I. Introducción.- II. Los relatos bíblicos sobre el origen del universo: A) El contexto cultural de los relatos bíblicos: Los comienzos de la reflexión sobre el origen del mundo.- Principales "cosmogonías" antiguas.- La revelación bíblica sobre el enigma de los orígenes.- Fondos y legados culturales que subyacen en estos relatos.- Recursos y procedimientos literarios de exposición.- B) Comentario a los textos del relato bíblico: La obra de la creación.- La obra de la distinción.- La obra del ornato.- La creación del hombre.- El descanso sabático del séptimo día.- C) Consideraciones sobre el contenido de los relatos bíblicos.- El Universo material, vivo y activo, busca a Dios.- El ser humano, pieza clave del Universo visible.- Las sombras del Universo y el pecado del hombre.- La restauración del Universo por Cristo.- III. Conclusión: La triple tarea de todo ser humano en el Universo: contemplar, trabajar y consagrar. La visión del Universo en los sabios y en los santos
La creación material no está petrificada en una inmovilidad muerta: el universo es algo vivo y pleno de actividad que se encamina hacia su fin. Es un movimiento y una aspiración a Dios. La criatura más humilde ha sido creada a la vez para dar gloria a Dios y para alcanzar su propia perfección, dos fines que constituyen una realidad idéntica. En toda su actividad, la naturaleza alaba a Dios, ya que esta es un clamor y un deseo dirigidos a Dios. El Antiguo Testamento irá desarrollando en temas magníficos las grandes semejanzas divinas que llenan la creación: la luz, que es el vestido de Dios y el resplandor de su faz; el agua, que brota en el desierto, como la gracia en las almas sedientas; los vientos y las tormentas, mensajeros del Dios poderoso; el árbol enraizado cabe las aguas vivas, como el justo en Dios, etc.
El mundo es una inmensa aspiración a Dios por el impulso que lo arrastra a su perfección propia. Porque Dios llama a todas las cosas a la existencia, a la vida, a 1a actividad. No llama desde fuera, sino desde dentro; no las llama con palabras, sino formando los seres, dándoles estructura y orientándolos a su fin. Podríamos decir que llama al agua del torrente haciéndola brotar del glaciar, y saltar sobre las rocas para incoar al sol deslumbrante su canción. Llama a la rosa abriendo sus pétalos de púrpura que derraman el perfume que da vida a los dioses. Llama al pájaro soltándole al vuelo para picotear y cantar a su manera en universal sinfonía. Las criaturas responden a esta llamada. Se entregan al impulso que las arrastra, desarrollan la actividad que las apremia y, por esta feliz docilidad, lo que ellas anhelan es su perfección propia: para el agua, correr; para la rosa, florecer; para el pájaro, cantar. Con mayor profundidad aún, lo que desean y hallan sin saberlo en esta expansión de su ser, es a Dios mismo(1).
La perspectiva bíblica sobre el universo es precisamente la del sentido y valor del cosmos para el hombre. El creyente no se considera "amo del mundo", sino que se autocomprende como "guardián" del universo en cuanto realidad dotada de sentido. De ahí también que el universo clame especialmente por el ser humano. Hoy comprendemos mejor que antaño cómo todo ha sido creado para el hombre. Un gran número de ciencias, dedicadas a la historia de la vida, nos invitan a concebir el universo como un inmenso viviente que poco a poco alcanza la organización más perfecta, en el sistema nervioso, en la capacidad cerebral y en la conciencia. Todo se orienta hacia el hombre.
Poniendo en manos de Dios el sentido último de las cosas, la fe le quita a la ciencia --y al poder del hombre al que sirve--, sus pretensiones totalizantes. Más aún, la visión sugerida por la ciencia es afirmada como verdad religiosa en el Génesis, al dividir la obra creadora en tres etapas: elementos, seres vivos, hombre; y al llamar al hombre «fruto maravilloso de la tierra y obra propia de las manos divinas», rey de la creación. Él, en efecto, está íntimamente unido a la naturaleza en el orden vital, moral y religioso. Forma con ella un todo orgánico que encuentra su sentido y su perfección en la gloria de Dios.
