La renovación de la teología trinitaria
Dios Padre, fuente y origen de la Trnidad
Adolfo Barrachina Carbonell
Diálogos de teología, Almudí 1999
1. Estancamiento de la Teología trinitaria.- 2. El redescubrimiento de la Trinidad.- 3. Factores que han estimulado la renovación de la Teología de la Trinidad.- 4. Reservas y sospechas del pensamiento contemporáneo ante la idea de Dios como Padre.- 5. La historia de Cristo es también la Historia de la revelación del Padre.- 6. La definitiva revelación del Padre en el acontecimiento de la Muerte y Resurrección de Jesús.- 7. Dios Padre-Amor, fuente y origen de la Trinidad.
I. ESTANCAMIENTO DE LA TEOLOGÍA TRINITARIA
El tema que me han propuesto para la conferencia es el de Dios Padre, fuente y origen de la Trinidad. Es evidente que, dada la complejidad de la teología actual, esta propuesta no puede satisfacerse más que de un modo muy limitado. Por otra parte, en cuanto al tema concreto, no podemos hablar de Dios Padre más que en el contexto global de la Trinidad, ya que las Personas divinas son inseparables en sus funciones y, por tanto, la obra de cada una de ellas sólo resulta inteligible en estrecha conexión con la obra de las demás.
Así pues, comenzaré situando el tema teológico del Padre en el marco más amplio de la teología de la Trinidad.
Hoy día se considera evidente el hecho de que la teología trinitaria se hallaba en un estado que podríamos calificar de esterilidad y estancamiento. Y esto en un doble sentido: Primero, porque había quedado fijada en una especie de inmovilismo en el que cualquier avance parecía imposible. Y segundo, porque ofrecía una imagen de la Trinidad extremadamente especulativa y abstracta y, lo que es peor, una imagen de la Trinidad aislada en su tratado y ausente de los demás sectores de la Teología. Es conocida la crítica de Karl Rahner a propósito de este aislamiento que convierte el misterio central del cristianismo en un misterio inoperante en su dimensión estrictamente trinitaria (1).
Encerrada en sí misma, la Trinidad aparece preferentemente como un "mysterium logicum", que está ahí simplemente para desafiar a la razón humana y reclamar el obsequio de la fe. En esta misma línea, Bruno Forte ha descrito la situación con una frase muy expresiva: habla del "destierro de la Trinidad" (2).
¿Cómo se ha llegado a este aislamiento, a este destierro que cierra el paso a una auténtica teología histórico-salvífica de las Personas divinas y, por tanto, también del Padre? En mi opinión, a través de la aplicación de tres principios que han funcionado, en cierto modo, como tres vueltas de llave:
----En primer lugar, el principio metafísico aristotélico -y, en general, griego- según el cual Dios, en virtud de su inmutable perfección, no puede tener relaciones reales con el mundo; las relaciones reales funcionan sólo del mundo a Dios (3). Si se mantiene este principio y se entiende al modo griego, la novedad y la originalidad del Dios cristiano quedan inevitablemente afectadas. Según Urs von Balthasar, "en la medida en que puede haber relaciones reales sólo desde la criatura a Dios, pero no de Dios a la criatura, las reacciones bíblicas de Dios a la conducta humana se convierten en puros antropomorfismos, y un compromiso de Dios en la historia pasa a ser dudoso, al menos en apariencia"(4). Lo que está en juego, por tanto, en esta cuestión es el realismo y la verdad del compromiso de Dios con nosotros.
----La segunda llave con la que se encierra a la Trinidad en sí misma y se anula la proyección específica de cada Persona en el ámbito histórico-salvífico es la afirmación de que "ad extra" todo es común a las tres divinas Personas. El principio en sí es perfectamente válido. Las Personas divinas son inseparables en virtud de su relación recíproca y de la unidad de su naturaleza. Pero ha sido entendido y aplicado, a menudo, en unos términos que imposibilitan o desvirtúan la función propia de cada Persona. En efecto, dicho principio se ha interpretado, a veces, no en el sentido de que las tres divinas Personas actúan conjunta e inseparablemente, pero mostrando cada una su originalidad específica en el ámbito de la historia de la Salvación, sino en el sentido de que en toda acción "ad extra" las tres Personas actúan de modo idéntico y uniforme en virtud de su única e idéntica naturaleza divina. Si esto es así, la Trinidad queda encerrada en sí misma y, como tal Trinidad personal diferenciada, resulta inoperante de cara a nosotros. Se convierte en un "mysterium logicum" para ser afirmado por la fe e intelectualmente contemplado.
----La tercera llave, que ha cerrado lógicamente este proceso de aislamiento, es el principio del apropiacionismo, aplicado sistemáticamente a toda forma de predicación referida a las diversas Personas divinas. Las funciones diversificadas que en el Nuevo Testamento se asignan al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo son, en todo caso, entendidas como meras apropiaciones. No se trataría, por tanto, de funciones exclusivas y propias de cada una de ellos, sino que, en realidad, pertenecen indistintamente a los Tres.
A la luz de este planteamiento, que encierra bajo tres vueltas de llave a la Trinidad, anulando la proyección específica de las Personas divinas, se puede comprender mejor la conocida e irónica observación de Kant: "De la Trinidad, tomada al pie de la letra, no se puede sacar nada práctico para la vida" y también la reacción de aquel anciano cura que, al decirle un profesor del Seminario que enseñaba la asignatura de Dios uno y trino, comentó: "¡Alta matemática!"
Pero esta manera de ver las cosas choca fuertemente con la intensa vivencia trinitaria que nos ofrece el Nuevo Testamento, donde a las Personas divinas se las vive y experimenta en su especificidad propia. Y choca igualmente con la espiritualidad de los Santos Padres para los cuales la Trinidad no es un mero "mysterium logicum", sino un misterio de vida y de salvación, es decir, un misterio con una gran repercusión práctica para la vida.
