Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2001, organizados por la Asociación Almudí de Valencia (5 de febrero de 2001) y publicada enJ. Noriega Bastos, Claves filosóficas de la actual fundamentación de la moral en AA VV, “Fundamentos de la moral cristiana”, (Edicep, Valencia 2001), pp. 39-54. (ISBN: 978-84-7050-659-8).
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0. Introducción
“Las obras y acciones son siempre singulares, por ello, toda ciencia operativa se perfecciona en la consideración particular”[1]. Comienza así el Aquinate su estudio de la acción humana, poniendo de relieve su singularidad. Con ello quiere indicar un elemento decisivo, y es la contingencia del obrar humano: esto es, se trata de un obrar que es particular, concreto, cambiante, circunstancial. Hoy asistir a un diálogo de teología es bueno, mañana la misma reunión cambia de valor moral. Ayer no quise llamar por teléfono a un amigo porque no lo juzgaba bueno, hoy, sin embargo, creo que debo llamarle a toda costa.
A poco que analicemos nuestras acciones nos daremos cuenta de su precariedad[2]. Pero a la vez de su grandeza. Porque en acciones tan concretas se juega el sentido de la vida de un hombre. Es en su actuar como el hombre se construye o se destruye, se gana o se pierde. Y este hecho es preciso justificarlo racionalmente. Todos hemos experimentado el gozo de actuar, alcanzando el fin que nos proponíamos y, a la vez, el dolor de acciones que se nos prometían muy dichosas y luego cosecharon amargura. Una contingencia tan grande en el obrar ¿hace posible fundamentar la vida moral de las personas? La fundamentación de la acción está en la verdad que implica. Pero ¿existe una verdad en las acciones contingentes o es que acaso quedan en manos del simple sentimiento emotivo que causan?
Si así fuera sería imposible dar una explicación racional del obrar humano, con lo que la vida de las personas navegaría sin timón en el vaivén de sus emociones. ¡Cuántas personas han renunciado a fundamentar verdaderamente su conducta moral enrocándose en una decisión radical de su voluntad! La persona, verdadero sujeto moral, queda así reducida al “yo emotivo”.
1. Caminos de reconstrucción
Los intentos de reconstrucción tras el naufragio moral en que nos encontramos han recorrido diversos caminos dentro del ámbito cristiano[3], de los que quería detenerme en dos de ellos. El primero es el de una atención mayor a la ley, a las normas, a los absolutos morales, intentando descubrir su sentido y la posibilidad de fundamentación en la naturaleza humana. Así, un conocimiento mayor de lo que es el hombre, de su dignidad, de sus potencialidades, nos ayudaría a fundamentar mejor su conducta moral, ofreciendo un criterio de actuación objetivo.
Por otro lado, nos encontramos con otro camino que mira no ya al “origen” de la acción, esto es, al “ser del hombre”, sino a la intencionalidad que da a su obrar, a los fines principales que pretende. Surge así lo que ha venido a llamarse el “teleologismo católico”[4], donde las acciones humanas vendrían a ser redefinidas en base a los fines principales que persiguen.
Ambas teorías aportan elementos esenciales que no deben ser olvidados, so pena de caer en los defectos de una manualística que consideraba la acción humana desgajada de la antropología y en su mera factualidad física sin atender a los fines que se pretenden[5]. Pero absolutizar uno de ellos implicaría chocar contra un hecho esencial: y es que las acciones son contingentes, pueden ser de una manera o de otra, no hay demostración sobre ellas, y son particulares, por lo que no sólo buscan fines últimos, sino también fines próximos. Si sólo miramos al origen natural de ellas o a los fines principales, no lograremos dar cuenta de su particularidad.
Así, el intento de fundamentación antropológica de la moral se encuentra incapaz de explicar el porqué el hombre construye de tal manera su vida concreta. Y ello porque, fijándose en la naturaleza de las facultades humanas, olvida el hecho fundamental de la identidad de la persona. Es cierto que yo soy hombre, pertenezco a la especie humana. Pero ello no me identifica como tal persona. La identidad personal no se deriva de la naturaleza, porque no es algo específico, sino singular, referido a “este hombre que soy yo”. El hombre encuentra su identidad propia en su genealogía y en las alianzas que establece[6]. Y por parte del teleologismo se obvía una cuestión decisiva y es que la intencionalidad humana no se construye al margen de los bienes que están en juego y que son asumidos originalmente en la tensión de un hombre que tiene una identidad concreta y unos fines, ordenando racionalmente su conducta[7].
Tanto la fundamentación antropológica como teleológica alcanzan su relevancia moral en el acto a través de la teoría sobre la conciencia, ciertamente muy distintas en una y en otra, pero que refleja en ambas un sustrato común, por cuanto se trata de aplicar los conocimientos que se tiene al acto concreto, juzgando de su rectitud o incorrección.
Tengo para mí que con la teoría de la conciencia nos encontramos ante una reflexión que, de nuevo, es incapaz de explicar la singularidad de la acción humana. Y ello porque el juicio de la conciencia implica una “reflexión” que se descentra del bien que atrae, para concentrarse en una consideración refleja de la acción según su adecuación a la norma[8] o a las consecuencias positivas que se buscan: se juzga de una acción, pero no se juzga realizarla, imperándola. Ya el mismo Aquinate había visto la diferencia que existía entre el juicio de conciencia y el juicio de elección: Differt autem iudicium conscientiae et liberi arbitrii, quia iudicium conscientiae consistit in pura cognitione, iudicium autem liberi arbitrii in applicatione cognitionis ad affectionem: quod quidem iudicium est iudicium electionis[9]. Por esta razón fundamental nos encontramos con una profunda evolución en su pensamiento, que le llevará a abandonar prácticamente la reflexión sobre la conciencia para pasar a privilegiar el papel de la prudencia[10], ya que aquí nos encontramos con un juicio que acaba directamente en la acción.