Mas solo él puede, con plena conciencia, con el conocimiento y el amor, llevar el mundo hacia Dios dándole gloria. Así pues, está unido a la naturaleza para dominarla y perfeccionarla. Es el animal que domina(2), mas para servir y rendir homenaje. De este modo es verdaderamente rey y sacerdote de la creación. En suma, el mundo desea y llama al hombre para poder unirse con su Señor. La naturaleza aparece como la gran criatura fraternal que, a la vez, ayuda y anhela, que únicamente puede sosegarla, dándole un alma y una voz para honrar a su Dios.
Un dato entre otros muchos de la experiencia cultural del ser humano. Todas las literaturas desde tiempos antiguos nos transmitan --genialmente orquestadas-- las llamadas contradictorias de una misma creación, unas veces a la embriaguez sensual, carnal, panteísta; otras veces a la pureza, la alegría, y la alabanza de Dios. Para unos, la naturaleza misma es una inmensa incitación al placer y al amor carnal y, para otros, es maternal, respira pureza y canta a Dios a pleno pulmón. ¿Cuál es la razón de semejante dualidad? La naturaleza creada recitará siempre la lección dionisíaca y la lección cristiana, porque lleva en sí esta doble posibilidad y porque pertenece al hombre actualizar la una o la otra, liberando o descarriando la creación, al mismo tiempo que se perfecciona o se mutila a sí mismo.
La naturaleza y el hombre forman un todo, que es el universo. Sin embargo, la creación --lo mismo que el cuerpo-- se vuelve opaca, resistente y tentadora para el hombre. En su mayor parte, en lugar de revelar a Dios, le oculta. Hace más difícil el esfuerzo, en vez de facilitarlo, y su misma belleza se convierte en tentación maléfica para nuestras concupiscencias. Pero todo ello, a su pesar y contra sus tendencias íntimas; todo porque el pecado del hombre ha trastornado la hermandad y la concordia. Por el pecado del hombre se encuentra afectada y a la deriva. El Génesis lo advierte al subrayar en el relato de la caída originaria(3) la sorda hostilidad que el pecado estableció entre el hombre y la naturaleza: dos miembros del universo en adelante mal avenidos. Por ti será maldita la tierra; con trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Te dará espinas y abrojos y comerás de las hierbas del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra...(4).
Todos los aspectos luminosos de la creación, de los que antes hablábamos, son reales y radican en su esencia, pero aun aquí se infiltran las sombras y a veces las tinieblas que se derivan de su estado de naturaleza caída. Pero también encontramos claridades desconocidas, originadas por la Redención. Esta es la luz de la fe, claridad para los creyentes. El aspecto trágico del universo ha sido puesto de relieve por San Pablo en aquel texto célebre y difícil de su Carta a los Romanos: Porque el continuo anhelar de las criaturas ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues las criaturas están sujetas a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien las sujeta, con la esperanza de que también ellas serán libertadas de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no solo ella, sino también nosotros...(5). Repetimos que aquí no hay ninguna enseñanza de orden físico o científico, sino únicamente de orden espiritual y religioso. San Pablo insiste en la esclavitud que el pecado del hombre impuso a la criatura, sometida a la «vanidad», al mal uso, a esfuerzos inútiles, tentativas absurdas, entregada a la «corrupción», a las empresas viciadas y criminales para el ser humano.
Si despojamos a este panorama de su carácter «dramático», nos queda la afirmación del vínculo necesario entre el estado del hombre y el del cosmos. El cosmos no tiene sentido sino desde el hombre, que es su resumen y prototipo. Cuando el hombre cometió el primer pecado, se resintió --aunque no llegó a romperse-- la unión entre el alma y el cuerpo y, por lo mismo, la que existe entre el hombre y el universo se encuentra descabalada y en continuo peligro de quiebra. El alma no domina ya su cuerpo con el mismo vigor que antes, ni señorea la prolongación de su cuerpo, que es el mundo, con la misma fuerza avasalladora(6).
