Madre de Dios y Madre nuestra
Rialp, 1996, cap. II, pp. 31-39
Entre los privilegios que Dios ha otorgado a la Virgen María, en atención a su excelsa dignidad de Madre de Dios y en virtud de los méritos de su Hijo, es de destacar el de su Inmaculada Concepción, reconocido por la Iglesia desde sus comienzos, y definido como dogma de fe el 8 de diciembre de 1854 por el Papa Pío IX en la Bula Ineffabslis Deus. En esta Carta Apostólica, el Romano Pontífice, «no hizo sino recoger con diligencia y sancionar con su autoridad la voz de los Santos Padres y de toda la Iglesia, que siempre se había dejado oír desde los tiempos antiguos hasta nuestros días» [FC I, párr. 2]. El análisis del texto de la definición nos será útil para conocer el significado de los términos y el perfil del dogma: «Declaramos, pronunciamos y definimos que la doctrina que sostiene que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción fue, por singular gracia y privilegio del Dios omnipotente, en previsión de los méritos de Cristo Jesús, Salvador del género humano, preservada inmune de toda mancha de culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, debe ser firme y constantemente cretda por todos los fieles» [InD, DS 2800-2804].
Es claro que el dogma se refiere no a la concepción virginal de Cristo realizada en María por obra del Espíritu Santo, sino a la concepción por la cual María fue engendrada en el seno de su madre. También es de advenir que el dogma se refiere no a la concepción «activa», obra de los padres de María, sino al «término» de esa acción, es decir a la concepción que podemos llamar «pasiva»: el resultado de la concepción activa, que es precisamente el «ser concebido» de María. Ella, María, es la concebida sin pecado original.
La definición dogmática excluye la teoría de quienes afirmaron en los siglos XIII y XIV, que la Virgen, habiendo contraído de hecho el pecado original, estuvo sometida a él por un instante (per parvam morulam), para ser enseguida santificada por Dios en el seno de su madre.
Con la expresión «inmune de toda mancha de culpa original», la Iglesia confiesa que María en ningún momento y en modo alguno fue alcanzada por la culpa original que se transmite por generación a la humanidad desde nuestros primeros padres. Por eso Pío XII, en Fulgens corona, explícita que cuando se habla de María ni siquiera «cabe plantearse la cuestión», de si tuvo o no algún pecado, por exiguo que pudiera pensarse: «es tan pura y tan santa que no puede concebirse pureza mayor después de la de Dios» [Sobre la "plenitud de gracia" ver FC, I].
La inmunidad otorgada a María es una gracia del Dios todopoderoso que constituye un «privilegio singular». ¿Podría haber alguna otra excepción a esa ley común? No consta que la voluntad del Papa al definir el dogma de la Inmaculada Concepción de María fuera excluir absolutamente cualquier otra excepción, ni, por supuesto, consta en parte alguna que la haya. No obstante, Pío XII, en Fulgens corona dice que «este singular privilegio» es «a nadie concedido» sino a la que fue elevada a la dignidad de Madre de Dios [cfr FC, I, párr. 5].
La Tradición apostólica y el Magisterio
La verdad expresada en la definición de la Inmaculada, no se ha obtenido como una conclusión deducida a partir de la Revelación, o por su conexión con alguna otra verdad revelada, sino que se trata de una verdad formalmente revelada por Dios. Se encuentra afirmada en la Iglesia desde los primeros siglos. A través de la historia ha habido progreso en el conocimiento y explicación, pero la verdad era conocida desde los comienzos de la Iglesia como divinamente revelada [ver FC, I].
Sólo en la época escolástica comenzaron los teólogos a discutir sobre este asunto. Pero ya Sixto IV, en los años 1476 y 1483 aprueba la Fiesta y el oficio de la Concepción Inmaculada, prohibiendo calificar como herética la sentencia inmaculista. Clemente XI, el año 1708, extiende la fiesta de la Inmaculada como fiesta de precepto a toda la Iglesia Universal.
Solución de las dificultades teológicas
La dificultad que algunos teólogos tuvieron antes de la declaración dogmática para reconocer sin lugar a dudas la Inmaculada Concepción de María, era la universalidad de la Redención operada por Cristo. ¿Cómo explicar la excepción en la herencia del pecado original que todos recibimos y en la necesidad que todos tenemos de ser redimidos?
