EL CONTEXTO DOCTRINAL
SOBRE LAS PRELATURAS PERSONALES [1]
(Con ocasión de unas recientes páginas de Gaetano Lo Castro [2] )
ANTONIO VIANA
Sumario
I. Algunas aportaciones de G. Lo Castro al estudio de las Prelaturas personales. II. Cuestiones eclesiológicas y canónicas planteadas por la doctrina. III. Problemas de metodología canónica.
I. ALGUNAS APORTACIONES DE LO CASTRO AL ESTUDIO DE LA PRELATURAS PERSONALES
Una de las cuestiones más estudiadas por la ciencia canónica contemporánea es la naturaleza de las prelaturas personales. Por tratarse de un materia con ciertas implicaciones para el derecho constitucional canónico son variados y a veces discutidos los aspectos que han merecido la atención de los autores. Pero de manera sintética se puede recordar que para unos la prelaturas personales son entes de base asociativa orientados a la formación incardinación y distribución de clero para el servicio de las diócesis, mientras que otros las consideran instituciones pertenecientes a la organización jerárquica de la Iglesia con la configuración típica de las circunscripciones pastorales cuasidiocesanas. Los primeros sostienen la composición exclusivamente clerical de las prelaturas personales; en cambio la segunda opinión menciona la relación clerus-populus como sustrato personal de estas prelaturas. La tesis negadora de la naturaleza institucional jerárquica de las prelaturas personales es presentada sobre todo con base en los trabajos preparatorios del CIC de 1983, mientras que la tesis afirmativa atiende especial mente a la adaptación de las normas generales a la vida de la Iglesia.
No todas estas opiniones tienen el mismo valor y además resulta difícil conciliarlas entre sí. De ahí deriva el interés, más aún la necesidad de conocer los respectivos argumentos sin olvidar el contexto y el ambiente cultural en el que se desarrollan. Así se abre el camino para conocer la verdad sobre las prelaturas personales, más allá de un relativismo que a ningún sitio conduce y que más bien provoca el escaso desarrollo de una figura canónica que puede ayudar a resolver objetivas necesidades pastorales y de organización que a veces se presentan en la vida de la Iglesia.
Transcurridos algunos lustros desde la promulgación del CIC de 1983 y de la constitución de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei como primera y hasta ahora única Prelatura Personal, son ya muy numerosos los estudios publicados sobre las prelaturas personales. Tal abundancia bibliográfica, que contrasta vivamente con las publicaciones disponibles acerca de otras instituciones canónicas, no impide identificar estudios especialmente relevantes por la influencia que han tenido desde el principio en otros posteriores y dependientes. En este sentido me parecen de indispensable conocimiento los estudios de Winfred Aymans y Gianfranco Ghirlanda, para la tesis asociativa-clerical, y de Pedro Rodríguez, Amadeo de Fuenmayor y Javier Hervada, afirmativos de las prelaturas personales como instituciones de la organización constitucional jerárquica de la Iglesia.
Además de los autores citados, la publicación del libro de Gaetano Lo Castro en 1988 fue un acontecimiento importante dentro del panorama literario sobre las prelaturas personales, como lo prueba la amplia difusión de esta monografía, escrita en italiano y traducida a otras lenguas [3] . La profundidad del razonamiento jurídico, la agudeza en la explicación de las propias convicciones y, sobre todo, el esfuerzo por entender todas las argumentaciones contrarias han hecho de este libro una obra principal en su materia y un ejemplo más del fructífero cultivo del derecho canónico en las universidades civiles italianas, en continuidad con tantas monografías ya clásicas.
Son muchas las sugerencias de interpretación y método que se encuentran en el estudio de Lo Castro, pero quizás puedan destacarse especialmente tres aportaciones. Ante todo, las páginas dedicadas a las normas generales y particulares sobre las prelaturas personales. Algunos autores, a partir de Aymans sobre todo, han querido ver una contradicción entre las disposiciones del CIC y las que rigen la Prelatura del Opus Dei, sobre la base de que la constitución apostólica Ut sit, instituyente de esta Prelatura, sería de fecha posterior al CIC, o incluso invocando la presunta derogación del derecho particular por el derecho universal. La reconstrucción de todo el procedimiento administrativo y legislativo que constituyó el Opus Dei como Prelatura Personal ha permitido a Lo Castro probar con sólidos argumentos jurídicos la inconsistencia de tal opinión, y erróneo presupuesto hermenéutico de considerar al único legislados del CIC y de la Ut sit contradictorio consigo mismo, en lugar de buscar siempre la unidad del ordenamiento.