Del mismo modo que el cuerpo no está sometido como debía al alma, así el universo tampoco se sujeta al hombre. Mientras el alma no recobre por la gracia el poder de transformar su cuerpo, el mundo no alcanzará su liberación. Esta unidad, que puede parecernos arriesgada(7), está garantizada por la tradición(8). El alma, el cuerpo y el mundo nos ofrecen una terrible continuidad y un campo propicio para los estragos del pecado. Pero también para las compensaciones de la gracia, Cristo vino para salvar al mundo: se hizo hombre como nosotros, y por su encarnación --Dios con alma y cuerpo-- se apropia los elementos espirituales y corporales del universo. El pecado del hombre acarreó el desconcierto y la ruina de todas las cosas.
La venida de Dios hecho carne, su renovación y restablecimiento; la bendición de Dios, presente y activa en Cristo, devuelve al hombre y a las cosas su sentido espiritual y su aspecto divino(9). Cristo, en efecto, vuelve a tomar las criaturas para revelarnos su misterio: Yo soy la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo...; Yo soy la fuente que salta hasta la vida eterna...; Yo soy la vid que hace circular la savia en los sarmientos». Y para decirnos su nombre, acude a esta bella imagen que cierra casi la Revelación: Yo soy la Estrella brillante, la Estrella de la mañana(10). El cristiano puede contemplar las estrellas y abismarse en su belleza; porque son una imagen, un llamamiento de esa estrella que verá un día, ese día en que la Estrella de la mañana brille en su corazón(11).
Cristo vino para reavivar el progreso del mundo y no para detenerlo. La Redención está realizada solo en principio, en germen y en esperanza. Sobre la tierra se halla en estado de primicia, de iniciación y promesa. Nada hay definitivo ni perfecto. Especialmente lo material y corpóreo no ha encontrado su verdadera transfiguración. El bien y el mal operan en la creación lo mismo que en el hombre bautizado. Por eso puede explicarse el clamor que la creación dirige al hombre. Pide su liberación: ser rescatada y redimida cada día, transformada definitivamente, al mismo tiempo que el hombre sea plenamente hijo, libre y glorioso. Porque así ella, también libre, dócil y transparente, no será más que un medio de alabanza en manos de los hijos de Dios.
Pero, mientras la creación esté esperando y gimiendo, permanece para nosotros ambigua. Caída y redimida, permeable al pecado y a la santidad, está entregada sin defensa al corazón del hombre. Su sentido y función dependen de la elección de la libertad espiritual. El mundo cambia de aspecto según el hombre mire con ojos purificados por la gracia o empañados por el mal; según obedezca a las fuerzas espirituales profundas, indestructibles, o a los instintos carnales que le tiranizan con demasiada frecuencia; según respire en una atmósfera de pecado o en la paz de Dios. El hombre encuentra en el mundo lo que él es y lo que busca. Incluso, a veces, lo que su voluntad no quiere buscar y su apetito indócil añora(12).
Con estos presupuestos y antes estas realidades, tratamos de concluir haciéndonos esta pregunta: ¿cuál es --o debe ser-- la postura ante el universo de todo ser humano, y en particular del cristiano? En la contemplación capta su belleza y su fealdad porque está herida por el pecado, y como creyente el cristiano trata de comprender la redención obrada por Cristo para ofrecerla a Dios. El hombre sigue siendo el «rey» y el «sacerdote» de la creación. Como rey debe dominarla y orientarla hacia Dios; como sacerdote debe consagrarla a Dios. Toda su actividad debe estar empeñada en esta tarea, que se desarrolla en tres ámbitos:
1º) En primer lugar, en la realidad santa que nos rodea, el hombre debe descubrir el sentido inteligible, el sabor espiritual, la belleza venida de arriba. Es la actividad de contemplación, que es en sí misma un fin. Al encontrar la huella de Dios escondida en todas las cosas, y darle un nombre y una voz, el cristiano perfecciona interiormente al universo. Pero no se trata de pensar, con un espiritualismo desencarnado, que el cristiano observa la creación como una especie de signo abstracto de la presencia de Dios. Las cosas atesoran liberalidad creadora, ser y valor. El cristiano debe reconocer la belleza del Universo, bajo todos sus aspectos, en toda su profundidad.
