Los años 70 y 80 han visto un cambio extraordinario en los comportamientos sexuales en los países del Occidente europeo y, a la vez, en el estado de opinión habitualmente aceptado en este campo. Esta transformación ha recibido el nombre de revolución sexual y podemos colocar su principio en los sucesos del 68 en Europa, anticipada de alguna manera por los movimientos juveniles de los Estados Unidos de los años 60.
Esta transformación radical tiene una serie de causas de naturaleza diferente. El descubrimiento de la píldora anticonceptiva pone a disposición de las mujeres un instrumento eficaz y relativamente inofensivo para evitar embarazos no deseados. Esta posibilidad técnica se pone en las manos de una generación de mujeres jóvenes sometidas a una extraordinaria presión social y obligada a redefinir radicalmente su papel y sus expectativas sociales.
De las mujeres se pide que entren en el mercado de trabajo y compitan en él con sus coetáneos varones. La maternidad es, ciertamente, un obstáculo para la afirmación individual, sobre todo si la sociedad no asume como un objetivo prioritario una política social que haga compatible el trabajo profesional con la vocación a la maternidad.
El primer feminismo, que encuentra en el libro famoso de Simone de Beauvoir El segundo sexo el propio manifiesto, ve la emancipación de la mujer en la eliminación de la diferencia respecto al varón. Pero la diferencia fundamental consiste justo en esto: que el fruto de la concepción permanece con la madre, mientras que el padre puede desinteresarse, e incluso negar la propia responsabilidad (al menos antes del reciente test del DNA).
Por esta razón las mujeres siempre han observado y defendido una ética sexual más rigurosa que la de los hombres. La idea de que la unión sexual sea legítima sólo en el interior de una convivencia socialmente reconocida tiene como fin hacer que cada madre pueda tener a su lado un padre para hacer frente a los gravosos deberes materiales y morales del cuidado y la educación de los hijos.
La píldora ha hecho que la maternidad, en vez de destino, sea elección, y la elección de muchas madres es, en una determinada fase histórica, no ser madres. Dicha elección puede ser definitiva o provisional. En este último caso, una fase de la vida dominada por una sexualidad no ligada a una relación estable y socialmente reconocida, viene seguida por otra en la que se casa y se tienen hijos.
Junto a la invención de la píldora la ideología de la revolución sexual encuentra su base en las tendencias demográficas de los años 60, 70 y 80 y las extrapolaciones que se hacen. La introducción -aunque en medida limitada- de las modernas técnicas de higiene y profilaxis en los países subdesarrollados provoca una rápida caída de los niveles de mortalidad, especialmente infantil, mientras que los niveles de natalidad continúan creciendo.
Nace el temor de que pronto el número de los hombres sea tan grande que exceda la capacidad de la tierra para sostenerlos, poniendo en breve tiempo a la humanidad delante de la posibilidad de destrucción del ambiente, del agotamiento de los recursos naturales no renovables y, en fin, del colapso económico y social. No tener hijos, más que tenerlos, parece ser el comportamiento que se corresponde mejor con las necesidades de una fase nueva de la historia de la humanidad.
Todos los elementos que hemos recordado sumariamente conforman una ideología más o menos coherente, que toma elementos marxistas y freudianos, pero los utiliza y los recompone de un modo que cambia al menos en parte su significado originario. F. Engels había sostenido en su libro El origen de la familia, de la Propiedad Privada y del Estado que la familia no es una institución natural, pero surge en la historia, junto con la propiedad privada. Existe así un tiempo antes de la familia, cuando aún no se manifestaba la exigencia de una transmisión ordinaria de la propiedad a la que la familia responde.
Los ideólogos de la revolución sexual sostienen que la humanidad está entrando en una nueva fase en la que no habrá necesidad de la familia, y la familia por tanto está destinada primero a debilitarse y después a desaparecer.
Los niños, en la medida en que continúen naciendo, serán socializados por nuevas instituciones: irán desde asilos a tiempo completo, hasta las comunas, que ya tuvieron gran popularidad, aunque fugaz.
