Esposa del Espíritu Santo, Eunsa, Pamplona 1998 Capítulo 6
No sabemos cuánto tiempo permanecieron en Belén María y José con Jesús tras la Presentación en el Templo. Tan pronto como pudieron dejaron el establo para habitar una casa, una vez que fue cediendo la aglomeración provocada por el empadronamiento en la ciudad de David. Allí María, como ya vimos, contempló la llegada de los Magos y escuchó de sus labios el impresionante relato de la aparición de una estrella que les mostró el camino para llegar a adorar al nacido rey de los judíos. El prólogo de la vida oculta en Nazaret lo constituye el episodio narrado por san Mateo de la huida a Egipto de la Sagrada Familia. Tras la visita a Belén de los Magos, «habiendo recibido en sueños aviso de no volver a Herodes, regresaron a su país por otro camino» (Mt 2,12).
Las emociones se agolpaban en el corazón de María. Posiblemente aquella noche no pudo conciliar el sueño pensando --¡asombrada y agradecida!--, en los admirables designios de Dios; conmovida por la fe y buena voluntad de aquellos misteriosos personajes venidos desde tan lejos; y dichosa de ver cómo honraron y adoraron a su Hijo. No era un sueño, sino una bendita realidad. Sin embargo, poco después el sueño de la Virgen fue inesperadamente interrumpido por José cuando la comunica la necesidad de salir de viaje inmediatamente. Cuenta el evangelista que «después que se marcharon [los Magos], un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: "Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo"» (Mt 2,13). Palabras duras; aviso urgente. Otro momento de felicidad que se desvanecía bruscamente. ¡Cómo trataba Dios a María y a José! Herodes era grande y poderoso; ellos, en cambio, tan débiles y pequeños... ¿Qué mal había hecho aquel Niño? No es fácil entender a veces los planes de Dios. Los preparativos se hicieron con gran diligencia. José «se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y huyó a Egipto» (Mt 2,14). Esta premura estaba justificada, porque cualquier retraso podía costar la vida al Niño.
El viaje no era corto; varios cientos de kilómetros por caminos naturales, en ocasiones difíciles, atravesando un desierto. La primera etapa debió ser temerosa, acosados por el miedo a ser seguidos y detenidos. La meta final era, además, un país extraño por su lengua, por sus costumbres y por la incertidumbre de rehacer, en esas condiciones, una nueva vida. Quizá ponderó María en su corazón que aquella ruta a Egipto era la misma que recorrieron en otro tiempo los escogidos de Yahwéh, como Abrahán, José, Jacob... De hecho, san Mateo lo refleja así: «allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: 'De Egipto llamé a mi hijo'(1)» (Mt 2,15). Dios que respeta siempre la libertad de la criatura humana, se sirve de su actuación para que todo se cumpla. La maldad de Herodes en este caso servirá para que cumpla la profecía, como el empadronamiento llevó a Jesús a nacer en Belén, y no en Nazaret que era lo previsible y normal.
En el silencio del Evangelio, podemos conjeturar como muy probable que José y María entraran pronto en contacto con algún grupo de judíos establecidos en aquellas tierras. Ignoraban cuánto tiempo debían permanecer allí. La provisionalidad añadía a la estancia en Egipto una cierta inquietud y desarraigo, pero encierra una clara enseñanza: es necesaria le fe en Dios para vivir y sobrevivir como María y José en estas duras circunstancias; a la actitud de confiar en su Palabra suele denominarse «visión sobrenatural», es decir, una fe vivida hasta en los más pequeños pormenores de la existencia. Si nos dejamos llevar por la visión humana hay acontecimientos que no entendemos. ¿Por qué Dios obliga a huir a María y a José con el Niño y no le protege con su fuerza el Todopoderoso? Era tan sencillo para Dios adelantar la muerte de Herodes, cambiar sus ideas y sentimientos... En cambio permitió que niños inocentes murieran violentamente. «Entonces Herodes, al ver que los Magos le habían engañado, se irritó en extremo, y mandó matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos» (Mt 2,16). El mismo evangelista con su cita profética nos permite ver algo de luz para entender sus planes divinos: «Entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: "Una voz se oyó en Ramá, llanto y lamento grande: Es raquel que llora a sus hijos, y no admite consuelo, porque ya no existen"(2)» (Mt 2,17-18).
María como «ponderaba todas estas cosas en su corazón», sabía que Dios estaba tras ellas; sabía que lo que no ofrecía fácil solución a ojos humanos, era preciso verlo con los ojos de la fe, con «visión sobrenatural». Así su vida transcurre con paz, serenidad y felicidad. Un día llega la esperada noticia, otra vez a José y a través de un sueño: «Muerto Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a José en Egipto, y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre y vete a la tierra de Israel; pues han muerto ya los que atentaban contra la vida del niño» (Mt 2,19-20). La dócil y obediente actitud de José --«levantándose, tomó al niño y a su madre y vino a la tierra de Israel» (Mt 2,21)-- se complementa con el ejercicio de su libertad e iniciativa --«pero al oír que Arquelao había sucedido a su padre Herodes en el trono de Judea, temió ir allá; y avisado en sueños marchó a la región de Galilea(3)» (Mt 2,22)--. El resultado es que «se fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret, para que cumpliera lo dicho por medio de los Profetas: 'Será llamado nazareno'» (Mt 2,23). El término «nazareno» no sólo se refiere a la procedencia geográfica de Jesús, sino también al hecho de que por eso fue despreciado por los judíos al comienzo de su vida pública. Sabemos, además, que aún en tiempos de san Pablo, los judíos intentaban humillar a los cristianos dándoles el nombre de «nazarenos»(4).
María, en la infancia y adolescencia de Jesús
Los evangelistas ofrecen pocas y escuetas noticias sobre los años de la vida oculta de Jesús, que la Sagrada Familia vivió en Nazaret. San Mateo, como acabamos de ver, refiere que san José, después del regreso de Egipto, tomó la decisión de establecer su hogar en Nazaret, pero no da ninguna otra información, salvo que era carpintero(5). Por su parte, san Lucas habla dos veces de la vuelta de María y José a Nazaret(6) y da dos breves y significativas indicaciones sobre los años de la niñez de Jesús, antes y después del episodio de la peregrinación a Jerusalén: «El niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40), y «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52).