La segunda aportación destacable es el diseño de la “línea institucional del ordenamiento a propósito de los criterios distintivos entre derecho constitucional y derecho asociativo en la Iglesia” (o entre Iglesias particulares y asociaciones, según el planteamiento de algunos canonistas alemanes). Son notables en este sentido las páginas que Lo Castro dedica en el capítulo III de su obra a las prelaturas personales como entes situados en una relación de identificación funcional con el ordenamiento (rapporto di immedesimazione funzionale, según la terminología iuspublicistica italiana). Las instituciones de la organización oficial de la iglesia, a diferencia de los entes asociativos, no guardan propiamente una relación independiente respecto de la institución superior en la que se integran, puesto que ellas mismas constituyen esa organización, se identifican con ella. La dimensión institucional se expresa en la voluntad de la autoridad que se impone desde fuera al ente, no sólo en el momento constitutivo sino también durante toda la vida de éste. Son institucionales los entes que toman su origen, fin, función y estructura no de la voluntad de los sujetos que los componen, sino de la autoridad que los instituye. Lo Castro observa que la línea institucional del ordenamiento se manifiesta básicamente a través de tres grados: a) «de forma tenue y reducida» con controles sobre la calificación y actividad del ente; b) «de manera más incisiva, bajo la forma de otorgamiento de la personalidad jurídica»; c) «de manera total, bajo la forma de auto - desarrollo de la institución, mediante entes puestos por la autoridad para la realización de funciones propias del ordenamiento y para la persecución de finalidades dadas por éste y, por tanto, en una relación de identificación funcional orgánica con el propio ordenamiento» (pp. 171 y 172), que es el caso prelaturas personales. «En efecto, si bien todos los entes, de cualquier naturaleza, concurren a fines eclesialmente relevantes, lo hacen, sin embargo, de modo diverso: directamente, en una relación orgánica de identificación funcional [es decir, concreta, histórica: cfr. p. 196, nota 70] con el ordenamiento, los entes institucionales; indirectamente, a través del impulso y el desarrollo de la dimensión relacional de los fieles, los entes asociativos» (pp. 184 y 185). Conviene advertir que estas afirmaciones se completan con las precisiones añadidas por el autor en el sentido de que la distinción entre entes institucionales y asociativos no es pura en la experiencia jurídica, ya que frecuentemente existen elementos asociativos en la línea institucional del ordenamiento y, viceversa, aspectos institucionales - públicos en las entidades asociativas. En último término, «la determinación de la relación de identificación funcional de un ente con el ordenamiento, de su típica necesidad funcional, no puede corresponder más que al mismo ordenamiento o a la autoridad que lo representa. Ella es quien debe decidir sobre la necesidad de esa relación y, consecuentemente, quien adscribe el ente a la línea institucional del ordenamiento» (P. 194).
La tercera aportación de Lo Castro que merece destacarse es su propuesta de respetar en sede interpretativa la unidad del ordenamiento, empleando siempre los instrumentos que permiten salvar la coherencia del sistema, antes que basarse en tal o cual disposición concreta para levantar un problema de colisión de normas que pueda obstaculizar el desarrollo de la vida. La experiencia de vida, que en cuanto inspirada por la justicia es experiencia jurídica, tiene un gran valor en la concepción e interpretación del derecho, como subrayará nuestro autor en las páginas finales de la segunda edición.
Precisamente la segunda edición del libro de Lo Castro no contiene cambios sustanciales respecto de lo escrito en 1988, pero el autor ha añadido al texto original una postfazione de algo más de cuarenta páginas que le sirve para tener en cuenta la bibliografía publicada en el último decenio y también ciertos hechos de la vida de la Iglesia relevantes para la calificación jurídica de las prelaturas personales. En efecto, la consideración de estas prelaturas «como entes institucionales que forman parte de la estructura jurisdiccional jerárquica de la Iglesia» (p. 280) ha sido confirmada en la praxis de los últimos años por algunos actos de la autoridad eclesiástica relativos al Opus Dei, como son la consagración episcopal de los dos primeros prelados y la institución de un tribunal de primera instancia en esta Prelatura, además de la nota de la Secretaría de Estado sobre la naturaleza de la Prelatura del Opus Dei de 1996, oficialmente trasmitida al gobierno francés para el reconocimiento civil de la Prelatura y que se resume en las páginas 312-313.
II. CUESTIONES ECLESIOLÓGICAS Y CANÓNICAS, PLANTEADAS POR LA DOCTRINA
Como ya está apuntado, no interesa ahora detenerse en la descripción y valoración detallada de todas estas cuestiones presentes en el debate, sino que se trata más bien de ofrecer algunas anotaciones.
