laborem exercens (Juan Pablo II, 1981, el trabajo humano), Dominum et Vivificantem (Juan Pablo II, 1986, el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, tercera encíclica trinitaria), Redemptoris Mater (Juan Pablo II, 1987, la Virgen María en la vida de la Iglesia peregrina), Redemptoris Missio (Juan Pablo II, 1990, permanente validez del mandato misionero), Fides et Ratio (Juan Pablo II,1998, relaciones entre fe y razón).
c) Exhortaciones Apostólicas. Son cartas papales a la Iglesia, de contenido exhortativo y doctrinal, y generalmente de finalidad práctica. Están destinadas, tanto como las encíclicas, a tener valor universal pero el Papa no quiere rodearlas de la solemnidad de aquéllas. Una de las primeras exhortaciones apostólicas fue la publicada por Pío XII en noviembre de 1949, donde pedía oraciones para la paz en Palestina.
Pablo VI no escribió nuevas encíclicas después de la Humanae Vitae (1968), pero publicó tres exhortaciones apostólicas de singular importancia: Marialis cultus (1974, sobre la recta ordenación y desarrollo del culto a la Santísima Virgen), Gaudete in Domino (1975, sobre la alegría cristiana), y Evangelii Nuntiandi (1975, sobre la evangelización en el mundo contemporáneo).
Juan Pablo II ha publicado principalmente bajo este título los documentos Catechesi Tradendae (1979, sobre la catequesis), Familiaris Consortio (1981, matrimonio y familia cristiana), Redemptoris Donum (1984, la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy).
d) Cartas Apostólicas. Destaca entre ellas la C. A. Maximum Illud de Benedicto XV Publicada en 1919, es el primer documento papal moderno sobre las misiones. Deben mencionarse asimismo la Octogesima Adveniens (Pablo VI,1971, con motivo del 80º aniversario de la Rerum Novarum) y Salvifici Doloris (Juan Pablo II,1984, sobre el sentido cristiano del sufrimiento).
e) Declaraciones papales. La más importante de los últimos tiempos con este título es la publicada por Juan Pablo II en octubre de 1976, acerca de la no admisión de mujeres al sacerdocio.
f) Discursos papales. Junto a los radiomensajes, eran muy frecuentes en el tiempo de Pío XII, que publicó textos señalados sobre la moral de la situación (1952), los límites morales de los métodos médicos (1952), personalidad y conciencia (1953) y el respeto a la intimidad de la persona (1958).
Numerosos discursos del Papa van dirigidos en ocasiones oficiales y de cierta solemnidad al Colegio Cardenalicio, Cuerpo diplomático, Congresos Eucarísticos, Simposios científicos, asambleas de tipo diverso, etc.
g) Otros documentos papales incluyen mensajes, homilías y sobre todo catequesis. Juan pablo II ha adoptado la costumbre de desarrollar, en las audiencias que tiene los miércoles, temas doctrinales que son expuestos a lo largo de varias semanas y dan lugar a textos de cierta amplitud.
En estrecha conexión con el magisterio papal se encuentran las Cartas e Instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe, así como las de otras Congregaciones y Consejos Pontificios. El primer organismo, denominado antes Santo Oficio, ha publicado en los últimos años importantes documentos sobre temas de dogmática y moral. Se cuentan entre ellos los de cuestiones de escatología (1979), ministro de la S. Eucaristía (1983), aspectos de la teología de la liberación (1983,1984), práctica del aborto (1974), cuestiones de ética sexual (1975), eutanasia (1980), respeto a la vida humana naciente (1987), meditación cristiana (1989), unicidad y universalidad salvífìca de Jesucristo y de la Iglesia (2000).
Resulta patente que tanto por el volumen de documentos como por el alcance doctrinal y espiritual de los asuntos tratados, el magisterio ordinario de la Iglesia encierra una riqueza inigualable de contenidos de verdad y de criterios y pautas de conducta, que sirven a los cristianos y a toda la humanidad. La Iglesia deja oír en el mundo su voz, que es un testimonio de verdad para todos, incluidos desde luego muchos no cristianos que no la reconocen como madre pero que la aceptan como maestra en múltiples cuestiones vitales que afectan directamente a todos los hombres y mujeres de la tierra.
Para consultar el magisterio de la Iglesia existen diversas publicaciones y manuales. Aparte de las colecciones y series de fuentes magisteriales que suelen usar quienes se dedican habitualmente al cultivo de las ciencias eclesiásticas, hay textos condensados de fácil manejo y consulta, como son los siguientes:
a) E. Denzinger, El Magisterio de la Iglesia. Manual de los Símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres, Barcelona, 1963.
Este libro es la traducción española de la versión latina publicada por su autor por vez primera en 1854. Desde entonces se ha convertido en el manual de magisterio más difundido. La citada traducción española contiene textos solamente hasta el pontificado de Pío XII, prácticamente incluido entero.