Al hacer estas breves anotaciones sobre la vida de Jesús, san Lucas refiere probablemente los recuerdos de María acerca de ese período de profunda intimidad con su Hijo. La unión entre Jesús y la «llena de gracia» supera con mucho la que normalmente existe entre una madre y un hijo, porque está arraigada en una particular condición sobrenatural y está reforzada por la especial conformidad de ambos con la voluntad divina. Así pues, podemos deducir que el clima de serenidad y paz que existía en la casa de Nazaret y la constante orientación hacia el cumplimiento del proyecto divino conferían a la unión entre la madre y el hijo una profundidad extraordinaria e irrepetible. «Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, --escribe el Fundador del Opus Dei--, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrán después: los de la vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad»(7).
Además, como María tenía la conciencia de cumplir una misión que Dios le había encomendado, atribuía un significado más alto a su vida cotidiana. Los sencillos y humildes quehaceres de cada día asumían, a sus ojos, un valor singular, pues los vivía como servicio a la misión de Cristo. El ejemplo de María ilumina y estimula la experiencia de tantas mujeres que realizan sus labores diarias exclusivamente entre las paredes del hogar. Se trata de un trabajo humilde, oculto, repetitivo que, a menudo, no se aprecia bastante. Con todo, los muchos años que vivió María en la casa de Nazaret revelan sus enormes potencialidades de amor auténtico y, por consiguiente, de salvación. En efecto, la sencillez de la vida de tantas amas de casa, que consideran como misión de servicio y de amor, encierra un valor extraordinario a los ojos del Señor. Y se puede muy bien decir que para María la vida en Nazaret no estaba dominada por la monotonía.
En el contacto con Jesús, mientras crecía, María se esforzaba por penetrar en el misterio de su Hijo, contemplando y adorando. Dice san Lucas: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19; cfr 2,51). «Todas estas cosas» son los acontecimientos de los que ella había sido, a la vez, protagonista y espectadora, comenzando por la Anunciación, pero sobre todo la vida del Niño. Cada día de intimidad con él constituye una invitación a conocerlo mejor, a descubrir más profundamente el significado de su presencia y el misterio de su persona. Por eso, para María «no eran recuerdos muertos, ni su alma una inmensa necrópolis de cosas pasadas, un rico archivo lleno de datos o almacen de cosas viejas. Aquellas cosas que guardaba dentro de sí tenían un valor y una significación. La Virgen María no era una mujer sentimental que perdiera el tiempo evocando recuerdos con nostalgia, como muchas veces a nosotros nos ocurre, hallando en esa suave tristeza una excusa a nuestra pereza o a nuestra debilidad. No se dejaba invadir por la imaginación, sino que ejercitaba la inteligencia. Ponderar las cosas en el corazón vale tanto como pensar en ellas, relacionarlas, profundizar en su sentido, buscar las conexiones que las unen, descubrir las perspectivas que abren. Ponderar las cosas en el corazón es vivir interiormente, es estar de continuo ejercitando las potencias interiores y perfeccionándolas, es irse llenando de contenido. Cuando esto se hace acerca de cosas humanas, sin esa tercera dimensión que es la visión sobrenatural, apenas es otra cosa que reflexión; mas cuando la visión sobrenatural nos pone en contacto con Dios y el mundo superior, entonces es cuando se posee vida interior en el sentido religioso de la expresión»(8).
Aunque la Virgen actuaba siempre de modo ejemplar, Jesús vivía una vida semejante a la de tantos coetáneos suyos. Durante los treinta años de su permanencia en Nazaret, Jesús no revela sus cualidades sobrenaturales y no realiza gestos prodigiosos. Ante las primeras manifestaciones extraordinarias de su personalidad, relacionadas con el inicio de su predicación, sus familiares --llamados en el evangelio «hermanos»-- asumen la responsabilidad de devolverlo a su casa, porque consideran que su comportamiento no es normal(9). En el clima de Nazaret, marcado por la normalidad del trabajo y la vida familiar, María se esforzaba por comprender la trama providencial de la misión de su Hijo. A este respecto para la Madre fue objeto de particular reflexión la frase que Jesús pronunció en el Templo de Jerusalén a la edad de doce años: «¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?» (Lc 2,49). Meditando en esas palabras, María podía comprender mejor el sentido de la Filiación Divina de Jesús y el de su maternidad, esforzándose por descubrir en el comportamiento de su Hijo los rasgos que revelaban su semejanza con Aquel que él llamaba «mi Padre».
La comunión de vida con Jesús, en la casa de Nazaret, llevó a María no sólo a avanzar «en la peregrinación de la fe»(10), sino también en la esperanza. Esta virtud, alimentada y sostenida por el recuerdo de la Anunciación y de las palabras de Simeón, abraza toda la existencia terrena de la «llena de gracia», pero la practicó particularmente en los treinta años de silencio y ocultamiento que pasó en Nazaret. Entre las paredes del hogar, la Virgen vive la esperanza de forma excelsa, sabe que no puede quedar defraudada, aunque no conoce los tiempos y los modos con que Dios realizará su promesa. En la oscuridad de la fe, y a falta de signos extraordinarios que anuncien el inicio de la misión mesiánica de su Hijo, Ella espera, más allá de toda evidencia, aguardando de Dios el cumplimiento dé la promesa.
La casa de Nazaret, ambiente de crecimiento en la fe y de la esperanza, se convierte en lugar de un alto testimonio de la caridad. El amor que Cristo deseaba extender en el mundo se enciende y arde ante todo en el corazón de la Madre; es precisamente en el hogar donde se prepara el anuncio del Evangelio de la caridad divina. Dirigiendo la mirada a Nazaret y contemplando el misterio de la vida oculta de Jesús y de la Virgen, somos invitados a meditar una vez más en el misterio de nuestra vida misma que, como recuerda san Pablo, «está oculta con Cristo en Dios»(11). A menudo se trata de una vida humilde y oscura a los ojos del mundo, pero que, en la escuela de la Virgen-Madre, puede revelar potencialidades inesperadas de salvación, irradiando el amor y la paz de Cristo.
