El Catecismo de la Iglesia Católica
J. Ratzinger
Cfr. Ciudad Nueva, Madrid 1994, pp. 9-39
1. Antecedentes del Catecismo
Veinte años después de la conclusión del Concilio Vaticano II, en octubre de 1985, el Santo Padre convocó un Sínodo extraordinario, cuyos participantes --a diferencia de la estructura de los Sínodos habituales-- eran los Presidentes de todas las Conferencias episcopales de la Iglesia Católica. El Sínodo quería ser algo más que una conmemoración solemne del gran acontecimiento de la historia de la Iglesia, en el que sólo unos pocos de los obispos ahora presentes habían participado. Debía mirar no sólo hacia atrás, sino hacia adelante: determinar la situación de la Iglesia; traer de nuevo a la memoria la voluntad esencial del Concilio; preguntar cómo hay que apropiarse hoy esta voluntad y cómo hacerla productiva para el mañana.
En este orden de ideas surgió también el pensamiento de un Catecismo de la Iglesia universal, en analogía con el Catecismo Romano aparecido en 1566, que entonces había contribuido esencialmente a la renovación de la catequesis y de la predicación según el espíritu del Concilio de Trento.
La idea de un Catecismo del Concilio Vaticano II no era totalmente nueva. Así, por ejemplo, en el último período conciliar, el cardenal alemán Jäger había formulado la propuesta de que el Concilio debía encargar tal libro y así dar forma concreta a la obra de puesta al día en el terreno doctrinal. Atendiendo a consideraciones similares, la Conferencia episcopal holandesa publicó su Catecismo ya en marzo de 1966. Éste fue acogido ávidamente en grandes partes del mundo como una forma renovada de la catequesis, pero también desencadenó tempranamente serias cuestiones. El Papa nombró a raíz de ello una comisión integrada por seis cardenales; esta comisión emitió en octubre de 1968 una declaración que, ciertamente, quiso dejar intacta la «peculiaridad... digna de elogio» del Catecismo, pero que tuvo que precisar, e incluso corregir, sus afirmaciones en puntos esenciales.
Entonces se planteó por sí misma la cuestión de si la mejor respuesta a la problemática de este libro no estaría en la elaboración de un catecismo de toda la Iglesia. Yo expresé entonces la opinión de que el tiempo no estaba todavía maduro para tal proyecto, y sigo pensando que esta evaluación de la situación fue correcta. Es verdad que Jean Guitton debe de haber dicho que nuestro Catecismo llega con 25 años de retraso; en cierto sentido se le podría dar la razón en esta afirmación. No obstante, hay que decir también que en 1966 no se habían hecho todavía visibles los problemas en toda su envergadura; que no había hecho más que comenzar un proceso de fermentación que sólo paulatinamente podía conducir a las aclaraciones necesarias para que se pronunciara una nueva palabra común.
Cuando los obispos, en 1985, echaron una mirada retrospectiva y otra prospectiva, se formó en ellos, diríamos que de modo espontáneo, la convicción de que había llegado el momento y de que ya no podía haber más demoras. Después de la fase de un celo agitado con el que inmediatamente después del Concilio se habían producido en muchos lugares nuevos Catecismos, cuya precipitación no había permitido que surgieran obras realmente maduras, se había renunciado en general a la idea del Catecismo. Los nuevos libros, con su apresurada puesta al día, habían vuelto a aparecer como obsoletos; al que se vincula al hoy con excesivo celo, mañana se le contemplará ya inevitablemente como pasado de moda.
Se generalizó la opinión de que los constantes cambios de la vida y del pensamiento no admitían ninguna afirmación válida a largo plazo; que la catequesis tenía que escribirse permanentemente de nuevo. Cierto, hay que tenerla permanentemente de nuevo; cada catequesis es un acto de actualización, que trae la palabra común a estos hombres y a esta hora. Pero la actualización presupone algo que se extiende a cada presente singular y que hay que introducir nuevamente en él; de lo contrario resulta nula. En realidad, con este proceso de adaptaciones continuamente nuevas, tuvo lugar un vaciamiento de la catequesis, por cuya causa se volvió humanamente cada vez más dificultosa y pedagógico-didácticamente poco menos que ineficaz.
Se me ha quedado grabada en la memoria, a este propósito, una carta que me escribió una catequista algún tiempo después de la conferencia sobre la catequesis que pronuncié en Lyon y en París. En la carta se reconocía a una mujer que amaba a los niños y que sabía tratarlos; una mujer que amaba su fe y que empleaba con celo los instrumentos catequéticos que le venían ofrecidos por las autoridades competentes; se trataba, además, de una persona extraordinariamente inteligente.
