Conferencia pronunciada el 6 de noviembre de 2001 en el Paraninfo de la Universitat de València. Estudi General. Presentación del Programa de Acogida y Despedida del Enfermo Hospitalizado. Consellería de Sanitat. GENERALITAT VALENCIANA
Distinguida audiencia:
En primer término quisiera expresar al Honorable Conseller de Sanitat mi gratitud y la de la Sociedad Valenciana de Bioética, que me honro en presidir, por la invitación a pronunciar esta conferencia en este acto de presentación del "Programa de Acogida y Despedida del Enfermo Hospitalizado" (...)
Sin duda, una de las características más destacadas de nuestro tiempo es la penetración de la ciencia en todas las actividades humanas. Una presencia activa que está produciendo una complejidad social progresiva, con posibilidades nuevas, cada vez más dilatadas para la vida de los individuos y de los pueblos. Sin embargo se constata que todo el magnífico desarrollo del saber humano no ha llevado a las inteligencias hacia concordancias de pensamiento, sino a discordias y luchas, y que los avances materiales, además de logros fantásticos, han supuesto también poner al servicio de la pugna humana medios aterradores.
Desde que el hombre existe sobre la tierra, cada uno de sus avances científicos y técnicos --desde el hacha de sílex hasta la fisión nuclear o el desciframiento del genoma humano-- le ha planteado una misma cuestión: si es lícito, y en qué medida, utilizar esa nueva adquisición..., ese nuevo poder. Pues es claro, y de uso común en nuestra conducta diaria, que no todo lo que es posible hacer, es acertado hacerlo. Es precisamente la reflexión la que enriquece al hombre, la que ha ido haciendo posible, a lo largo de la historia, todo paso de la barbarie a la cultura.
Dicha reflexión se hace, en primera y última estancia, en el ámbito de la conciencia individual. Pero se convierte en cultura (adquiere un valor estable que trasciende lo momentáneo e individual) cuando se inscribe dentro de los parámetros de una ciencia que juzga sobre el valor de las cosas en relación con el bien, personal y colectivo (la Ética), y se vierte en formulaciones que regulan el comportamiento social: el Derecho. Ambas disciplinas están más allá de las fronteras de la investigación empírica y de la técnica..... y la reflexión, por tanto, es siempre interdisciplinar.
Así, toda novedad científico-técnica abre siempre a nuevas reflexiones un territorio inexplorado. Mientras éstas no se decantan, la situación tiene algo de desestabilizador, de precario y de problemático. El hombre ha ido creando su cultura a base de resolver problemas, y los más importantes son aquellos que inciden en la concepción que tengamos de la persona humana y de su dignidad. El reto es su enriquecimiento y el riesgo, su deterioro.
En 1971 el oncólogo de la Universidad de Wisconsin, Van Rennsselaer Potter (bien conocido en los laboratorios de Bioquímica por haber diseñado el homogenizador que lleva su nombre) introduce por primera vez el término Bioética, y lo hace en un sentido de corte utilitarista en cuanto que se refiere a ella como un servirse de las ciencias biológicas para mejorar la calidad de vida. El significado del término fue evolucionando en los medios sanitarios hacia una valoración de las relaciones entre la vida, la salud y los problemas éticos que se planteaban en el ámbito de la actividad médica, identificándose inicialmente en cierto modo con la deontología, al tiempo que el ecologismo encuentra también en este término de la Bioética un lugar común para profundizar en una ética de la biosfera, una ética ambiental de la naturaleza.
La definición oficial del término Bioética nos viene dada en la Encyclopedia of Bioethics de W.T. Reich (publicada en New York el año 1978), "como el estudio sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias humanas y de la atención sanitaria, en cuanto se examina esta conducta a la luz de los valores y principios morales". Así pues, teniendo los valores y principios morales como elemento de referencia, la Bioética incluye las ciencias de la vida y las humanidades y se nos presenta como un conjunto multidisciplinar en el que confluyen Medicina, Filosofía, Biología, Psicología, Antropología, Sociología, Bioquímica, Genética, Teología, Biotecnología, Ecología, etc.