II. "REDESCUBRIMIENTO" DE LA TRINIDAD
La segunda mitad del siglo XX ha conocido un poderoso resurgir de la teología de la Trinidad, un movimiento renovador que se ha "rebelado" contra dicho estado de cosas y ha querido poner de manifiesto el lugar central e irrenunciable que le corresponde a este Misterio en todos los campos de la reflexión teológica y de la vida cristiana. Fruto de este impulso renovador, que precede al Concilio Vaticano II y que éste ha catalizado y confirmado, es una nueva manera de ver el Misterio de la Trinidad. Se le ve ante todo como un "mysterium salutis" y, desde esta perspectiva, como la única respuesta válida al mundo contemporáneo y al problema de la increencia. Ante el panorama del pensamiento actual, "no sirve ya un teísmo tímido, general y vago -dice W. Kasper-, sino sólo el testimonio decidido sobre el Dios vivo de la historia, que se manifestó concretamente por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo" (5). En términos parecidos se manifiesta Leo Scheffczyk: "En una situación conmovida por la pregunta sobre Dios, debería ponerse ante todo de relieve la importancia del misterio trinitario para la actualización viva de la fe" (6).
Después de un largo destierro, vuelve la Trinidad; y vuelve como la única imagen de Dios que puede responder a la búsqueda, a las dificultades y a las demandas soteriológicas profundas que están presentes en la conciencia viva del hombre de nuestro tiempo. Exponiendo el pensamiento del teólogo latinoamericano Juan Luis Segundo, dice Josep Vives: "Juan Luis Segundo ve en la recuperación de la auténtica imagen trinitaria de Dios la única manera de responder a los postulados de la modernidad, abocada al ateísmo porque consideraba que la absolutez de Dios no podía dejar lugar para la libertad y responsabilidad del hombre. El Dios trinitario, que no es mero absoluto de ser, sino plenitud de comunicación y de amor, es el fundamento de la libertad y de la responsabilidad del hombre como ser hecho -a imagen de Dios- para el amor" (7).
La recuperación del Dios trinitario es un fenómeno general que se ha hecho visible en todas las Iglesias cristianas. En el ámbito de la teología católica limitémonos a mencionar dos nombres emblemáticos, que han contribuido decisivamente, cada uno con sus propios acentos, a la renovación de la doctrina trinitaria, a la recuperación de la Trinidad como "Mysterium Salutis" y como clave de comprensión de toda la teología. Me refiero a Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar. En ellos la figura de Dios Padre, tanto "ad intra" como "ad extra" de la Trinidad, ha adquirido una relevancia y una hondura sin precedentes en la tradición occidental. En el campo protestante han desempeñado últimamente un papel fundamental en lo referente a la recuperación de la Trinidad Jürgen Moltmann y Eberhard Jüngel, el primero con dos obras muy directamente relacionadas con el misterio trinitario: "El Dios crucificado" y "Trinidad y Reino de Dios"; y el segundo especialmente con su obra "Dios como misterio del mundo".
Por lo que respecta al ámbito católico, a Karl Rahner le debe, en gran parte, la teología trinitaria actual el haber desbloqueado el misterio de la Trinidad, liberándolo del aislamiento tradicional que venía padeciendo. Con su famoso axioma fundamental, argumentado con gran rigor especulativo, él ha puesto de manifiesto, frente a la tradicional dicotomía entre Trinidad económica e inmanente, la unidad existente entre la "oikonomia" y la "theología", es decir, entre la Trinidad histórico-salvífica y la Trinidad inmanente, entre la Trinidad tal como se nos ha manifestado en Cristo y la Trinidad tal como es en sí (8).
Con ello Rahner ha hecho posible, a nivel de fundamentación teológica, que a cada Persona divina se le reconozca su función propia y exclusiva en el marco de la Historia de la Salvación y en cada una de las realidades que la componen.
La trascendencia de esta posición ha sido inmensa. Bernard Sesboüé no duda en afirmar que "el axioma fundamental de Rahner sigue siendo la referencia de base de la teología trinitaria contemporánea" (9). También Y. Congar se manifiesta en el mismo sentido, diciendo que "es la aportación contemporánea más original a la teología trinitaria" (10). En virtud de este axioma rahneriano la teología trinitaria sistemática recupera la perspectiva trinitaria propia de la revelación bíblica, en la que la persona del Padre aparece como poseedora originaria de la divinidad única y, por eso mismo, como punto de partida del misterio de la Trinidad. Una expresión de este punto de vista, que consagra desde el primer momento la monarquía paterna, tan grata a los orientales, y que representa un giro respecto a lo que ha sido la tradición trinitaria occidental desde San Agustín, la encontramos ya en su famoso artículo "Theos en el Nuevo Testamento", donde, después de un exhaustivo estudio del término Theos en el Nuevo Testamento, concluye: "Cuando el Nuevo Testamento piensa en Dios tiene ante los ojos la persona concreta, individual, inconfundible, que es de hecho el Padre y a la que se llama ò Zeós. Por ello, al contrario, cuando se habla de ò Zeós, lo primero que en él se ve no es la esencia una de Dios subsistente en las tres hipóstasis, sino la persona concreta que posee la esencia divina, sin recibirla, y que la comunica a su Hijo mediante la generación eterna y al Espíritu mediante la espiración" (11). Se trata de un artículo decisivo que ha logrado recuperar la relevancia del Padre y con ello marcar un nuevo rumbo a la teología trinitaria.
Por su parte, Urs von Balthasar ha desarrollado una profunda reflexión sobre el acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo como lugar donde acontece la definitiva revelación de la Trinidad, donde Dios manifiesta finalmente el misterio abismal de su eterna paternidad, que se identifica con el Amor, donde Cristo queda definitivamente acreditado como el Hijo eterno de su amor y donde el Espíritu Santo aparece como la eterna e inquebrantable comunión de Amor entre ambos. También el Padre es la clave desde la que arranca la comprensión trinitaria de Dios, pero, en este caso, al Padre se le entiende, a su vez, desde la definición joánica según la cual "Dios es Amor" (1 Jn 4,8.16). Balthasar ha sustituido la metafísica del espíritu por la metafísica del amor en la explicación de la Trinidad a partir del Padre, apartándose así, en cierta medida, de la tradición agustiniano-tomista, predominante en la teología trinitaria occidental, y conectando, en cierto sentido, con los planteamientos de un Ricardo de San Victor y un San Buenaventura. Y en este camino le ha seguido una buena parte de la teología trinitaria contemporánea. Baste mencionar a Walter Kasper (12) y Bruno Forte (13).