Me comunicaba que venía observando desde hacía tiempo cómo al final del camino catequético no quedaba en los niños propiamente nada, cómo todo, de algún modo, iba a parar al vacío. Ella sentía su trabajo, que había asumido con mucho gusto, cada vez más como altamente insatisfactorio y notaba cómo también los niños, a pesar de todo el interés, quedaban insatisfechos. De suerte que le atormentaba una cuestión: ¿de qué podía depender aquello? Esta mujer era demasiado inteligente como para achacar el fracaso de la catequesis simplemente a los malos tiempos o a una deficiente capacidad para creer propia de la generación actual; tenía que ser otra cosa. Finalmente se decidió a analizar de una vez todo el material catequético según su contenido, planteándose la cuestión sobre lo que, por detrás de todas las artes didácticas, se transmitía en él en cuanto a contenidos.
El resultado se convirtió para ella en una clave, en la ocasión para la búsqueda de un nuevo comienzo. Comprobó que la catequesis didácticamente tan refinada y tan referida al presente, en gran medida no versaba sobre nada, sino que sólo daba vueltas alrededor de sí misma. La catequesis se quedaba atascada en puras mediaciones y adaptaciones y apenas llegaba, por encima de todos estos ensayos de mediación, a la cosa misma. Era claro que tal enseñanza, que giraba en el vacío y no transmitía nada, no podía interesar. El contenido debía recobrar su prioridad.
Se trata, sin duda, de una experiencia extrema, que yo no querría generalizar. Pero deja reconocer la problemática de la catequesis en los años setenta y primeros de los ochenta, en los que se difundió cierta aversión a los contenidos permanentes y el antropocentrismo lo dominó todo. Así se produjo un cansancio precisamente entre los mejores catequistas y, naturalmente, un correspondiente cansancio también entre los receptores de la catequesis, nuestros niños. Se expandía la consideración de que la fuerza del mensaje mismo debía volver de nuevo a la luz. Los Obispos del Sínodo de 1985 dieron voz a esta idea: el tiempo para un Catecismo del Concilio Vaticano II estaba maduro.
A decir verdad, era más fácil dar el encargo que cumplirlo. Para realizar la idea, el Santo Padre, el 10 de julio de 1986, creó una comisión de doce obispos y cardenales; pertenecían a ella los representantes de los más importantes órganos de la Curia a los que afectaba, al igual que de los grandes espacios culturales de la Iglesia católica. Cuando la comisión se reunió por primera vez, en noviembre de 1986, se encontró ante una tarea muy difícil. Como primera diligencia, tenía que intentar aclarar qué era exactamente lo que debía realizar. Pues el encargo de los Padres sinodales, que el Papa había hecho suyo, había quedado más bien impreciso en sus contornos: había que redactar «un proyecto de un Catecismo para la Iglesia universal o bien un compendio de la doctrina católica (fe y moral)», que «pudiera convertirse en punto de referencia para los Catecismos que están siendo ya preparados o que deben prepararse en cada una de las regiones». Los Padres habían dicho además que la presentación de la doctrina debía ser «bíblica y litúrgica». Se tenía que «tratar de la doctrina sana, adecuada para la vida actual de los cristianos».
2. Género literario, destinatarios y método
Lo primero que se planteaba era la alternativa: ¿catecismo o compendio? ¿Es lo mismo, o se trata de posibilidades diversas? Por tanto, había que aclarar la cuestión: ¿qué es un catecismo?; y ¿qué es un compendio?
Aunque parezca extraño, está ampliamente difundida la opinión de que al catecismo le es esencial el esquema pregunta-respuesta; sin embargo, contra esto existían graves reparos. De hecho, ni el Catecismo de Trento ni el Catecismo Mayor de Lutero conocen este esquema. Así que, ante todo, había que aclarar de una vez qué es lo que propiamente significaban ambos conceptos de forma exacta. Una investigación histórica mostraba que sólo en el Concilio de Trento y en tiempos posteriores se había llevado a cabo, lentamente, la formación del concepto.
En el primer período de sesiones se había hablado de dos libros que serían necesarios: una introducción breve, a modo de compendio, como acceso (methodus) común de todas las clases cultas a la Sagrada Escritura; además, se necesitaba un «Catecismo» para los faltos de instrucción. Ya en el segundo período de sesiones, en los años 1547/1548, se empleó exclusivamente la palabra «Catecismo». Permaneció la idea de los dos libros diferentes, para la que poco a poco se formó la distinción entre Catechismus maior y minor. El cardenal Del Monte cerró entonces la sesión con las palabras: «Primero hay que escribir el libro; luego, se puede encontrar también el título».
Al parecer, el Catecismo de Trento fue de hecho todavía sin título a la imprenta. En todo caso, los manuscritos no conocen ningún título, el cual, por consiguiente, sólo en la Editorial fue fijado definitivamente. Para las deliberaciones de nuestra comisión de los doce, la distinción entre Catecismo Mayor y Pequeño Catecismo era la ayuda esencial. La palabra «compendio» habría recordado demasiado las colecciones en un volumen que sólo están pensadas para bibliotecas eruditas, pero no para lectores normales. Con el título «Catecismo» salió el libro fuera del ámbito de la literatura especializada; no ofrece ciencia especializada, sino predicación.