En este amplio abanico multidisciplinar en el que todo necesita de todo, estimo de especial interés subrayar que en el arranque del siglo XXI nos encontramos ante una realidad social en la que se da un desarrollo, sin parangón en la Historia, de todos los componentes científicos y tecnológicos que acabamos de mencionar, y, al mismo tiempo, se constata que estamos ante una época de fragmentación y apatía moral. Y esto es particularmente inquietante cuando es la Ética el referente necesario para cohesionar y proporcionar un sustrato humanizador a todo ese conjunto de disciplinas. Como dice Kieffer: "Nos hemos convertido en gigantes en el aspecto tecnológico , pero somos niños éticos".
Nadie medianamente informado puede dudar hoy en día de la rentabilidad de la ciencia tanto básica como aplicada y de la enorme contribución de la investigación científica al aumento de calidad de vida y de bienestar social. Sin embargo hay que decir que junto a un enorme cúmulo de factores positivos, en este proceso de intenso desarrollo científico se observa que la investigación, más que orientada, se encuentra atenazada por dos ramas opresoras: necesidad y dominio, dando paso a modo de corolario a una mentalidad cientifista que emerge en el siglo XIX y ha influido profundamente en el pasado siglo y lo sigue haciendo con una fuerza inusitada en la sociedad occidental contemporánea.
Fichte, en su obra "El destino del hombre y el destino del sabio" llega a afirmar que "del progreso de las ciencias positivas depende inmediatamente todo el progreso del género humano..." Las memorias de una poderosísima institución que gasta cifras gigantescas cada año en trabajos científicos en todo el mundo, señalaban a principios del siglo XX que la felicidad de la humanidad vendría, sobre todo, desarrollando la Física, la Química y la Medicina. La verdad es que tras examinar las sangrantes guerras y los horribles holocaustos del pasado siglo, y la panorámica que nos brinda los albores del XXI, textos como los que acabamos de mencionar nos suenan a una gran burla.
Durante las últimas décadas la llamada moral autónoma ha impregnado la mentalidad contemporánea. Deslumbrada por los avances de la Ciencia, ésta ha sido erigida como uno de los mitos de la restauración pagana (el cientifismo) y se presenta en tantos ambientes como un fetiche, fruto del ingenio humano, al que se le atribuye valor de "absoluto", con una nueva moral cerrada a todo lo trascendente y con la pretensión de conseguir un hombre nuevo y unos valores nuevos.
Esta mentalidad cientifista influye hoy profundamente en el hombre contemporáneo y, más que el sentido de la vida y los valores del espíritu, predomina el "medir" y el "calcular", una actitud que elude lo más profundo que existe en el hombre. La medicina, la psicología o la sociología aparecen marcadas por este pensamiento científico que trata de reducir al hombre a elementos simples e ínfimos: instintos, sentimientos, reflejos, estructuras físico-químicas...
Con esta actitud, comenta TORRELLÓ, incluso las llamadas "ciencias humanas" han perdido de vista al hombre en cuanto tal. Este hecho innegable recuerda la anécdota que contaba Victor Frankl, uno de lo psiquiatras más lúcidos de nuestro tiempo (fallecido hace apenas cuatro años): "la de esos dos judíos que discuten porque uno acusa al gato del otro de haberse comido la manteca de su tienda. Apelan al Rabino, quien pregunta rápidamente cuánta manteca había devorado el gato..... "Dos kilos", advierte el acusador. Entonces el Rabino ordena traer una balanza y pesa al gato: el peso resulta ser exactamente dos kilos. A lo que el Rabino exclama gozoso: "¡Bien!, hemos encontrado ya la manteca ¿pero dónde se ha metido el gato?".
¿Dónde está el hombre? nos preguntamos hoy, cada vez con más ansiedad, en medio del alborozo triunfalista del pensamiento científico-natural, en medio del laberinto de las afirmaciones de la ciencia, acríticamente aceptadas, mientras la moral y la ética vagan errantes, más despreciadas que nunca. El bien es, para muchos, simplemente lo que funciona, lo que es sano, placentero, útil o acostumbrado (en sentido estadístico), mientras que todo lo demás está desprovisto de valores, de significado, de realidad.
