Cristianos en la sociedad
Rialp, 1999, cap. X, pp. 209-228
1. La comunidad internacional.- 2. Los derechos de los pueblos.- 3. Instituciones internacionales y necesidad de una autoridad mundial.- 4. Construcción de la comunidad internacional.- 5. Justicia y solidaridad entre las naciones: cooperación internacional.- 6. La defensa de la paz.- 7. El deber de evitar la guerra.- 8. La injerencia con fines humanitarios.- 9. Armamentismo y tráfico de armas.- 10. La paz como obra de la justicia y de la solidaridad.
Desde hace tiempo las relaciones internacionales entre personas y pueblos se han intensificado notablemente, ya sea por motivos económicos, políticos, culturales o de otro tipo, y existe una creciente interdependencia entre naciones. La economía se ha hecho global, de modo que las crisis financieras o económicas regionales tienen repercusiones planetarias, las discordias o las guerras locales afectan o amenazan la convivencia pacífica en muchos otros lugares, mientras que muchas innovaciones culturales, científicas o técnicas se difunden con rapidez por todo el mundo.
Se ha dicho que el mundo se ha convertido en una aldea global y, en cierto modo, parece que es así. Los imponentes medios de comunicación y transporte disponibles han contribuido a ello en gran manera. Pero, más allá de las capacidades técnicas, las relaciones internacionales dependen de la gente. De aquí la importancia de lograr un orden internacional en el que no primen las ambiciones y los intereses particulares sobre el bien de las personas y que asegure la paz v la convivencia entre los pueblos.
El orden social internacional v la defensa de la paz tienen una larga tradición en la teología y en el Magisterio de la Iglesia católica. Sus orientaciones inequívocas a favor de las comunidades internacionales y de la paz del mundo hunden sus raíces en la razón y, sobre todo, en el conocimiento de la fe. Sus enseñanzas están basadas en la igualdad fundamental entre los hombres --más allá de sus diferencias--, en la unidad del género humano y el origen común de toda la humanidad, en la Redención de Cristo, que se extiende a todos, y en la llamada universal a la santidad. Todo ello lleva a la Iglesia a fomentar la fraternidad entre personas y pueblos de todo el mundo.
En el desarrollo más reciente de las enseñanzas de la Iglesia sobre el orden internacional y la paz, son de destacar numerosos discursos y radiomensajes de Pío XII y la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII. La constitución Gaudium et spes del Concilio Vaticano II dedica un capítulo entero al fomento de la paz y la promoción de la comunidad de los pueblos. Por su parte, los últimos Papas han recordado y ampliado la doctrina anterior. Lo han hecho con ocasión de sus visitas a la ONU, en discursos e intervenciones ante problemas concretos y, especialmente, en sus documentos sobre la solidaridad y el desarrollo de los pueblos.
1. La comunidad internacional
En la Sagrada Escritura se afirma que Dios «hizo de uno todo el linaje humano para poblar la faz de la tierra»(1) y la Iglesia enseña que es querer de Dios «que los hombres constituyan una sola familia humana y se traten como hermanos»(2). De aquí que la doctrina de la Iglesia sobre el orden internacional presente como principio fundamental, la unidad del género humano y la comunidad de los pueblos de la tierra. Pío XII señalaba que «la unidad del género humano y la familia de los pueblos» es el coronamiento del orden social. Y añadía: «Del reconocimiento de este principio depende el provenir de la paz. Ninguna reforma mundial, ninguna garantía de paz puede prescindir de él sin debilitarse o negarse a sí misma»(3).
Entender la humanidad como una unidad de personas y una comunidad de pueblos lleva a considerar la existencia de un bien común universal. Como señala el Catecismo de la Iglesia católica, «la unidad de la familia humana que agrupa a seres que poseen una misma dignidad, implica un bien común universal»(4).
El bien común universal plantea un conjunto de exigencias éticas. Entre ellas, el respeto de todas las personas y pueblos en su identidad y en sus derechos innatos, el desarrollo de los pueblos y la paz mundial en un orden justo. Igualmente, «el bien común universal requiere que en cada nación se fomente toda clase de intercambios entre los ciudadanos y los grupos intermedios»(5).