Con ello hemos tocado la verdadera cuestión que se oculta tras la disputa sobre el título. ¿Para quién debía escribirse este libro? ¿Quiénes debían ser los destinatarios? Con ello estaba vinculada la cuestión ulterior: ¿qué método debía emplear?; ¿qué lengua debía hablar?
Era claro desde el principio que no se podía tratar de un Catechismus minor, ni de un manual que se ha de utilizar inmediatamente en la catequesis parroquial o escolar. Para un libro común de enseñanza es demasiado grande el desnivel de las culturas; aquí deben ser muy diversas las formas de la mediación pedagógica. Por consiguiente, se imponía un «Catecismo Mayor». Pero ¿a quién va destinado propiamente? El concilio de Trento había dicho: ad parochos, a los párrocos. Ellos eran entonces prácticamente los únicos catequistas, en todo caso los portadores primeros de la catequesis. Entre tanto, el servicio de la catequesis se ha ampliado considerablemente. Al mismo tiempo, se ha hecho más grande el mundo católico, que había de ser el receptor de este libro. De esta forma coincidimos en que en primer lugar había que destinarlo a aquellos que mantienen junta toda la estructura de la catequesis: los obispos. El catecismo debía servirles en primera línea a ellos y a sus colaboradores responsables de la organización de la catequesis en las diversas iglesias locales. Por un lado, a través de ellos debía convertirse en un libro de la unidad interior en la fe y su predicación; por otro lado, a través de ellos debía garantizarse la trasposición de lo común a las situaciones locales.
Pero esto no podía significar que el Catecismo quedara reservado de nuevo solamente a unos «pocos selectos». Esto no habría correspondido a la renovada comprensión de la Iglesia y de nuestra común responsabilidad en ella, tal como nos había enseñado el Vaticano II. También los laicos son portadores responsables de la fe en la Iglesia; no sólo reciben la fe, sino que también, a través de su sentido de la fe, la transmiten y la continúan desarrollando. Responden de su estabilidad y de su vitalidad. Precisamente en la crisis del tiempo posconciliar el sentido de la fe de los laicos ha contribuido esencialmente al discernimiento de espíritus. Por lo tanto, el libro debía resultar básicamente legible también para los laicos interesados, y constituir un instrumento de su mayoría de edad y de su propia responsabilidad respecto a la fe. No sólo se les enseña desde arriba, sino que pueden decir también ellos mismos: ésta es nuestra fe.
El resultado parece dar ya hoy la razón a esta reflexión. Muchos creyentes quieren instruirse a sí mismos sobre la doctrina de la Iglesia. En medio de la confusión que se ha originado a través del cambio de las hipótesis teológicas y su a menudo altamente cuestionable difusión en los medios de comunicación, quieren saber personalmente qué enseña la Iglesia y qué no. Me parece que la acogida dispensada es casi una especie de plebiscito del pueblo de Díos contra aquellas fuerzas que caracterizan al Catecismo como enemigo del progreso, como acto de sometimiento a la disciplina por parte del centralismo romano, o cosa semejante. Con frecuencia determinados círculos, con tales consignas, no hacen otra cosa que defender su propio monopolio en la formación teológica de la opinión en la Iglesia y el mundo, monopolio en el que no quieren verse molestados por la propia competencia de los laicos. Por lo demás, el catecismo debe servir también, como es natural, a la misión original de la catequesis, a la evangelización: se ofrece también a los agnósticos, a los que preguntan y buscan, como una ayuda para conocer lo que la Iglesia católica cree e intenta vivir.
Un ejemplo de esta crítica montada en gran parte con piezas de construcción prefabricada, medio oxidadas, se encuentra en la toma de posición de H. Küng, ¿Un catecismo universal? en «Concilium» 29 (1993), fasc. 3, pp. 157 ss. Una vez más se afirma que se trata de un «catecismo de la facción romana», en el que todo «quedaba reservado a las decisiones de una comisión compuesta por miembros de la curia» (158159). Un vistazo a los nombres de los miembros de la comisión y de los colaboradores, como a los resultados de la consulta a escala mundial, muestra quién emite aquí juicios partidistas. Si Küng nos alecciona que la fe en el nacimiento virginal --que por esencia concierne al cuerpo-- es «medieval», entonces se pregunta uno dónde permanece la objetividad histórica. ¿Es que los Padres combatieron en balde contra el docetismo?
Hay que admitir, ciertamente, que en este ámbito no han faltado preguntas que nos teníamos que plantear una y otra vez en la comisión: ¿no es demasiado grande el proyecto de un Catecismo común para toda la Iglesia? ¿No se trata de un acto inadmisible de reducir a la uniformidad? Siempre de nuevo teníamos que oír la pregunta llena de reproches de si no se quería crear un nuevo instrumento de censura del trabajo teológico.