La consideración de la Iglesia como communio ecclesiarum no es de suyo obstáculo para comprender la naturaleza de las prelaturas personales. Al contrario, contemplar la realización de la Iglesia en personas y lugares, en ámbitos comunitarios organizados en el espacio y el tiempo, es imprescindible para entender el sentido de aquellas instituciones. Las prelaturas personales tienden, con el cumplimiento de sus finalidades específicas y el trabajo de sus fieles, a robustecer la comunión de las Iglesias particulares en el respeto de la potestad propia de los obispos diocesanos. Tal es el sentido original de las obras pastorales propias de cualquier Prelatura Personal, según se establece en los documentos del Concilio Vaticano II y las normas posteriores, como han reconocido también los autores. De hecho si leemos los pasos argumentales de un Aymans comparándolos p. ej. con las precisiones de Pedro Rodríguez se aprecian enseguida tantas coincidencias terminológicas y afirmativas para justificar que las prelaturas personales no son Iglesias particulares. El problema se presenta cuando esa eclesiología de la Iglesia particular se construye con una orientación categórica, cuando se afirma la exclusiva integración de la estructura constitucional jerárquica de la Iglesia por las Iglesias particulares en sentido estricto y sus agrupaciones (Iglesias particulares, agrupaciones supradiocesanas, colegios o entidades pluripersonales diocesanas, parroquias). Según este planteamiento, las instituciones que no responden al «concepto» de Iglesia particular o no se identifican con sus formas de organización serían específicamente estructuras asociativas, aunque naturalmente se afirmen en ellas también algunos rasgos distintivos, como pueden ser la libertad de ingreso o el régimen jurídico de autonomía con los estatutos propios. Las entidades asociativas responderían al concepto clave de consociatio, mientras que las Iglesias particulares serían expresión de la communio. Pero hace años que esta tesis que contrapone communio y consociatio fue criticada, entre otros motivos porque en la Iglesia las asociaciones son precisamente estructuras de comunión, desarrollos organizativos de la communio fidelium, y porque la comunión eclesial no debe identificarse exclusivamente con la communio hierarchica, es decir, con las manifestaciones propias de la relación pueblo - jerarquía, como afirma implícitamente en cambio la tesis disyuntiva criticada.
Pero ocurre además que en los últimos años la distinción entre Iglesias particulares y prelaturas personales se ha radicalizado en algunas explicaciones hasta descubrir concepciones unilaterales y desmedidas. En este sentido se ha negado legitimidad a la existencia coordinada de potestades cumulativas o concurrentes sobre las mismas personas, e incluso se ha cuestionado la virtualidad de la potestad inmediata del Romano Pontífice para instituir estructuras complementarias de las Iglesias particulares o diócesis (¿qué necesidad habría, viene a decirse, si ya la Iglesia particular es plenitud?). En cambio, con un planteamiento más realista, el ordenamiento canónico incluye tradicionalmente la previsión de esa complementariedad, al servicio de unas necesidades pastorales y de apostolado para las que no siempre son suficientes las estructuras diocesanas. Es el caso p. ej. de los ordinariatos militares, semejantes en tantos aspectos a las prelaturas personales, en cuyo régimen jurídico se incluye con normalidad la potestad cumulativa del ordinario militar con el obispo diocesano y de los capellanes castrenses con los párrocos locales. Por su parte, las finalidades específicas de las prelaturas personales pueden servir de complemento a las funciones de las diócesis allí donde se identifiquen necesidades espirituales objetivas, estables y socialmente relevantes (p. ej. la atención pastoral de emigrantes, prófugos, desplazados; en suma, el gran problema de la movilidad social que a veces presenta dimensiones dramáticas como consecuencia de espantosas situaciones de miseria y marginación). Además, no hay que pensar siempre en prelaturas personales de ámbito internacional promovidas por la Sede Apostólica, pues nada impide que sean los mismos obispos de un territorio quienes propongan el establecimiento de una Prelatura, a la vista de las circunstancias que ellos conocen. El caso de la Misión de Francia erigida en 1954 como Prelatura (nullius) por iniciativa de la Jerarquía francesa no deja de ser casi emblemático en este sentido.
Por todo ello, si la eclesiología de la Iglesia particular se enriquece con las implicaciones de la colegialidad episcopal, que completa la operatividad del episcopado monárquico; si se reconoce la capacidad de desarrollo histórico de la organización eclesiástica a través de nuevas entidades comunitarias respetuosas con la estructura episcopal de derecho divino; si se valoran suficientemente las necesidades de los fieles atendibles mediante circunscripciones personales jurídicamente coordinadas con las entidades de base territorial, aparece entonces expedita la vía para comprender la legitimidad eclesiológica y constitucional de las prelaturas personales en la Iglesia.