Para atender y garantizar las exigencias del bien común universal conviene que la comunidad internacional se organice de un modo adecuado: «Dados los lazos tan estrechos y recientes de mutua dependencia que hoy se dan entre todos los ciudadanos y entre todos los pueblos de la tierra, la búsqueda certera y la realización eficaz del bien común universal exigen que la comunidad de las naciones se dé a sí misma un ordenamiento que responda a sus obligaciones actuales, teniendo particularmente en cuenta las numerosas regiones que se encuentran aún hoy en estado de miseria intolerable»(6).
Este ordenamiento exige contar con instituciones apropiadas y una autoridad mundial que hagan respetar los derechos de los pueblos y promuevan su desarrollo y la paz en el mundo. De estos aspectos nos ocuparemos a continuación.
2. Los derechos de los pueblos
En los tiempos actuales «no sólo ha crecido la conciencia del derecho de los individuos, sino también la de los derechos de las naciones»(7). La DSI se ha referido en diversas ocasiones a estos dos tipos de derechos. Juan XXIII afirmaba que «las naciones son sujetos de derechos y deberes mutuos» y añadía que «la misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los conciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas»(8). Juan Pablo II añade que «los "derechos de las naciones" no son sino los "derechos humanos" considerados a este específico nivel de la vida comunitaria»(9).
Entre los derechos básicos de las naciones se señalan: «Derecho a la existencia, al propio desarrollo, a los medios necesarios para este desarrollo y a ser, finalmente, la primera responsable en procurar y alcanzar todo lo anterior; de igual manera, cada nación tiene también el derecho a la buena fama y a que se le rindan los debidos honores»(10).
Juan Pablo II, en uno de sus discursos ante la Asamblea General de la ONU, se refería al primero de estos derechos en estos términos: «Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues, --un Estado, otra nación, o una organización internacional-- puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. Este derecho fundamental a la existencia no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber circunstancias históricas en las que agregaciones distintas de una soberanía estatal sean incluso aconsejables, pero con la condición de que eso suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos. El derecho a la existencia implica naturalmente para cada nación, también el derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria "soberanía" espiritual. La historia demuestra --añadía el Romano Pontífice-- que en circunstancias extremas (como aquellas que se han visto en la tierra donde he nacido), es precisamente su misma cultura lo que permite a una nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada»(11).
El respeto a los legítimos derechos de las naciones ha de hacerse compatible con una pacífica convivencia entre los pueblos. En el citado discurso en la sede de la ONU, Juan Pablo II señalaba que si los "derechos de la nación" expresan las exigencias vitales de la "particularidad", no es menos importante subrayar las exigencias de la universalidad, expresadas a través de una fuerte conciencia de los deberes que unas naciones tienen con otras y· con la humanidad entera. El primero de todos es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones. De este modo, el ejercicio de los derechos de las naciones, equilibrado por la afirmación y la práctica de los deberes, promueve un fecundo "intercambio de dones", que refuerza la unidad entre todos los hombres»(12).
Particular importancia reviste la defensa de los derechos de los pueblos más débiles y de las minorías étnicas, que en ocasiones sufren crueles persecuciones. En este sentido, el último Concilio declaraba que «todo cuanto se haga para reprimir la vitalidad y el desarrollo de tales minorías étnicas, viola gravemente los deberes de la justicia. Violación que resulta mucho más grave aún si esos criminales atentados van dirigidos al aniquilamiento de la raza»(13).
3. Instituciones internacionales y necesidad de una autoridad mundial
El ordenamiento de la comunidad internacional ha de contar con instituciones apropiadas. Estas instituciones «deben, cada una por su parte, proveer a las diversas necesidades de los hombres tanto en el campo de la vida social, alimentación, higiene, educación, trabajo, como en múltiples circunstancias particulares que surgen acá y allá; por ejemplo, la necesidad general que las naciones en vías de desarrollo sienten de fomentar el progreso, de remediar en todo el mundo la triste situación de los refugiados o ayudar a los emigrantes y a sus familias»(14).