Recientemente se ha editado la 38a edición de esta obra (Herder 1999), que contiene en texto latino y castellano documentos hasta el año 1995.
b) J. Collantes, La Fe de la Iglesia Católica, Madrid 1983. El autor agrupa los textos con un criterio temático, en vez de cronológico como hace Denzinger. El libro se divide en once capítulos (l. Fe y razón; 2, Las fuentes de la Revelación; 3. Dios Creador; 4. Cristo Salvador; 5. María en la obra de la salvación; 6. Dios revelado por Cristo; 7. La Iglesia de Cristo; 8. La gracia; 9. Los sacramentos de la Iglesia;10. Las realidades últimas;11. Símbolos de Fe cristiana). Contiene breves introducciones a cada capítulo, y notas con útil bibliografía.
c) J. Ibáñez-E. Mendoza, La Fe divina y católica de la Iglesia, Madrid 1978.
Los autores siguen un criterio expositivo de los textos semejante al de la obra anterior. En una extensa primera parte del libro se contienen amplias introducciones por temas y un breve vocabulario teológico.
d) F Guerrero (director), El Magisterio Pontificio Contemporáneo, 2 vols, Madrid 1991-1992. Contiene una amplia colección de encíclicas y documentos desde León XIII a Juan Pablo II. Los textos se agrupan cronológicamente dentro de nueve apartados: Sagrada Escritura, Dogma, Moral, Sagrada Liturgia, Espiritualidad, Evangelización, Familia, Educación, Orden sociopolítico.
Publicaciones periódicas como Osservatore Romano (edición diaria italiana y semanal en español) y Ecclesia publican habitualmente numerosos textos del magisterio papal y episcopal. El Vaticano difunde diariamente por Internet textos y noticias relacionadas con la actividad del Romano Pontífice.
7. Calificaciones de las proposiciones doctrinales
Las declaraciones del magisterio que se han producido a lo largo del tiempo, suelen incluir valoraciones o calificaciones teológicas de las opiniones o doctrinas que contienen. Es frecuente que estas valoraciones digan el grado de certeza con el que determinadas enseñanzas de la Iglesia puedan o deban ser recibidas por parte de los fieles.
Durante la edad antigua y en los primeros siglos medievales se usan por lo general las antiguas valoraciones de doctrina recta o falsa. Las condenas no indican sin embargo necesariamente que la doctrina criticada sea estrictamente una herejía. Desde el siglo XV, estas valoraciones teológicas son reelaboradas en su terminología. Se considera entonces que una doctrina es de fe divina (de fide divina), si forma parte explícita, o por inclusión, de la revelación; es de fe divina y católica (de fide divina et catholica) si es también enseñada por el magisterio como verdad que debe ser creída; es próxima a la fe (fides proximum) si es considerada como revelada por la opinión común de los teólogos.
Las doctrinas no contenidas formalmente en la Revelación pero unidas estrechamente con ella, y presentadas así por el magisterio, se denominan verdades de fe de la Iglesia (de fide ecclesiastica).
El magisterio de las últimas décadas ha abandonado prácticamente este modo de calificar las doctrinas --tal vez por preferir declaraciones más bien explicativas--, y el criterio para juzgar su valor teológico se suele derivar de las afirmaciones y observaciones que se incluyen en los documentos.
8. Magisterio y Teología
La importante tarea que la teología desempeña en la vida de la Iglesia exige que los teólogos deban mantener una estrecha relación con el Magisterio.
«La teología ha tenido siempre y continúa teniendo una gran importancia, para que la Iglesia, Pueblo de Dios, pueda participar de manera fecunda en la misión profética de Cristo» [RH, 19]. La dedicación a la docencia e investigación teológicas supone participar de algún modo en el oficio profético del Señor y exige por tanto una actuación obediente a la Verdad que Él proclamó y proclama sin cesar a través de la Iglesia.
La eclesialidad de la Teología y su conexión con la fe explican la vinculación de aquélla con la Iglesia y con su magisterio. Este no es una instancia ajena a la teología, sino intrínseca a ella. Si el teólogo es ante todo un creyente, su labor habrá de permanecer vinculada a la fe eclesial.
El Magisterio y la teología poseen una raíz y una finalidad comunes. Ambos se originan a partir de la Revelación, recibida y conservada en la Iglesia por influjo del Espíritu Santo. Y ambos sirven al mismo fin, que es penetrar más profundamente, exponer, enseñar y defender el depósito de la fe revelada.
Teología y Magisterio desempeñan, sin embargo, funciones y usan medios que son diferentes. La teología trata de investigar del modo más completo posible las verdades cristianas, dar a conocer a toda la comunidad eclesial los frutos de sus trabajos, y colaborar en la tarea de difundir y defender la doctrina que el Magisterio enseña en base a su autoridad.