La vida oculta de Jesús y el Espíritu Santo
San Lucas concluye su «evangelio de la infancia» con dos textos que abarcan todo el arco de la niñez y de la juventud de Jesús; es decir: el primero dice: «el niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él» (Lc 2,40); y el segundo: «y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Entre los dos textos se halla la narración del episodio del Niño Jesús perdido y hallado durante la peregrinación de la Sagrada Familia al Templo, del que ya tratamos. En ninguno de estos dos pasajes se nombra explícitamente al Espíritu Santo, pero si seguimos al evangelista primero en la narración de los acontecimientos de la infancia y después en los que describe al inicio de su vida pública --la predicación de Juan Bautista y el Bautismo de Jesús en el Jordán--, es fácil detectar como protagonista al Paráclito(12). El autor sagrado nos presenta a Cristo como quien nos trae a su Espíritu y sitúa bajo su acción también los años de juventud de Jesús, vividos en el silencioso misterio que constituirá siempre la dimensión más íntima de la humanidad del Señor.¿Cómo es esta presencia del Espíritu en la vida ordinaria de María? «En la Antigua Alianza --enseña Juan Pablo II--, Dios se halla presente y manifiesta su presencia, al principio, en la "tienda" del desierto y, más tarde, en el "Santo de los Santos" del Templo de Jerusalén. En la Nueva Alianza la presencia tiene lugar y se identifica con la encarnación del Verbo: Dios está presente en medio de los hombres en su Hijo eterno, mediante la humanidad que asumió en unidad de persona con su naturaleza divina. Con esta presencia visible en Cristo, Dios prepara por medio de él una nueva presencia, invisible, que se realiza con la venida del Espíritu Santo. Sí; la presencia de Cristo "en medio" de los hombres abre el camino a la presencia del Espíritu Santo, que es una presencia interior, una presencia en los corazones humanos. Así se cumple la profecía de Ezequiel(13)»(14). El mismo Jesucristo nos habla de una nueva presencia del Espíritu Santo, que inhabita en el corazón humano, pero que implica también la del Padre y del Hijo, y está además condicionada por el amor: «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él» (Ioh 14,23). Se trata de una presencia interior espiritual: esta presencia del Padre y del Hijo se realiza mediante el Amor y, por tanto, en el Espíritu Santo. Precisamente en el Espíritu Santo, Dios, en su unidad trinitaria, se comunica al espíritu del hombre. Santo Tomás de Aquino dirá que «sólo en el espíritu del hombre (y del ángel) es posible esta clase de presencia divina --por inhabitación--, pues sólo la criatura racional es capaz de ser elevada al conocimiento, al amor consciente y al gozo de Dios como huésped interior; y esto tiene lugar por medio del Espíritu Santo que, por ello, es el primero y fundamental Don»(15). Así los hombres, cada hombre, por la gracia se convierte en «templo de Dios» y hace posible su «vida en el Espíritu», según las conocidas expresiones de san Pablo(16).
«La vida oculta de Nazaret --enseña Pablo VI-- permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana: "Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio ...Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable... Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su carácter sagrado e inviolable ... Una lección de trabajo. Nazaret, oh casa del 'Hijo del Carpintero', aquí es donde querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del trabajo humano ...; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su hermano divino"»(17). Estos años de vida coriente y silenciosa son, pues, tiempo de santidad, ocasión para la actividad del Espíritu Santo. Es también el constante testimonio de los santos: «toda la vida del Señor me enamora. Tengo, además, una debilidad particular por sus treinta años de existencia oculta en Belén, en Egipto y en Nazaret. Ese tiempo --largo--, del que apenas se habla en el Evangelio, aparece desprovisto de significado propio a los ojos de quien lo considera con superficialidad. Y, sin embargo, siempre he sostenido que ese silencio sobre la biografía del Maestro es bien elocuente, y encierra lecciones de maravilla para los cristianos. Fueron años intensos de trabajo y de oración, en los que Jesucristo llevo una vida corriente --como la nuestra, si queremos--, divina y humana a la vez; en aquel sencillo e ignorado taller de artesano, como después ante la muchedumbre, todo lo cumplió a la perfección»(18)
Es sabido que la santidad cristiana está en la perfección del amor Y sin embargo varía según la multiplicidad de aspectos que el amor adquiere en las diversas condiciones de la vida personal. Bajo la acción del Espíritu Santo, cada uno vence en el amor el instinto del egoísmo, y desarrolla las mejores fuerzas en su modo original de darse(19). Al contemplar los 18 años que separan aquel episodio de la pérdida del Niño en el Templo y el comienzo de la vida pública de Jesús, analizaremos, en particular, aquellos rasgos específicos de la santidad del hogar de Nazaret.
La santidad de la vida familiar en el hogar de Nazaret
El matrimonio de José y María «fué único tanto en el plano de la historia, como en el de la excelencia»(20). El Verbo encarnado quiso hacer suyo nuestro camino humano, nuestra historia, nuestro crecimiento humano, físico y espiritual: en el seno de su familia. Crecía en su maduración humana, en los afectos familiares, y en la preparación de su misión. En efecto, el Hijo de Dios vive en Nazaret hasta que cumple treinta años, junto a su madre terrena y junto a José que, por encargo del Padre del cielo, asume su responsabilidad de padre en la tierra. La gran tarea que a Jesús le espera no se improvisa, exige una larga preparación, en el silencio y normalidad de un hogar y de unos años de trabajo perseverante en Nazaret(21).
El Hijo de Dios niño, como todos los nacidos de mujer, recibía allí continuamente los cuidados de la Madre. María, que siempre había permanecido Virgen, dedicaba diariamente su vida a la sublime misión de la maternidad, y por eso, todas las generaciones la llamarán bienaventurada. José, designado por Dios para proteger el misterio de la filiación divina de Jesús y la maternidad virginal de María, cumplía su papel de forma consciente, en silencio y obediencia a la voluntad divina.
Jesús fue, desde el principio, el centro del amor de José, que lo trató con gran afecto y generosa solicitud. En eso consistió su vocación. María y José viven en esos años una vida de fe por la que su existencia está estrechamente vinculada al misterio de Dios presente entre los hombres: ese hijo suyo es el mismo Verbo de Dios hecho hombre. Así realizan ambos su «peregrinación en la fe», de la que el relato evangélico nos hace ver el punto de partida. El resto del camino --especialmente el de José-- está como encerrado en el silencio. Sabemos sólo que su vida se consumió en la cotidiana fatiga de carpintero, junto al Hijo de Dios. José guía y sostiene al Niño Jesús, le introduce en el conocimiento de las costumbres religiosas y sociales del pueblo judío, y le encamina en la práctica del oficio del carpintero.
El hogar cristiano debe ser la primera escuela de la fe, donde la gracia bautismal se abre al conocimiento y amor de Dios, de Jesucristo, de la Virgen, y donde progresivamente se va ahondando en la vivencia de las verdades cristianas, hechas normas de conducta para padres e hijos. La Sagrada Familia, ejemplo y modelo de familia cristiana, manifiesta los ideales que, según el eterno designio de Dios, toda familia debe buscar para ser digna del nombre con el cual ha sido designada por tradición cristiana: iglesia doméstica(22).