En el hombre contemporáneo se ha difuminado el campo de los valores, de las virtudes, de la dignidad personal. De este mundo superficial (donde nace la náusea del vacío y donde aumentan progresivamente las cifras de suicidios, de abortos, de víctimas del terrorismo( tratan de evadirse muchos jóvenes, que buscan refugiarse en el paraíso artificial de las drogas, del sexo, o de las sectas esotéricas. Al final de este proceso se llega a la más ingenua anarquía o al nihilismo.
No han faltado, sin embargo, ya desde el principio posturas muy claras de grandes científicos que consideran que la única solución consiste en ir más allá del pensamiento científico-natural. El mismo Einstein, al igual que Husserl, subrayó que la mentalidad cientifista "no puede resolver ningún problema vital". Y el mismo Nietsche, ya antes, había señalado: "No, este mundo de la ciencia no es el mundo de la vida, de la naturaleza, de la historia".
Y es que la respuesta a la pregunta "¿Qué es el hombre?", no la puede proporcionar ninguna ciencia positiva. Hay que buscarla en la trascendencia del hombre y de su dignidad. Sólo así entenderemos qué quiere decir Pascal cuando afirma que "el hombre trasciende infinitamente al hombre".
Porque si la razón sólo se la limita a proporcionar datos y clasificarlos, no puede estar en condiciones de afirmar nada sobre el sentido profundo del ser humano y de su fin. En palabras de AMAT, se trata de desplegar la razón humana en toda su envergadura, de realizar una filosofía con pretensiones de ultimidad y validez universales en torno al hombre o, si se quiere, una metafísica del conocimiento. En íntima conexión con ello, emprender la búsqueda de recursos intelectuales para relanzar el sentido universal de la verdad y su profunda incidencia de la vida humana. Difícilmente podemos tratar con rigor ético al hombre si lo tomamos por lo que no es.
Comprimido por la estrechez de una lógica tecnocrática, el hombre actual ha llegado a ser lo que MAX WEBER vaticinó: "El tipo humano del siglo XX tardío serán especialistas sin alma y vividores sin corazón". En efecto, el politeísmo de los valores y la crisis del sentido origina una fragmentación del saber que se descompone en muchedumbre de datos y hechos que parecen formar la trama misma de la existencia, lo que nos lleva a una radical y desesperanzada pregunta: ¿tiene sentido plantearse la cuestión del sentido? No es otra la raíz del escepticismo y nihilismo actuales. En este orden de ideas la "calidad de vida" va a consistir en la eficacia económica, el desordenado consumismo, el goce y la belleza de la vida física.
Una sociedad (sigue diciendo AMAT) que se guía por estos presupuestos, necesariamente, llega a sustituir la filosofía por la técnica. Así, en nuestros días, el sabio ha dejado su puesto al experto eficiente. En su obra "Memoria y olvido del ser", CARDONA escribe un texto que deseo recordar en este instante: "El médico de la Ilustración desplazó al sacerdote, pero el médico, a su vez, ha sido desplazado por el físico-químico que acabó por depender del empresario de productos farmacéuticos que, a su vez, dependía del financiero que, por su parte, depende de quien ocupe el poder". Como era previsible, el saber se ha puesto al servicio de la industria, ésta al servicio de la empresa económica, la cual sirve al poder que es presa del más ambicioso, el cual se encuentra al servicio o, con mayor precisión, es esclavo de su propia ambición.
Tal vez el núcleo de la Bioética pudiera ser el de llegar a convertirse en la conciencia de la ciencia. Bien es cierto que, siendo rigurosos, esto no es posible puesto que el albedrío moral y ético es atributo de las personas .... pero puede servir para ilustrar la idea expresada por TOMÁS Y GARRIDO en el sentido de que la investigación, el avance científico y tecnológico, con sus ambivalencias, puede y debe tener un rostro humano, ya que por grandes que sean las expectativas científicas, mayores lo son las del pensamiento y el corazón del hombre.