La política también ha hecho su aportación a este proceso, poniendo por obra políticas sociales que miran al individuo, y que, en medida creciente, han ignorado el papel de mediación de la familia entre el individuo y el Estado. Así, el Estado se ha preocupado directamente de la mujer, del anciano, del niño, haciendo que la familia no tome parte en los propios problemas de sus miembros y de este modo ha contribuido a debilitar la autoridad, la función y el papel de la propia familia.
A esta evolución cultural y social se opuso en 1968 el Papa Pablo VI con la encíclica Humanae Vitae. Esta ha sido entendida y criticada como una encíclica sobre la licitud moral del uso de la píldora. En realidad, el tema de la encíclica es más bien la naturaleza de la sexualidad humana y del amor humano, una crítica de la revolución sexual y de la separación entre sexualidad y procreación. El Papa aparece como el último defensor de un mundo destinado a un inevitable cambio.
A más de treinta años de distancia de aquel clima cultural y político, hoy nosotros estamos llamados a hacer un primer balance de la revolución sexual, de sus consecuencias, y de la situación de la familia en el mundo de hoy.
Las tendencias demográficas en el mundo de hoy difieren de modo sensible de las de hace treinta años y aún se diferencian más de las extrapolaciones estadísticas que entonces se hicieron. Podemos hacer aquí una observación de carácter general: prever el futuro no es fácil y no es aconsejable hacerlo extrapolando y prolongando en él las tendencias que dominan en una determinada fase histórica. La prevalencia de una tendencia a menudo genera reacciones y contratendencias que pueden corregir o también invertir la tendencia originaria. Hoy, en muchos países en vías de desarrollo, los padres se dan cuenta de que casi todos los niños nacidos alcanzarán la mayoría de edad sin ser diezmados por las enfermedades infantiles que antes reducían dramáticamente su número. Y además es cada vez más evidente que el niño tendrá necesidad, antes de ser económicamente activo, de un período relativamente largo y costoso de instrucción.
La necesidad de invertir en los hijos, unida al porcentaje más alto de niños que alcanzan la mayoría de edad, hace que las parejas reduzcan el número de los nacimientos tanto que se puede prever a no muy larga distancia una estabilización de la población mundial. Factores decisivos de esta tendencia son el crecimiento de los niveles de instrucción y el desarrollo económico.
Los recursos naturales no se han agotado. Hemos aprendido usarlos mejor, hemos descubierto nuevos recursos, hemos abierto nuevos caminos para la investigación científica (por ejemplo las biotecnologías) que nos permiten mirar el futuro con mayor confianza. La tierra será capaz aún de alimentar a las generaciones que vendrán después de nosotros.
En algunos países, y de modo particular en aquellos que han vivido más intensamente la experiencia de la revolución sexual, ha surgido un problema dramático de disminución demográfica.
El número de niños disminuye hasta el nivel de 1,2 ó 1,3 por cada mujer. Aumenta en consecuencia el número de ancianos y disminuye el número de jóvenes. En los países europeos, donde las pensiones de los ancianos son pagadas con las tasas y las contribuciones de los trabajadores más jóvenes y activos, eso lleva a una crisis dramática de los sistemas de pensiones. Se puede considerar que estas tendencias ponen en evidencia el hecho de que la razón de ser de la familia no es asegurar la ordenada transmisión de la propiedad, sino asegurar al niño las condiciones de su maduración humana, el ambiente sereno y protegido en el que puede florecer como hombre, y, juntamente, crear las condiciones para que el anciano pueda tener junto a sí en los años de la vejez a alguien que le quiera y le cuide.
Los Estados modernos han intentado sustituir esta función de ligamen entre las generaciones con los sistemas de pensiones y los sistemas de asistencia sanitaria y social. Los resultados no son brillantes. Los sistemas de asistencia gestionados por el Estado son costosos y poco eficaces. El anciano manifiesta exigencias afectivas que prevalecen sobre las necesidades materiales; y, sin duda, el drama principal del anciano es la depresión y el aislamiento social. El Estado no llega a sustituir a la familia en la asistencia al anciano. Igualmente resulta fallido el intento de crear agencias de socialización de los niños y de los adolescentes sustitutivas de la familia.