Preocupa mucho a algunos autores el problema de la coordinación entre Iglesias particulares y prelaturas personales. Más de uno lo ha querido resolver por la vía expeditiva de la pura y simple subordinación de todas las actividades apostólicas y pastorales de la Prelatura al obispo diocesano. Que el problema es más complejo y no puede ser resuelto por la simple subordinación lo reconoce el mismo CIC, cuando establece algunas normas coordinadoras y remite a los estatutos de cada Prelatura Personal. Por lo demás, el derecho particular de la Prelatura del Opus Dei contiene numerosas disposiciones sobre la materia. Esta remisión al derecho estatutario no es una forma de eludir el problema ignorando su existencia, sino que es una forma jurídicamente realista de plantear su solución.
Por otra parte, es indudable que en esta materia pesa mucho la experiencia histórica de la exención, pues durante siglos la exención, la separación, fue el modo de solventar los problemas entre jurisdicciones territoriales y personales, como lo prueba p. ej. la organización de los primeros vicariatos castrenses. Pero especialmente en el siglo XX esta fórmula separatista, que sin duda tuvo su razón de ser en otras épocas, ha sido sustituida por otros instrumentos de coordinación y de jurisdicción cumulativa más acordes con la eclesiología de comunión y el respeto a la potestad de los obispos diocesanos: ¿no es acaso una constante en el régimen jurídico contemporáneo de las circunscripciones personales la afirmación de que sus miembros no son exentos, ni pierden la condición diocesana, sino que continúan perteneciendo a la Iglesia particular de su domicilio? El n. 16 de la carta Communionis notio de la Congregación de la Doctrina de la Fe, fechada el 28-V-1992, afirma implícitamente la legitimidad eclesiológica de las prelaturas personales en la communio ecclesiarum por integrarse en el género de las «instituciones y comunidades establecidas por la autoridad eclesiástica para peculiares tareas pastorales» que, «en cuanto tales, pertenecen a la Iglesia universal aunque sus miembros sean también miembros de las Iglesias particulares donde viven y trabajan». Esa simultánea pertenencia, flexible y con diversas expresiones jurídicas, «no sólo no lesiona la unidad de la Iglesia particular fundada en el Obispo, sino que por el contrario contribuye a dar a esta unidad la interior diversificación propia de la comunión» [4] .
Como recuerda Lo Castro, las prelaturas personales se distinguen de las Iglesias particulares por su finalidad y por sus funciones, y no tanto por ser circunscripciones de carácter personal. Mientras que las prelaturas personales responden a los fines específicos delineados por el c. 294, las Iglesias particulares, las diócesis, tienen la misión general de hacer presente y operante «la Iglesia de Cristo, una, santa, católica y apostólica» (decr. Christus Dominus, n. 1l). Pero el problema de calificación, la naturaleza de una entidad, no puede resolverse a partir de la distinción entre instituciones, sino desde la consideración propia de la entidad de que se trate. En este sentido, aún admitiendo la realidad y el interés de la distinción, el problema de la diversificación o de la equiparación Iglesias particulares - prelaturas personales es de menor importancia que el de la finalidad, estructura y finalidad de éstas últimas (cfr. pp. 289 y 290). Lo que se planteó con algunas incertidumbres argumentativas en la reunión plenaria de la Comisión para la reforma del CIC, celebrada en 1981, fue precisamente la preocupación de algunos por distinguir correctamente entre Iglesias particulares y asociaciones. En ocasiones se razona así: una Iglesia particular (y en la práctica -aquí hay un error— todo ente institucional jerárquico) es distinta de un ente asociativo por dirigirse a todos los fieles, identificados con criterios objetivos (básicamente, habría que añadir, mediante la delimitación territorial), mientras que las asociaciones se caracterizan por la adhesión voluntaria y por una selección de los miembros en función del fin que se persigue. Según esta argumentación, las prelaturas personales serían asociaciones a causa de su libre y voluntaria composición (cosa que ocurre, por lo demás, en otras circunscripciones personales, como en el caso p. ej. de algunos títulos de adscripción a los ordinariatos militares, de los que nunca se ha discutido su carácter institucional jerárquico), y por tener siempre una finalización específica. Pero sucede, por una parte, que nadie ha escrito jamás que las prelaturas personales tengan los mismos fines que las Iglesias particulares o diócesis, en las cuales todas las espiritualidades y caminos de santidad encuentran, al menos teóricamente, acogida; y, por otra parte, es una «grave petición de principio» (p. 308) afirmar que las asociaciones se caracterizarían por pretender fines específicos, mientras que los fines generales y abarcadores corresponderían a los entes jerárquicos. Formar parte de la estructura jerárquica de la Iglesia no depende de la finalidad del ente, sino de la forma que éste tiene de perseguirla y de su inserción en el ordenamiento jurídico según la determinación de la autoridad eclesiástica (pp. 308-309).