Algunas instituciones de la comunidad internacional están ya en funcionamiento desde hace años, y realizan una labor benemérita que la Iglesia reconoce y aplaude(15). Aunque no siempre son suficientes para las crecientes necesidades del mundo, hay que constatar un esperanzador florecimiento de este tipo de instituciones, ya sea como organizaciones promovidas o auspiciadas por los gobiernos, o bien como organizaciones no-gubernamentales (ONGs).
Junto con las instituciones, existe la necesidad de una autoridad rectora de la comunidad internacional. La razón está en que «el bien común de todos los pueblos plantea problemas que afectan a todas las naciones, y como semejantes problemas solamente puede afrontarlos una autoridad pública cuyo poder, estructura y medios sean suficientemente amplios y cuyo radio de acción tenga un alcance mundial, resulta, en consecuencia, que por imposición del mismo orden moral, es preciso constituir una autoridad pública general»(16).
«Esta autoridad general, cuyo poder debe alcanzar vigencia en el mundo entero y poseer medios idóneos para conducir al bien común universal, ha de establecerse con el consentimiento de todas las naciones y no imponerse por la fuerza»(17). No corresponde a esta autoridad mundial limitar la esfera de acción o invadir la competencia propia de la autoridad pública de cada Estado. Por el contrario, «la autoridad mundial debe procurar que en todo el mundo se cree un ambiente dentro del cual no sólo los poderes públicos de cada nación, sino también los individuos y los grupos intermedios, puedan con mayor seguridad realizar sus funciones, cumplir sus deberes y defender sus derechos»(18).
En definitiva, se trata de lograr una autoridad mundial que sirva de un modo efectivo al bien común, sin atentar contra el orden moral. De otro modo, quedaría privada de su propio fundamento(19). Actualmente, esta autoridad mundial recae en la Organización de las Naciones Unidas (ONU), con sus ramas UNESCO (para la educación y la cultura), OMS (para la salud), FAO (para la alimentación y la agricultura) y OIT (para el trabajo).
La ONU ha realizado un trabajo considerable, aunque su efectividad está aún lejos de alcanzar los metas asignadas en la DSI a la mencionada autoridad mundial. En este sentido, la Centesimus annus alaba a la ONU y reconoce que ha sido la pieza clave para la elaboración de un nuevo «derecho de gentes en sentido amplio. Sin embargo, señala también que las Naciones Unidas no han logrado hasta ahora poner en pie instrumentos eficaces para la solución de los conflictos internacionales como alternativa a la guerra, lo cual parece ser el problema más urgente que la comunidad internacional debe aún resolver»(20).
4. Construcción de la comunidad internacional
La construcción del orden internacional requiere aplicar correctamente los valores y principios básicos del orden social a los problemas específicos que se presentan en el ámbito internacional. Las relaciones entre las naciones --afirma Juan XXIII-- «deben regularse por las normas de la verdad, la justicia, la activa solidaridad y la libertad. Porque la misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los conciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas»(21).
La verdad exige que en las relaciones internaciones «se reconozca como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales en dignidad natural»(22).
La justicia en las relaciones internacionales exige el reconocimiento de los mutuos derechos y el cumplimiento de los mutuos deberes(23), sin abusos de la parte más poderosa sobre la más débil y necesitada. «Así como en las relaciones privadas los hombres no pueden buscar sus propios intereses con daño injusto de los ajenos, de la misma manera, las comunidades políticas no pueden, sin incurrir en delito, procurarse un aumento de las riquezas que constituya injuria u opresión injusta de las demás naciones»(24).
Las normas de la verdad y de la justicia «han de incrementarse por medio de una activa solidaridad física y espiritual. Ésta puede lograrse mediante múltiples formas de asociación, como ocurre en nuestra época, no sin éxito, en lo que atañe a la economía, la vida social y política, la cultura, la salud y el deporte»(25).