En nuestros países nacen demasiado pocos niños y demasiados de estos pocos nacen fuera del matrimonio y no encuentran para acogerlos un ambiente favorable capaz de acompañar el propio desarrollo. Crece entonces la inestabilidad juvenil, el sufrimiento psíquico, la inadaptación y la criminalidad juvenil. Particularmente preocupante es el fenómeno de los jóvenes varones que crecen sin tener delante de sus ojos la imagen de un varón adulto que cuida de una mujer y de sus propios hijos. Es a través de la preocupación por la mujer y por los hijos como la fuerza del hombre se convierte en trabajo. Donde falta este arquetipo crecen subculturas de la violencia en las cuales el objeto de deseo no se alcanza con la fatiga y el trabajo sino que se conquista con la violencia, y en las cuales domina el desprecio por la mujer.
La presencia del padre es importante no sólo para el joven varón sino también para las niñas. Las hijas de madres solteras, que necesitan de la asistencia pública, tienden a convertirse ellas mismas en madres sin un vínculo estable con un hombre en una edad precoz, y a convertirse en dependientes de la asistencia pública. El problema no atañe solamente a la educación emocional y moral de los niños. Se refiere también al propio bienestar físico. Es difícil para una mujer sola trabajar y hacerse cargo de los hijos. A menudo no puede hacer frente a la situación y acaba dependiendo depender de la asistencia pública ella y sus hijos. Esta solución naturalmente es costosa e insatisfactoria.
Por otro lado, no se ha llegado a encontrar fuera de la familia un modo de vincular al padre a la prole y obligarle a asumir las propias responsabilidades. Un estilo de vida con elevada promiscuidad sexual hace difícil conseguir que él participe en la educación de los hijos y sufrague las necesidades materiales.
Además, en los casos de divorcio es notorio lo precario que es el pago de los alimentos debidos al cónyuge y a los hijos y qué irregularmente se cumplen las obligaciones anejas.
En los Estados Unidos, la disolución de la familia ha llegado a ser la primera causa de pobreza. En el curso de los últimos treinta años la familia se ha debilitado indudablemente, pero no se han encontrador modalidades alternativas que hagan las funciones sociales tradicionalmente resueltas por el grupo familiar. El Estado, los servicios sociales, se han mostrado en esto extraordinariamente costosos y poco eficaces. Mientras persisten en la política tendencias que reducen el papel de la familia, se manifiestan a partir de la mitad de los años 80, y de forma creciente, tendencias a una nueva estimación positiva de la función de la familia y de sus valores. El tema de los valores familiares, por ejemplo, ha llegado a ser central en el debate político de los Estados Unidos, y comienza a imponerse también en los países de la Europa Occidental.
Aquí, en la Unión Europea, tenemos necesidad de aumentar el número de los nacimientos si no queremos desaparecer simplemente de la historia y que la última generación de europeos muera abandonada sin que nadie se preocupe de ellos. Tenemos, además, necesidad de socializar y educar a las nuevas generaciones, y somos conscientes de no poderlo hacer sin la familia.
Las estadísticas, como es sabido, no lo dicen todo. Es necesario saber leerlas con inteligencia y también con imaginación. Cuando decimos, por ejemplo, que una población consume de media un pollo por cabeza al día, esto puede significar efectivamente que cada uno come un pollo todos los días, pero puede también significar que la mitad de la población consume dos pollos y la otra mitad ayuna.
Lo mismo ocurre con los niños ¿Qué significa exactamente, por ejemplo, que en Italia tengamos una media de 1,2 niños por cada mujer? Está claro que ninguna mujer puede tener un niño coma dos. Un número considerable de mujeres tienen un niño. Muchas tienen dos niños, y algunas tienen también más de dos. Otras muchas no tienen ningún hijo. Las mujeres que tienen hijos, por lo general, tienen marido y constituyen un núcleo familiar, al menos en su sustancia, de tipo tradicional. Las mujeres que no tienen hijos, por lo general, no se casan y adoptan estilos de vida sexualmente alternativos. Y lo que hemos dicho de las mujeres vale también, naturalmente, para los hombres. Así, sucede que una parte de la población asume ella sola y por entero el deber de engendrar y educar a la nueva generación asegurando el necesario recambio generacional y la continuidad de la sociedad.