«Ahora quisiera recordar sobre todo --dice Juan Pablo II-- las excelsas figuras de creyentes que, viviendo en el corazón del mundo, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social (...). Cuántas y cuántos padres de familia, por ejemplo, guiados por el Espíritu en su fidelidad a la vocación sobrenatural de cristianos, han sabido plasmar su vida cotidiana de acuerdo con modelos heroicos de virtud. Respondiendo mediante el pensamiento y las obras, con empeño constante, a los impulsos de la gracia, ellos han podido conseguir, quizá con excepcional vigor, metas sublimes de bondad y de santidad. Esos ejemplos nos confirman que todo laico atendiendo --según su propio estado-- a las cosas del mundo, puede ser cristiano en sentido pleno, es decir, santo.
»El laico se santifica buscando el reino de Dios de una forma propia. Es llamado a obrar su santificación no fuera de las cosas terrenas que se le confían, casi separándose del mundo para servir a Dios, sino más bien impregnando de un profundo sentido religioso las propias obligaciones, descubriendo día a día, minuto a minuto, la presencia del Espíritu de Dios que, así como llena el universo, así también llena su alma. El laico está llamado a santificarse a sí mismo aceptando corresponder a esa interna acción del Espíritu, y permaneciendo como es, hombre entre los hombres»(23).
Docilidad al Espíritu Santo y obediencia de Jesús a María y a José
En los dos textos conclusivos del «evangelio de la infancia» san Lucas, después de habernos informado del cumplimiento del rito de la Presentación en el Templo, escribe de Jesús: «y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto. Y su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2,51). Jesús fue obediente, como debe ser un hijo con sus padres. «Cristo, a quien el universo está sujeto, estaba sujeto a los suyos», comenta san Agustín(24). Esta obediencia nazarena de Jesús a María y a José ocupa casi todos los años que Él vivió en la tierra, y constituye, por tanto, el período más largo de esa total e ininterrumpida obediencia que ha tributado al Padre celestial. Y María también obedece, porque hace oración para conocer la voluntad de su Señor. «La obediencia --dice santo Tomás-- es virtud que inclina la voluntad a cumplir el mandato legítimo del superior, en cuanto es manifestación de la Voluntad de Dios». La obediencia y sujeción de los hijos a sus padres --contenido del Cuarto mandamiento de la Ley divina-- es una cuestión de amor. ¡Que formidable ejemplo de amor nos da María en su obediencia a Dios!, con «esa delicada combinación de esclavitud y señorío»(25), porque es obediencia y libertad, hacer lo que Dios quiere porque me da la gana. La verdadera libertad se ve amenazada muchas veces por la sensualidad desordenada, por la estrechez de pensamiento originada en el egoísmo y en la voluntad individual. Estos obstáculos son eliminados con la obediencia que eleva y ensancha la propia personalidad. Sirviendo a Dios con obediencia se adquiere la verdadera libertad. No olvidemos que Dios no necesita tanto de nuestros trabajos, como de nuestra obediencia(26).
En efecto, «Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo»(27)
Para ser obedientes es preciso crecer en la docilidad, «porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. El es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. "Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios"(28).
»Si nos dejamos guiar por ese principio de vida presente en nosotros, que es el Espíritu Santo, nuestra vitalidad espiritual irá creciendo y nos abandonaremos en las manos de nuestro Padre Dios, con la misma espontaneidad y confianza con que un niño se arroja en los brazos de su padre. "Si no os hacéis semejantes a los niños, no entraréis en el reino de los cielos"(29), ha dicho el Señor. Viejo camino interior de infancia, siempre actual, que no es blandenguería, ni falta de sazón humana: es madurez sobrenatural, que nos hace profundizar en las maravillas del amor divino, reconocer nuestra pequeñez e identificar plenamente nuestra voluntad con la de Dios»(30).
Crecimiento en edad, gracia y sabiduría
Y como conclusión de la narración sobre la peregrinación al Templo y la vuelta a Nazaret anota san Lucas: «y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2,52). Según el texto de san Lucas, se dio también en Jesús un "cierto" crecimiento espiritual. Como médico atento a todo el hombre, san Lucas tuvo cuidado de anotar la realidad integral de los hechos humanos, incluido el del desarrollo del niño, en el caso de Jesús así como el de Juan Bautista, del que también escribe que «el niño crecía y su espíritu se fortalecía»(31). De estas palabras podemos concluir que, efectivamente, existió un desarrollo humano de Jesús, Verbo eterno de Dios que asumió la naturaleza humana al ser concebido y nacer de María. La infancia, la niñez, la adolescencia y la juventud son los momentos de su crecimiento físico como se realiza en todos los «nacidos de mujer», entre los que también se encuentra con pleno título, como afirma san Pablo(32). En el lenguaje del evangelista el «estar sobre» una persona elegida por Dios para una misión --«la gracia de Dios estaba sobre él» (Lc 2,40)-- suele atribuirse al Espíritu Santo, como en el caso de María(33) y de Simeón(34). ¿Y qué significado tiene? Significa, pues, señorío trascendente, acción íntima del Espíritu de Dios, «Dominum et vivificantem», como le llamamos en el Credo. La gracia que estaba «sobre Jesús», y en la que «crecía», parece indicar la misteriosa presencia y acción del Espíritu Santo. El Hijo de María será bautizado «en el agua y en el Espíritu», tal como lo anuncia el Bautista y es recogido por los cuatro evangelios(35).
La tradición patrística y teológica nos echan una mano para interpretar y explicar el texto de Lucas sobre el «crecimiento en gracia y en sabiduría» en relación con el Espíritu Santo(36). En efecto, por la unión personal de la naturaleza humana con el Verbo de Dios, por la excelsa nobleza de su alma, por su misión santificadora y salvífica hacia todo el género humano, el Espíritu Santo infundía la plenitud de la gracia en Cristo(37). Con todo, esta plenitud de gracia era relativa a la edad del Niño; se daba siempre en Él plenitud, pero una plenitud creciente con el desarrollo natural de su edad. Algo parecido puede decirse de la sabiduría que Cristo poseía desde el principio en la plenitud permitida por su edad infantil. Con el transcurso de los años, esa plenitud crecía en Él en la medida conveniente. Ahora bien, se trataba no sólo de una ciencia y sabiduría humanas en relación con las cosas divinas, que en Cristo era infundida por Dios gracias a la comunicación del Verbo subsistente en su humanidad, sino también, y sobre todo, de la sabiduría como don del Espíritu Santo(38). La sabiduría, como más adelante expondremos, sobresalía entre esos dones(39).