El valor inalienable de la persona humana es la fuente de todos los derechos humanos y de todo orden social. El ser humano debe ser siempre un fin y nunca un medio, un sujeto y no un objeto o un producto de investigación y de comercio; por eso, la referencia que ha de orientar la ética en tiempos de desarrollo hay que buscarla en primer lugar en la misma persona y en los principios que regulan sus interrelaciones naturales y sociales Estas afirmaciones no contradicen la constante búsqueda de las garantías sociales, legales, científicas y culturales, pero precisamente para que la persona mantenga su centralidad, sin destruir la tradición y sin obstruir el futuro, dispuestos prudencialmente a la adopción de nuevos estilos de trabajo, de vida y de organización de las comunidades.
La confluencia de campos tan diversos en esta disciplina y la procedencia pluridisciplinar de su contenido, ha hecho que se vayan elaborando diversos sistemas bioéticos; respetando esa diversidad, y para evitar un relativismo nefasto o un pluralismo vacío, deberíamos plantearnos partir como de una Bioética fundante de todas, que aporte el medio de cultivo conveniente para alimentar, orientar e iluminar la lectura del gran libro de la vida humana, porque el contenido de la ética, como el de la bioética no se inventan: se descubren.
Por ello, en Bioética, no se puede funcionar exclusivamente por un conjunto de reglas y de principios que se aplican a modo de prontuario a los distintos, y a veces dilemáticos, campos del obrar humano. Pueden y deben existir estos principios; pueden y deben aplicarse, y probablemente sea la solución eficaz en los casos límite; pero en la vida ordinaria, la bioética debería facilitar el camino en una dirección vital esencial, la protección y el desarrollo de la persona y de su innata dignidad y, a partir de ahí, al mundo viviente y a todo lo que existe.
En palabras de DEL BARCO, si la Bioética abdica de su quehacer filantrópico de la vida humana (que siempre es frágil), se vuelve una Bioética meramente nominal, dejando al descubierto los flancos vulnerables de la condición humana. Es muy bueno contar con ciertos principios para tomar decisiones, y es urgente precisar su significado auténtico y jerarquizarlos bien. Pero creer que los principios, en lugar de creer en el ser personal y en su dignidad augusta, son el núcleo principal, son la esencia de la Bioética, es reducirla a una táctica para tomar decisiones, sin más enjundia teórica, sin más miga ni misterio. Olvidar que el oficio de la Bioética es la vida personal es igual que reducir el quid de la democracia a votar a mano alzada, no a garantizar los derechos humanos.
En Medicina, como señala BALLESTEROS, la importancia del paciente es algo sobre lo que hay que seguir insistiendo para poner de relieve la influencia del "quién", en la determinación de las enfermedades. El representante de la medicina antropológica Víctor Von Weizsacker, propone que no hay enfermedades sino enfermos, ya que "la enfermedad no es el desperfecto de una máquina, sino una posibilidad de la persona de llegar a ser ella misma".
La tentación reduccionista, esa seductora y curiosa tendencia a abolir al hombre cuando estamos tratando de cosas humanas, es una tentación que nos acosa constantemente. Que caemos en ella lo demuestra el hecho de que, casi sin darnos cuenta, nos expresamos en lenguaje reduccionista. Nunca es más cierto que del corazón habla la lengua que cuando un médico se refiere a un paciente como "al cáncer de cabeza de páncreas de la 345". Reduce entonces a ese ser humano a una etiqueta diagnóstica, olvidándose del resto de su ser hombre. Cuando el médico se refiere al feto o al neonato alterado en su patrimonio genético no como a un ser humano concreto y real, sino como a una enfermedad, lo reduce a una entidad abstracta e incorpórea. Las víctimas del aborto eugénico o de la selección neonatal eutanática quedan así despersonalizadas, convertidas en algo no humano e irreal. Todo lo más, se le aparecen al reduccionista como un fragmento averiado del patrimonio genético: una trisomía, una deleción, una translocación no compensada, un síndrome malformativo. El médico irrespetuoso de lo humano dice: Esta mañana aborté un hemofílico y un Down. En sus cuentas no hay lugar para la significación humana del resto intacto del genoma del hemofílico ni del valor de su vida plena, aunque doliente; ni tampoco para los varios decenios de vida deficiente, pero inocente y feliz, de quien recibió un cromosoma 21 de más.