Ser padre es una extraordinaria experiencia personal, que enriquece la vida y le da sentido como ninguna otra. Al mismo tiempo, sin embargo, ser padre significa asumir una función social fundamental que lleva consigo costes gravosos, económicos y materiales.
Aquellos que no se casan y no tienen hijos no padecen estos costes y, en paridad de ganancias, gozan de un rédito disponible bastante más alto. Por lo general, cuando dos personas se unen para engendrar y educar a los hijos uno de los dos, o los dos en diversa medida, deben renunciar a una parte de su capacidad de dedicación y de éxito profesional para dedicar las energías necesarias a la vida de su familia y a los deberes que ella reclama.
Del correcto cumplimiento de los cometidos como padres y del buen funcionamiento de la familia depende la supervivencia de la sociedad. En el fondo, también las pensiones de quienes no han querido tener hijos serán pagadas, en los países en que hay sistemas de pensiones llamados “de repartición”, con las tasas y las contribuciones de los hijos que ellos no han tenido y no han educado. Existe así una evidente penalización, una injusticia patente en perjuicio de aquella parte de la población que, escogiendo el camino de la familia “tradicional”, paga ella sola los costes de una función social de la cual todos sacan ventaja.
Cuando tener una familia era el destino de todos, o al menos de la inmensa mayoría, este problema no se presentaba, o al menos no se presentaba con la misma fuerza con que se presenta ahora. Por eso se convierte ahora en un deber de justicia construir políticas para la familia que comporten una redistribución de las ventajas en favor de las familias para ayudarlas a sostener los costes de la función social que desempeñan.
Parece pues que la profecía de Engels no está destinada a cumplirse: la familia, considerada como superada, sobrevive en la historia porque no se ha logrado suplirla y no ha aparecido otro modo de desarrollar las funciones sociales que la familia ha realizado en el curso de la aventura humana sobre la tierra.
El hecho de que la familia sobreviva no significa, sin embargo, que goce de buena salud, y menos aún que el actual retorno a los valores familiares pueda significar una vuelta a la familia de ayer. También ella debe afrontar el desafío de la renovación en un mundo que cambia. Uno de los motivos por los que la institución familiar ha conseguido acompañar al hombre en el curso de su historia es su flexibilidad y su capacidad de cambiar y adaptarse a las diversas situaciones. Ahora, una vez más, la familia está llamada a cambiar y a adaptarse a una situación nueva. La familia es una sociedad natural quizás precisamente porque es una sociedad histórica; es decir, comparte la naturaleza del hombre que continuamente se transforma en la historia permaneciendo siempre fiel a sí misma y a su estructura originaria.
Es evidente que la conciencia del carácter esencial de la familia para la existencia de la sociedad no es por sí solo motivo suficiente para inducir a una pareja joven a casarse y a tener hijos. Mayor eficacia tendría, sin duda, una política favorable a la familia, que supere la injusticia que ésta sufre hoy, y que promueva su creación, proteja la maternidad... Sin embargo, es difícil que esto baste para lograr la superación de la actual crisis de la familia. En la práctica es posible que las condiciones objetivas para la existencia y crecimiento de la sociedad sean percibidas por los individuos como contrarias a su autorrealización y felicidad personal. Y cuando una sociedad no es capaz de asumir en su cultura las condiciones de la propia supervivencia y de su desarrollo objetivo, el resultado inevitable es la decadencia de dicha sociedad, que se encamina a su colapso.