El respeto a la libertad lleva a afirmar «que ninguna nación tiene derecho a oprimir injustamente a otras o a interponerse de forma indebida en sus asuntos. Por el contrario, es indispensable que todas presten ayuda a las demás, a fin de que éstas últimas adquieran una conciencia cada vez mayor de sus propios deberes, acometan nuevas y útiles empresas y actúen como protagonistas de su propio desarrollo en todos los sectores»(26).
Los apoyos solidarios han de realizarse de tal modo que la libertad de las naciones a las que se ayude «quede incólume y puedan ser ellas necesariamente las protagonistas decisivas y las principales responsables de la labor de su propio desarrollo económico y social»(27).
5. Justicia y solidaridad entre las naciones: cooperación internacional
Santo Tomás de Aquino explica que hay un «derecho de gentes», que se distingue del «derecho civil», en el cual fácilmente concuerdan todos los hombres, por ser conclusiones muy inmediatas de la ley natural(28). Hoy, aún quienes se niegan a aceptar la ley natural, terminan aludiendo a ella al calificar de «crímenes contra la humanidad» acciones deplorables de racismo, limpiezas étnicas y otras actuaciones reprobables en cualquier lugar y situación. La primera exigencia de justicia es el respeto a este derecho. La Iglesia, como muchas instituciones internacionales, defiende «la vigencia permanente del derecho natural de gentes y de sus principios universales. La misma conciencia del género humano proclama con firmeza, cada vez más, estos principios»(29).
La justicia y solidaridad entre las naciones requiere cooperación internacional de diversa índole: jurídica, económica, educativa, cultural, etc. La colaboración jurídica se lleva a cabo a través de convenciones internacionales de derechos humanos, derechos de la familia y derechos de los pueblos, como medios para hacerlos cumplir, y tribunales internacionales que puedan juzgar sobre su presunto incumplimiento.
La unión e interdependencia actual de las naciones requiere cooperación económica. Una de las primeras condiciones es contar con un «sano comercio mundial»(30) que permita un intercambio justo. Son necesarios también otros modos de cooperación económica internacional para ayudar al progreso de los países en vías de desarrollo. Aunque casi todos los pueblos han alcanzado la independencia, muchos de ellos --generalmente antiguas colonias-- distan mucho de verse libres de excesivas desigualdades, dependencias opresivas y dificultades internas.
Asimismo, es necesario el apoyo de personas e instituciones para resolver los múltiples problemas educativos, sanitarios, de capacitación profesional y desarrollo técnico con que suelen encontrarse muchos países. Esto requiere, con frecuencia, la colaboración de expertos extranjeros que en su actuación han de comportarse como auxiliares y cooperadores(31), dispuestos también a aprender de las riquezas culturales y espirituales de los nativos y de las tradiciones del país.
La Iglesia exhorta a los cristianos a colaborar a la construcción del orden internacional, de modo que se respeten las legítimas libertades y se fomente una fraternidad amistosa con todos. Un modo de concretar esta colaboración es mediante prestaciones personales, más o menos informales, como hacen los voluntarios que dedican una parte de tiempo para auxiliar a personas y pueblos necesitados (campos de trabajo, cooperantes, organizaciones sin fronteras, etc.). Otra posibilidad es participar en asociaciones o instituciones fundadas para fomentar la cooperación entre las naciones(32).
Los campos de acción para asociaciones de cooperación internacional pueden ser muy variados: acciones en favor de un mayor reconocimiento de la familia, libertad religiosa y de enseñanza, intercambio de experiencias educativas, promoción de iniciativas económicas, sociales y culturales, etc. «En nuestros tiempos la eficacia de la acción y la necesidad de diálogo exigen empresas colectivas. Además, estas asociaciones contribuyen no poco a cultivar un sentido universal, muy adecuado para los católicos, y para formar una conciencia de solidaridad y responsabilidad verdaderamente universales»(33).
La Iglesia también presta una valiosa ayuda a la comunidad internacional. Lo hace, a través de los pastores y de los demás fieles, apoyada en su misión divina, al anunciar el Evangelio a todos los hombres y regalar los tesoros de la gracia. Con ello, contribuye a consolidar la paz y propone a la comunidad fraterna de los hombres en toda la tierra un fundamento sólido: el conocimiento de la ley divina y natural. Los fieles laicos, en la medida en que son más conscientes del alcance universal de su responsabilidad humana y cristiana, colaboran generosamente en la comunidad internacional y despiertan a otros a hacer lo mismo(34).