Por otra parte, san Lucas escribe del niño de Nazaret, algo parecido a lo que dirá en el libro de los Hechos de los Apóstoles a propósito de la Iglesia primitiva: «crecía en el temor del Señor y estaba llena de la consolación del Espíritu Santo»(40). Es un magnífico paralelismo, más aún, una repetición, y no sólo lingüística sino también conceptual, del misterio de la gracia que san Lucas veía presente en Cristo y en la Iglesia, como continuación de la vida y de la misión del Verbo encarnado en la historia.
«Entre los dones del Espíritu Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos sentimientos que animaron el de Jesucristo: "al ver aquellas muchedumbres se compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin pastor"(41). No es que el cristiano no advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario, siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del espíritu humano.
»La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres. Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo(42) (...).
»La conciencia de la magnitud de la dignidad humana --de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios-- junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es esta una verdad que no puede olvidarse nunca, porque entonces el endiosamiento se pervertiría y se convertiría en presunción, en soberbia y, más pronto o más tarde, en derrumbamiento espiritual ante la experiencia de la propia flaqueza y miseria(43) (...). Amad a la Tercera Persona de la Trinidad Beatísima: escuchad en la intimidad de vuestro ser las mociones divinas --esos alientos, esos reproches--, caminad por la tierra dentro de la luz derramada en vuestra alma: y el Dios de la esperanza nos colmará de toda suerte de paz, para que esa esperanza crezca en nosotros siempre más y más, por la virtud del Espíritu Santo(44)»(45).
El taller de José de Nazaret y la santificación del trabajo profesional
Todo hombre que trabaja es llamado por Dios a construir su propia existencia en el afán diario recorriendo con perseverancia y generosa solidaridad, su camino. Un camino en el que la fe lanza un rayo de luz viva, enseñando a amar a cada hombre como hermano de Cristo, ayudándole a cargar parte de la cruz cotidiana que se encierra en cada tipo de actividad. Fue José quien enseñó a Jesús el trabajo humano, en el que era experto. El divino Niño trabajaba junto a él, atendía, observaba y aprendía a manejar los instrumentos propios del oficio de carpintero con la diligencia, dedicación y ejemplo de José. Él ha tenido, al lado de Jesús y de María, un papel humilde, un papel de servidor, viviendo continuamente en la intimidad con el Hijo de Dios.
El trabajo responde al designio divino. Las primeras páginas del Génesis nos presentan la Creación como obra de Dios, como el trabajo de Dios. El hombre recibe desde el principio el encargo de cuidar y trabajar el jardín del Paraíso, es decir, de protegerlo y hacerlo fructificar mediante su trabajo(46). Así lo entendieron ya los Padres de la Iglesia. «Una mujer ocupada en la cocina o en coser una tela --dice san Juan Crisóstomo-- puede siempre elevar su pensamiento al cielo e invocar al Señor con fervor. Uno que va al mercado o viaja solo, puede fácilmente rezar con atención. Otro que está en su bodega, ocupado en coser los pellejos de vino, está libre para levantar su ánimo al Maestro. El servidor, si no puede llegarse a la Iglesia porque ha ido de compras al mercado o está con otras ocupaciones, o en la cocina, puede siempre rezar con atención y ardor. Ningún lugar es indecoroso para Dios»(47).
En nuestro tiempo ha sido recordado por la predicación del Fundador del Opus Dei. «Desde el comienzo de su creación, el hombre (no me lo invento yo, dice el Beato Josemaría) ha tenido que trabajar. Basta abrir la Sagrada Biblia por la primera página, y allí se lee que --antes de que entrara el pecado en la humanidad y, como consecuencia de esa ofensa, la muerte y las penalidades y miserias(48)-- Dios formó a Adán con barro de la tierra, y creó para él y para sus descendencia este mundo tan hermoso, "ut operaretur et custodiret illum"(49), con el fin de que lo trabajara y lo custodiase»(50). Por esto, Dios llama al hombre a trabajar, para que se asemeje a Él. El trabajo no constituye, pues, un hecho accesorio y mucho menos una maldición del cielo. Es por el contrario, una bendición primordial del Creador, una actividad que permite al individuo realizarse y ofrecer un servicio a la sociedad»(51).
María y José viven de modo oculto, en el trabajo cotidiano, afrontando con la conciencia de colaborar de este modo también al plan de salvación universal. Especialmente el camino de José está encerrado en el silencio. Sólo sabemos que su vida se consumió en la diaria fatiga de carpintero, junto a Jesús. El Hijo de Dios y de María, se ejercitó en el trabajo humano, bajo la dirección vigilante y afectuosa de José. «Pero la proclamación más exhaustiva del "Evangelio del trabajo" la hizo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre --y hombre de un trabajo manual-- sometido al duro esfuerzo. Él dedicó gran parte de su vida terrena al trabajo de artesano e incorporó el mismo trabajo a su obra de Redención»(52).
El trabajo tiene como fin al hombre. Es, además, expresión cotidiana del amor en la vida de la Familia de Nazaret y de cada familia humana. El trabajo forma parte del misterio de la Encarnación, y también ha sido redimido de modo particular. José de Nazaret acercó el trabajo humano al misterio de la Redención. «Vosotros que celebráis hoy conmigo esta fiesta de San José, escribió el Beato Josemaría, sois todos hombres dedicados al trabajo en diversas profesiones humanas, formáis diversos hogares, pertenecéis a tan distintas naciones, razas y lenguas. Os habéis educado en aulas de centros docentes o en talleres y oficinas, habéis ejercido durante años vuestra profesión, habéis entablado relaciones profesionales y personales con vuestros compañeros, habéis participado en la solución de los problemas colectivos de vuestras empresas y de vuestra sociedad. Pues bien: os recuerdo, una vez más, que todo eso no es ajeno a los planes divinos.
»Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa familia vuestra; y esa nación, en la que habéis nacido y a la que amáis»(53).
El don de sabiduría y la vida ordinaria
El primero y mayor de los dones del Espíritu Santo es el de sabiduría. Es como una luz que se recibe de lo alto: es una participación especial en ese conocimiento misterioso y profundísimo, que es propio de Dios. No se alcanza este don mediante el razonamiento, ni es fruto del esfuerzo humano: es un don divino(54). Este conocimiento y amor de las cosas divinas, sólo inferior al que procede de la visión beatífica, viene comunicado al alma por el Espíritu Santo. Esta sabiduría «que desciende de arriba»(55) es un regalo del Paráclito a las almas en gracia(56).