La dualidad Iglesias particulares-asociaciones, tal como ha sido planteada, esconde a veces un problema mayor que ya hace años Javier Hervada intuyó con especial agudeza y al que alude también Lo Castro. Es el problema de la identificación reductiva de las estructuras asociativas como único escenario del apostolado y de la santidad de los fieles olvidándose que también las circunscripciones de la Iglesia (las diócesis, las prelaturas, los ordinariatos, los vicariatos, etc.), están llamadas a ser comunidades vivas y activas [5] , en el sentido de que los fieles de estas comunidades son a la vez destinatarios y sujetos de la evangelización, por más que lamentablemente en muchas diócesis y cuasidiócesis apenas se perciba la vibración y el entusiasmo del cristianismo primitivo. Pero ésta es una situación de hecho, que la esperanza cristiana no puede considerar definitiva sino mejorable, con ayuda de la gracia divina. Por eso debe subrayarse todavía que la aspiración a la santidad y al apostolado no tiene que realizarse siempre a través de un peculiar estado de vida o mediante la adhesión voluntaria a un instituto asociativo, ni tampoco decae por el hecho de que muchos católicos no se empeñen en ello. Lo Castro invita a la reflexión cuando escribe que algunos autores «razonan como si la normalidad en las estructuras constitucionales jerárquicas de la Iglesia, y en especial en las Iglesias particulares circunscritas por territorio, no sólo estuviera de hecho lamentablemente formada por bautizados que no sienten las exigencias que derivan de la vocación bautismal, sino también que así debería ser por principio» (p. 3 10). De este modo, se contempla a los fieles separados: por un lado, los que son llamados a la santidad en institutos de vida consagrada o en otros entes asociativos; por otro, los demás fieles, y especialmente los fieles laicos en las estructuras jerárquicas de la Iglesia. A juicio de Lo Castro, se adivina en todo este planteamiento una visión reductiva de la vida cristiana y «una insuficiente reflexión teológica sobre las realidades temporales» (p. 311). Esta carencia hace difícil comprender concretamente «cómo, puede darse una estructura jurisdiccional jerárquica en la Iglesia, con fieles que se empeñan en vivir el mensaje de la llamada universal a la santidad para difundirlo en las estructuras seculares» (pp. 310-31l), como sucede en el caso de la primera Prelatura Personal erigida.
Lo que se acaba de señalar conecta con otro problema explícita o implícitamente planteado cuando se discute sobre la naturaleza de las prelaturas personales; es decir, la posición de los fieles laicos y el sentido de la relación entre sacerdocio común y ministerial.
¿Pueden o no los laicos formar parte de las prelaturas personales? Recuerda Lo Castro que para más de un autor en torno a esta pregunta se juega el destino de la calificación jurídica de tales entes en la Iglesia. Para algunos la respuesta es negativa, a partir de un análisis filológico del c. 296 del CIC, que habla de que los laicos «se dedican» y «cooperan orgánicamente» con las obras apostólicas de la Prelatura, pero no que se incorporan y pertenecen a ella. Con todo, las prelaturas personales no sólo son una previsión del legislador, sino que también han tenido realización práctica legislativa y administrativa en la Iglesia. Forma parte de esa experiencia jurídica eclesial y está prevista con normalidad por la autoridad eclesiástica la adscripción de laicos, tanto mujeres como varones, a la Prelatura del Opus Dei. Si esto es así, ¿por qué seguir interpretando las previsiones del CIC sobre los laicos en el c. 296 como si excluyeran su posible adscripción a las prelaturas personales? Aparte de las sutiles y probablemente estériles distinciones filológicas entre incorporatio, dedicatio y organica cooperatio (cc. 296 del CIC y 575 del Schema de 1982), es difícil dar a esta pregunta una respuesta diversa del voluntarismo: se insiste en que las prelaturas personales no pueden tener laicos porque, de lo contrario, presentaría los mismos elementos estructurales que la Iglesia particular (obispo - prelado, clero incardinado, pueblo propio), y ya se ha decidido previamente que esto sería pastoralmente peligroso y supuestamente contrario a una eclesiología afirmativa de la Iglesia particular, a pesar de que las normas sobre prelaturas personales y su concreta aplicación, las distinguen de las Iglesias particulares, sostienen la legitimidad de la pertenencia laical y establecen criterios de coordinación para evitar las tan temidas Iglesias paralelas y los monstruos de dos cabezas.