A este respecto hay que decir en primer lugar que, en una humanidad y una cristiandad que se fragmentan a pesar de toda la uniformidad técnica, no necesitan defenderse elementos de unidad. Los necesitamos de la forma más urgente. Cuando vemos que en no pocos países se desbarata la capacidad para la vida en común, para el consenso moral y con ello para el consenso civil, hay que preguntar: ¿por qué sucede eso? ¿Cómo podemos aprender de nuevo a estar unos con otros? Sin embargo, sólo encontrando unos fundamentos espirituales superaremos las divisiones y despertaremos la capacidad de aceptarnos recíprocamente. También en la Iglesia se da una tendencia separatista de facciones y grupos, que apenas pueden seguir reconociéndose corno miembros de la misma comunidad. La desintegración de la unidad eclesial y civil van de la mano.
Pero no es verdad que hoy ya no sea posible declarar en común lo común. El Catecismo no quiere transmitir opiniones de grupos, sino la fe eclesial, que no ha sido inventada por nosotros. Sólo tal unidad en lo básico y fundamental hace también posible una pluralidad viviente. Ya se está mostrando cómo el Catecismo provoca múltiples iniciativas y cómo da ambas cosas: una nueva comunidad y una nueva encarnación en diferentes mundos.
En lo que vengo diciendo se ponen delante importantes decisiones en cuanto al método del Catecismo como en cuanto a su aplicabilidad en la Iglesia. Pues de lo dicho se sigue, en primer lugar, que el Catecismo no ha de exponer la opinión privada de sus autores, sino que la comisión tenía que aplicarse a transmitir la fe de la Iglesia lo más exacta y cuidadosamente posible, en lo cual, claro está, la palabra «catecismo» incluye el cometido de la mediación: lo que la Iglesia cree debe decirse de tal forma que esta fe se haga accesible como presente, como palabra para nosotros.
Lograr reconciliar este doble cometido no era fácil. Nos hallábamos de nuevo ante una alternativa, por cuya resolución nos esforzamos largo tiempo. ¿Se debe proceder más «inductivamente», partir del hombre en el mundo de hoy y conducir hacia Dios, hacia Cristo, hacia la Iglesia y por tanto también construir el texto más «argumentativamente», por así decir, en un permanente diálogo sosegado con las preguntas de hoy, o se debe partir de la fe misma y desarrollarla desde su propia lógica, poniendo el acento más en dar testimonio que en argumentar?
La cuestión se vuelve en seguida totalmente práctica, si consideramos cómo se quiere comenzar el libro, a partir de qué punto querríamos encontrar la entrada. ¿No debe figurar al comienzo una descripción del contexto del mundo moderno, para que luego puedan abrirse ahí las puertas hacia Dios? De lo contrario no se origina demasiado fácilmente la sospecha de que nos movemos fuera de la realidad concreta en un mero complejo de ideas? Ambos posibles arranques se discutieron varias veces y se adoptaron y se retiraron una y otra vez las decisiones.
Pero finalmente nos pusimos de acuerdo en que los análisis del presente entrañan siempre algo arbitrario y dependen demasiado del punto de mira escogido; en que, además, no se da la situación mundial común: el contexto de un hombre que vive en Mozambique o Bangladesh (por poner unos ejemplos casuales), es totalmente distinto que el de un hombre que habita en Suiza o en los Estados Unidos. Además, vimos con qué rapidez cambian las situaciones sociales y los estados de conciencia. Se ha de entablar el diálogo con las respectivas mentalidades, pero esto pertenece precisamente a las tareas de las iglesias locales, tareas en las que se exige una gran pluralidad.
Con todo, el Catecismo no procede simplemente de forma deductiva, porque la historia de la fe es una realidad en nuestro mundo y ha generado su propia experiencia. El Catecismo parte de ella, presta luego atención, por así decir, al Señor y a su Iglesia y transmite la palabra así escuchada en su propia lógica y en su fuerza interna. Sin embargo, no está sencillamente «por encima del tiempo» y no quiere estarlo en absoluto. Únicamente evita vincularse demasiado a situaciones del momento, pues quiere realizar el servicio de la unificación no sólo sincrónicamente, en esta hora nuestra, sino también diacrónicamente, más allá de unas generaciones, como lo han hecho los grandes catecismos, particularmente los del siglo XVI.
3. El autor del Catecismo y su autoridad
En este punto se presenta la pregunta sobre la estructura adecuada del libro. Pero antes debemos considerar otras dos cuestiones, la relativa al carácter obligatorio de la obra y la relativa a la autoría.