No sucede así con la sabiduría humana, sea filosófica o teológica. En efecto, por una parte, en el orden meramente natural, el que es capaz de reducir sus conocimientos a los últimos principios del ser posee la sabiduría filosófica. Mientras el científico estudia el porqué de las cosas atendiendo a sus causas próximas, el sabio las conoce por sus últimas y más altas causas. Por otra parte, en el orden sobrenatural, el que a la luz de la fe, guiado por las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia, investiga los misterios revelados para profundizar en la comprensión de lo que ya cree, posee la sabiduría teológica. En ambos casos, la razón humana juega un papel fundamental en la adquisición de esos saberes, por los que esta sabiduría está presente en su mismo origen con la nota del esfuerzo y de la limitación.
El don de sabiduría se infunde en el alma junto con la gracia y las virtudes sobrenaturales, pero su desarrollo es consecuencia del querer de Dios y de la fidelidad en la correspondencia a la gracia. Todos los seres son atraídos a su fin propio natural mediante una inclinación que procede de su misma naturaleza. El hombre, criatura espiritual, lleva inscrita en sí mismo esta propensión amorosa a todo lo bueno, y a Dios como a su último fin. En la vida de la gracia, por la que el hombre es revestido como de una segunda naturaleza, el espíritu de sabiduría actúa moviendo al conocimiento por connaturalidad de las cosas divinas(57), que ya se aman mediante la virtud infusa de la caridad. Es decir, esta "sabiduría superior" es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere cierta "familiaridad", por así decir, que facilita saborear las cosas divinas(58). El don de entendimiento, fortalece también las luces de la fe y permite calar profundamente en los misterios revelados, pero al tratarse de una simple aprehensión de la verdad de esos misterios, no los relaciona entre sí, ni los saborea con tanta plenitud. Para esto el Espíritu Santo nos infunde el don de sabiduría(59).
Ahora bien, siendo la caridad como el alma de todos los hábitos sobrenaturales, el don de sabiduría proporciona a las demás virtudes sus últimos rasgos de perfección y acabamiento. El egoísmo parece haber muerto en quienes son guiados por el espíritu de sabiduría: todo lo orientan a la gloria de Dios y al bien de las almas. Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades de este mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios(60). Así, pues, en cualquier suceso, desde los más aparatosos acontecimientos internacionales hasta los episodios más intrascendentes de la vida cotidiana, los que son llevados por el don de sabiduría descubren la mano providente y amorosa de su Padre Dios, que gobierna la creación entera dirigiéndola hacia su fin(61).
Al encarnarse, Jesucristo --que es la Sabiduría eterna de Dios-- ha traído a la tierra esta sabiduría celestial, que derrama abundantemente en los hombres por el Espíritu Santo. Una sabiduría radicalmente distinta de cualquier saber humano, no sólo por su origen divino, sino por su mismo contenido, ya que --según la enseñanza de San Pablo-- está profundamente enraizada en el misterio de la Cruz(62). Afirma el Concilio Vaticano II que la «época nuestra tiene necesidad de esta sabiduría, más aún que los siglos pasados, para que todos sus nuevos descubrimientos sean más humanos. Está en peligro, en efecto, el futuro del mundo, a no ser que sean suscitados hombres más sabios»(63). El mundo actual, en efecto, se caracteriza por un rechazo positivo de la sabiduría divina, que quiere sustituir por una sabiduría «terrena, animal y diabólica»(64), cerrada a la luz del mundo sobrenatural, orgullosamente centrada en el hombre y en los logros del esfuerzo humano. Esta falsificación de la verdadera sabiduría es fruto de la soberbia(65). Gracias, pues, al espíritu de sabiduría toda la vida del cristiano con sus aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz «que viene de lo Alto».
El Espíritu Santo no niega sus riquezas a quienes las piden con humildad. «Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava --canta la Virgen Santísima--, ya desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones»(66). Recurriendo a la intercesión de la Virgen, rogamos al Paráclito que envíe con abundancia este don de sabiduría sobre la Iglesia y sobre la humanidad entera. «Oh Dios de los padres y Señor de la misericordia, que con tu palabra hiciste todas las cosas y en tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre tus criaturas, y para regir al mundo con santidad y justicia, y para administrar justicia con rectitud de corazón. Dame la sabiduría asistente de tu trono, y no me excluyas del número de tus siervos»(67). En las vidas de las almas santas se repiten las «grandes cosas» realizadas en María por el Espíritu Santo. Ella, a quien la piedad tradicional venera como Sedes Sapientiae, nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente las cosas divinas.
Notas
1. Os 11,1. Este texto hace referencia a un niño que sale de Egipto y es hijo de Dios. Por tanto, se aplica en primer lugar al pueblo de Israel, a quien Dios sacó de Egipto por medio de Moisés. «Pero este acontecimiento era una figura de Jesús, cabeza del nuevo Pueblo de Dios, que es la Iglesia. El texto sagrado presenta una cita del AT a la luz de su plenitud, Jesucristo. El AT tiene su sentido pleno en Cristo y, según san Pablo, leerlo sin tener en cuenta a Jesús es tener los ojos cubiertos con un velo (cfr 2 Cor 3,12-18)» (AA.VV., Sagrada Biblia. Santos Evangelios, Eunsa, 3ª ed., Pamplona 1990, pp. 138-139. Cfr también J.Mª Monforte, Conocer la Biblia, Rialp, 4ª ed., Madrid 1997, pp. 91-100 y 110-113.
2. Cfr AA.VV., o.c., p. 140. Ramá fue la ciudad en que Nabucodonosor, rey de Babilonia, reunió a los prisioneros israelitas. Por estar situada en la tribu de Benjamín, el profeta Jeremías pone en boca de Raquel, madre de Benjamín y José, las lamentaciones por los hijos de Jacob. La magnitud de la desgracia de los desterrados a Babilonia era tal que Jeremías expresa poéticamente que el dolor de Raquel era demasiado grande para aceptar consuelo. San Juan Crisóstomo lo explica así: «Cuando murió Raquel la enterraron en el hipódromo próximo a Belén. Como el sepulcro estaba cercano y la heredad pertenecía a su hijo Benjamín --Ramá era de la tribu de Benjamín--, por el cabeza de la tribu y por el lugar del sepulcro, pudo razonablemente llamar hijos de Raquel a los niños degollados en Belén» (Homilía sobre san Mateo, n. 9).