Estas discusiones sobre la presencia de los laicos en las prelaturas personales nos hablan probablemente de inseguridades más profundas sobre la propia vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo. Con ocasión de la celebración del Sínodo de los obispos de 1987 fue subrayada la desconcertante recepción del magisterio del Vaticano II sobre los laicos y se habló en este sentido del negativo fenómeno de la clericalización del laico. La vocación laical se realizaría no tanto en la secularidad, con la santificación de las realidades temporales en colaboración orgánica con el sacerdocio ministerial, sino sobre todo a través de la ayuda que el laico puede proporcionar al clero en los ministerios litúrgicos y en otras actividades eclesiales auxiliares; y en esa línea habría de entenderse según algunos la cooperación organica de los laicos con las prelaturas personales: una cooperación siempre externa, desde fuera, con las obras apostólicas de la Prelatura (y estas obras apostólicas se entenderían a su vez como obras pastorales, es decir, propias del sacerdocio ministerial). En la práctica, es frecuente que los hondos criterios del magisterio del Vaticano II sobre la vocación de los laicos, la misión común y la secularidad [6] no sean entendidos más allá del auxilio al clero. Si a todo esto se une una cierta tradición teológica y pastoral que contempla la vocación laical desde la doctrina de los consejos evangélicos, que identifica celibato apostólico con vida consagrada, que piensa en una especial consagración ante cualquier experiencia carismática de compromiso voluntario en la Iglesia y busca clasificar enseguida dicha experiencia vocacional dentro de los esquemas de lo que hoy son los institutos religiosos, los institutos seculares e incluso las sociedades de vida apostólica (aunque se trate de un compromiso especial derivado del bautismo y de la confirmación); si tales son, en suma, las ideas que inspiran parte de la discusión, no es exagerado concluir que el debate sobre los laicos en las prelaturas personales muestra un campo visual donde se verifican doctrinas que afectan no sólo a la condición laical, sino también a la teología de la secularidad, a las relaciones de la Iglesia con el mundo. y a la identidad teológica de la vida consagrada.
Podría objetarse a la reflexión anterior que ni la doctrina del Vaticano II sobre laicado y secularidad, ni la necesaria superación de la idea de los laicos como auxiliares del clero o de la identificación de la misión de la Iglesia con la misión de la jerarquía, imponen directamente la posible adscripción de los laicos a las prelaturas personales. Y es una objeción que así planteada debe reconocerse como razonable. Pero cuando se estudian los argumentos del debate se confirma enseguida que el problema de la participación de los laicos en las prelaturas personales va más allá de la simple interpretación de una norma del CIC y revela cuestiones teológicas de fondo, más aún cuando las normas vigentes (no sólo las del CIC) legitiman la adscripción de los laicos a las prelaturas personales y no justifican de suyo una interpretación reductiva.
Decíamos también que otra cuestión que influye de hecho en el debate doctrinal sobre las prelaturas personales es la información que el intérprete pueda tener sobre la naturaleza, finalidad e historia jurídica de la Prelatura del Opus Dei Las conclusiones serán muy distintas según se considere al Opus Dei una asociación de fieles, una institución semejante a los institutos seculares, un movimiento apostólico de laicos (o de clérigos), o bien, como es lo correcto, una Prelatura personal internacional con estatutos propios que ya antes de ser erigida como tal poseía los requisitos necesarios de pastor, clero secular y fieles laicos que han justificado históricamente la calificación jurídica de Prelatura.
Algunos han sugerido también la analogía del Opus Dei con los «movimientos» o agregaciones de fieles desarrollados especialmente en las últimas décadas en la vida de la Iglesia. Lo Castro plantea aquí (cfr. p. 313) la paradoja de que normalmente la calificación de movimiento se atribuya a realidades carismáticas que en bastantes casos no desean recibir ningún encuadramiento jurídico - formal, al contrario de lo que ha ocurrido precisamente con el Opus Dei. Pero, a pesar de que el Opus Dei no entra en la tipología de lo que suele entenderse por «movimientos eclesiales», sino en la que es propia de las prelaturas personales ad peculiaria opera pastoralia perficienda, parece indudable que la experiencia de los movimientos (algunos de ámbito internacional y con problemas de relación con obispos y párrocos locales todavía pendientes de una solución jurídica estable) influye de hecho en quienes son más amigos de las clasificaciones omnicomprensivas de las experiencias carismáticas que de preocuparse por las diferencias específicas.