Este hecho ha sido constatado y reconocido por el teólogo dominico G.M.Salvati: "Una buena parte de la teología contemporánea muestra un cierto malestar y un consiguiente alejamiento respecto a la reflexión teológico-trinitaria del Aquinate y de sus discípulos" (14).
III. FACTORES QUE HAN ESTIMULADO LA RENOVACIÓN DE LA TEOLOGÍA DE LA TRINIDAD
En primer lugar, aunque se trata de un factor más bien externo, creo que ha desempeñado un papel muy importante el hecho de que la teología actual haya entrado en contacto vivo y sincero con el pensamiento contemporáneo, escuchando las demandas que brotan del hombre moderno y la crítica religiosa que proviene del mundo ateo. Una cultura que alberga en su seno el tremendo fenómeno del ateísmo no puede dejar de hacer pensar al teólogo qué clase de razones hay debajo de ese hecho y qué clase de Dios está ofreciendo la teología, qué idea de Dios se hacen los que lo rechazan y qué imagen de Dios dan los creyentes.
El segundo factor, más inmediato a la cuestión que estamos tratando, es la gran renovación que ha experimentado la cristología en este último medio siglo, una renovación que, dada la íntima conexión que existe entre Cristología y Trinidad, ha dejado sentir su efecto en este último campo. Estimulada por las aportaciones de la exégesis histórico-crítica, la cristología ha pasado de unos planteamientos fuertemente ontológicos y abstractos, en los que la realidad de Jesús tenía un aire intemporal, a unos planteamientos históricos y contextuales en los que su persona y su obra han adquirido concreción, densidad y hondura de significado. El reencuentro con Jesús en toda su densidad humana ha propiciado un reencuentro más profundo con el misterio de su filiación divina y una nueva manera de ver la paternidad de Dios. La teología trinitaria se ha renovado, en gran parte, gracias al influjo que la cristología ha ejercido sobre ella. Pues, como veremos más adelante, Cristo es el lugar donde acontece la revelación definitiva de la Trinidad y , por tanto, donde tenemos acceso al misterio abismal de Dios Padre como fuente y origen de la misma.
IV. RESERVAS Y SOSPECHAS DEL PENSAMIENTO CONTEMPORÁNEO ANTE LA IDEA DE DIOS COMO PADRE
La confesión cristiana de Dios está encabezada por la afirmación de su Paternidad. Dios es Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero este primer dato fundamental que para el creyente cristiano es decisivo e irrenunciable, y motivo de profunda alegría, resulta problemático y despierta en algunos sectores de la cultura garantice al hombre una seguridad inmadura y le ahorre ser un ser autónomo"? (15). Nada en la revelación actual una actitud de rechazo. Se puede hablar de una especie de contestación moderna respecto de la idea de Dios como Padre.
Esta oposición está vinculada, en primer lugar, a una visión negativa de lo que significa y comporta la paternidad de Dios. Se la ve en abierta contradicción con los ideales de la modernidad, que se cifran en la afirmación autónoma del sujeto humano, en la emancipación de cualquier vínculo que venga impuesto desde fuera, en la afirmación de la propia libertad y responsabilidad. Dios, y particularmente Dios en cuanto Padre, sería una barrera para estas pretensiones.
Juan Pablo II, en su encíclica sobre Dios Padre, ha constatado esta trágica contraposición entre la realidad paterna de Dios y una mentalidad muy extendida en el hombre de hoy: "Mientras diversas corrientes del pasado y del presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso a contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda" (DM 1). Es una contraposición que se mantiene sobre la base de una imagen deformada de Dios Padre. Dios aparece -dice nuevamente el Papa, ahora en la encíclica sobre el Espíritu Santo- "como enemigo del hombre, como fuente de peligro y de amenaza para el hombre...El hombre será propenso a ver en Dios ante todo una propia limitación y no la fuente de su liberación y la plenitud del bien" (DeV 38).
En perfecta sintonía con estas palabras, Torres Queiruga ha formulado un diagnóstico semejante sobre la relación entre la modernidad y la idea de Dios: "Existe un convencimiento difuso de que la afirmación de Dios lleva a la negación del hombre. El hombre se siente amenazado por Dios en el ejercicio de su libertad y de su razón...Pero ¿por qué ocurrió esto? ¿Por qué si Dios se presenta en el cristianismo como salvación, el hombre moderno acabó percibiéndolo como rival y opresor?" (16).
En el marco de esta misma mentalidad, también el psicoanálisis arremete contra la figura de Dios, especialmente bajo el símbolo de su paternidad, y considera que la idea de Dios Padre es fruto ilusorio de una actitud inmadura, de una mentalidad narcisista y de un deseo infantil de omnipotencia, que no se aviene a aceptar la dureza de los propios límites.
¿Encubre la fe en Dios Padre -como dice el psicoanálisis- "el sueño infantil de un padre omnipotente que bíblica apunta en esa dirección. Al contrario, la vivencia de la paternidad de Dios, como tendremos ocasión de comprobar, introduce al creyente en un proceso intenso de maduración y de responsabilidad personal.
En todo caso, la teología actual no ha eludido el conjunto de problemas que para la fe derivan del pensamiento moderno, sino que se ha impuesto la tarea de mostrar que el Dios Padre que se nos revela en Cristo no sólo no es rival del hombre, sino que Él mismo ha querido definirse libremente como un Dios para los hombres. Y no sólo no representa una vivencia infantil e infantilizante, sino que bajo su impulso el creyente se siente llamado a alcanzar su pleno desarrollo en la entrega servicial a los demás, que es lo más ajeno al narcisismo y a la inmadurez.
Y es en Cristo, en su vivencia personal y ejemplar de la paternidad de Dios, donde la teología pone de manifiesto lo que esta paternidad significa verdaderamente y los efectos de liberación que produce en quien la confiesa y experimenta.
En este campo la teología de la liberación ha desplegado una intensa reflexión, pero no sólo ella. La mayor parte de la teología actual se ha comprometido en mostrar el significado liberador de la fe en Dios Padre.