Para empezar, contemplará la realidad sencilla como real y existente, dotada de esa belleza propia que le confiere su propia existencia. Con todos los elementos deliciosos, sabrosos y abundantes que ella encierra, con la gracia misteriosa que está unida a la menor partícula de ser y al menor detalle, con la sublimidad sagrada que emana del bosque, de las montañas y del mar(13). Y en esta perspectiva, la atención maravillada hacia todo lo real es perfectamente cristiana, y todo cuanto sirve para traducirla genialmente debe ser para nosotros motivo de alegría.
También podemos contemplar la realidad como algo cercano y fraternal, es decir, como una fuente o un eco de nuestras emociones, como una imagen de nosotros, ya que es hija del mismo Padre, como una llamada al llanto y a la alegría; como una invitación a expresar por ella nuestra vida interior La fraternidad es tan profunda entre estas dos criaturas del mismo Dios, que toda el alma humana está en resonancia --espontáneamente-- con toda la creación. He aquí por qué la naturaleza ha hablado siempre a los hombres de su vida, de su muerte, de sus amores, de sus miserias, de su fragilidad e inconsistencia ante el Infinito.
Finalmente, el cristiano puede contemplar la realidad como una huella divina, como un reflejo directo y una llamada apremiante de Dios. La creación es, en este plano, una revelación natural de Dios, conforme a la palabra de San Pablo: Desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad son conocidos a través de las criaturas salidas de sus manos(14).
Pero lejos de quedar aprisionado por las técnicas que descubre, ha de inventarlas para la realización de sus fines espirituales. El cristiano trabaja con vistas a extraer las energías o riquezas del mundo, a eliminar de la tierra las malas raíces y las espinas, a penetrarla con ideas y resultados inteligibles, a hacer de ella un himno jubiloso. Bajo este aspecto, el hombre es verdaderamente homo faber. El trabajo de cultivo, cuyo esfuerzo milenario hace florecer las mieses y las viñas; el trabajo de organización que, mediante carreteras, puentes y diques, convierte la tierra en instrumento dócil para toda empresa humana; el trabajo de transformación que, mediante la electricidad, el avión, la radio, capta las energías invisibles..., son otros tantos esfuerzos por los cuales el hombre humaniza el universo y lo hace a los ojos de Dios más bello que antes.
«Las criaturas no humanas presentan un valor instrumental respecto al hombre, en cuanto que están ordenadas a su fin. Pero poseen un valor intrínseco y, bajo Dios, absoluto, en cuanto que son una parte inviolable de la creación misma. Responsabilidad del hombre es descubrir y respetar en el uso de las criaturas, el equilibrio entre su valor instrumental y su valor intrínseco. Lo cual es una cuestión de recta creencia, sabiduría y percepción espiritual»(17). Por ser útil y bello, el trabajo tiene un admirable sentido humano, y por eso podemos explicarnos el nacimiento de una espiritualidad del trabajo, en que la energía lúcida, el vigor ingenioso, el entusiasmo por la obra perfecta pueden emplearse a fondo.
Podríamos precisar más aún este tema. El universo, herido por el pecado y salvado por Cristo, retorna a Dios en la Santa Misa, centro del culto cristiano. El pan y el vino son los frutos de la tierra y del esfuerzo humano; representan la creación entera y el trabajo de los hombres. Fueron precisos muchos sudores y fatigas a lo largo de los días para hacer germinar las espigas y los racimos y poder con ellos fabricar el pan y el vino. Todo trabajo humano se encuentra, de este modo, resumido, ofrecido y santificado, en la Eucaristía. La contemplación cristiana del universo toca en este punto su límite.
La santidad de la creación se nos hace presente por el pan y el vino, que han de cambiarse en Cuerpo y Sangre del Señor quien permanece presente entre nosotros bajo velos materiales. Velos reales y consistentes, pues las especies conservan la virtud de alimentar y calmar la sed. Velos transparentes, pues únicamente subsisten y se nos manifiestan por obra de Cristo. De este modo, cuando nuestros ojos descansan en la sagrada hostia, contemplamos la tierra en sus velos reales y apariencias verdaderas, mediante las cuales Dios se nos trasluce.