El Imperio Romano, en una situación no muy distinta de la nuestra, no consiguió elaborar tempestivamente una solución cultural adecuada. Puede ser interesante señalar que Tácito veía en la corrupción y decadencia de la familia romana y, por el contrario, en la solidez de la familia germánica, la causa que, con el tiempo, llevaría a la disolución del Imperio, pese a su inmensa superioridad cultural, económica, tecnológica y militar. Las clases dirigentes romanas desaparecieron de la historia, a excepción de aquella parte que se convirtió al cristianismo y trasmitió a los germanos la herencia de la nueva fe y de la antigüa cultura.
¿Cuál es en este momento la actitud de nuestra cultura hacia la familia y qué cambios observamos en ella?
Hemos recordado el efecto disolvente del descubrimiento de la píldora anticonceptiva en los años 60 y cómo se ha unido a las tendencias prevalentes del feminismo de aquellos años, llegando a proponer una forma nueva de autoconciencia femenina.
Si miramos los años 90 se puede ver un efecto de algún modo comparable al que tuvo entonces el descubrimiento de la píldora en la irrupción de una enfermedad transmisible sexualmente: el SIDA.
Los profilácticos ofrecen una protección relativamente eficaz, aunque no total, contra esta enfermedad, la píldora en cambio no ofrece ninguna protección. Si se pretende tener relaciones sin protección será oportuno conocer a la persona con la que se tienen estas relaciones, y conocerla íntimamente hasta el punto de poderse fiar. Naturalmente, el SIDA no restablece en el imaginario colectivo una conexión entre sexualidad y procreación. Establece, sin embargo, una conexión entre sexo y conocimiento personal en profundidad. No es aconsejable ir a la cama con el primero que se presente. Es conveniente tener relaciones con un número limitado de personas, mejor una sola, de la cual se pueda presumir que sea fiel y a la cual será igualmente conveniente permanecer fiel. Esto no coincide exactamente con una vuelta a la monogamia, pero lleva sin embargo por un camino significativo exactamente en aquella dirección. La aparición del SIDA llama la atención sobre la naturaleza particular del acto sexual: una glándula del cuerpo de un ser humano descarga su propio contenido dentro del cuerpo de otro ser humano y establece entre los dos un nivel único de intimidad, hasta el punto de que queden superadas incluso las barreras inmunológicas que nos defienden y, normalmente, nos separan al uno del otro. Esta intimidad se manifiesta en el caso del SIDA de forma negativa, como transmisión de un virus portador de muerte.
Esta misma intimidad puede sin embargo tener un aspecto positivo. Ir a la cama con una persona significa, en cierto sentido, poner la propia vida en sus manos, y no sólo por el peligro de contagio. El sexo está encuadrado en una relación personal.
La revolución de los años 60 había separado el sexo de la procreación, pero había separado también el sexo de la relación personal, privándolo de cualquier significado moral. La aparición del SIDA fuerza a una nueva reflexión sobre la conexión entre sexo y relación interpersonal, y, por otro lado, entre sexo y fidelidad.
Al mismo tiempo surge un nuevo tipo de feminismo centrado sobre la idea de la diferencia. Mientras que en el primer feminismo la liberación de la mujer consistía en llegar a ser similar al varón, y por eso liberarse del destino femenino, el nuevo feminismo reclama el derecho a existir como mujer y vivir el destino femenino. Se abre así el debate sobre el derecho a la diferencia y sobre el contenido de la diferencia femenina.
El nuevo feminismo se enfrenta naturalmente con el tema del embarazo, del parto y de la maternidad, y se lo encuentra después de que el fracaso de las experiencias de las comunas, que florece en los años 60 y 70, ha hecho caer las ilusiones que se habían puesto en las formas de convivencia alternativa a la familia y , sin embargo, capaces de proporcionar un ambiente acogedor para la maternidad.
Si relacionamos la recuperación de la dimensión personal del sexo con esta nueva tematización de la identidad femenina descubrimos un movimiento, todavía tímido e incompleto y que corre el peligro a cada paso de desaparecer, hacia la recuperación de la idea de matrimonio. En la palabra matrimonio está contenida etimológicamente la palabra madre. El matrimonio es, en efecto, la institución que contiene y protege a la madre.