6. La defensa de la paz
La paz en la comunidad internacional, como en el interior de las naciones, es parte imprescindible del bien común, ya que «el respeto y el crecimiento de la vida humana exigen la paz»(35). Pero ha de ser una paz justa, y no una paz forzada, que surge como consecuencia de un dominio opresor. En este sentido, el Catecismo, siguiendo al Concilio Vaticano II, recuerda que «la paz no es sólo ausencia de guerra y no se limita a asegurar el equilibrio de fuerzas adversas. La paz no puede alcanzarse en la Tierra, sin la salvaguarda de los bienes de las personas, la libre comunicación entre los seres humanos, el respeto de la dignidad de las personas y de los pueblos, la práctica asidua de la fraternidad»(36).
El profeta Isaías llama a la paz «obra de la justicia»(37) y el Magisterio de la Iglesia, siguiendo las enseñanzas de Cristo, añade que «la paz es también fruto del amor, el cual sobrepasa todo lo que la justicia pueda realizar»(38).
La paz es, sin duda, un valor humano y, sobre todo, un valor cristiano, corno lo atestigua el mismo Cristo que declara "bienaventurados a los que obran la paz" (Mt 5,9)»(39).
«La paz terrena es imagen y fruto de la paz de Cristo, el "Príncipe de la paz" mesiánica (Is 9,5). Él "dio muerte al odio en su carne" (Ef 2,16; cf. Col 1,20-22), reconcilió con Dios a los hombres e hizo de su Iglesia el sacramento de la unidad del género humano y de su unión con Dios. "E1 es nuestra paz" (Ef 2,14).
En la lucha por una paz justa, es necesario esforzarse para evitar el recurso a la violencia(40). Sin embargo, trabajar por la paz y evitar los medios violentos, no es lo mismo que sostener un cómodo «pacifismo» incapaz de luchar por la dignidad y derechos de la persona.
Ante abusos notorios de quienes gobiernan hay que emplear medios eficaces que no sean violentos. El recurso a las armas para eliminar la opresión de los que gobiernan sólo es lícito en situaciones muy extremas y cumpliendo unos requisitos muy severos(41).
7. El deber de evitar la guerra
El Catecismo, a propósito de la guerra, recuerda que «el quinto mandamiento condena la destrucción voluntaria de la vida humana»(42). Las guerras no sólo destruyen vidas humanas, sino que, con frecuencia, embrutecen los espíritus y causan no pocos males e injusticias. Por ello es necesario orar y actuar para evitar la guerra(43).
El deber de evitar la guerra afecta a todos: «Todo ciudadano y todo gobernante está obligado a trabajar para evitar las guerras»(44). Los gobernantes evitan la guerra alimentando un profundo respeto a la humanidad, renunciando al egoísmo nacional y a la ambición de dominar a otros países y esforzándose seriamente por solucionar los conflictos mediante el diálogo y la comprensión. Los ciudadanos, por su parte, han de crear un clima de opinión pública en favor de la justicia y de la paz. Los educadores han de fomentar deseos nobles de luchar por la paz y para prevenir la guerra(45).
A pesar de toda clase de esfuerzos para evitar la confrontación armada, puede haber situaciones en las cuales puede ser lícito el recurso a acciones militares, ya que «una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta someter a las naciones»(46). En este sentido, y de acuerdo con la moral cristiana, un mal --en este caso, un mal tan grande como la previsible destrucción de vidas humanas-- sólo puede ser lícito si se produce de modo involuntario como efecto inevitable de una acción buena y con causas proporcionalmente graves a los efectos previsibles pero inevitables. Es lo que ocurre con la legitima defensa ante un injusto agresor. Legítima defensa que puede ser frente a personas, grupos o pueblos. A este propósito, el Catecismo señala que «mientras exista el riesgo de guerra y falte una autoridad internacional competente y provista de la fuerza correspondiente, una vez agotados todos los medios de acuerdo pacífico, no se podrá negar a los gobiernos el derecho a la legítima defensa»(47).