Más aún: al convertirse el pan y el vino en Cuerpo Sangre de Cristo, no sólo son santificados, sino que se vuelven santificantes. Nos comunican el principio de toda vida y santidad. Misterio admirable y, al mismo tiempo, encantador. La pesada, opaca y peligrosa materia ha cesado ya de truncar nuestras esperanzas. Ante nuestros ojos se espiritualiza, se transforma en su Creador, llega hasta Dios lo mismo que la humanidad. Se convierte, por eso, en camino por el que los seres humanos ascendemos hasta Dios.
Todo el universo es, pues, un inmenso libro vital e inagotable donde las cosas se nos manifiestan mutuamente y nos manifiestan a Dios. Pero este libro permanece misterioso. Las ideas divinas están encarnadas en una materia que las expresa y las vela al mismo tiempo(19). En consecuencia, la creación es un libro que requiere una recta interpretación para alcanzar el verdadero sentido de la existencia humana.
Este libro lo pueden y deben leer e interpretar todos los seres humanos y es competencia sobre todo de los sabios y filósofos, si bien los destinatarios privilegiados podríamos decir que son los poetas y los santos. ¿Por qué? Porque es típico de los poetas adivinar lo espiritual en lo sensible; lo peculiar de los santos es, en cambio, contemplar con ojos de niño la obra de su Padre, admirando en su belleza el amor y el poder del Señor(20). En dos planos diferentes y de profundidad distinta, aunque correspondientes entre sí, el poeta y el santo trabajan fraternalmente. Por esto es tan fácil al santo ser poeta, y por eso, igualmente, la Biblia es, a la vez, Palabra de Dios y resplandeciente poesía.
Dicho de otra manera, se puede considerar a las criaturas bajo dos aspectos: como cosas o como signos. En el primer caso, nos orientamos por el camino del conocimiento filosófico y reflexivo, técnico y riguroso. Lo esencial es que, si algo existe, existe Dios. Importa poco el punto de partida. En todo caso, el más depurado será el mejor. La metafísica clásica aparta la mirada de los rasgos que nos deslumbran y están sujetos a mudanza, para no retener sino la existencia inteligible. El problema no está en el espectáculo, sino en el análisis de la creación, que debe terminar en una razón suficiente, en una plenitud absoluta que llamamos Dios. Este conocimiento es inalterable e indispensable en su esfera. Pero en su forma rigurosa y científica está reservado a los sabios, que pueden valorar su alcance.
En el segundo caso, en cambio, se trata de un conocimiento mucho más espontáneo, y simple: es más bien en mirar la creación que analizarla. El hombre posee, en efecto, lo que podríamos llamar instintos espirituales, que lo hacen capaz de aspirar a los más altos valores: verdad, bondad y belleza. Y aún posee un instinto que sintetiza y trasciende a todos los demás, que le hace aspirar hacia Aquel que es, a la vez, la Verdad, la Bondad y la Belleza: este instinto fundamental es el instinto religioso. Gracias a él, Dios se instala en el horizonte del pensamiento humano como algo presentido y anhelado. El menor contacto puede, por consiguiente, revelárnoslo.
En el "espectáculo" de las cosas creadas, el hombre reconoce, confusa, pero seguramente, la mano del Creador. El mar, los bosques, las montañas le hablan de Dios con su inmensidad, su poder y su pureza. Y lejos de ser una ocupación peligrosa o un pasatiempo tolerado, la consideración de las criaturas es en la Iglesia un método tradicional de unión con Dios. Baste citar un maestro, que fue, a la vez, místico, teólogo y poeta, San Juan de la Cruz, el cual nos ha trazado la senda de este retorno hacia Dios(21).