Estimo pertinente en este punto, las reflexiones que formula el gran genetista LEJEUNE (precisamente el descubridor de la base genética del síndrome de Down y de tantas otras enfermedades de origen cromosómico) en una comunicación presentada ante la Academia Francesa de Ciencias morales y políticas en 1990. De aquí al año 2000, el porvenir de la Genética se presenta brillante, deslumbrador, cegador. Brillante, porque los incesantes descubrimientos nos permiten saborear casi a diario un nuevo hallazgo de la vida; deslumbrador, porque nuestro análisis de las moléculas, vectores del mensaje de vida, corre el riesgo de hacer olvidar al organismo que ellas animan; y cegador porque el prestigio de las manipulaciones genéticas conduce a algunos a creer que todo lo que es posible está permitido.
La moral, para ellos debería ceder el paso a la tecnología; ellos reclaman un nuevo Derecho, que les daría todos los derechos. La manipulación está en curso en numerosos países.
Se fundan Comités de Ética para proponer nuevas leyes que, una vez votadas, influirán sobre las costumbres las cuales a su vez influirán sobre las leyes. Con un poco de destreza y una pizca de pluralismo, el Bien y el Mal ya no serán datos inmediatos de la conciencia, sino el débil consenso de una ética estatal.
Y, más adelante, advierte: A medida que los medios de diagnóstico sean más finos, se podrán detectar in útero, las más mínimas imperfecciones o predisposiciones a enfermedades...
¿Acaso debemos por ello eliminar los sujetos portadores de tales taras? Desde luego que no.(Y sigue razonando...).
Ciertas enfermedades son muy caras: en sufrimiento para los que las padecen y para sus familiares, en cargas sociales para la comunidad que debe reemplazar a los padres cuando la carga es tan dura que llega a ser insoportable para ellos. Pero el montante de este coste, en dinero y en abnegación se sabe cual es: Es exactamente el precio que debe pagar una sociedad para sentir el orgullo de permanecer plenamente humana.
Sin recurrir a las deportaciones de los seleccionadores nazis, Lejeune cita un ejemplo mucho más antiguo, el de los espartanos que, como no disponían de un diagnóstico prenatal, esperaban a que nacieran los niños, y a los recién nacidos que tenían algún defecto físico o mostraban una complexión incompatible para el uso de las armas, o no fueran niñas robustas capaces de engendrar futuros soldados, se los mataba arrojándolos por las laderas del monte Taigeto. Sin entrar en juicios de valor por la influencia que el tipo de cultura de este pueblo ejerciera para cometer lo que a nuestros ojos se nos presenta como una atrocidad, lo cierto es que este es el único pueblo de Grecia que practicaba sistemáticamente esta implacable eugenesia. Y también hay que decir que de todas las ciudades de Grecia, Esparta es la única que no ha legado a la humanidad ni un sabio, ni un artista, ni siquiera una ruina. ¿Por qué esta excepción entre los griegos, de donde han salido los hombres más dotados de la tierra? No será que los espartanos, al despeñar a sus bebés más frágiles estaban matando sin saberlo a sus poetas, sus músicos y sus sabios del futuro?
Tras estas consideraciones en las que he tratado de perfilar el panorama que, en mi opinión, nos ofrece en términos generales el ambiente ético dominante en el mundo occidental, quisiera ahora destacar que el motivo que nos reúne hoy aquí es tremendamente alentador, porque apunta precisamente a paliar esa carencia vital que acabamos de denunciar y que no es otra que el elevado grado de anti-humanismo de nuestra sociedad. Una carencia que se hace más patente cuando nos encontramos ante la realidad del enfermo (que no cabe calificarlo simplemente con el término burocrático o economicista de "usuario" de los servicios sanitarios( sino como paciente, es decir como ser humano que padece, que sufre.... y, en este sentido, o entra en el campo de la Bioética, como algo propio de su razón de ser, precisamente socorrer el desvalimiento humano, la existencia en apuros..... o hemos errado el camino.