3. Conocemos, por la historia extrabíblica, que Arquelao se parecía a su Padre, Herodes, en ambición y crueldad. Cuando José vuelve de Egipto era de público conocimiento el carácter y comportamiento injusto del nuevo rey.
4. San Jerónimo al comentar Is 11,1, atribuye este nombre al cumplimiento de la profecía de Isaías: «Un brote saldrá del tronco de Jesé, un vástago (en hebreo, nézer) surgirá de sus raíces».
5. Cfr Mt 13,55.
6. Cfr Lc 2,39.51.
7. ECP, 20.
8. F. Suarez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 22ª ed., Madrid 1995, p. 196.
9. Cfr Mc 3,21.
10. LG, 58.
11. Col 3,3. Cfr J. Moya, Imitar a María, Rialp, Madrid 1990, pp. 47-48.
12. Cfr Lc 3,16.22.
13. "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo... Infundiré mi espíritu en vosotros" (Ez 36,26-27)
14. AUG, 20-III-1991.
15. S. Th., I, q. 38, a.1.
16. Es el Espíritu Santo quien habita en ellos, como recuerda el Apóstol a los Corintios (cfr 1 Cor 3,16). Y Dios es santo y santificante. Más aún, el mismo Apóstol especifica un poco más adelante: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6,19). Por consiguiente, la inhabitación del Espíritu Santo implica una especial consagración de toda la persona humana (San Pablo subraya en ese texto su dimensión corpórea) a semejanza del templo. Esta consagración es santificadora, y constituye la esencia misma de la gracia salvífica, mediante la cual se accede a la participación trinitaria en Dios. Así, se abre en el hombre una fuente interior de santidad, de la que deriva la vida «según el Espíritu», como advierte Pablo en la carta a los Romanos (8,9): «Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros». Aquí se funda la esperanza de la resurrección de los cuerpos, porque «si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8,11).
17. Pablo VI, Discurso 5 enero 1964 en Nazaret, cit. en CEC, 533.
18. ADD, 56.
19. «Cuando la fuerza expresiva y expansiva de la originalidad es muy poderosa, el Espíritu Santo hace que en torno a esas personas (aunque a veces permanezcan escondidas) se formen grupos de discípulos y seguidores. De este modo nacen corrientes de vida espiritual, escuelas de espiritualidad, institutos religiosos, cuya variedad en la unidad es, pues, efecto de esa divina intervención. El Espíritu Santo valora las capacidades de todos en las personas y en los grupos, en las comunidades y en las instituciones, entre los sacerdotes y entre los laicos» (AUG, 10-IV-1991).
20. H. Caffarel, No temas recibir a María, tu esposa, Rialp, Madrid 1993, p. 124.
21. Para conocer el país de Jesús y sus costumbres, cfr. J.M. Casciaro, Jesús de Nazaret, Alga Editores, Murcia 1994, pp. 63-86.
22. Cfr Juan Pablo I, Alocución, 21-IX-1978. «La familia se sitúa, ciertamente, en el centro de la Nueva Alianza» (Juan Pablo II, Carta a las familias, nº 20, 2-II-1994).
23. ANG, 4-X-1987. Para una reflexión sencilla y profunda sobre la Sagrada Familia, vid. ECP, 22-30.
24. San Agustín, Sermo, 51.
25. ECP, 173.
26. Cfr San Juan Crisóstomo, Homilía sobre Mateo, 56.
27. ECP, 17.
28. Rom 8,14.
29. Mt 18,3.
30. ECP, 135. Esta es la común experiencia de los santos. «Muchas veces --escribe santa Teresa de Jesús-- me parecía no se poder sufrir el trabajo conforme a mi bajo natural, me dijo el Señor: "Hija, la obediencia da fuerzas"» (Fundaciones, pról. 2).
31. Lc 1,80.
32. Cfr Gal 4,4.
33. Lc 1,35.
34. Lc 2,26.
35. Cfr Mt 3,11; Mc 1,8; Lc 3,16; Ioh 1,33. Para una breve exposición de la vida de la gracia: cfr J.F. Pozo, La vida de la gracia, Rialp, Madrid 1996, pp. 53-83.
36. Santo Tomás, hablando de la gracia, la llama repetidamente «gratia Spiritus Sancti» (cfr S. Th., I-II, q. 106, a. 1), como don gratuito en el que se expresa y se concreta el favor divino hacia la creatura amada eternamente por el Padre (cfr I, q. 37, a. 2; q.110, a.1).Y, hablando de la causa de la gracia, dice expresamente que «la causa principal es el Espíritu Santo» (I-II, q.112, a.1 ad l. 2). Se trata de la gracia justificante y santificante, que hace volver al hombre a la amistad con Dios, en el reino de los cielos (cfr I-II, q. 111, a. 1). «Según esta gracia se entiende la misión del Espíritu Santo y su inhabitación en el hombre» (I, q. 43, a. 3).
37. Santo Tomás lo afirma basándose en el texto mesiánico de Isaías: «reposará sobre él el espíritu de Yahvéh» (Is 11,2); «Espíritu que está en el hombre mediante la gracia habitual (o santificante)» (III, q. 7, a. 1 sed contra) y basándose en el otro texto de Juan: «Hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad» (Ioh 1,14) (Ibid., aa. 9-10).
38. Es, sin duda, el más alto de los dones, que «son perfeccionamiento de las facultades del alma, para disponerlas a la moción del Espíritu Santo. Ahora bien, sabemos por el evangelio que el alma de Cristo era movida perfectísimamente por el Espíritu Santo. En efecto, nos dice Lucas que "Jesús, lleno de Espíritu Santo, volvió del Jordán, y era conducido por el Espíritu en el desierto" (Lc 4,1). Por consiguiente, se hallaban en Cristo los dones de la manera más excelsa» (III, q. 7, a. 5).
39. Sería conveniente proseguir ilustrando el tema con las admirables páginas de Santo Tomás, así como de otros teólogos que han investigado la sublime grandeza del alma de Jesús, en la que habitaba y obraba de modo perfecto el Espíritu Santo, ya en su infancia, y luego a lo largo de toda la época de su desarrollo.
40. Act 9,31.
41. Mt 9,36.
42. Hemos de vivir de fe, de creer en la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano, lo que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la Iglesia oriental: «de la misma manera que los cuerpos transparentes y nítidos, al recibir los rayos de luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y llevan a las demás la luz de la gracia. Del Espíritu Santo proviene el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la comprensión de las verdades ocultas, la distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los ángeles. De El, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios» [San Basilio, De Spiritu Sancto, 9,23: PG 32,110].