¿Cómo extrañarnos de que un poeta cristiano haya cantado, a su vez, al espíritu y al agua, poniendo de relieve algunos de los símbolos que en ella abundan: el espíritu, la gracia, las lágrimas penitentes y hasta el hombre transfigurado por Dios? Santa Teresa, por ejemplo, veía en el agua el modo de explicar su alma: «No hallo cosa más a propósito para declarar algunas de espíritu que esto de agua; y es, como sé poco y el ingenio no ayuda, y son tan amiga de este elemento, que he mirado con más advertencia que otras cosas»(22). En realidad, este conocimiento depende, normalmente, del estado del alma. La educación puede desarrollarlo o paralizarlo, y solo produce sus frutos ciertos en el alma de mirada pura, la cual solamente puede conseguirse mediante la humildad, la pureza y el desprendimiento(23). Es necesaria toda una ascética para llegar a conseguirla. Por eso, el vulgar turista jamás conocerá la alegría del alpinista que alcanza la cumbre agotado por el esfuerzo, el sol y la sed; perdido entre las nieves silenciosas y el cielo luminoso, escucha las alabanzas puras que la tierra canta a su Dios. Pero más aun que el esfuerzo, es necesario el don de Dios, una gracia que esclarezca el alma y las cosas, las ponga en comunicación y las haga hablar --fraternales-- de su único Señor(24).
El sentido y futuro de nuestra existencia terrena solo lo podremos mantener si no perdemos la creación; es muy difícil contestar a dónde vamos si no sabemos de dónde venimos, de la misma manera que no sabríamos qué hacer si desconocemos quiénes somos.
Notas
1. Cfr Santo Tomás de Aquino, Contra gentes, III, cap. 24. Se lee en la Escritura santa: «Los astros brillan en sus atalayas, y en ello se complacen. Dios los llama y ellos contestan: henos aquí. Lucen alegremente en honor del que los hizo» (Ba 3, 34- 3).
2. San Gregorio de Nisa: In verba «Faciamus...», PG 44,264.
3. Cfr. Gen 3.
4. Gn 3,17-19.
5. Rm 8,18-23.
6. Cfr Santo Tomás de Aquino, S. Th. I, q. 96, a.2.
7. Cfr Ibid. S. Th. I, q. 65, a.1.
8. Oigamos, por ejemplo, a San Juan Crisóstomo: «La creatura será liberada de la esclavitud de la corrupción, es decir, no será ya más corruptible; pero esta liberación acompañará a la transformación de tu cuerpo. Lo mismo que al hacerse corruptible tu cuerpo, la creación también se corrompió; cuando tu cuerpo se vea libre de ella, la creación será participe de tu triunfo y te seguirá de nuevo» [In Rom 14,5: PG 60,530; San Agustín, Civ. Dei: 14,2].
9. En las aguas del Jordán, por ejemplo, que bañaron al Señor y, recibieron ese día el derecho de servir para el bautismo [San Ambrosio], Cristo santificaba y reorientaba toda la creación hacia Dios: «Sale de las aguas levantando consigo al mundo y ve abrirse los cielos que Adán había cerrado para sí y para toda su descendencia» [San Gregorio, Orat., 39,16: PG 36,352]. Todo esto no es más que el comienzo y la esperanza.
10. Cfr Apc 22,16
11. 2 Pe 1,20.
12. En una profunda página, Guardini ha notado, a propósito del agua, la ambivalencia de la creación: «Esta ambigüedad demoníaca del agua, tan fuertemente expresada en el ritual de la bendición, la ha sentido cada uno de nosotros: en el flujo incesante de un gran río, en el profundo remolino, en el sordo rumor líquido. El agua es a la vez dulce y terrible, cristalina y enigmática, origen de vida y de muerte. En ella se encuentra el Maligno, lo mágico, lo fascinante y pagano. Quien no ha experimentado este contraste desconoce la naturaleza. La liturgia lo conoce bien y sabe que en la naturaleza anidan las mismas potencias que en el alma. Lo satánico vive en las cosas y antes de que sirvan para Dios deben ser purificadas de antemano. El espíritu maligno y pagano debe ser arrojado de ellas. La liturgia esclarece el misterio de la ambigüedad profunda de la naturaleza y la potencia de sus fuerzas elementales, a cuyo respecto la gran cuestión consiste en saber en qué manos están. Por aquí vemos cuán pocos señores y soberanos somos de nosotros mismos y que en lo más profundo de la esencia de todo ser creado bulle la dependencia de un rector... Con relación a las cosas, la misión de la liturgia es conducirlas del dominio del mal al del bien, de la mano del príncipe del mundo a la del Padre. De este modo, del agua, del elemento pernicioso y peligroso que nos produce a veces el escalofrío de la angustia, nace el elemento límpido y puro, «útil, precioso y casto». Pura y purificante, fecunda y fecundante, el agua ha llegado a ser el símbolo de la vida sobrenatural» [El Espíritu de la Liturgia, p. 70].