Para que la defensa militar tenga legitimidad moral se han de considerar de manera muy rigurosa un conjunto de condiciones, que se detallan a continuación(48):
-- Que el daño infringido por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y cierto.
-- Que los restantes medios para ponerle fin hayan resultado impracticables o ineficaces.
-- Que se reúnan las condiciones serias de éxito.
-- Que el empleo de las armas no entrañe males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición.
Estas condiciones han de ser estimadas mediante un juicio prudente por parte de los responsables del bien común, el cual incluye pedir los consejos necesarios a personas de probada rectitud moral. Además, en caso de guerra han de cumplirse los convenios internacionales sobre militares heridos o prisioneros y otros temas ordenados, evitando abusos y tratando con humanidad a la población no combatiente. Es condenable toda acción bélica que lleva indistintamente a la destrucción de ciudades enteras o de grandes regiones con sus habitantes. Hay que tener en cuenta, además, que una vez estallada la guerra, no es todo lícito entre los contendientes, sino que hay unas normas morales que rigen en todo momento(49).
En la actualidad, la capacidad destructiva es tan fuerte y los efectos que pueden seguirse a una acción bélica son tan desproporcionados a las causas justas que puedan provocarlos, que con suma facilidad pueden sobrepasarse con creces los límites de la legítima defensa(50). Por ello, han de intensificarse aún más si cabe las vías de entendimiento, sin recurrir al uso de la fuerza.
El deber de evitar la guerra incluye también formas solapadas de guerra, como la denominada «guerra fría» que enfrentó los bloques Este-Oeste hasta la caída del muro de Berlín en 1989, y que puede repetirse en otros contextos.
Mención aparte merece el fenómeno del terrorismo, entendido como propósito de matar y destruir indistintamente hombres y bienes, y crear precisamente un clima de terror y de inseguridad, a menudo incluso con la captura de rehenes. Juan Pablo II lo ha calificado como «dolorosa plaga del mundo actual», añadiendo que «aun cuando se aduce como motivación de esta actuación inhumana cualquier ideología o la creación de una sociedad mejor, los actos de terrorismo nunca son justificables. Pero mucho menos lo son cuando, como sucede hoy, tales decisiones y actos, que a veces llegan a verdaderas mortandades, ciertos secuestros de personas inocentes y ajenas a los conflictos, se proponen un fin propagandístico en favor de la propia causa; o, peor aún, cuando son un fin en sí mismos, de forma que se mata sólo por matar»(51).
La injerencia con fines humanitarios
Las naciones han de ser respetadas en sus asuntos internos, pero esto no significa que puedan despreocuparse del modo en que respetan los derechos humanos. Hay actos, que se oponen deliberadamente a los principios del derecho de gentes y «las órdenes que mandan tales actos, son criminales y la obediencia ciega no puede excusar a quienes las acatan. Entre estos actos hay que enumerar ante todo aquellos con los que metódicamente se extermina a todo un pueblo, raza o minoría étnica: hay que condenar con energía tales actos como crímenes horrendos; se ha de encomiar, en cambio, al máximo la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas»(52).
En éstas y otras situaciones fratricidas puede aceptarse y aun ser exigible una injerencia exterior con fines humanitarios, porque tal acción sería equiparable a una legítima defensa.
8. Armamentismo y tráfico de armas
El ejército, equipado con un razonable armamento y bien preparado, contribuye a disuadir de la guerra y prestar valiosos servicios en favor de la legítima defensa y de la paz. «Los que se dedican al servicio de la patria en la vida militar son servidores de la seguridad y de la libertad de los pueblos. Si realizan correctamente su tarea, colaboran verdaderamente al bien común de la nación y al mantenimiento de la paz (cf. GS 79,5)»(53).