Comencemos por la última. ¿Cómo debía nacer concretamente el libro?; ¿quién debía escribirlo? Entre los muchos problemas difíciles que se nos planteaban, éste era quizás el más difícil. La cosa era clara: éste tenía que ser realmente un libro «católico», y precisamente ya por el modo de la redacción. Pero también tenía que llegar a ser un libro legible y hasta cierto punto uniforme. La decisión fundamental se fijó rápidamente: el Catecismo no debía ser escrito por eruditos, sino por pastores, a partir de su experiencia de la Iglesia y del mundo, como libro de predicación. Correspondiendo a las tres partes que se preveían en un principio, se buscó y encontró un equipo de redacción compuesto por tres pares de Obispos: de la parte relativa a la confesión de fe debían ser responsables los obispos Estepa (España) y Maggiolini (Italia); de la parte de los sacramentos, Medina (Chile) y Karlic (Argentina); de la parte moral, Honoré (Francia) y Konstant (Inglaterra). Cuando se fijó que debía figurar una cuarta parte independiente sobre la oración, buscamos un representante de la teología oriental. Como no se logró contar con un obispo como autor, nos decidimos por J. Corbon, quien escribió el bello texto sobre la oración con que se concluye el Catecismo en el sitiado Beirut, en situaciones a menudo dramáticas, no rara vez en el sótano durante los bombardeos. Al arzobispo Levada, de los Estados Unidos, se le encargó que emprendiera los preparativos para un glosario.
Francamente, al comienzo me pareció aventurada la idea de que un equipo de autores tan ampliamente disperso por el mundo, los cuales, por añadidura, estaban muy ocupados dada su condición de obispos, pudiera llegar a realizar conjuntamente un libro. En primer lugar, no estaba ni siquiera claro en qué lengua debía redactarse la obra. El primer preproyecto que remitimos en 1987 a cuarenta consultores de todo el mundo estaba compuesto en latín. Pero resultó que un latín traducido de las lenguas modernas y a menudo deficiente, era una fuente de equívocos y con frecuencia, más que presentar las intenciones de los autores, las desfiguraba. En la reflexión común resultó que el francés era la lengua de trabajo en la que todos los autores podían expresarse pasablemente. No obstante, el texto propiamente oficial debía ser latino y así estar fuera de las lenguas nacionales actuales. Debía aparecer sólo después de los textos más importantes en las lenguas nacionales, y poder tomar ya en consideración lo que en la primera fase de recepción se manifestara en críticas fundadas, las cuales no pueden modificar la textura de la obra en su totalidad. Sobre la base de este texto final, cuya elaboración ha comenzado entre tanto, se revisarán luego los diferentes textos escritos en las lenguas nacionales.
Volvamos una vez más al tema de la redacción del Catecismo. Evidentemente, el trabajo sólo podía comenzar después de que la comisión de los doce nombrada por el Papa acertara con algunas decisiones de principio. A intervalos regulares, el texto debía ser presentado siempre de nuevo a la comisión, para que ésta lo examinara y lo aprobara; ésta tuvo que discutir y que decidir todos los grandes problemas que se planteaban en el curso de la redacción.
Esta colaboración entre la comisión y el comité de redacción dio muestras de ser extraordinariamente fructífera, pero también se comprobó que todavía faltaba un miembro intermedio: las piezas textuales individuales era estilísticamente y en cuanto a las ideas demasiado diferentes entre sí; se hizo necesaria una mano que ensamblara las distintas partes de este tapiz. Buscamos un secretario de redacción, que debía acompañar a los textos ya en su génesis y armonizarlos entre sí sin modificar su sustancia. A tal objeto conseguimos al entonces profesor en la universidad de Friburgo (Suiza) y actualmente obispo auxiliar de Viena, Christoph Schönborn, quien ha llevado a cabo con bravura el empeño, a menudo difícil, de mediar entre modos de pensar y formas estilísticas. Con todo, sigue siendo para mí una especie de milagro que en un proceso de redacción tan complicado se haya originado un libro legible, en lo esencial interiormente homogéneo y, a lo que creo, bello. Que entre espíritus tan diferentes como los que estaban representados en el comité de redacción y en la comisión siempre se alcanzara la unanimidad era para mí y para todos los participantes una formidable experiencia, en la que a menudo expresamente creímos percibir la mano superior que nos guiaba.
La comisión de los doce, el día 14 de febrero de 1992 --día de los santos Cirilo y Metodio--, aprobó el texto por unanimidad, lo que ciertamente no era nada evidente. Añadamos que al proyecto revisado del texto, proyecto que se envió en noviembre de 1989, respondieron más de mil obispos, cuyas más de 24.000 enmiendas fueron tenidas en cuenta, y así se podrá ver que este libro presenta un acontecimiento de la «colegialidad» de los obispos y que en él nos habla la voz de la Iglesia universal en toda su plenitud «como la voz de muchas aguas».
Con ello retornamos a la cuestión que ya hemos apuntado páginas atrás: la relativa a la autoridad del Catecismo. Para hallar la respuesta, examinemos en primer lugar, todavía algo más de cerca, la estructura jurídica del libro. Podríamos decir: de forma semejante al nuevo Código, también el Catecismo es de hecho una obra colegial; jurídicamente considerado es de derecho pontificio, es decir, ha sido entregado a la cristiandad por el Santo Padre en virtud de la potestad magisterial que le es propia. En este sentido, me parece que el nuevo Catecismo, visto desde su estructura jurídica, depara un buen ejemplo de un funcionamiento combinado del primado y la colegialidad, tal como corresponde al espíritu y a la letra del Concilio.
El Papa no habla por encima de los obispos. Más bien invita a sus hermanos en el ministerio episcopal a hacer resonar juntos la sinfonía de la fe. Él reúne el todo con su autoridad y lo cubre con ella. Esta autoridad no es algo impuesto desde fuera, sino que lleva el testimonio común a su validez concreta, pública.
Ello no quiere decir que el Catecismo sería una especie de nuevo superdogma, como querían imputarle sus adversarios, para poder hacerlo sospechoso de que constituye un peligro para la libertad de la teología. Qué significación posee el Catecismo de hecho para la enseñanza común en la Iglesia, se puede deducir de la Constitución apostólica Fidei Depositum con que el Papa, el 11 de octubre de 1992 --exactamente treinta años después de la apertura del Vaticano II--, lo ha promulgado: «Lo reconozco (al Catecismo) como un instrumento válido y autorizado al servicio de la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe» (núm. 4). Las enseñanzas particulares que el Catecismo expone no reciben ninguna otra autoridad que la que ya poseen. Es importante el Catecismo como totalidad: transmite lo que es enseñanza de la Iglesia; quien lo rechaza en su totalidad, se separa indudablemente de la fe y de la doctrina de la Iglesia.
4. Estructura y contenido
a) La estructura
También en la cuestión relativa a la estructura y al contenido de la obra partimos de nuevo de la historia de su génesis. Después de que la comisión se había decidido sobre los destinatarios y el método, tenía que aclararse como debía ser estructurado el libro. Hubo diversas ideas. Unos eran de la opinión de que el Catecismo debía ser desarrollado en una concepción cristocéntrica, otros pensaban que la visión cristocéntrica debía ser rebasada en una visión teocéntrica. Finalmente se ofreció la idea del reino de Dios como ideaguía unificadora.
En un debate nada fácil llegamos a comprender que el Catecismo no debía presentar la fe como sistema y a partir de una idea de sistema. Por lo demás, la mejor estructura de la catequesis debe ser hallada en las respectivas circunstancias concretas y no se ha de establecer para toda la Iglesia a través del Catecismo común. Teníamos que hacer algo mucho más sencillo: preparar los elementos esenciales que cabe considerar como condiciones para la admisión al bautismo, a la comunión de vida de los cristianos.
Cada musulmán sabe lo que pertenece esencialmente a su religión: la fe en un solo Dios, en sus profetas, en el Corán; la ley del ayuno y la peregrinación a la Meca. ¿Qué es lo que distingue propiamente a un cristiano? El antiguo catecumenado cristiano agrupó los elementos fundamentales a partir de la Escritura: son la fe, los sacramentos, los mandamientos, el Padre Nuestro. Correspondientemente, se tenía la traditio y la redditio symboli, la entrega de la confesión de fe y más adelante su devolución por medio del candidato al bautismo; el aprendizaje del Padre Nuestro; la instrucción moral y la catequesis mistagógica, es decir, la introducción en la vida sacramental.
Todo esto suena quizá a algo exterior, pero conduce a la profundidad de lo esencial: para ser cristiano, hay que aprender a creer; hay que aprender la manera cristiana de vivir, por así decir, el estilo cristiano de vida; hay que poder orar como cristiano y finalmente hay que familiarizarse con los misterios, con el culto de la Iglesia. Todas estas cuatro partes forman un íntimo conjunto: la introducción en la fe no es mediación de una teoría, como si la fe fuera una especie de filosofía, «platonismo para el pueblo», como se ha dicho despectivamente; la confesión de fe es sólo el despliegue de la fórmula bautismal. La introducción en la fe es así ella misma «mistagogia», introducción en el bautismo, en el proceso de conversión, en el que no somos sólo nosotros los que obramos, sino que dejamos a Dios obrar en nosotros. Así, la explicación de la confesión está íntimamente vinculada con la catequesis litúrgica, con el acceso a la comunidad cultual. Pero llegar a ser «capaz para la liturgia» quiere decir también aprender a orar, y aprender a orar quiere decir aprender a vivir, incluye la cuestión moral.
Así, en el curso de nuestras conversaciones, la división en cuatro partes del Catecismo de Trento --confesión de fe, sacramentos, mandamientos, oración-- mostró ser, hoy como antes, la vía más adecuada para un Catechismus maior; esta división posibilita también al usuario del libro, a la mayor brevedad, orientarse rápidamente y encontrar las materias particulares que busca. Para sorpresa nuestra resultó que en esta aparente yuxtaposición de piezas hay que reconocer absolutamente algo así como un «sistema». Se presenta sucesivamente lo que la Iglesia cree, lo que celebra, lo que vive, cómo ora.
Se hizo la propuesta de que con estos títulos se engarzaran las partes singulares entre sí y de esta forma se pusiera de relieve la unidad interna del libro. Pero al final rechazarnos esta idea evidente por dos motivos: de ahí se originaría una especie de eclesiocentrismo, que es completamente ajeno al Catecismo. Semejante eclesiocentrismo --y éste es el segundo reparo-- conduce fácilmente a una especie de relativismo y subjetivismo de la fe: se presenta sólo la conciencia eclesial, pero permanece abierta la pregunta acerca de si esta conciencia alcanza la realidad. Muchos libros de religión no se atreven ya de hecho a decir: «Cristo ha resucitado»; sólo dicen: «La comunidad experimentó a Cristo como resucitado». La pregunta por la verdad de esta experiencia permanece abierta. Con tal eclesiocentrismo demasiado extendido se ha sucumbido en el fondo al esquema mental del idealismo alemán: todo se mueve sólo en el interior de la conciencia; en este caso, de la conciencia de la Iglesia (la Iglesia cree, celebra, etc.). Por el contrario, el Catecismo quería y quiere decir con toda franqueza: «Cristo ha resucitado». Confiesa la fe como realidad, no meramente como contenido de conciencia de los cristianos.
b) Estructura de la primera parte
Tras haberse determinado la estructura del Catecismo a grandes trazos, quedaban todavía en pie cuestiones importantes sobre la forma concreta, que concernían sobre todo a las partes primera y tercera. En lo que sigue querría limitarme a las decisiones fundamentales relativas a estas dos partes.
La parte primera tiene que explicar la confesión de fe. ¿Qué confesión? La tradición catequética de Occidente ha empleado para ello, desde hace mucho tiempo y con gran naturalidad, la confesión bautismal de la Iglesia de Roma, que en cuanto «confesión apostólica de fe» se ha convertido también en una oración fundamental de la cristiandad occidental. Pero se oponía un reparo: el Apostolicum es un símbolo latino, mientras que el Catecismo pertenece a la Iglesia católica entera, la de Occidente y la de Oriente. Así que era muy natural atenerse al símbolo llamado nicenoconstantinopolitano, como ha hecho, por ejemplo, el Catecismo alemán para adultos.
Pero el conocimiento de la peculiaridad de cada tipo de símbolos nos hizo desistir de esta idea. Pues en el niceno se trata de una confesión conciliar; por tanto, de un Credo de obispos, que luego se convirtió también en el Credo de la comunidad congregada para la Eucaristía. Por consiguiente, presupone ya la catequesis y la desarrolla ulteriormente.
La catequesis como tal siempre se ha atenido a los símbolos bautismales, por ser, según su esencia, introducción al bautismo o ejercitación en la existencia del bautizado. Los símbolos bautismales son ciertamente, en oposición a la gran confesión conciliar, diferentes según los lugares. Por lo tanto se debe escoger una confesión eclesial local. Sin embargo, estas confesiones están también, en su estructura esencial, tan cerca unas de otras que la decisión a favor del símbolo romano --el Apostolicum-- no significa una opción unilateral a favor de la tradición occidental, sino que abre por entero la puerta a la tradición común de fe de toda la Iglesia.
Este carácter universal del símbolo aparece luego con toda evidencia si se repara en su estructura esencial, puesta particularmente de manifiesto por Henri de Lubac de forma penetrante. La división en doce artículos, correspondiente al número de los doce apóstoles, es ciertamente antigua; sin embargo, está subordinada a la estructura ternaria originaria, que procede de la fórmula trinitaria del bautismo: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». El símbolo bautismal es esencialmente una confesión del Dios viviente, del Dios uno en tres personas. Ésta es la división primordial, que al mismo tiempo descubre la esencia simple de la fe, la cual es siempre y en todas partes la misma: creemos en el Dios viviente, que como Padre, Hijo y Espíritu Santo es un Dios único. Él se nos ha donado en la encarnación del Hijo y permanece continuamente cerca de nosotros mediante el envío del Espíritu Santo. Ser cristiano quiere decir creer en este Dios viviente y manifiesto. Todo lo demás es desarrollo. De esta forma el Catecismo muestra ya, a partir de su estructura, la jerarquía de verdades de que ha hablado el Vaticano II.
c) Cuestiones fundamentales de la tercera parte
Añadamos todavía brevemente unas indicaciones relativas a la tercera parte, que trata de la moral. Era la más discutida y planteó, por muchos motivos, la tarea más difícil para la confección del Catecismo. Desde la tradición era muy natural escoger el esquema de los diez mandamientos. Contra semejante estructura de la catequesis moral, se objeta hoy que este orden veterotestamentario resulta anticuado para el cristiano; no puede mostrar el camino de la existencia cristiana.
Semejantes afirmaciones en modo alguno pueden apoyarse en el Nuevo Testamento. El decálogo sirve de base al sermón del monte, y el apóstol Pablo, por ejemplo en Rm 13, 810, lo presupone como forma fundamental de la instrucción moral. Siempre de nuevo se identifica a los diez mandamientos, falsamente también, con la «Ley», de la que hemos sido liberados por medio de Cristo --como nos enseña Pablo--. Pero la «Ley» de que habla Pablo es la Torá, la Torá en su integridad, que Cristo ha llevado a la cruz y ha «cancelado» en la cruz; la instrucción moral del decálogo mantiene su plena validez en el nuevo contexto vital de la gracia.