La respuesta del Magisterio es clara: en este punto no se trata de una excepción [cfr CEC, 491]. María no es una criatura exenta de redención, por el contrario: es la primera redimida por Cristo y lo ha sido de un modo eminente en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano [InD, DS 2803; LG, 53]. De ahí le viene toda esta resplandeciente santidad del todo singular, de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción» [LG, 53, 56]
A la dificultad teológica sobre cómo podía una persona ser redimida sin haber contraído al menos un instante el pecado original, se responde con la distinción entre «redención liberativa» y «redención preservativa». La primera es la que se aplica a todos nosotros con «el lavado de la regeneración» bautismal [cfr Tit 3,15]. La última es la que aconteció en María ya antes de que pudiera incurrir en pecado.
Sagrada Escritura
La Iglesia ha entendido que en las Sagradas Escrituras existe un sólido fundamento de esta doctrina. Dios, después de la caída de Adán, habla a la pérfida serpiente con palabras que no pocos Santos Padres y Doctores, lo mismo que muchísimos autorizados intérpretes, aplican a la Santísima Virgen: «pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya...» [Gen 3,15]. Es el famoso texto llamado Protoevangelio por ser el primer anuncio --por cierto, inmediato al pecado-- de la Buena Noticia ( = Evangelio) de la Redención futura. Se interpreta «descendencia» («linaje») no sólo en sentido colectivo y moral, sino también en sentido cristológico y mariológico, enseñando que en él se expresa de modo insigne la enemistad de Cristo Redentor y de María, su Madre, contra el diablo [Conviene advertir que la interpretación mariológica de Gen 3,15 no surge de la falsa lectura de «ipsa» en vez de «ipsum», ya que aparece por primera vez entre los griegos e incluso la sostienen posteriormente quienes leen correctamente «ipsum» en vez de «ipsa»].
Así como de la primera Eva partió la ruina del género humano, la nueva Eva, María, asociada a Cristo Redentor, consigue una victoria absoluta, sin excepción alguna, contra el mal que es el pecado [cfr León XIII, Enc. Augustissimae Virginis; Pío XII, Bula Munificentissimus Deus]. Para esto mismo toman base los Padres y Escritores eclesiásticos de aquellas palabras en que el ángel Gabriel, en la Anunciación, llama a María «en nombre y por orden de Dios», llena de gracia [Lc 1,28]. En tan singular y solemne salutación, nunca hasta entonces oída, dicen los Padres que «se da a entender que la Madre de Dios fue la sede de todas las gracias divinas y que fue adornada con todos los carismas del Espíritu Santo, hasta el punto de no haber estado nunca bajo el poder del mal y de merecer oír, participando a una con su Hijo de una bendición perpetua, aquellas palabras que Isabel pronunció movida por el Espíritu Santo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre» [InD, l.c.].
Razones divinas
Cuando el Magisterio de la Iglesia define un dogma no obedece a un «capricho dogmaticista», ni a una razón puramente estética. Nos basta su autoridad, pero la ejerce siempre fundada en razones. Indaga en la Sagrada Escritura, en la Tradición apostólica, en el sentido de los fieles y también se pregunta por las razones que ha podido tener nuestro Padre Dios para hacer las cosas de un modo que a veces no era de unívoca necesidad. Las razones más claras que la Iglesia ha encontrado para explicar el designio de Dios sobre el misterio que tratamos son las siguientes:
1. La Maternidad divina. María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante» [LG, 56; CEC, 490]. Pues «esta excelsa prerrogativa (...) mayor que la cual ninguna otra parece que pueda existir, exige plenitud de gracia divina e inmunidad de cualquier pecado en el alma, puesto que lleva consigo la dignidad y santidad más grandes, después de la de Cristo» [FC, l.c.; cfr LG, 53].