A las exigencias de la modernidad y a los postulados del psicoanálisis hay que añadir también la protesta del feminismo, que levanta igualmente su voz contra la representación de Dios como Padre. En esa imagen ve una legitimación ideológica de la preeminencia del varón sobre la mujer, de lo masculino sobre lo femenino. La teología actual no se ha mostrado tampoco insensible a este problema. La paternidad de Dios, tal como se nos presenta en las fuentes mismas de la revelación cristiana, es ajena a toda interpretación masculinizante y discriminatoria. Dios no es Padre en contraposición a una madre. Dios trasciende los sexos. La paternidad del Dios bíblico asume y trasciende los valores que caracterizan al padre y a la madre terrenos. De hecho, los autores bíblicos no dudan en utilizar imágenes y símbolos maternales y femeninos para formular actitudes y comportamientos del Dios de la Alianza (17).
Además de este frente que podríamos llamar externo, ante el cual la reflexión teológica actual trata de hacer valer la verdadera imagen de Dios Padre, existe también otro frente, esta vez interno, en el que lo que está en juego es el modo como determinada teología entiende la figura de Dios Padre en el acto redentor de Cristo en la Cruz. ¿Es legítima la idea de un Padre iracundo que descarga su ira y su castigo contra su Hijo inocente para poder otorgar, así, el perdón a la humanidad pecadora? "La cólera de Dios no pudo cesar -dice Otto Kuss- hasta tanto que su justicia no recibió la satisfacción exigida... Cristo fue, en lugar nuestro, el blanco de la ira divina" (18). ¿Hay que entender así, en términos de justicia vindicativa y de satisfacción compensatoria, la relación de Dios Padre con su Hijo crucificado y con la humanidad? ¿Se puede compaginar esta visión del Padre con la que nos ofrece Jesús, al presentarlo como amor gratuito e incondicional? Son cuestiones que se hallan vivamente presentes en la reflexión teológica actual y que afectan muy directamente a la imagen de Dios Padre y a la sensibilidad del hombre de hoy.
Y no menos candente y problemática es la cuestión del dolor del Padre. ¿Se compromete personalmente el Padre en la kénosis de su Hijo crucificado hasta el punto de ser afectado, a su modo, por el sufrimiento o, por el contrario, actúa como simple espectador y como "desde fuera" del drama de su Hijo? En esta cuestión entra en juego el delicado problema de la impasibilidad e inmutabilidad de Dios.
V. LA HISTORIA DE CRISTO ES TAMBIÉN LA HISTORIA DE LA REVELACIÓN DEL PADRE
Al margen de Jesús no sabemos lo que hay detrás de la palabra "Dios" (Jn 1,18). La ambigüedad de esta palabra salta a la vista cuando comprobamos el uso que históricamente se ha hecho de ella. Un uso que ha servido frecuentemente para amparar comportamiento contradictorios o injustos, y no pocas veces crueles y abominables. Con razón se ha podido decir: "La palabra Dios es la más vilipendiada de todas las palabras humanas" (Martin Buber).
Jesús ha rescatado esta palabra de su ambigüedad y la ha limpiado de significados impuros, mostrándonos su verdadero contenido. En la experiencia personal de Jesús Dios aparece inseparablemente como Padre y como Amor. "El anuncio de Jesús sobre el Padre resume de modo personalísimo la totalidad de su mensaje" (20).
A diferencia del Antiguo Testamento, donde el nombre de Padre aplicado a Dios puede considerarse más bien escaso, Jesús eleva este nombre a definición propia de Dios. Y emplea para ello un término, Abbá, que, como ha puesto de manifiesto el exegeta Joaquín Jeremías, supone la introducción de una sorprendente novedad en el trato con Dios. El uso del término "Abba" comporta un alto grado de intimidad y familiaridad y, por tanto, a través de él, se manifiesta la singular relación filial de Jesús con Dios. Jesús nos deja entrever la cualidad única de la paternidad de Dios respecto de él, utilizando la fórmula "mi Padre" y declarando que entre Dios como Padre y él como Hijo existe una exclusiva comunidad de conocimiento y amor: "Nadie conoce el Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11, 27). De hecho, los judíos captan el alcance trascendente que Jesús quiere dar a su filiación divina, y, escandalizados, le acusan precisamente de llamar a Dios "su propio Padre" (patera ídion) y de querer hacerse con ello igual a Dios (Jn 5,18).
"En Jesús -dice Torres Queiruga- la vivencia del Padre -la vivencia del Abbá- constituye el núcleo más íntimo y original de su personalidad. De ella, como de un centro vital, mana para él una confianza sin límites que aún hoy hace inconfundible su figura. Esa vivencia constituye el camino real para acercarnos al misterio de Jesús" (21).
Esta vivencia de la paternidad de Dios no es en él un dato marginal o efímero; al contrario, nos hallamos ante una experiencia que condiciona y configura radicalmente sus actitudes y comportamientos. Y esto a lo largo de toda su vida. La hallamos en su etapa de adolescente, intensamente expresada a través de las palabras que en el Templo dirige a sus padres: "¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?" (Lc 2,49). Y la encontramos igualmente en la Cruz, inspirando sus últimas palabras en la tierra: "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46).
Pero conviene notar que la revelación del Padre por parte de Jesús no debe entenderse a modo de mera información verbal acerca de la relación que le une con él. La constante referencia de Jesús al Padre no puede entenderse como si el Padre fuera un espectador distante y externo sobre el que Jesús da noticias. El Padre se halla radicalmente implicado y activamente comprometido en la vida de Jesús. Es su vida entera, en su concreción histórica y en su variedad de aspectos, en todo su despliegue de acontecimientos y palabras, lo que revela el rostro de Dios como Padre suyo, a la vez que su íntima relación filial con él. No se trata, por tanto, de una revelación abstracta y estática, sino histórica y abierta y creciente. En este sentido, la historia personal de Jesús constituye, al mismo tiempo, la historia del Padre y de su progresiva revelación. "En la vida entera de Cristo, en su muerte, resurrección y envío del Espíritu, se nos da a ver el Padre" (22). Podemos hablar por tanto de Cristo como la epifanía histórica del Padre. De hecho, esto mismo es lo que declara Jesús cuando afirma: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9). El es, en efecto, el icono, la imagen del Padre (Col 1,15). "El Nuevo Testamento define a Dios a través de las acciones de Jesús y habla de su ser en la medida en que tales acciones lo transparentan y manifiestan" (23). Es imposible desconectar la realidad histórica de Jesús de su vinculación filial al misterio de Dios Padre. Todo intento en este sentido está condenado al fracaso, ya que pretende ignorar algo que constituye el hilo conductor de toda su existencia y el eje que unifica su vida.