Desde el Nuevo Testamento aparecen los diez mandamientos como palabra viviente, que crece en la historia del pueblo de Dios, se abre en ella continuamente en su verdadera profundidad y finalmente alcanza su plena razón de ser en la palabra y en la persona de Jesucristo. Pero lo mismo que nosotros comprendemos de forma nueva el misterio de Cristo en cada período de la historia y hallamos en él auténtica novedad, así también la explicación y la comprensión de los mandamientos nunca ha llegado a su término. A partir de tal comprensión históricosalvífica y cristológica de los mandamientos pudimos tomar el partido de la tradición catequética, que ha encontrado en ellos siempre de nuevo la orientación para la conciencia cristiana.
Para exponer esta comprensión apropiada y dinámica de los mandamientos, tuvimos que colocarlos claramente en el contexto cristiano en que los leen el Nuevo Testamento y la gran tradición: el sermón del monte, los dones del Espíritu Santo y la doctrina sobre las virtudes tuvieron que encuadrar la presentación de los mandamientos y, por así decir, dar la entonación correcta. Más aún: la cuestión acerca de dónde debía encontrar su lugar la doctrina del pecado y la justificación, de la ley y el evangelio, la decidimos, después de múltiples discusiones, en el sentido de que tenía su lugar adecuado precisamente en esta tercera parte del Catecismo. Pues así resulta del todo patente que la moral cristiana se halla en el ámbito de la gracia, que nos precede, y que nos alcanza y sobrepasa como perdón siempre de nuevo.
Esta cohesión interior debe tenerse continuamente presente en la lectura de cada uno de los fragmentos de la parte moral. Sólo así puede entenderse correctamente.
En la teología moral se libra hoy una lucha dramática en torno a la clarificación de sus propios fundamentos; la cuestión relativa a la relación entre revelación y razón y la referente a la relación entre razón y ser (naturaleza) se debaten con ardor.
No era cometido del Catecismo intervenir en puntos litigiosos de teología. Él podía presuponer las grandes decisiones fundamentales de la fe. Nos adecuamos al ser en cuanto que nos conformamos con Cristo, y nos conformamos con Cristo en la medida en que nos volvemos personas que aman junto con Él. El seguimiento de Cristo y la comprensión de todos los deberes particulares desde el mandamiento del amor van emparejados; ambos, por otra parte, son inseparables de la correspondencia a la oculta y sin embargo perceptible palabra de la creación. Lo mismo que creación y redención, mensaje del ser y mensaje de la revelación corren parejos, también corren parejos razón y fe, ser y razón.
En la medida en que el Catecismo recurre a la categoría «naturaleza», dicha categoría se ha de comprender en este sentido. El Catecismo no conoce ningún naturalismo, tal como lo expresó por ejemplo Ulpiano (+ 228 d.C.) con su conocida proposición: «Es natural lo que enseña la naturaleza a todos los seres vivos». Para el Catecismo, la razón pertenece a la naturaleza humana; le es «natural» al hombre lo que es conforme a su razón, y es conforme a su razón lo que le abre a Dios. De esta suerte, el mero mecanismo fisiológico no puede definir la «naturaleza» y ser norma de lo moral, sino el conocimiento, mediado por la razón, que tiene de sí el ser humano, a quien pertenecen como unidad indisoluble el cuerpo y el alma.
A la inversa, el Catecismo no conoce ciertamente ninguna razón que se baste a sí misma, «autónoma», menos aún una razón para la que la barrera entre la razón y el ser, la razón y el Logos de Dios sea impenetrable, de forma que el hombre pudiera y debiera determinar sólo por su propia cuenta lo que ha de valer como moral.
El Catecismo, junto con la tradición, sabe del debilitamiento de la razón embotada por el pecado; pero también sabe de su capacidad no perdida para percibir al Creador y la creación. Esta capacidad es renovada por el encuentro con Cristo, quien como Logos de Dios no deroga la razón, antes la conduce de nuevo a sí misma. En este sentido, el Catecismo está marcado precisamente también en su parte moral por el optimismo de los redimidos.
Querría concluir con una pequeña historia. A un obispo entrado en años, muy respetado por su saber, se le mostró una de las últimas redacciones del Catecismo antes de la publicación, para que emitiera un juicio sobre el mismo. Él devolvió el manuscrito con una expresión de alegría. «Sí --dijo--, ésta es la fe de mi madre». Le hacía feliz que la fe que había aprendido de niño y que había sido su apoyo a lo largo de la vida hablara aquí con su riqueza y su belleza, pero también con su sencillez y su identidad indestructible. Es la fe de mi madre: la fe de nuestra madre, la Iglesia. A esta fe nos invita el Catecismo.
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