Por ello, «los poderes públicos tienen en este caso el derecho y el deber de imponer a los ciudadanos las obligaciones necesarias para la defensa nacional»(54). Aunque también «han de atender equitativamente a los que, por motivos de conciencia, rechazan el empleo de las armas; estos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana (cf. GS 79,3)»(55).
Sin embargo, un excesivo armamentismo, aunque se le atribuyan cualidades disuasorias para evitar la guerra, no es camino seguro para conservar la paz(56). La acumulación de armas como procedimiento de disuasión merece serias reservas morales(57). Más grave aún es tratar de disuadir al enemigo fabricando armas atómicas de consecuencias incalculables. Los Papas advierten, con cierta frecuencia, del «peligro tremendo, conocido por todos, que representan las armas atómicas acumuladas hasta lo increíble»(58).
La acumulación de armas, a veces, toma la forma de una «carrera armamentista». Los países se arman más y más, a medida que también lo hace el potencial enemigo. Como explica el Catecismo «la carrera de armamentos no asegura la paz. En lugar de eliminar las causas de guerra, corre el riesgo de agravarlas. La inversión de riquezas fabulosas en la fabricación de armas siempre nuevas impide la ayuda a los pueblos necesitados (cf. PP 53), y obstaculiza su desarrollo. El exceso de armamento multiplica las razones de conflictos y aumenta el riesgo de contagio»(59).
En todo caso, no hay que perder de vista que los recursos son limitados y las inversiones en armamento han de detraerse de otras partidas. De aquí la advertencia de evitar excesos en gastos de defensa, en perjuicio de otras necesidades sociales o nacionales.
Por otro lado, la DSI juzga con severidad el comercio indiscriminado de armas. Juan Pablo II, analizando la situación mundial en 1987, afirmaba: «Si la producción de armas es un grave desorden que reina en el mundo actual respecto a las verdaderas necesidades de los hombres y al uso de los medios adecuados para satisfacerlas, no lo es menos el comercio de las mismas. Más aún, a propósito de esto, es preciso añadir que el juicio moral es todavía más severo (.. .). Nos hallamos así ante un fenómeno extraño: mientras las ayudas económicas y los planes de desarrollo tropiezan con el obstáculo de barreras ideológicas insuperables, arancelarias y de mercado, las armas de cualquier procedencia circulan con libertad casi absoluta en las diversas partes del mundo. Y nadie ignora (. ..) que en algunos casos los capitales prestados por el mundo desarrollado han servido para comprar armamentos en el mundo subdesarrollado»(60).
La producción y el comercio de armas atañen hondamente al bien común de las naciones y de la comunidad internacional. Por tanto, «las autoridades públicas tienen el derecho y, el deber de regularlas. La búsqueda de intereses privados o colectivos a corto plazo no legitima iniciativas que fomentan violencias y conflictos entre las naciones, y que comprometen el orden jurídico internacional»(61).
9. La paz como obra de la justicia y de la solidaridad
En la medida en que los hombres son pecadores, el peligro de guerra les amenaza y les amenazará hasta la venida de Cristo(62). Pero es necesario poner los medios para evitarla. Y para ello nada mejor que actuar en sus causas, que no son otras que las injusticias, las insidias demagógicas y, en general, un trato falto de caridad. En la medida en que los hombres unidos por la caridad superan el pecado, se evitan también las violencias(63).
Entre las injusticias que generan violencias y guerras están las grandes desigualdades económicas, el espíritu de dominio y desprecio de las personas, la envidia, la desconfianza, la soberbia y las pasiones egoístas de los hombres. A medida que se trabaja por la justicia y la convivencia amistosa entre los hombres y los pueblos se está fomentando la paz.
En las relaciones entre naciones para prevenir, superar o acabar con violencias desenfrenadas hacen falta tratados firmes y justos que superen situaciones injustas e instituciones internacionales que promuevan la paz. Pero, sobre todo, es necesario un cambio de mentalidad: «Tenemos todos que cambiar nuestros corazones --advertía el último Concilio--, con los ojos puestos en el orbe entero y en aquellos trabajos que todos juntos podemos llevar a cabo para que nuestra generación mejore»(64).