III. PROBLEMAS DE METODOLOGÍA CANÓNICA
Con ocasión del estreno del sistema codificado en la historia de la Iglesia, las disposiciones de la curia romana de 1917 y 1918 sobre la docencia del derecho canónico en universidades e institutos eclesiásticos favorecieron un estudio del CIC de 1917 como «autenthicum et unicum iuris canonici fontem» [8] , e influyeron decisivamente en la ciencia canónica a lo largo de los 65 años de vigencia del primer CIC. En efecto, «el nuevo cuerpo legal [el CIC de 1917], en sus fórmulas abstractas y por su misma naturaleza desgajadas de la vida, se presentaba (...) como la fuente exclusiva del derecho y el libro de texto único sobre el que los alumnos habrían de aprender la exégesis de cada uno de sus cánones (...). La exégesis de la norma en su tenor literal, imprescindible entonces como lo es también hoy, quedó así elevada a un rango muy por encima del que realmente le correspondía, puesto que asumió el carácter, si no exclusivo, sí por lo menos de criterio primario y fundamental. Puede decirse que la realidad confirmó en buena parte el pronóstico de U. Stutz cuando, en 1918, escribió que, al menos en el futuro próximo, la canonística iba a reducirse a una mera codicística» [9] .
Es verdad que hoy el panorama ha cambiado y el método exegético codicial no ocupa ya el puesto absolutamente privilegiado de antaño, sobre todo porque la doctrina y los criterios del Concilio Vaticano II hacen imprescindible el recurso a otras instancias, también eclesiológicas, que enriquecen la perspectiva y estimulan el método jurídico sistemático, completando la literalidad de la norma; pero no deja de ser cierto que el estilo literalista en la interpretación de la ley sigue teniendo fuerza prevalente en amplios sectores de la ciencia canónica contemporánea. De hecho, el comentario detallado de las normas y disposiciones complementarias del CIC es un género literario especialmente atendido por la bibliografía canónica actual, y es indudable la utilidad de estas publicaciones para los gobernantes, encargados de la aplicación del derecho y pastores de almas en general. Pero si estos criterios didácticos y publicísticos se utilizan exclusivamente, provocan el peligro de agotar la función del canonista en la tarea exegética, de confundir la historia de las instituciones canónicas con la historia de los trabajos preparatorios de las normas del CIC, y, sobre todo, la tentación de reconducir la vida a la norma abstracta.
De poco sirve que esta mentalidad se suavice con un lenguaje eclesiológico si el derecho se confunde con la legislación, porque incluso entonces, como observa Lo Castro, el derecho queda reducido a «ser una eclesiología impuesta a través de mandatos imperativos» (p. 320). No se puede dejar de reconocer que la pretendida oposición entre derecho y pastoral, tan difundida en la experiencia eclesial de los últimos decenios y todavía no plenamente superada, tiene en parte su causa en una comprensible reacción frente a la concepción normativista del derecho en la Iglesia. Volviendo al tema que es objeto de estás páginas, no puede resultar fácil explicar p. ej. a los laicos incorporados legítimamente a la Prelatura del Opus Dei que algunos canonistas opinan que las prelaturas personales no pueden incorporar laicos, o que hay dos prelaturas distintas: aquella a la que pertenecen y la prevista por el CIC, pero que sólo la del Código tendría absoluta legitimidad.
En las páginas finales de su nueva postfazione explica Gaetano Lo Castro que en la discusión sobre los perfiles de las Prelaturas personales se contraponen diversas concepciones del derecho. La primera viene representada por quienes ven dos modelos de Prelatura Personal: el que ha establecido el legislador del CIC (modelo «ideal» de Prelatura Personal) y el modelo real, que opera en la vida de la Iglesia y que sólo podría ser calificado como Prelatura Personal si presentara los rasgos del primero. Esta primera concepción viene a defender la adaptación, o, mejor, la «conformación» (p. 318) de la vida a través de la norma formulada por el legislador, puesto que el derecho no sería la tutela de las exigencias de justicia propias de los fenómenos sociales sino el fruto del poder, del poder legítimo. Pero el CIC no contiene una entidad ideal para juzgar la entidad real, sino solamente una normativa, un régimen jurídico que será vacío, no operativo, hasta que no surja el ente, el fenómeno al cual ese régimen jurídico se pueda aplicar respetando la variedad de las situaciones que se presenten. De tal manera que en la segunda concepción (realista) es el régimen jurídico el que se inserta en la experiencia jurídica, que precisa, completa y adapta el alcance de las normas, pues éstas deben estar siempre al servicio de la vida y no viceversa: «Las normas regulan los fenómenos que se manifiestan en la vida de la Iglesia y en la vida social, no ligadas al respeto de ideas abstractas (...), sino a las exigencias propias de tales fenómenos» (p. 318). Se comprende así el profundo significado del c. 20 del CIC cuando expresa que la ley general no deroga el derecho particular o especial.