Las ideologías y los mecanismos sociales de los años 60 y 70 están lejos de haber agotado su impulso. Han conseguido transformar profundamente nuestra sociedad y ocupan una gran parte de ella. En los países donde este cambio ha llegado por diversas razones con un cierto retraso, como por ejemplo España y diversos países latinoamericanos de lengua española, estas ideologías son aún particularmente virulentas y activas. Son, sin embargo, evidentes los signos de una tendencia nueva y por esto el tiempo presente es complejo y difícil de descifrar. Esto a lo que asistimos y, yo pienso, a lo que asistiremos en el futuro, no es un simple retorno al pasado.
El destino femenino se ha presentado a muchas mujeres de las generaciones que nos han precedido como un dato natural que ocupaba por fuerza el espacio de la vida y al que no era de ningún modo posible resistir. Era no sólo lo cultural sino lo natural. La reacción del primer feminismo fue imaginar un destino femenino que fuera sólo cultura y no naturaleza a la vez, y que así permitiera ignorar aquella peculiaridad del cuerpo femenino de la que deriva su especificidad.
El cometido ante el que nos encontramos hoy nosotros es más bien el de integrar naturaleza y cultura, y esto significa ayudar a las jóvenes mujeres a asumir culturalmente con un acto de libertad su naturaleza, es decir, su especificidad femenina. La cultura no puede ser enfrentada a la naturaleza: la construcción de la identidad cultural es posible siempre a partir de la reflexión sobre el dato natural y sobre su interiorización.
Hemos partido en esta reflexión de la identidad femenina, más que de la masculina, porque la identidad femenina es en un cierto sentido primaria. La identidad masculina se define en relación a la femenina y, por así decir, en un segundo momento. El modo en que nosotros vivimos nuestra virilidad es estrechamente dependiente de aquel en que las mujeres viven su feminidad. El fruto de la concepción permanece con la madre y es la madre la que nos llama a ser padres reconociendo nuestra paternidad e instándonos a asumir la responsabilidad de progenitor. Si la mujer no nos llama a esta responsabilidad nosotros no llegamos a ser conscientes, y es por esto por lo que nuestro ser padres, que es elemento constitutivo fundamental de nuestra virilidad, se constituye esencialmente en relación a la solicitud que la mujer nos plantea, que deriva de su autoconsciencia y del modo en que ella experimenta y vive su propia feminidad.
Todas las civilizaciones han definido un sistema de reglas, de mitos y de costumbres para orientar y preparar a las mujeres a asumir su propia especificidad femenina, para prepararse a ser madres. Existe ciertamente una pluralidad de modos de realizar este objetivo y por consiguiente una pluralidad de roles femeninos, y sin embargo todas las formas históricas en que se intenta pensar el papel femenino no pueden evitar encontrarse con el núcleo irreductible de la diferencia femenina: la ordenación a la maternidad.
El segundo feminismo se encuentra hoy exactamente con este problema: cómo asumir la maternidad en el interior de una nueva definición de la identidad femenina, ayudando a las mujeres a escoger la maternidad como vocación en vez de soportarla simplemente como destino, como sucedió a menudo en un pasado lejano; o, por el contrario, rechazarla como esclavitud, como ha sucedido en un pasado más reciente.
Algunos plantean hoy este problema en términos de derecho. Una parte del movimiento cultural contemporáneo quiere readjudicar a las mujeres el tema de la maternidad sin renunciar a la separación de sexualidad y procreación. Las técnicas de inseminación artificial y de clonación permiten tener un hijo fuera de una relación sexual. Esta posibilidad prescinde en cierta medida también de la feminidad: de hecho, una análoga posibilidad se abre también al varón. Es posible imaginar una sociedad que redescubre el tema de la paternidad, pero no lo une a la sexualidad, a la reciprocidad y a la familia. En una sociedad semejante, cada individuo podría tener hijos desde sí mismo y por sí mismo. Sería así posible programar una solución al problema demográfico y también responder a las profundas pulsiones interiores que empujan a las mujeres (y también en menor medida a los hombres) a desear un niño.