Jesús se remite constantemente al Padre como Origen de todo lo que él es, de todo lo que él tiene y de todo lo que él hace. Jesús vive desde el Padre, que es la Fuente original que alimenta y nutre su existencia. Jesús vive para el Padre, de cara al Padre, que es la meta última y el sentido definitivo de su Persona y de su obra. Estas son las coordenadas en las que se mueve Jesús, como él mismo lo declara expresamente en el cuarto evangelio: "Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre" (Jn 16,28).
Cuando Jesús llama a Dios "Padre", está diciendo que de él, como de su Fuente original, está recibiendo la vida, el amor, la misión, la palabra, las obras, es decir, todo. El Padre es, para él, el Dios viviente, que generosamente le comunica su propia vida: "El Padre, que me ha enviado, vive y yo vivo por el Padre" (Jn 5,26; 6,57); Jesús, que se define a sí mismo como el Enviado del Padre, es el Hijo amado, en quien el Padre ha depositado todo su amor, otorgándole el Espíritu sin medida. El Padre está igualmente en el origen de su mensaje y de su actuación, pues Jesús no habla por su cuenta, sino que habla y dice fielmente el mensaje de amor y salvación que el Padre le ha encomendado, mensaje que, a su vez, él comunica al Espíritu de la Verdad (Jn 16,14-15), estableciéndose así, desde el Padre, un proceso de autocomunicación en cascada. Y lo mismo ocurre en el campo de la acción: Jesús transparenta y prolonga en la visibilidad de la historia la acción salvífica del Padre: "Mi Padre actúa siempre y yo también actúo" (Jn 5,19).
Como vemos, la Persona y la obra de Jesús están íntima y radicalmente enraizadas en el misterio del Padre, que nutre e impulsa su existencia filial en un proceso de comunicación permanente. Jesús vive su filiación no como un dato estático e inmóvil, sino como una corriente de vida que le llega sin cesar desde el Padre. "Todo lo mío es tuyo", (Jn 17,10), dice Jesús desvelando esta inefable comunicación de vida, en la que el Padre es el Dador primordial y el Hijo el Receptor agradecido, que, mediante la Encarnación, introduce en la historia la Vida, el Amor, la Palabra y la Acción recibidas de la Fuente paterna primordial.
Por otra parte, la vida de Cristo aparece todo ella bajo el impulso y la acción del Espíritu de Dios. Lucas tiene un interés especial en resaltar este aspecto. La misma concepción de Jesús se realiza al amparo de la irrupción del Espíritu Santo como Fuerza del Altísimo (Lc 1,35).En el bautismo desciende sobre él en forma de paloma (Lc 3,22), de tal manera que Jesús aparece, a los ojos del evangelista, como "lleno del Espíritu Santo" y "conducido por el Espíritu Santo al desierto" (Lc 4,1). Y es precisamente "la fuerza del Espíritu" (Lc 4,14) la que impulsa y guía su ministerio público.
San Juan subrayará la plenitud pneumatológica de la vida de Jesús, indicando que "Dios no le dio el Espíritu con medida" (Jn 3,34), ese Espíritu que, como enseña el propio Jesús joánico, "procede del Padre y que yo os enviaré de junto al Padre" (Jn 15,26).
La monarquía paterna, la posición radical y fontal del Padre se deja sentir en el ámbito de la Trinidad económica, tal como se nos muestra en el misterio de Cristo.
Quizá sea el momento de preguntarnos, en relación con las objeciones que desde la cultura actual se levantan contra la idea de Dios como Padre, cómo se traduce en la vida concreta de Jesús su radical experiencia de la paternidad de Dios, qué efectos tiene en él la profunda implicación del Padre en su vida. Es precisamente en la vida de Jesús donde se puede verificar, de manera ejemplar, si dicha vivencia resulta alienante o, por el contrario, humanizadora; si plenifica al ser humano o ahoga su desarrollo; si lo libera y lo pone al servicio de los demás o expresa y favorece un estado de inmadurez y de narcisismo egoísta. La experiencia filial del cristiano, en la medida que sea genuina, corre la misma suerte que la de Cristo, ya que nuestra filiación es una participación en la de Cristo.
La vivencia de la paternidad de Dios tiene unos efectos que están en abierta contradicción con la visión negativa que determinados planteamientos modernos propugnan. En primer lugar, se trata de una experiencia liberadora, creadora de libertad. En Cristo, como luego veremos, esto saltará a la vista con fuerza de evidencia. Pero este mismo efecto puede comprobarse ya en el Antiguo Testamento, donde la constitución de Israel como pueblo libre se halla indisoluble y expresamente asociada a la idea de la paternidad de Dios. Israel descubre y experimenta a Dios como Padre precisamente a raíz de los acontecimientos de la liberación de Egipto y del camino del desierto. Según Éxodo 4,22-23, Moisés se presenta al Faraón y exige la salida de los hebreos apelando a la condición de Israel como "hijo primogénito" de Dios. Y el deuteronomista, por su parte, ve a Dios conduciendo a Israel a través del desierto bajo la imagen de un padre que lleva a su hijo a lo largo del camino (Deut 1,29-31). Es Dios, experimentado precisamente como Padre (aunque sin la connotación trinitaria que recibirá en el Nuevo Testamento), quien fundamenta y promueve el proceso de liberación. En el Antiguo Testamento la vivencia de la paternidad de Dios desempeña una función emancipadora. Dios Padre impulsa al pueblo hacia la conquista de la libertad. El Éxodo es el arduo y arriesgado camino hacia ese objetivo. El impulso liberador del Padre encuentra no pocas veces resistencia y oposición en el mismo pueblo, porque el camino de la libertad no está exento de riesgo y de responsabilidad. Israel experimentó en ciertos momentos la tentación de volver a la seguridad de la esclavitud de Egipto y es precisamente Dios, el Padre de Israel, quien le estimula a superar el miedo a la libertad.