43. «¿Me atreveré a decir: soy santo? -se preguntaba San Agustín-. Si dijese santo en cuanto santificador y no necesitado de nadie que me santifique, sería soberbio y mentiroso. Pero si entendemos por santo el santificado, según aquello que se lee en el Levítico: «sed santos, porque yo, Dios, soy santo»; entonces también el cuerpo de Cristo, hasta el último hombre situado en los confines de la tierra y, con su Cabeza y bajo su Cabeza, diga audazmente: soy santo» [San Agustín, Enarrationes in psalmos, 85,4: PL 37,1084].
44. Cfr Rom 15,13.
45. ECP, 133.
46. Cfr AA.VV., Sagrada Biblia. Pentateuco, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 55-56.
47. San Juan Crisóstomo, Homilía sobre la profetisa Ana, 4,6.
48. Cfr Rom 5,12.
49. Gen 2,15.
50. ADD, 57.
51. Juan Pablo II, A los trabajadores y empresarios, Barcelona, 7-XI-1982.
52. Ibidem.
53. ECP, 46.
54. En efecto, leemos en la Sagrada Escritura: «Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza» (Sap 7,7-8). Como enseña también la Sagrada Escritura, «tiene la plata sus veneros, y el oro lugar donde se acrisola. Sácase el hierro de la tierra, y de la roca fundida sale el cobre (...). Pero ¿dónde encontrar la sabiduría, dónde el entendimiento? No conoce el hombre el camino, no se halla en la tierra de los mortales. El abismo dice: no está en mí. Y el mar: dentro de mi no se halla. No se compra con el oro más fino, ni se pesa la plata para adquirirla (...). ¿De dónde, pues, viene la sabiduría, dónde hallar la inteligencia? Se oculta a los ojos de todos los mortales, y aun a las aves del cielo está vedada. El infierno y la muerte dicen: de ella sólo sabemos por su fama. Dios es el que conoce sus caminos, Él sabe su morada» (Iob 28,1-2.12-15.18-23).
55. Iac 3,15.
56. «Yo te glorifico, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has tenido encubiertas estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeñuelos» (Mt 11,25). El Espíritu Santo es «el ascensor divino, del que nos habla santa Teresa de Lisieux, el cual en este tiempo nuestro de inventos, sustituye con ventaja a las antiguas escaleras: es el caminito derecho y corto, el caminito nuevo que la santa de Lisieux nos propone con sus palabras y con su ejemplo» (A. Riuad, La acción del Espíritu Santo en las almas, Palabra, Madrid 1983, p. 48).
57. Es el término que usan los teólogos, siguiendo a Santo Tomás de Aquino. «La sabiduría importa cierta rectitud del juicio según razones divinas. Pero la rectitud del juicio puede darse de dos maneras: según el perfecto uso de razón, o mediante cierta connaturalidad hacia las cosas que hay que juzgar. Y así vemos que por el discurso de la razón juzga rectamente de lo perteneciente a la castidad el que ha estudiado la ciencia moral, mientras que por cierta connaturalidad juzga rectamente de la castidad el que la practica habitualmente. De manera semejante, juzgar rectamente de las cosas divinas por el discurso racional pertenece a la sabiduría en cuanto es virtud intelectual; pero juzgar rectamente de las cosas divinas por cierta connaturalidad hacia ellas, pertenece a la sabiduría en cuanto es don del Espíritu Santo» (Santo Tomás, S. Th. I, q. 45, a.2). Cfr A. Royo Marín, El Gran Desconocido, BAC, 5ª ed., Madrid 1981, pp. 190 y ss.
58. Santo Tomás habla precisamente de «un cierto sabor de Dios» (S. Th., II-II, q. 45, a. 2, ad 1), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive.
59. Sin esfuerzo de su parte --aunque siempre se requiera, como para la actuación de todos los dones, una actitud de docilidad y correspondencia a la gracia--, las almas en quienes el Espíritu Santo actúa sin obstáculos viven en diálogo con la Trinidad Beatísima, cuya inhabitación en sí mismas creen y experimentan con especial firmeza. Aman a Dios con un amor purísimo, por su sola bondad, sin mezcla alguna de motivos humanos. Prefieren la muerte antes que disgustar al Señor. Y como el amor a Dios es inseparable de la caridad con los demás, aman con ternura y profundidad al prójimo, le sirven con abnegación heroica, se sacrifican gustosísimas --sin llamarlo sacrificio-- por las necesidades de sus hermanos los hombres.
60. Un ejemplo fascinante de esta percepción superior del «lenguaje de la creación» lo encontramos en el «Cántico de las criaturas» de San Francisco de Asís. Al hacernos conocer a Dios y gustar de Dios, el don de sabiduría «nos coloca --escribe el Beato Josemaría-- en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones y las cosas de esta vida» (ECP, 133). Con el sentido de eternidad que proviene de tan íntima unión con la Trinidad Beatísima, las almas santas contemplan la realidad creada desde un punto de vista divino, participando de algún modo en la visión que Dios tiene en Sí mismo de las criaturas. Todo lo juzgan a la claridad del don de sabiduría.
61. Así les sucede a los santos que no llaman desgracia a la enfermedad, a las contrariedades, a la falta de lo necesario..., sino que bendicen a su Padre del Cielo convencidos de que todas las cosas «cooperan al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28).
62. «La doctrina de la cruz de Cristo --escribe el Apóstol-- es necedad para los que se pierden, pero es poder de Dios para los que se salvan. Según está escrito: perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudentes. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el disputador de las cosas de este mundo? ¿No ha hecho Dios necedad la sabiduría de este mundo? (...). Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya sean judíos, ya gentiles. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres» (1 Cor 1,18-25).
63. GS, 15.
64. Iac 3,15. Cfr Josemaría Monforte, Ideas éticas para una vida feliz, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 173-191.
65. «Cuando se descuida la humildad, el hombre pretende apropiarse de Dios, pero no de esa manera divina, que el mismo Cristo ha hecho posible, diciendo "tomad y comed, porque esto es mi cuerpo" (1 Cor 11,2): sino intentando reducir la grandeza divina a los limites humanos. La razón, esa razón fría y ciega que no es la inteligencia que procede de la fe, ni tampoco la inteligencia recta de la criatura capaz de gustar y amar las cosas, se convierte en la sinrazón de quien lo somete todo a sus pobres experiencias habituales, que empequeñecen la verdad sobrehumana, que recubren el corazón del hombre con una costra insensible a las mociones del Espíritu Santo» (ECP, 165).
66. Lc 1,48.
67. Sap 9,1-4.
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