Sexualidad y procreación podrían correr sobre raíles paralelos. Aquí hay dos interrogantes importantes que es necesario plantearse ante esta visión de una posible ciudad futura. El primero tiene un carácter enteramente económico y material. La experiencia nos dice que la tarea de criar de manera solitaria a un hijo supera la capacidad de una mujer o de un hombre. Para subvenir a los costes de la educación es, por lo general, necesario trabajar ambos, ser dos. La segunda objeción tiene por el contrario un carácter moral. Incluso aunque se pudiera hacer cargo uno solo de proveer el bienestar material del niño (y este puede ser el caso ciertamente de una minoría rica), permanece el hecho de que la educación reclama la presencia de los dos progenitores. Todo lo que sabemos sobre los procesos de estructuración de la psique humana nos dice que el niño madura y desarrolla de manera equilibrada el propio yo en la relación con un padre y una madre. Más exactamente, el niño madura en el ambiente creado por el amor recíproco de un hombre y de una mujer. Aquí adquiere conciencia de no ser "función" de otro ser humano, sino algo irreductible que nace del amor de dos seres, que es algo diverso y mayor que la suma de dos individualidades, es un evento que obliga también a los padres a la fidelidad a algo más grande que ellos. Si esto no es considerado, crece el riesgo de que el niño sea puesto en el mundo exclusivamente para satisfacer las necesidades emotivas y los deseos de un individuo, para él, para el padre, y no para sí mismo, exactamente del mismo modo como se compra un cachorro para aliviar el propio sentido de soledad.
Podemos resumir nuestra perplejidad ante la idea de un mundo nuevo en el que la procreación está separada programáticamente diciendo que un ser humano por sí solo no basta, no se las arregla, ni para cuidar materialmente ni para educar a los hijos. Para estar a la altura de esta tarea hace falta dos. Parece que haya un cierto nexo o, al menos, una cierta correlación, entre el nivel biológico, en el que una nueva vida nace, por lo general, de la fusión de una celula masculina con una femenina; el nivel económico, en el que el sostenimiento de la prole requiere una comunidad de trabajo de un hombre y una mujer; y el nivel moral, en el que es el amor de un padre y de una madre el que crea el ambiente educativo en el que un nuevo ser humano puede crecer y madurar.
La alternativa a una paternidad vivida y ejercida en solitario conduce al redescubrimiento crítico de la conexión entre sexualidad y procreación a partir del dato “banal” de que son necesarios dos tanto para “hacer el amor” como para engendrar y educar un niño. Esta alternativa está ligada a un redescubrimiento y a una reformulación de las experiencias fundamentales del amor por el otro y del ser persona. En el Banquete, Platón nos habla del amor como de una "divina locura". Enamorarse significa poner el centro de la propia vida afectiva fuera de uno mismo, en otro. Esto lleva consigo una paradoja: aceptar depender de otro por amor no significa perder sino ganar la propia libertad. La dependencia del otro no humilla, porque es en realidad dependencia de la nueva realidad que descubrimos conjuntamente con el otro y a la cual pertenecemos conjuntamente con el otro. El amor, al menos el amor conyugal, implica una relación de reciprocidad. Cada uno se descubre a sí mismo en el otro, no puede ser él mismo si no es a través del otro, y toda la realidad está capturada en esta relación hasta el punto de adquirir color y sabor, belleza y fascinación exactamente en ella. Es dentro de esta relación donde el niño encuentra el contexto de la propia generación y del propio desarrollo. La experiencia del enamoramiento es una tempestad emocional que proporciona una extraordinaria evidencia a la dinámica que hemos descrito someramente. Pero, el enamoramiento no es aún el amor conyugal.