Por tanto, no hay dos prelaturas personales: la que responde a la idea del legislador y la que vive en la comunión de la Iglesia. «No hay una posición contradictoria del legislador, sino dos concepciones del derecho contradictorias »: la idealista y la que se apoya en la experiencia jurídica (pp. 321 y 322). Ambas concepciones del derecho son muy difícilmente compatibles entre sí. «Se piense lo que se quiera de estos diversos modos de ver el derecho, me parece — dice Lo Castro — que en cualquier caso no resulta posible ajustarlos en un acomodante compromiso» (P. 321). La solución pasa entonces por el respeto de las exigencias de justicia presentes en la vida eclesial o, al menos, cabría añadir con palabras del mismo autor, por el esfuerzo de «integrar todos los actos normativos en una coherente visión unitaria del problema planteado» (p. 303).
Es verdad que estas dos maneras de ver el derecho están presentes en parte de la literatura sobre las prelaturas personales, pero echo de menos en las reflexiones de Lo Castro algunas sugerencias sobre la colaboración interdisciplinar que parece necesario seguir promoviendo. Pienso que en esta materia sigue habiendo amplios espacios para un trabajo común entre la ciencia canónica y la teológica, cada una con su propia metodología, que habrá de ser afirmada respectivamente con el máximo rigor (en este sentido, la experiencia de estos años de estudio sobre las prelaturas personales está aconsejando la participación de teólogos profesionales y no sólo de canonistas que intentan hacer teología). He procurado recordar en estas páginas que en el ambiente cultural relativo a las prelaturas personales hay grandes cuestiones doctrinales pendientes en buena medida de una mayor profundización, para lo que resulta muy apropiado el apoyo de la teología. Por lo que se refiere a las posiciones defendidas por Lo Castro, su propuesta es bien clara: «He considerado en este libro, y tengo aún por cierto, que la sensibilidad teológica de la que alardean los canonistas (...) no se opone a una correcta metodología jurídica» (p. 295). Es tanto como proponer que sus opiniones sean confirmadas o rebatidas con argumentos jurídicos.
[1] «Ius Canonicum», 79 (2000), pp289-306.
[2] Le prelature personali. Profili giuridici, seconda edizione, Giuffré ed., Milano 1999 (Postfazione alta II edizione: pp. 279-322).
[3] La traducción española fue publicada en Pamplona, en 1991, con el título: Las prelaturas personales. Perfiles jurídicos. Todas las citas del libro de Lo Castro que presento en estas páginas corresponden a la segunda edición italiana.
[4] Cfr. L'Osservatore romano, 15-16.VI.1992, pp. 7 y 8: «Quo plenius eluceat hic aspectus communionis ecclesialis -unitas nempe in diversitate— , consideretur necesse est institutiones et communitates exisistere ab Apostolica Auctoritate constitutas ad peculiaria opera pastoralia perficienda. Ipsae, qua tales ad Ecctesiam pertinent universalem, etiamsi membra earum membra sunt quoque Ecclesiarum particularium ubi degunt et operantur. Conditio vero haec pertinendi ad Ecclesias particulares, pro flexibilitate qua ipsa pollet, diversis iuridicis modis sese exprimit. Quod quidem nedum quidpiam detrahat unitati Ecclesiae particularis in Episcopo fundatae confert potius ad hanc unitatem diversitatae interiore communionis propria locupletandam» (Subrayados del original).
[5] «( ... ) Sicut in viventis corporis compage, nullum membrum mere passive sese gerit, sed simul cum vita corporis eiusdem operositatem quoque participat, sic in corpore Christi, quod est EccIesia, totum corpus secundum operationem in mensuram uniuscuiusque membri, augmentum coiporis facit (Eph 4, 16)»: decr. Apostolicam Actuositatem, n. 2.
[6] Cfr. concretamente, const. Lumen Gentium, nn. 30-32; decr. Apostolicam Actuositatem, n. 2.
[7] S. KUTTNER, El Código de Derecho Canónico en la Historia, en «Revista Española de Derecho Canónico», 24 (1968), p. 308. Como explica el mismo autor, este modo de ver el derecho contrasta con la concepción clásica: «Para el período clásico del medioevo la evolución del derecho, la continua puesta al día de la legislación tradicional, era un proceso en el que la jurisprudencia de los maestros en las escuelas y la acción judicial y magisterial de los Papas debían concurrir pari passu, en una recíproca integración entre la ratio auctoritatis y la auctoritas rationis»: ibid. , p. 311.
[8] Cfr. las referencias en J. L. GUTIÉRREZ, La interpretación literal de la ley, en «Ius Canonicum», 35 (1995), p. 546.
[9] Ibid., p. 548
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