13. Este gusto por los seres, por lo real, por la vida, es perfectamente cristiano. San Francisco de Asís lo poseía en grado extraordinario. No se evadía hacia el sentido abstractamente religioso de los seres creados, sino que penetraba en su valor individual y se unía a su dicha infinita de poder existir Cantaba al sol, «hermoso y radiante»; al agua, «útil, humilde, preciosa y casta»; al fuego, «hermoso y alegre, poderoso y fuerte». Cada una de estas criaturas, por su ser y por su variedad, constituían para él una imagen y una palabra de Dios y, por consiguiente, se le veía regocijarse de tal manera interior y exteriormente ante los seres creados, que, cuando los tocaba o miraba, su espíritu parecía estar en el cielo y no sobre la tierra.
14. Rm 1,20.
15. Cfr Gen 2,7.
16. Cfr Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 1973, nº 49
17. J. Morales, El Misterio de la Creación, Eunsa, Pamplona 1994, p. 326.
18. Es una verdad tradicional en la doctrina cristiana. Ya San Ireneo la desarrolló con admirable realismo, presentando la Eucaristía como el sacrificio de las primicias, por el que se opera el retorno de la creación hacia Dios. Citemos algunos fragmentos de ese espléndido pasaje: «Cristo ordenó a sus discípulos ofrecer a Dios las primicias de sus criaturas, no porque Él tenga necesidad de ellas, sino para que sus discípulos no sean ineficaces ni ingratos. Por lo cual tomó el pan, que forma parte de la creación, dio gracias y dijo: Esto es mi Cuerpo. De igual modo manifestó que el cáliz --parte de nuestro mundo creado-- era su propia Sangre, enseñándonos que esta era la oblación del Nuevo Testamento, anunciada por Malaquías... Debemos, pues, presentar a Dios nuestras ofrendas y en todo manifestarnos agradecidos a nuestro Creador, ofreciéndole --con palabras sinceras y verdadera fe, con firme esperanza y ardiente caridad-- las primicias de sus criaturas.
Solamente la Iglesia ofrece al Creador esta ofrenda pura, presentándole con reconocimiento alguna de sus criaturas. Los judíos no la ofrecen, pues sus manos se encuentran empapadas en sangre y no han recibido al Verbo, que es la ofrenda de Dios. Tampoco las sectas heréticas, pues algunas dicen que el Padre no es el Creador, y al ofrecerle lo que ha sido creado para nosotros, le muestran ávido y deseoso de lo que no le pertenece. Otros dicen que todo ha sido creado por causa de la caída, de la ignorancia y de la pasión, los cuales, al ofrecer a Dios los frutos de la caída, de la ignorancia y de la pasión, pecan contra el Padre, pues le injurian más que aquellos que nada le ofendan. ¿Cómo creerán ellos que este Pan, sobre el que recae la acción de gracias, pueda ser el Cuerpo del Señor y que el cáliz contenga su Sangre, si no reconocen al Señor como Hijo del Creador del mundo, es decir, su Verbo, por quien los árboles fructifican, los manantiales fluyen, la tierra da primero la hierba, después la espiga y, en fin, la plena madurez del trigo en ella?... Presentárnosle, pues, nuestras ofrendas, no porque Él tenga necesidad de ellas, sino para glorificar su dominio universal y santificar sus criaturas» [Adversus haereses, IV,17: PG 7,1023 y 1026-29].
19. Llegan a nosotros, no como una voz clara, sino, decía San Gregorio, como un murmullo [Morale, V,29: PL 75,707].
20. En el cielo como «el trono de Dios», y en la tierra como «el escabel de sus pies» como se lee en Mt 5, 34-35.
21. El alma que ama a Dios le busca en las criaturas, las interroga; es decir, considera en ellas la obra de su Creador, se alegra de esta huella de Dios y, finalmente, «en la viva contemplación y conocimiento de las criaturas, echa de ver el alma con gran claridad, haber en ellas tanta abundancia de gracias y virtudes y hermosura de que Dios las dotó, que le parece estar todas vestidas de admirable hermosura natural, derivada y comunicada de aquella infinita hermosura sobrenatural de la figura de Dios, cuyo mirar viste de alegría y hermosura el mundo y todos los cielos...» [Cántico espiritual, canción V]. Toda esta belleza no conduce sino a herir el alma y hacerla desear con mayor anhelo la vista del mundo.
22. Cfr. Moradas, IV,2. San Cirilo de Jerusalén ha desarrollado el tema evangélico del agua y de la gracia: «¿Por qué el Salvador llama agua a la gracia del Espíritu? Porque mediante ella han sido constituidos todos los seres. El agua fertiliza la hierba naciente, difunde la vida. Del cielo viene el agua de las lluvias; cae siempre de la misma manera, pero obra de diferentes modos. Una sola fuente regaba el Paraíso. Una sola y misma lluvia cae también sobre el mundo y se hace blanca en la azucena, roja en la rosa, oscura en la violeta y en el lirio, diferente y variada en todas las especies. Distinta en la palmera que en el viñedo. Sin embargo, constituye el todo para todas las cosas. La lluvia es de esencia única e idéntica a sí misma. No cambia para caer de un modo diferente en los diversos lugares, sino que se adapta a los seres que la reciben, siendo para cada uno lo que más le conviene. Del mismo modo, el Espíritu Santo, que es uno y de esencia indivisible, distribuye a todos la gracia según su voluntad» [catec. 16,12: PG 33,933].
23. La humildad, porque se trata de salir al encuentro de Dios, y Dios no se descubre más que a los humildes. Las criaturas no revelan su secreto sino a los que se abren para recibirlo. La pureza, pues solo ella puede clarificar nuestra mirada, iluminar nuestros ojos, hermanar con Dios nuestro corazón y, como consecuencia, hacernos transparentes a la irradiación divina. Y el desprendimiento, ya que buscar la posesión de las criaturas de un modo egoísta las rebaja, aprisiona y oscurece y, por ello, las cosas no tienen ya para él gusto ni luminosidad. La verdadera visión de la naturaleza se adquiere mediante una vida austera, de fatiga y trabajo.
24. Antes hemos citado el texto de Guardini sobre la «ambigüedad demoníaca» del agua. Sin embargo, para el alma purificada, el agua es una cosa muy distinta: un instrumento, una imagen, una de las criaturas más expresivas de Dios. Tertuliano escribió, casi sin quererlo, las alabanzas del agua, a propósito del bautismo: «En el principio creó Dios el cielo y la tierra. La tierra era invisible y sin estructura, y las tinieblas cubrían el abismo, y el Espíritu Santo descansaba sobre las aguas. Ahí tienes, hombre, el motivo para respetar primeramente la antigüedad de las aguas. Ellas constituyen la sustancia primordial. Mira también su dignidad, pues son el reposo del Espíritu divino, más hermosas que todos los demás elementos. No había más que tinieblas informes, sin el adorno de los astros, un inmenso abismo, una tierra en desorden, un cielo deshabitado. Tan solo el agua, materia siempre perfecta, graciosa y simple, pura en sí misma, se extendía a los pies de Dios, digna de ser su triunfal carroza. ¿Por qué admirarnos de que Dios haya ordenado el mundo por medio del agua, madre de la armonía? [De Baptismate, 2: PL 1,1202].
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