Cuando desde determinados sectores del pensamiento actual se rechaza y descalifica la idea de la paternidad de Dios por considerar que esta vivencia sofoca la libertad y bloquea la responsabilidad, evidentemente se está imaginando y hablando de un Dios Padre que no es el que aparece en los testimonios de la Sagrada Escritura.
En Jesús esta verdad brilla todavía con mayor radicalidad. La vivencia de la paternidad de Dios hace de él un hombre plenamente libre. Es un rasgo que por su carácter sobresaliente define con fuerza la personalidad de Jesús y su comportamiento. La teología actual se ha ocupado de él ampliamente. Baste citar a este respecto la obra de Christian Duquoc "Jesús, hombre libre" (Salamanca 1975). Se ha hecho notar ampliamente esta libertad de Jesús frente a los diversos grupos de su entorno social, libre frente a su propia familia, cuando está en juego la voluntad del Padre celestial; libre frente a los poderes terrenos de carácter político o religioso; libre en su palabra y en su comportamiento; libre frente al poder seductor de las riquezas; y libre igualmente ante la muerte prevista y anunciada.
El origen de esta libertad radica precisamente, como ya hemos indicado, en el hecho de tener enraizada su persona en la vivencia de Dios como Padre, haciendo de la voluntad paterna la guía y la norma incondicional de su pensamiento y de su acción. Él no experimenta la voluntad paterna como opresora, sino todo lo contrario, como un impulso liberador. Y es así porque la ve y la siente, por incomprensible que pueda parecer en determinados momentos (Mc 15,34), como expresión de su amor. "El amor -observa Walter Kasper- implica una unidad que no absorbe al otro, sino que le acoge y le afirma en su alteridad y le inicia así en la verdadera libertad" (24). En efecto, el amor, en su forma suprema de agape, que es la propia del Padre, no sólo no anula la personalidad del otro, sino que la fecunda y la potencia; no sólo no destruye la libertad, sino que la suscita y la posibilita. En la experiencia de Dios como Padre y en la visión del Padre como Amor se halla, pues, el fundamento de la libertad de Jesús. Y en esa misma experiencia se funda también "la libertad de los hijos de Dios" (Rom 8,21).
Por otra parte, además de libre, la experiencia paternal de Dios hace a Jesús liberador. El Padre induce a Jesús a convertir su vida en un servicio de amor a los demás, a comprometer su persona en la causa del Reino de Dios, un Reino que el propio Jesús, mediante sus palabras y gestos concretos, presenta como liberador. Esta misión, que implica una actitud de salida de sí mismo y de entrega a los demás, supone, desde el punto de vista psicológico, la superación de todo narcisismo. La vida de Jesús es, toda ella, un compromiso de fraternidad. Se entiende como servidor de los hermanos. "Jesús fue ese hombre absolutamente libre. Él pudo estar-ahí en libertad para otros y no ser nada para sí mismo, porque ex-sistía totalmente a partir del acto paternal de Dios" (25). El Padre no desempeña en él el papel de refugio narcisista e infantilizante, que Freud asigna a la fe religiosa en Dios Padre. A Jesús es el Padre precisamente quien le impulsa a hacer de su vida un don para los demás y le traza el duro camino de la Cruz, como supremo gesto de solidaridad realista con los hombres. En el fondo último de este gesto de Jesús lo que hay es la imitación y prolongación del gesto del Padre que, como Amor, es don de sí a su Hijo y, por tanto, paradigma del don de sí que el Hijo realiza en favor nuestro.
Por todo ello, podemos decir con Torres Queiruga que "la mejor respuesta a la crítica freudiana está...en la experiencia de Jesús. En realidad, cada página del evangelio testimonia contra una interpretación neurótica e infantilizante de la confianza en el Padre. Es suficiente contemplar la vida de Jesús para comprender la definitiva impotencia de las objeciones" (26).
VI. LA DEFINITIVA REVELACIÓN DEL PADRE EN EL ACONTECIMIENTO DE LA MUERTE Y RESURRECCIÓN DE JESÚS
En la actual teología trinitaria, bajo el impulso, sobre todo, de Urs von Balthasar en el campo católico y de Moltmann en el protestante, el acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Cristo ha comenzado a desempeñar un papel fundamental. Es el momento decisivo en que tiene lugar la definitiva revelación del misterio trinitario de Dios. Dios Padre confirma su paternidad real respecto de Jesús y éste ve reconocida su filiación singular. Y de ello da testimonio la donación del Espíritu por parte de ambos (Jn 14,16; 15,26; Hech.2,33).
A este respecto, la Muerte y la Resurrección no deben verse como hechos aislados e independientes, sino como iluminándose y reclamándose mutuamente. La Cruz sin la Resurrección pierde su relevancia salvífica y su capacidad de introducirnos en lo hondo de la paternidad de Dios y de la filiación divina de Jesús. El misterio de la Cruz sólo descubre su fuerza reveladora si lo contemplamos, a la vez, desde la historia precedente de Jesús y desde la luz que arroja el hecho de la Resurrección.
La historia precedente nos permite conocer qué es lo que está en juego en el hecho de la crucifixión, qué cuestión se está dilucidando. Mientras que el acontecimiento de la Resurrección decide el verdadero sentido de la Cruz. Se necesitan las dos perspectivas para comprender el contenido revelador de la Muerte de Cristo.
A lo largo de su vida, como hemos tratado de mostrar, Jesús dio constantes muestras de su relación filial con Dios y, paralelamente, de la especial paternidad de Dios respecto de él. En ningún momento abandonó esta pretensión. San Juan asocia la condena a muerte de Jesús con el mantenimiento de esta pretensión, motivo de escándalo para los judíos, que la consideraban blasfema. En este sentido escribe: "Los judíos trataban de matarlo, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios" (Jn 5,18). El texto da a entender que los judíos captaron el alcance trascendente que Jesús quería dar a su filiación. La condena a muerte significa el rechazo radical de esta pretensión. Para los judíos, la muerte de Jesús en la Cruz suponía una descalificación de su pretensión por parte de aquel al que Jesús reivindicaba como Padre suyo. Lo que se está ventilando en la Cruz es la cuestión de su filiación divina, cuestión que aparentemente parece resolverse en sentido negativo. La crucifixión de Jesús parece sugerir, a primera vista, que Dios no está de parte de él, sino de parte de aquellos que le han condenado como blasfemo por hacerse Hijo de Dios.