2. El amor de Dios a su Madre. «¿Cómo nos habríamos comportado, si hubiésemos podido escoger la madre nuestra? Pienso que hubiésemos elegido a la que tenemos, llenándola de todas las gracias. Eso hizo Cristo: siendo omnipotente, sapientísimo y el mismo Amor, su poder realizó todo su querer (...). Los teólogos han formulado con frecuencia un argumento semejante, destinado a comprender de algún modo el sentido de ese cúmulo de gracias de que se encuentra revestida María y que culmina con la Asunción a los cielos. Dicen: «convenía, Dios podía hacerlo, luego lo hizo» [cfr Juan Duns Escoto, In III Sententiarum, dist. III, q. 1]. Es la explicación más clara de por qué el Señor concedió a su Madre, desde el primer instante de su inmaculada concepción, todos los privilegios. Estuvo libre del poder de Satanás; es hermosa --tota pulchra!--; limpia, pura en alma y cuerpo» [Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 171; cfr CEC, 490].
3. El CEC indica otra poderosa razón de la gran conveniencia de la plenitud de gracia de María desde el primer instante de su concepción: para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios [cfr CEC, 722]. La respuesta de María al mensaje divino del Ángel requería toda la fuerza de una libertad purísima, abierta al don más grande que pueda imaginarse y también a la cruz más pesada que jamás se haya puesto sobre el corazón de madre alguna, la «espada» de que le habló Simeón en el Templo [cfr Lc 2,35]. Aceptar la Voluntad de Dios implicaba para la Virgen cargar con un dolor inmenso en su alma llena del más exquisito amor. Era muy duro aceptar tal suerte para quien había de querer mucho más que a Ella misma [cfr Is 53,2-3]. La Virgen María necesitó toda la fuerza de su voluntad humana, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo en plenitud para poder decir --con toda consciencia y libertad-- su rotundo fiat al designio divino. Esta enorme riqueza espiritual no rebaja un punto su mérito; sencilla y grandiosamente hace posible lo que sería humanamente imposible: da a María la capacidad del fiat. Pero Ella puso su entera y libérrima voluntad. Para entendernos: Dios me ha dado a mí la gracia de responder afirmativamente a mi vocación divina. Sin esa gracia no habría podido decir que sí; pero con ella no quedé forzado a decirlo. Podía haber dicho que no, pues, en principio, la vocación divina no es un mandato inesquivable, sino una invitación: «Si quieres, ven y sígueme» [Lc 10,21].
Privilegios incluidos en la plenitud de gracia
a) Inmune de toda imperfección voluntaria [cfr. P. ej. San Agustín, De nat. et gratia, XXXVI; cfr CEC, 493], en modo alguno inclinada al mal. Esto es teológicamente cierto [cfr LG, 56].
b) Con plenitud de Gracia inicial, como ya hemos visto, y plenitud creciente de Gracia en el transcurso de su vida. La plenitud de Gracia inicial de María no fue absoluta, infinita, como la de Jesucristo Hombre (unido hipostáticamente al Verbo), sino relativa. Era plena y perfecta, pero no infinita. Podía crecer y de hecho, al corresponder en todo momento a las mociones de Dios, creció a lo largo de su vida. Es sentencia común de los teólogos, que en el momento de la Encarnación, como consecuencia del «fiat», recibió un aumento de Gracia que sería notabilísimo. Es lógico si pensamos que Cristo Hombre es Causa (subordinada a la Causa primera, que es Dios) de la Gracia. Por lo demás, el amor recíproco entre el Hijo y la Madre sería una causa ininterrumpida de incremento de Gracia para Ella.
Sin embargo, es seguro que María estuvo sujeta al dolor y padeció al corredimir con Cristo. El privilegio de la Inmaculada Concepción, lejos de sustraer el dolor de María, más bien aumentó en Ella su capacidad de sufrimiento, y la dispuso de tal modo que no desaprovechó ninguno de esos dolores y sufrimientos dispuestos o permitidos por el Padre, ofreciéndolos con los de su Hijo por nuestra salvación.
La criatura que está en lo más alto, no es, con todo, la más lejana a nuestra poquedad. La Iglesia ha salido al paso de errores sobre este particular, y ha proclamado en el Concilio Vaticano II que María es «Aquélla, que en la Santa Iglesia ocupa después de Cristo el lugar más alto y el más cercano a nosotros» [LG, 54; cfr FC I y InD].
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