Afirma Pablo VI: «El magisterio tiene la misión, en primer lugar, de transmitir y testimoniar la doctrina recibida de los Apóstoles, de modo que sea doctrina de toda la Iglesia y de toda la humanidad, así como la de conservar esa doctrina limpia de errores y deformaciones; le compete también juzgar con autoridad, a la luz de la divina Revelación, acerca de las nuevas doctrinas y de las soluciones propuestas por la Teología para resolver cuestiones nuevas; y, finalmente proponer con autoridad aquellas nuevas y más profundas explicaciones de la revelación divina, o aquellas aplicaciones y acomodaciones de la Revelación a los tiempos presentes, que, con la ayuda de la luz comunicada por el Espíritu Santo, juzgue que concuerden fielmente con doctrina de Jesucristo» [Discurso al Congreso de Teología del Concilio Vaticano II, 1-X-1966: Insegnamenti IV,452].
El Magisterio de la Iglesia es, por lo tanto, una instancia de carácter carismático, en la que brilla la testificación autorizada de las verdades de la Revelación y del modo de formularlas. En la teología domina, en cambio, la reflexión y análisis que deben conducir a la intelección y construcción científica de los datos. La labor teológica no es una simple ejercitación académica, y el teólogo se debe insertar hondamente en la comunidad creyente de la que procede, para aportar una luz reflexiva al testimonio de la Iglesia.
La teología necesita del Magisterio para orientar su trabajo y protegerlo de posibles desviaciones. El Magisterio necesita de la teología para que las enseñanzas magisteriales adquieran forma orgánica y sistemática, y puedan ser respuesta a los interrogantes legítimos que formulan los fieles cristianos y todos los hombres que entran en contacto con la Iglesia.
Ambas funciones se complementan. Al Papa y a los obispos en unión con él compete la tarea de anunciar la fe y determinar la autenticidad de sus formas de expresión. En virtud de su ministerio episcopal, corroboran la misión de los teólogos y ejercen una «función reguladora» [Discurso de Juan Pablo II en Friburgo, 13-VI-1984: Insegnamenti VII, 1,1714].
El magisterio ha reconocido la libertad de investigación teológica y la legítima autonomía de los teólogos en el marco de la Iglesia (cfr. GS, 62; LG, 37; CIC, c. 218).
Pablo VI y Juan Pablo II hablan con frecuencia de la libertad de investigación como condición necesaria del trabajo intelectual, y la han fundamentado en la apertura a la Verdad que es propia de la existencia humana, y sobre todo cristiana. Los discursos de Juan Pablo II hablan de esa libertad como un derecho del teólogo, que «es libre en el uso de sus métodos y análisis» [Discurso en Altötting, 18-XI-1980: Insegnamenti III, 2, 1337].
La libertad y capacidad de iniciativa teológicas no deben presentarse, por tanto, en confrontación con la fe de la Iglesia y la actividad magisterial, sino en una relación convergente e integradora. La responsabilidad hacia toda la Iglesia y la naturaleza de la tarea que tiene encomendada, hacen que la libertad de expresión e investigación del teólogo no pueda ser un derecho absoluto. «El teólogo, sin olvidar que es también un miembro del Pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no lesione la doctrina de la fe» [Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, junio 1990, nº 11]. Evitará así presentar como doctrina recibida opiniones y tesis que pueden ser todavía provisionales.
Se oye hablar con cierta frecuencia del disenso teológico que supondría la libertad del teólogo para poner en duda o incluso rechazar las enseñanzas no estrictamente infalibles del magisterio, especialmente en lo relativo a las normas morales particulares. Quienes defienden la legitimidad de este disenso invocan la idea de que los documentos del magisterio no serían sino el reflejo de una teología opinable. Otros sostienen una concepción relativista del pluralismo teológico, que justificaría el disenso. Según esta postura, las intervenciones magisteriales derivarían de una teología entre otras muchas, que no puede pretender imponerse de modo universal. «Surge así una especie de "magisterio paralelo" de los teólogos, en oposición y rivalidad con el magisterio auténtico» [Idem, nº 34].
Debe decirse, sin embargo, que ni la libertad del acto de fe ni el pluralismo teológico justifican el derecho al disenso. Tampoco se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del magisterio. «Un comportamiento semejante desconoce la naturaleza y la misión de la Iglesia, que ha recibido de su Señor la tarea de anunciar a todos los hombres la verdad de la salvación y la realiza caminando sobre las huellas de Cristo, consciente de que "la verdad no se impone de otra manera sino por la fuerza de la verdad misma, que penetra suave y fuertemente en las almas" (Decl. Dignitatis humanae, nº 1)» [Idem, nº 36].
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