El amor conyugal no es un estado emocional sino que es un acto de la persona que de manera responsable y libre asume el propio enamoramiento y se vincula a la persona del otro, empeñándose en permanecer fiel a eso que en el enamoramiento se ha intuido. En los años 60 y 70 hemos visto en la cultura occidental un movimiento de alejamiento de la idea de amor conyugal como empeño estable de la persona. Primeramente esto ha llevado a privilegiar el enamoramiento sobre el amor, la experiencia emotiva subjetiva sobre el empeño objetivo de la persona. Sucesivamente hemos visto decaer también el enamoramiento a favor de relaciones sexuales sin implicarse emotivamente. Algunos signos parecen indicar que hoy estamos recorriendo un camino inverso: va del enamoramiento a una dinámica interna que quiere permanecer para siempre y pide crecer mediante un empeño estable y definitivo de la persona.
Esta verdad se hace aún más importante en nuestro tiempo en el que la generación no se impone como destino sino que debe ser elegida como vocación. No es posible un retorno crítico a la familia sin un redescubrimiento de la idea de amor conyugal. La recuperación de esta idea es un problema cultural. Si el amor conyugal, la maternidad y la paternidad son valores socialmente reconocidos, entonces aparece la necesidad de reconstruir un proceso educativo que ayude a los jóvenes a ser dueños de las propias emociones y leer los propios conflictos interiores de modo que puedan construir en sí mismos una personalidad capaz de amar.
A este nivel la cuestión de la familia afecta directamente a la cuestión fundamental de nuestra civilización, como por otra parte de cualquier posible civilización. Se trata de la cuestión de la autoconsciencia; es decir, del modo en el que en el interior de nuestra sociedad el amor se percibe y se concibe a sí mismo. Hemos vivido una fase histórica de individualismo creciente.
El hombre en nuestra sociedad ha buscado en medida creciente definirse a sí mismo, en su referencia al propio cuerpo, a las propias sensaciones, a las cosas de su propiedad y a las que puede adquirir. El hombre ha hecho depender el propio valor de lo que posee más que de su propio ser. De esta manera el hombre se ha cerrado en el círculo de su propia soledad y ha buscado distraerse con una multiplicidad de relaciones fugaces que no llegan a empeñar el fondo de su existencia.
El redescubrimiento del amor conyugal y de la familia está ligado, por el contrario, a un género muy distinto de autoconsciencia y a una diferente concepción de la familia. Aquí la persona es vista y experimentada como una realidad que recibe el propio contenido de la relación con el otro. Las personas que amo entran a formar parte de mí de tal manera que no puedo determinar lo que soy si no es en la relación con ellas. El hombre es al mismo tiempo individuo y comunidad.
El enamorarse y el casarse es la forma elemental en que nosotros experimentamos con el máximo de intensidad emotiva nuestro ser para la comunidad y nuestro ser comunidad. Existe solo otra experiencia que tiene una intensidad parangonable y quizá incluso superior: es la experiencia de la relación entre los padres y el hijo, y de manera particular entre la madre y el hijo. El hijo es llevado en el cuerpo de la madre, y aquí el ser parte uno del otro, el ser juntamente individuo y comunidad, asume una evidencia carnal.
El cruce de relaciones sexuales y de procreación en el interior de la familia hace de ésta la institución por excelencia en la que se aprende el dinamismo propio del ser personal.
Donde la familia, en cuanto institución, se debilita, se debilita también la autoconsciencia del hombre como persona y prevalece o bien un individualismo absoluto o, al contrario, una forma de colectivismo en que el individuo es absorbido en el conjunto de las relaciones sociales de las cuales no puede autonomizarse. En la familia se crean las estructuras psíquicas y morales que permiten mantener el delicado equilibrio entre individuo y comunidad, entre libertad y solidaridad, sobre el cual se rige nuestra civilización.
Esto, por otra parte, no debería maravillarnos: la persona es engendrada y se constituye en la familia. El modo en que la persona se constituye y la forma de autoconsciencia que ella despliega, y luego aplica a todas las dimensiones de su obrar social, depende necesariamente de la experiencia originaria que ella vive en la familia, y, por consiguiente, de la estructura de familia en que esta experiencia originaria tiene lugar. Por esto podemos decir que del destino de la familia depende el destino de la civilización.
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