Es el acontecimiento de la Resurrección, que el Nuevo Testamento presenta como acción de Dios, el hecho que decide y revela definitivamente tanto la verdad de Dios como la de Jesús. Sólo con la Resurrección se resuelve el interrogante de su identidad filial, ya que, resucitándolo y entronizándolo a su derecha, Dios confirma y asume las pretensiones de Jesús: su filiación divina y la vinculación del Reino de Dios a su persona. Resucitando a Jesús, Dios le otorga la razón y descalifica a sus jueces. Dios aparece entonces como verdadero Padre de Cristo y Cristo como verdadero Hijo de Dios.
A la luz de la Resurrección, la realidad de Cristo crucificado adquiere toda su abismal profundidad, ya que el Crucificado resulta ser el Hijo mismo de Dios. Entregándonos a su propio Hijo, al Hijo de su amor y, por tanto, desprendiéndose por nosotros de lo más entrañablemente amado, el Padre se nos revela como Amor sin límites. La frase joánica, que define al Padre como Amor (1 Jn 4.8.16), no es fruto de una especulación filosófica; nace de la contemplación de Cristo crucificado y del gesto de suprema abnegación con que el Padre ha participado en este acontecimiento redentor.
A propósito de esta participación de Dios Padre en el acontecimiento redentor de la Cruz, hay un amplio sector de la teología actual que, con diferentes grados de intensidad, considera inadecuada la idea de que la muerte de Jesús en la Cruz deba atribuirse a la justicia vindicativa o a la ira punitiva del Padre, interpretación que ha tenido una fuerte incidencia en el campo de la reforma protestante. Baste mencionar, por una parte, a Lutero y, por otra, a Moltmann. ¿Es la muerte de Cristo en la Cruz realmente fruto directo de la cólera del Padre? Karl Rahner "impugna la idea de castigo de un inocente, pues la libertad y la responsabilidad personales no pueden ser sustituidos por otro ser personal" (27). En el momento de la Cruz, Jesús es, si cabe, más objeto del amor del Padre que nunca: "El Padre me ama, porque yo doy mi vida" (Jn 10,17).
La entrega del Hijo por parte del Padre constituye un supremo gesto de solidaridad de ambos con la humanidad extraviada, un gesto dictado por el amor. En la Cruz de Cristo -dice J.Galot- no hay otra cosa sino el despliegue de un amor salvífico, tanto por parte del Padre como del Hijo" (28). Y añade: "...para Pablo y Juan, la obra redentora, tal como se realizó en el sacrificio de Cristo, es una obra inspirada y guiada únicamente por el amor divino, el del Hijo y el del Padre. La Cruz de Jesús no es en modo alguno el resultado de la ira divina" (29).
Por otra parte, también se cuestiona la imagen de un Padre impasible e inmutable, por encima y al margen del drama de su Hijo crucificado. El Nuevo Testamento aduce a menudo el profundo compromiso personal del Padre en la obra redentora de Cristo, compromiso que halla su expresión en la dolorosa donación de su Hijo amado. Cabe en el Padre el dolor, pero un dolor derivado del amor, y esto no como signo de imperfección, sino, al contrario, como expresión libre de la infinita riqueza vital de su propio ser divino (30).
El acontecimiento pascual de la Muerte y Resurrección de Jesús acredita definitivamente a Dios como Padre y como Amor. Estas dos palabras supremas nos introducen, en la medida que ello es posible, en la comprensión del eterno dinamismo de la Trinidad, es decir, en el misterio de la generación del Hijo amado y en el misterio de la procesión del Espíritu de comunión. "A partir de la Cruz y de la Resurrección de Jesucristo es como hay que comprender la frase neotestamentaria sobre Dios que es Amor" (31). Ésta es igualmente la conclusión de Urs von Balthasar: "Lo que aquí está en juego es el viraje decisivo en la visión de Dios: de ser primariamente poder absoluto pasa a ser absoluto amor" (32). Buena parte de la teología actual se orienta en esta dirección.
VII. DIOS PADRE-AMOR, FUENTE Y ORIGEN DE LA TRINIDAD
Este orden no sólo rige en el ámbito de la "economía"; pertenece al ser mismo de Dios, de tal manera que también en el ámbito de la vida intratrinitaria el Padre es el punto de partida de todo el dinamismo trinitario. La Trinidad histórico-salvífica es verdadera y libre expresión de la Trinidad inmanente, como indica el axioma fundamental de Rahner.
La capitalidad del Padre la formula con admirable precisión el Concilio XI de Toledo: "Confesamos que el Padre no es engendrado, no es creado, sino que es inengendrado. En efecto, aquel de quien el Hijo recibe nacimiento y el Espíritu Santo procesión, no tiene origen de nadie. Por tanto, es "fons et origo totius divinitatis" (DS 525). La monarquía paterna se halla explícitamente proclamada. La vida trinitaria deriva del Padre.
También el Concilio de Florencia nos ofrece, en su decreto para los jacobitas, una caracterización dinámica de la Trinidad, como un proceso de autocomunicación de la vida divina, que tiene su fuente original e irremontable en la Persona del Padre. A éste lo define con los siguientes rasgos: "El Padre, cuanto es o tiene, no lo tiene de otro, sino de sí mismo; es principio sin principio". En cambio, "el Hijo, cuanto es o tiene, lo tiene del Padre, y es principio de principio", mientras que "el Espíritu Santo, cuanto es o tiene, lo tiene juntamente del Padre y del Hijo" (DS 1331).