La paz es fruto de la justicia, pero también de la solidaridad. Juan Pablo II ha detallado algunos aspectos de la relación de la justicia y la solidaridad con la paz en el mundo: «Superando los imperialismos de todo tipo y los propósitos por mantener la propia hegemonía, las naciones más fuertes y más dotadas deben sentirse moralmente responsables de las otras, con el fin de instaurar un verdadero sistema internacional que se base en la igualdad de todos los pueblos y en el debido respeto de sus legítimas diferencias. Los países económicamente más débiles, o que están en el límite de la supervivencia, asistidos por los demás pueblos y por la comunidad internacional, deben ser capaces de aportar a su vez al bien común sus tesoros de humanidad y de cultura, que de otro modo se perderían para siempre»(65).
El mejor camino para que haya paz es, pues, el fomento del desarrollo de los pueblos mediante una acción solidaria. En expresión de Juan Pablo II puede afirmarse que «la paz es fruto de la solidaridad»(66). Una solidaridad estrechamente unida al desarrollo y la cooperación internacional. «La solidaridad que proponemos --afirma el Papa-- es un camino hacia la paz y hacia el desarrollo. En efecto, la paz del mundo es inconcebible si no se logra reconocer, por parte de los responsables, que la interdependencia exige de por sí la superación de la política de los bloques, la renuncia a toda forma de imperialismo económico, militar o político, y la transformación de la mutua desconfianza en colaboración. Este es, precisamente, el acto propio de la solidaridad entre los individuos y entre las naciones»(67).
La paz también se realiza a base de cosas pequeñas, en la vida ordinaria y en el pequeño entorno de cada uno. «La paz grande del mundo --señalan los obispos españoles-- se apoya en los pequeños gestos de paz que cada uno podemos construir a la medida de nuestras fuerzas y de nuestras responsabilidades en la familia, en el grupo, en el trabajo, en la profesión, en el pueblo o en la ciudad, en lo cultural y en lo económico, en las relaciones interpersonales y en la política»(68).
Notas
1. Cfr Act 17,26.
2. GS, 24.
3. BH, 32.
4. CCE, 1911.
5. PT, 309.
6. GS, 84.
7. CA, 21.
8. PT, 302.
9. Discurso en la Asamblea General de la ONU, 5-X-1995, nº 8.
10. PT, 308.
11. Discurso a la ONU, 5-X-1995, nº 8.
12. Idem.
13. PT, 308.
14. GS, 84.
15. Cfr GS, 84.
16. PT, 320.
17. PT, 321.
18. PT, 323.
19. Cfr PT, 302.
20. CA, 21.
21. PT, 302.
22. PT, 304.
23. Cfr PT, 307.
24. PT, 307.
25. PT, 309.
26. PT, 315.
27. PT, 316.
28. Cfr S. Th., I-II, q. 95, a. 4 ad 2.
29. GS, 79.
30. GS, 85.
31. GS, 88 y 90.
32. GS, 90.
33. GS, 90.
34. Cfr GS, 89.
35. CCE, 2304.
36. CCE, 2304.
37. Cfr Is 32,17.
38. GS, 78.
39. CCE, 2305.
40. Cfr CCE, 2306.
41. Cfr CCE, 2243.
42. CCE, 2307.
43. Cfr GS, 81; CCE, 2307.
44. CCE, 2308.
45. Cfr GS, 82.
46. GS, 79.
47. GS, 79; cfr CCE, 2308.
48. Cfr CCE, 2309.
49. Cfr GS, 79-80; CCE, 2312-2314.
50. Cfr GS, 80.
51. SRS, 24.
52. GS, 79.
53. CCE, 2310.
54. CCE, 2310.
55. CCE, 2311.
56. Cfr GS, 81.
57. CCE, 2315.
58. SRS, 24.
59. CCE, 2315.
60. SRS, 24.
61. CCE, 2316.
62. Cfr CCE, 2317.
63. Cfr CCE, 2317.
64. GS, 82.
65. SRS, 39.
66. SRS, 39.
67. SRS, 39.
68. CP, VI, 1.
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |