Filiación divina e intimidad con Dios
Javier Sesé
Diálogos Almudí, 1999
I. AMOR Y PATERNIDAD DE DIOS
Hay dos realidades divinas, estrechamente unidas, que Juan Pablo II nos presenta particularmente a nuestra consideración y a nuestra vida en este último año de preparación del jubileo (1). Las podemos expresar con palabras del apóstol San Juan, en su primera epístola: «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8); «Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos!» (1 Jn 3, 1). Dios es mi Padre y me ama como tal. Más aún, su misma esencia es amar; de forma que nadie puede amar como Él; y ese amor infinito y paternal no lo reserva para la intimidad de su vida trinitaria, sino que lo vuelca en cada uno de nosotros como verdaderos hijos suyos.
En efecto, el mismo San Juan nos ayuda a comprender mejor qué significa y cómo se manifiesta el amor paternal de Dios por nosotros: «En esto se demostró entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó, y envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 9-10).
Es el mismo Amor con el que Dios Padre ama a su Hijo, en la intimidad de la vida intratrinitaria (Amor paterno-filial, que es una Persona divina: el Espíritu Santo), aquél con el que Dios nos ama; y lo demuestra precisamente dándonos a su Hijo. También dándonos a su Espíritu, como hemos meditado a fondo en el año que acaba de terminar; pero ahora la Iglesia nos invita, por decirlo así, a cerrar el ciclo trinitario: en Jesucristo y en el Espíritu Santo descubrimos de verdad lo que significa que Dios sea Padre; y sobre todo, que sea un Padre profunda e íntimamente enamorado de sus hijos; de cada hijo -de mí-, porque es muy importante comprender que el Amor de Dios es singular y personal con cada uno, como si cada uno fuera su único hijo, porque nos hace partícipes en la filiación de Jesucristo, el Unigénito bien Amado. El número no cuenta para la infinita capacidad del Amor paternal divino. Más aún, nuestro Padre Dios no sólo ama a cada uno con todo ese Amor que es su misma esencia, sino a cada uno como es, con su personalidad propia, recibida singularmente de Él como Padre, en la creación natural y en la recreación sobrenatural.
Por otra parte, en el último texto citado, San Juan habla expresamente del sacrificio de Jesucristo como la gran prueba de ese amor paternal de Dios por nosotros. No podemos detenernos aquí en este aspecto, central por lo demás en nuestra fe y en la vida espiritual de cada uno; pero sí quiero subrayar, al menos, que la meditación del misterio de la Cruz no sólo nos ayuda a valorar el amor divino-humano del propio Jesucristo por nosotros, sino también el amor de su Padre en cuanto Padre suyo y nuestro, y el del Espíritu Santo, que los dos nos envían como artífice personal en cada cristiano de esa obra redentora que arranca de la Cruz.
Así presenta ese amor trinitario por nosotros el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que profundizó particularmente, en su experiencia personal y en su enseñanza, en la realidad y el sentido de la filiación divina: «El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestro corazones» (2).
II. INTIMIDAD MATERNO-FILIAL CON DIOS
Lo dicho hasta aquí es ya muy importante, pero en estas páginas deseo sobre todo subrayar algo más: la estrecha intimidad en que Dios quiere vivir ese amor paternal y maternal con cada uno de nosotros, en la medida en que libremente le dejemos entrar en nuestra alma. Y digo paternal y maternal, porque en Dios se da, en efecto, multiplicado hasta el infinito, todo lo bueno del amor de una madre y de un padre humanos; sin mezcla, además, de ninguna de las limitaciones e imperfecciones que se pueden presentar en el amor humano.
Sabemos bien que no tiene ningún sentido hablar de sexo en Dios (el uso más habitual de la palabra Padre, y no de Madre, no conlleva ninguna connotación sexual); y conocemos la dificultad de expresar con palabras y conceptos humanos el misterio divino. Por eso, el recurso a la analogía con el amor paternal y maternal nos ayuda, al menos, a intuir algo de lo que significa esa intimidad de amor entre el alma cristiana y Dios; pero quedando en la oscuridad del misterio mucho más de lo que se nos desvela; lo cual, a su vez, nos permite redescubrir continuamente las maravillas del amor divino y soñar con algo todavía mucho mayor: «Queridísimos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).
Con las limitaciones señaladas, me parece oportuno en este punto subrayar tanto la analogía maternal como la paternal, pues, cuando la misma Escritura quiere expresar lo más íntimo y tierno de ese amor divino, recurre precisamente al vocabulario femenino: «Sus niños de pecho en brazos serán llevados y sobre las rodillas serán acariciados. Como uno a quien su madre le consuela, así yo os consolaré» (Is 66, 12-13); «¿acaso olvida una madre a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella llegase a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 15). Muy significativo de esa intimidad que queremos subrayar es el hecho de que el Señor hable no sólo de la relación materno-filial, sino de la unión entre una madre y su hijo recién nacido: en los momentos en que esa intimidad es todavía mayor si cabe; un tiempo en el que, por una parte, el hijo necesita completamente a su madre, y por otra, la ternura de la madre hacia él se muestra con mayor intensidad, y con mayor sensibilidad también.
En esta forma de tratarnos íntimamente, Dios realiza un misterioso pero verdadero acto, no sólo de amor, sino también de humildad y de entrega respecto a nosotros: quizá precisamente, porque no se pueden separar esas tres realidades: amor, entrega y humildad (3). Así lo expresa San Juan de la Cruz, comentando uno de los textos citados del profeta Isaías: «Comunícase Dios en esta interior unión al alma con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a su hijo, ni amor de hermano ni amistad de amigo que se le compare. Porque aún llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma -¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración!-, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuese su siervo y ella fuese su señor; y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios! Porque Él en esta comunicación de amor en alguna manera ejercita aquel servicio que dice Él en el Evangelio que hará a sus escogidos en el cielo, es a saber, que, 'ciñéndose, pasando de uno en otro, los servirá' (Lc 12, 37). Y así, aquí está empleado en regalar y acariciar al alma como la madre en servir y regalar a su niño, criándole a sus mismos pechos; en lo cual conoce el alma la verdad del dicho de Isaías que dice: 'A los pechos de Dios seréis llevados y sobre sus rodillas seréis regalados' (Is 66, 12)» (4).
Con estos rasgos de intimidad y ternura, audaces pero verdaderos, se nos presenta el amor paterno-maternal de Dios por nosotros. Pero si Dios es verdaderamente Padre, nosotros somos verdaderamente hijos; y si Él muestra su cariño con esa ternura e intimidad, la respuesta filial de un hijo de tal Padre debe mostrar los mismos acentos afectivos; aunque desde la perspectiva del hijo. Es decir: intimidad grande, sí; pero Él es el Padre, y yo soy el hijo o la hija; y no al revés (5). En particular, si al Señor le gusta especialmente amarnos como una madre a su hijo recién nacido -porque eso es lo que somos-, es lógico que nos invite a su vez a responder a ese amor como niños, como hijos pequeños (6).
Bella y claramente lo expresa San Francisco de Sales: «'Si no os hacéis sencillos como niños, no entraréis en el reino de mi Padre (Mt 10, 16)'. En tanto que el niño es pequeñito, se conserva en gran sencillez; conoce sólo a su madre; tiene un solo amor, su madre; una única aspiración, el regazo de su madre; no desea otra cosa que recostarse en tan amable descanso. El alma completamente sencilla sólo tiene un amor, Dios; y en este único amor, una sola aspiración, reposar en el pecho del Padre celestial, y aquí establecer su descanso, como hijo amoroso, dejando completamente todo cuidado a Él, no mirando a otra cosa sino a permanecer en esta santa confianza» (7). Nuestra respuesta a la ternura maternal de Dios debe presentar, pues, los rasgos de sencillez, confianza y abandono filial característicos del hijo pequeño.
III. INTIMIDAD Y OSADÍA DEL AMOR FILIAL
Retomando una idea apuntada al principio, podemos afirmar que la Encarnación del Hijo de Dios, Verbo e Imagen del Padre, acentúa esos rasgos de intimidad y ternura del amor divino por cada uno de nosotros; porque en el amor humano de Jesús -con corazón humano, con alma humana, con sensibilidad humana; plenamente humano, sin dejar de ser divino-, no sólo encontramos su amor, sino también el del Padre. El amor paterno-maternal de Dios, en toda su infinitud divina, se hace también humano, plenamente humano, en Cristo; de forma que cada uno de nosotros puede sentir en todo su ser humano, desde el fondo del alma hasta los sentidos corporales, toda la fuerza divina del amor de Dios. No olvidemos, en particular, los rasgos del amor entre Jesús y San Juan evangelista que nos presenta la Escritura: el trato personal concreto entre ambos, unido a la doctrina con que hemos iniciado esta reflexión; rasgos cargados de contenido humano -incluso sensible-, pero, al mismo tiempo, de una penetración profundísima en el misterio de la intimidad entre Dios Padre y su Hijo unigénito.
Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, a través de sus respectivas misiones en la Iglesia y en nuestras almas, nos abren, en efecto, los secretos de la intimidad trinitaria y nos introducen real y vitalmente en ella; particularmente en el amor paternal de Dios, hasta el punto de que podemos tratarle filialmente incluso con las mismas palabras con que Jesús le trata. Él mismo, en efecto, nos ha enseñado a rezar el «Padre nuestro».
Aunque haya una diferencia clara entre la filiación natural de Jesucristo y nuestra filiación adoptiva, ésta es tan verdadera como aquélla, precisamente porque es participación en la filiación de Jesús (no sólo es un nombre, nos ha dicho San Juan: «¡lo somos!»). Por tanto, podemos usar con Dios hasta la forma más íntima, más tierna, más cariñosa de dirigirse un hijo a su Padre, la misma que usa continuamente Jesús en su oración. Más aún, es el mismo Espíritu Santo el que nos está invitando y moviendo a hacerlo así: «Porque los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. En efecto, no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor, sino que recibisteis un espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abbá, Padre! Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8, 14-16); «Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo» (Gal 4, 6-7).
En respuesta al amor paternal divino, por tanto, el hijo de Dios manifiesta su actitud filial particularmente en su oración, en su forma de hablar con Dios, de tratarle. Así lo enseña con frecuencia el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: «Descansa en la filiación divina. Dios es un Padre -¡tu Padre!- lleno de ternura, de infinito amor. Llámale Padre muchas veces, y dile -a solas- que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo» (8).
De esta intimidad de trato y de esta confianza filial, brota también la audacia, la osadía. Dios Padre, personalmente y a través de su Hijo y su Espíritu, nos ha mostrado un amor audaz, osado: la «locura» de la Cruz, sin ir más lejos. De hecho, en la enseñanza del Beato Josemaría, a la que acabamos de hacer referencia, no se puede separar el sentido de la filiación divina de la identificación con Cristo en la Cruz: «Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón -lo veo con más claridad que nunca- es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y por eso, ser hijo de Dios» (9).
El hijo, el buen hijo, por tanto, no puede quedarse corto en su respuesta. En particular, no debe ni puede contenerse en sus manifestaciones de cariño hacia el mismo Señor. Gráficamente lo enseñó Santa Teresa del Niño Jesús cuando, al mostrarle una estampa que representaba a Jesucristo con dos niños, el más pequeño de los cuales estaba sobre sus rodillas y el otro a sus pies besándole la mano, comentó: «Yo soy ese pequeñito que se ha subido al regazo de Jesús, que estira tan graciosamente su piernecita, que levanta la cabecita y le acaricia sin temor. El otro pequeño no me gusta tanto. Se comporta como una persona mayor; le han dicho algo…, sabe que hay que tratar con respeto a Jesús» (10).
Es decir, no basta con ser hijo de Dios, hay que comportarse como tal; no basta con ser niño, hay que comportarse como niño. El niño es audaz en su trato, audaz en sus deseos, audaz en su forma de proponérselos y de buscarlos. Oigamos de nuevo al Beato Josemaría: «Ser pequeño: las grandes audacias son siempre de los niños. ¿Quién pide... la luna? ¿Quién no repara en peligros para conseguir su deseo?» (11). Es la respuesta que Dios mismo espera a su audacia enamorada mostrada en la Encarnación, en la Cruz, en la Sagrada Eucaristía,... y en su Misericordia.
IV. LA MISERICORDIA PATERNAL DE DIOS
Precisamente la Misericordia divina es uno de los rasgos más significativos del amor paternal de Dios, y uno de los puntos principales que el Papa nos invita a meditar y a «disfrutar», podríamos decir, en este año 1999. La conmovedora parábola del hijo pródigo viene a ser la expresión cumbre de esa misericordia paternal, mostrada continuamente en el Evangelio a través de la actitud de Jesucristo hacia los pecadores, y hecha presente una y otra vez en la historia de la Iglesia y en la vida de cada cristiano por medio del sacramento de la Penitencia (12).
Una vez más, conviene repetir el argumento: a la actitud paterno-maternal que Dios nos muestra en su misericordia -entrañable, íntima, cariñosa, entregada-, debe responder una verdadera actitud filial, para que el perdón de Dios se pueda volcar en el alma con toda su fuerza y eficacia, y con toda su «paternidad». De nuevo, nos puede ayudar a entenderlo -y a practicarlo- la enseñanza viva y gráfica de la última doctora de la Iglesia: «Fíjate en un niñito que acaba de disgustar a su madre montando en cólera o desobedeciéndola: si se mete en un rincón con aire enfurruñado y grita por miedo a ser castigado, lo más seguro es que su mamá no le perdonará su falta; pero si va a tenderle sus bracitos sonriendo y diciéndole: 'Dame un beso, no lo volveré a hacer', ¿no lo estrechará su madre tiernamente contra su corazón, y olvidará sus travesuras infantiles...? Sin embargo, ella sabe muy bien que su pequeño volverá a las andadas en la primera ocasión; pero no importa: si vuelve a ganarla otra vez por el corazón, nunca será castigado...» (11).
Para responder así a la misericordia divina, y poder por tanto «aprovecharse» plenamente del cariño paterno-maternal de Dios, es muy importante dejarse deslumbrar, entusiasmar con esas manifestaciones de amor divino, como vemos que hacen los santos. No es tanto un problema de reflexión teórica sobre lo que significa la misericordia de Dios, sino de experimentarla de forma viva; y se experimenta cuando el alma se abre sin complejos a esa realidad, que nuestro Padre Dios no deja de ofrecer continuamente a cualquier hija e hijo suyo. Así, por ejemplo, abría su corazón y se dejaba arrebatar con toda sencillez Santa Teresa de Jesús:
«¡Oh, Jesús mío! ¡Qué es ver un alma que ha llegado aquí caída en un pecado, cuando Vos por vuestra misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del Cielo para que os aplaque; aquí invoca los santos que cayeron después de haberlos Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo que le dais, porque ve no merece la tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejaste tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan, sino que del todo las quitan. Espántanse de esto. Y ¿quién, Señor de mi alma, no se ha de espantar de misericordia tan grande y merced tan crecida a traición tan fea y abominable?; que no sé cómo no se me parte el corazón cuando esto escribo, porque soy ruin» (13).
Permítaseme aprovechar la ocasión de esta cita para subrayar algo que me parece muy importante: lo que ha hecho grande a Santa Teresa, y a cualquier otra santa o santo, es precisamente esa forma humilde, sencilla, íntima, enamorada, ardiente, de tratar al Señor, porque se dejan conmover por el amor divino; y esta actitud es perfectamente asequible a cualquier ser humano, porque para cualquier hombre o mujer Dios es así de Padre, así de misericordioso; la Virgen, así de Madre; los sacramentos, así de eficaces; etc. No nos debemos dejar anonadar por sucesos puntuales de la vida de algunos santos, como, por ejemplo, la transverberación de la propia Santa Teresa; porque precisamente ese hecho extraordinario no es sino un signo -para ella y para nosotros- de lo que significa realmente abrir el corazón a Dios y dejarse «herir» de amor. Santa Teresa no fue santa porque un ángel le clavara una saeta encendida en el corazón, sino porque permitió que Dios incendiara su corazón con el amor divino, el mismo amor que está llamando a la puerta de cada uno de nuestros corazones; mientras el ángel, la saeta y el cuerpo en éxtasis de la santa nos quedan como un recordatorio gráfico de lo que real, pero espiritualmente, debe ocurrir en el fondo de nuestra alma.
Insistamos todavía un poco más en las grandezas de la misericordia paternal de Dios, con palabras ahora de Santa Catalina de Siena, que, repasando toda la actividad misericordiosa divina, tampoco se puede contener al descubrir y sentir a fondo esas maravillas, y se expresa así en su impresionante e íntimo diálogo con Dios Padre:
«¡Oh misericordia eterna, que ocultas los defectos de tus criaturas! No me maravillo que digas a los que se apartan del pecado y vuelven a ti: 'No me acordaré de que alguna vez me has ofendido' (Ez 18, 21-22). ¡Oh misericordia inefable! No me maravillo que digas esto a los que salen del pecado, cuando dices de los que te persiguen: 'Quiero que oréis por ellos, para que yo les otorgue misericordia'. ¡Oh misericordia, que procede de tu divinidad, Padre eterno, y que gobierna con tu poder el mundo entero! En tu misericordia fuimos creados, en tu misericordia fuimos creados de nuevo por la sangre de tu Hijo; tu misericordia nos conserva; tu misericordia hizo que tu Hijo usara sus brazos en el madero de la cruz para la lucha de la muerte con la vida y de la vida con la muerte (...).
Tu misericordia da vida, da luz para conocer tu clemencia para con toda criatura: con los justos y con los pecadores. En las alturas del cielo brilla tu misericordia, esto es, en tus santos. Si fijo mi mirada en la tierra, la veo rebosar de tu misericordia. En las tinieblas del infierno brilla tu misericordia al no imponer a los condenados tantas penas como se merecen. Con tu misericordia mitigas la justicia; por ella nos has purificado en la sangre; por misericordia quisiste trato con las criaturas. ¡Oh loco de amor! ¿No te contentaste con tomar la carne humana, que hasta quisiste morir? ¿No fue suficiente la muerte, que hasta bajaste al infierno, liberando a los santos padres para cumplir la verdad y misericordia con ellos? (...).