El Padre posee la divinidad, la infinita perfección del ser divino, sin haberla recibido de nadie. Es el principio absoluto. El Hijo, en cambio, la recibe del Padre en virtud de un proceso de autocomunicación por el que el Padre le otorga toda su infinita perfección. ¿Por qué se da en la primera persona divina ese movimiento de autocomunicación, que recibe el nombre de generación? ¿Por qué es eternamente Padre? O dicho de otro modo, ¿por qué no retiene exclusivamente para sí la infinita perfección de la divinidad -que él no ha recibido de nadie- y mediante un eterno acto de generación la comunica al Hijo? Es aquí donde la revelación nos ofrece una protopalabra, que nos da la clave última para entender por qué el Dios sin origen es Padre y, en consecuencia, por qué no es un Dios solitario, sino un Dios trinitario. Dios es Padre, es decir, eterna donación de sí mismo al Hijo y, juntamente con el Hijo o por el Hijo, eterna donación de sí mismo al Espíritu Santo, porque es amor. Dios es Padre porque es Amor; Dios es trinitario, es decir, comunión tripersonal, porque en el fondo último y radical de su ser es Amor. Según Juan Pablo II, la definición joánica Dios es Amor constituye la "definitiva clave de bóveda de la verdad sobre Dios" (33). Más allá de ella no podemos ir.
El Padre es Amor (agape), por eso es Padre, es decir, dador de vida, apertura total, pura generosidad, existencia entregada o, lo que es lo mismo, proexistencia. "El suyo es un amor generador, originante, fecundo. Amando, Dios se distingue: es amante y amado, Padre e Hijo" (34). Este gesto por el que el Padre da eternamente al Hijo la plenitud de su infinita vida divina fundamenta la respuesta amorosa del Hijo y, a través del Hijo encarnado, constituye el paradigma de toda forma de amor en el ámbito de la Creación. El amor verdadero no encierra al sujeto en sí mismo, en una especie de egocentrismo narcisista, sino que lo impulsa a abrirse al otro y a compartir con él su propia perfección ("todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío": Jn 17,10). Al amor le es esencial la donación y el encuentro interpersonal, no la soledad. Nuestro Dios es comunión interpersonal trinitaria, y esto es así porque el Amor es la raíz profunda y última de su ser.
Notas
(2) Trinidad como historia (Sígueme, Salamanca 1988), p.15
(3) Véase, a propósito de esta imagen de la divinidad, Giovanni Reale-Dario Antiseri, Historia del pensamiento filosófico y científico, I (Herder Barcelona 1995), p.173
(4) Teodramática 5 (Encuentro, Madrid 1997), p. 220.
(5) El Dios de Jesucristo (Sígueme, Salamanca 1985), p. 356
(6) Trinidad: lo específico cristiano, en Trinidad y vida cristiana ("Semanas de Estudios trinitarios2 13, Salamanca 1979), p.15
(7) La Trinidad de Dios en la teología de la liberación, en Pensar a Dios ("Semanas de Estudios trinitarios" 30, Salamanca 1997), p. 295.
(8) Cfr. Advertencias sobre el tratado dogmático "De Trinitate", en Escritos de Teología IV (Madrid 1962), p.117-136; y El Dios uno y trino como principio y fundamento trascendente de la historia de la salvación, en "Mysterium Salutis" II/1 (Madrid 1969), p. 370-383, 415-432.
A propósito del axioma de K. Rahner, Urs von Balthasar hace la siguiente precisión: "...la Trinidad económica aparece realmente como la interpretación de la Trinidad inmanente que, no obstante, al ser el principio fundante de la primera, no puede ser identificada sencillamente con ella. Porque en tal caso, la Trinidad inmanente y eterna corre el riesgo de reducirse a la Trinidad económica": Teodramática 3 (Madrid 1993), p. 466.
(9) Dios Padre en la reflexión teológica actual, en "Dios es Padre" (Semanas de estudios trinitarios 25, Salamanca 1991), p. 212
(10) El Espíritu Santo (Barcelona 1983), p. 454
(11) Escritos de Teología I (Madrid 1961), p. 165
(12) Cfr. El Dios de Jesucristo (Sígueme Salamanca 1985), p. 227
(13) Trinidad como historia (Sígueme Salamanca 1988), p. 97-102
(14) "Cognitio divinarum Personarum..." La reflexión sistemática de Santo Tomás sobre el Dios cristiano, en Pensar a Dios ("Semanas de Estudios trinitarios", Salamanca 1997), p.149.
(15) Creo en Dios Padre (Sal terrae Santander 1992), p.32-33
(16) Luis González-Carvajal, ¡Noticias de Dios! (Sal terrae, Santander 1997), p.116
(17) Cfr. Santiago del Cura Elena, Dios Padre/Madre. Significado e implicaciones de las imágenes masculinas y femeninas de Dios, en Dios es Padre ("Semanas de Estudios trinitarios" 25, Salamanca 1991), p. 277-314.
(18) Comentario a la carta a los Gálatas, en Comentario de Ratisbona al Nuevo Testamento, bajo la dirección de Alfredo Wikenhauser y Otto Kuss (Barcelona 1976), p. 422.
(19) H.Urs von Balthasar, Teodramática 3. Las personas del drama: el hombre en Cristo (Encuentro, Madrid 1993), p. 466.
(20) Walter Kasper, o.c. p. 171.
(21) O.c. p. 92.
(22) Karl Rahner, Muerte de Jesús y definitividad de la revelación cristiana, en AA.VV. Teología de la cruz (Sígueme, Salamanca 1979), p.98.
(23) Olegario González de Cardedal, La entraña del cristianismo (Salamanca 1997), p.489.
(24) Walter Kasper, o.c. p. 228.
(25) E. Jüngel, Dios como misterio del mundo (Sígueme Salamanca 1984), p.458.
(26) O.c. p.104.
(27) Manuel Gesteira Garza, La cristología de Karl Rahner, en AA.VV., La teología trinitaria de Karl Rahner (Salamanca 1987), p.86.
(28) Jesús, Liberador (Madrid 1982), p.187.
(29) O.c. p.189.
(30) Sobre esta cuestión, véase el equilibrado planteamiento de J.Galot en la obra antes citada, p.326-333.
(31) Jüngel, Dios como misterio del mundo (Sígueme Salamanca 1984), p.420.
(32) El misterio pascual, en "Mysterium Salutis" III/2 (Cristiandad, Madrid 1971), p.157.
(33) Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, en "Creo en el Padre" (Palabra, Madrid 1996), p.137.
(34) Bruno Forte, La Trinidad como historia (Sígueme, Salamanca 1988), p.98. Más adelante añade: "En esta distinción de Padre y de Hijo en la historia del amor eterno se deja contemplar la generosidad del amor verdadero, su salir de sí mismo para dirigirse al otro y volver a sí en la comunión del amor" (p. 99).
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