Sí, es un motivo de satisfacción reunirnos para avanzar en el grado de humanización de la atención al paciente en esta presentación del programa de acogida y despedida del enfermo hospitalizado.
Todo hospital (dirá HERRANZ) digno de ese nombre debería ser hospitalario. Y deberían serlo todos y cada uno de los que trabajan en él. Ninguno de ellos es de inferior categoría. Desde el punto de vista laboral, en un hospital moderno, tan importante es el trabajo de quienes desempeñan las labores domésticas de lavar la ropa, o de preparar la comida, como el trabajo realizado por equipos "estrella" de médicos que llevan a cabo los proyectos de investigación más avanzada o las intervenciones diagnósticas y terapéuticas más sofisticadas y espectaculares.
Y lo mismo ocurre con la función ética. Humanización, en todos los casos, quiere decir calor humano en el trato con los demás y, de un modo muy particular, con la persona paciente, y ello, no como táctica sino como expresión de algo que se lleva dentro. De ahí que la mejora de la calidad humana del hospital como institución sólo puede lograrse a través de personas altamente motivadas que, trabajando en todo género de oficios y labores y en todos los niveles de organización funcional y jerárquica, sienten su trabajo como una auténtica vocación al servicio de los más débiles.
Sin desdoro, en absoluto, de ningún estamento (como ya queda dicho(, pero ¡qué importancia cobra aquí la labor humanizante de la enfermera, que con frecuencia conoce mucho más que el médico los problemas que laten en el enfermo!.
Es curioso comprobar como en el juicio que la gente se hace de los hospitales influyen de modo decisivo ciertos detalles, aparentemente irrelevantes, que se detectan muy pronto, y a los que los enfermos y sus familiares concedemos una gran importancia. Se trata de los modos de comportarse el personal del Centro hospitalario, de detalles en la limpieza y de todo un conjunto de cosas pequeñas y de pequeños servicios que crea un ambiente verdaderamente "hospitalario" -en el sentido genuino de este término- y define de modo inequívoco cómo es el cerebro ético del Hospital. Un cerebro institucional (cuya composición puede adoptar múltiples formas, y no necesariamente complicadas) capaz de imprimir y saber transmitir un estilo ético en el que se vive por todos la ética cotidiana de la relación médico/paciente; se cuida la lealtad, cooperación e independencia que deben presidir la relación médico/enfermera; el trato leal y digno con los enfermos: lo que supone disponibilidad y prontitud para escucharles, e incluso adelantarse a informarles antes de que ellos pregunten, accediendo a sus peticiones razonables y rechazando (con una firmeza que estará respaldada por el prestigio profesional( lo que sean pretensiones caprichosas o irracionales.
Un hospital debe ser algo más que una yuxtaposición bien coordinada de servicios y medios técnicos y profesionales. Un hospital debe poseer un "sistema nervioso ético" que dirija el complicado entramado de relaciones humanas y profesionales que se dan en la institución, de tal modo que quien a él se acoja se sepa respaldado por una serie de convicciones éticas que le protegen. En definitiva, "defender a cada paciente, prodigarse en cuidados a todo ser humano sin preguntarle su nombre, su raza, su religión: implica que cada uno de nosotros sea tenido por único, y por tanto irreemplazable".
Debo terminar. La Ciencia (que acerca continuamente al ser humano al íntimo gozo de crecer en el conocimiento de la verdad( debe ser enmarcada en sus justas coordenadas. El compromiso de la Ciencia está inscrito en su misma esencia: la búsqueda de la verdad para servir al hombre, a todo hombre, a ese hombre cuyo ser es mucho más que la suma total de sus componentes biológicos.
En palabras de Albareda: "La Investigación es la vida de la Ciencia, pero en el mundo hay otros valores que no son la Ciencia: por encima de la vida de la Ciencia está la Ciencia de la vida".
Muchas gracias por su amable atención.
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