Veo que la misericordia te obliga a dar aún más al hombre, o sea, quedándote como comida, para que nosotros, débiles, tuviéramos alimento, y para que los ignorantes, desmemoriados, no perdieran el recuerdo de tus beneficios. Por esto se lo das al hombre todos los días, haciéndote presente en el sacramento del altar, dentro del cuerpo místico de la santa Iglesia. ¿Quién ha sido la causa de esto? Tu misericordia.
¡Oh misericordia! El corazón se sofoca pensando en ti, pues dondequiera que intente fijar mi pensamiento no encuentro más que misericordia. ¡Oh Padre eterno!, perdona mi ignorancia, pero el amor a tu misericordia me excusa ante tu benevolencia» (15).
Aprovechando esta expresiva muestra de lo que significa comprender la misericordia de Dios y dejarse conducir por ella, resulta significativo recordar también las expresiones de cariño paterno-divino, recogidas en el mismo Diálogo de la Santa sienense, salidas continuamente de la boca de Dios Padre: «¡Oh hija queridísima!»; «¡Oh dilectísima y queridísima hija!»; «¡dulcísima hija mía!»,...
Volvemos, pues, con estas expresiones, al principio de nuestra reflexión. De hecho, hay una relación estrechísima entre el amor que Dios nos tiene y nos manifiesta, y aquél que nosotros le tenemos y le manifestamos, pues «la caridad es una participación en la caridad infinita que es el Espíritu Santo» (16); amamos a Dios, porque participamos en el mismo amor que Dios Padre tiene por su Hijo, del cual procede el Espíritu Santo; es decir, participamos en lo más íntimo de Dios: Él mismo quiere abrirnos su intimidad, introducirnos en ella, que vivamos de ella, como hijos queridísimos, «dulcísimos» siempre para Él, a pesar de nuestras miserias, que su Misericordia se apresta continuamente a limpiar y perdonar.
Notas
(1) Cfr. Juan Pablo II, carta apostólica Tertio millenio adveniente, nn. 49-50.
(2) Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 84.
(3) Esa relación me parece una de las cuestiones clave de la Teología espiritual, aunque no es éste el momento de desarrollarla.
(4) San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canción 27, 1.
(5) Como expresión piadosa, cabe la posibilidad de tratar a Dios como «hijo mío», sobre todo a Jesucristo; pero esa forma de expresarse -no frecuente, pero sí existente en la piedad de algunos santos- no responde a una realidad teológica de fondo del mismo nivel que la filiación divina: por el bautismo, en efecto, somos hechos hijos de Dios, en sentido real no metafórico; en cambio no somos hechos padres de Dios.
(6) En sentido estricto o literal no es lo mismo ser hijo de Dios que ser hijo pequeño de Dios; pero desde el punto de vista de la experiencia espiritual resulta difícil separar ambas realidades (filiación divina e infancia espiritual), ya que una auténtica relación con Dios siempre conlleva la humildad, y por tanto la conciencia del abismo que separa al cristiano de Dios, la necesidad absoluta que tenemos de Él, la confianza y el abandono, etc. De todas formas ésta es una cuestión que merece ser estudiada con mayor profundidad, más allá de la modesta reflexión propia de este artículo.
(7) San Francisco de Sales, Conversaciones espirituales, n.16, 7.
(8) Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Forja, n.331.
(9) Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Meditación 29-IV-1963: Registro Histórico del Fundador, n. 20119, p. 13, citado por Álvaro del Portillo en VV. AA. Santidad y mundo. Estudios en torno a las enseñanzas del Beato Josemaría Escrivá, Pamplona 1996, p. 286. Las pp. 284-288 de este artículo del primer sucesor del Beato Josemaría desarrollan con más detalle las ideas que se apuntan aquí.
(10) Santa Teresa del Niño Jesús, Últimas conversaciones, Cuaderno amarillo, 5.7.3.
(11) Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, n.857.
(12) Cfr. Juan Pablo II, carta apostólica Tertio millenio adveniente, n.50.
(13) Santa Teresa del Niño Jesús, Cartas, n. 191, 12 de julio de 1896, a Leonia; cfr. también n. 258, 18 de julio de 1897, al abate Bellière. Los subrayados son siempre de la propia santa, que utiliza con frecuencia e intención ese recurso gráfico.
(14) Santa Teresa de Jesús, Vida, c. 19, 5.
(15) Santa Catalina de Siena, El Diálogo, c. 30.
(16) Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 24, a. 7.
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