El problema no es realizar un juicio sobre las acciones que debo o no hacer, sino construir efectivamente bien la vida. Cierto que tendré que juzgar, pero el problema es de dónde parte el juicio moral para llegar a producir efectivamente la acción: ¿de los principios de la sindéresis? Demasiado universales para el acto concreto. ¿De la ley divina? Demasiado general, puesto que deja sin mencionar siquiera la mayoría de las acciones que realizo. ¿De la naturaleza humana? Demasiado ambigua, pues pueden entrar en conflicto dinamismos entre sí, como nos muestra los pseudo-problemas que nos plantea la bioética. ¿Del propio deber? Demasiado formal, por lo que al final se acabarían resolviendo los problemas acudiendo a la utilidad de las consecuencias.
Además, sobre la teoría de la conciencia pesa un prejuicio intelectualista que la hace incapaz de explicar verdaderamente tres cuestiones decisivas en la vida moral de las personas: la culpa, ya que esta quedaría siempre reducida a un mero error intelectual: el papel de la afectividad, que debería ser siempre controlada para evitar su influjo disturbador: y el lugar de la costumbre en la configuración del sentido de la acción[11].
2. La pregunta moral como una pregunta por el sentido
La vida moral de las personas no se estructura a partir de la naturaleza, ni de los principios universales, ni de la ley de Dios, ni del imperativo categórico, ni menos aún de las consecuencias de sus actos: sino a partir de los fines que ama. Sólo cuando el hombre entiende quién quiere ser y cómo puede llegar a serlo es cuando sus acciones cobran un sentido verdaderamente humano y personal. Sólo en ese momento el hombre se convierte en verdadero autor y actor de sus acciones, porque les da un sentido. La pregunta moral por excelencia no es la pregunta por la acción aislada, en cuanto que inquiere sobre “¿qué debo hacer?” o si “¿es correcta esta acción?”: se trataría siempre de preguntas que obvían una cuestión ulterior y más decisiva siendo incapaces de motivar verdaderamente la conducta. La pregunta moral es una pregunta por el sentido, y el sentido último de mi propia vida, no en cuanto un sentido dado, sino un sentido a descubrir y a construir: esto es, ¿quién quiero ser?[12].
La respuesta a esta pregunta, de la que depende toda la estructuración moral de la persona, no puede darse al margen de las experiencias originarias[13] que configuran la identidad del sujeto. En estas experiencias juega un papel decisivo la afectividad. ¿En qué sentido? En que gracias a ella el hombre puede re-conocer el rostro concreto de las personas que le aman y le ofrecen una posibilidad de comunión. La reacción afectiva es siempre la reacción ante un bien que nos atrae. Pero en la atracción que ejerce, la inteligencia puede descubrir mucho más que la particularidad de la conveniencia con una determinada disposición corporal o afectiva. Ella nos desvela la benevolencia de los demás, sus esperanzas y expectativas, y nos descubren así una promesa de plenitud en la comunión que se nos anticipa en la unión afectiva. La verdad de la afectividad se nos muestra no en su intensidad o placer, porque ello no llena una vida, sino en su capacidad de remitir a un amor más grande.
La persona puede reconocer, entonces, en esa promesa su verdadero bien. ¿Por qué? Sencillamente, porque percibe la conveniencia de lo que se le promete con todos los dinamismos que ha despertado de un modo natural, esto es, con su persona ut persona. Nos encontramos en un momento decisivo en la vida de una persona, que acontece en la vida del niño, o del adolescente, o del joven: momento en el que se le ofrece la posibilidad de algo nuevo que le hace salir de su soledad y le proyecta a una comunión. La persona humana experimenta en este momento una plenitud nueva que se le da en promesa, y que reclama su aceptación, fijando en ella el sentido último de su vida. Es el momento en que la persona, “deliberando sobre sí mismo”[14], se pone a sí mismo en la existencia, disponiendo de sí misma por lo que puede asumir el gobierno de su vida[15]. Hasta ese momento el niño era un “pequeño animal” que juzgaba todo por la conveniencia inmediata con sus instintos y afectos. Ahora entiende que lo que está en juego es su misma persona, su bien como persona. Es el momento en que entiende su vida como un todo y se elige a sí mismo configurando su identidad. Ahora sí que “subsiste en sí mismo”.
El punto de vista, entonces, que nos permite entender la acción del hombre es la que ha venido a llamarse “moral de primera persona”[16], esto es, aquella perspectiva que busca entender en qué manera el sujeto agente pueda ser autor de su propia conducta construyendo con ella una vida lograda, buena, feliz en las acciones excelentes que produce. Todo intento de juzgar las acciones humanas al margen de la perspectiva del sujeto que actúa, acudiendo a criterios diversos como pueden ser la ley, o la naturaleza humana, o el cálculo de las consecuencias, o el consenso social, no será capaz de explicar la grandeza que encierra toda acción aún en la fragilidad del bien particular que persigue.
Llegamos así a una primera conclusión decisiva: la naturaleza humana es condición necesaria para una vida humana, por lo que se convierte en fundamento último de toda acción humana: sólo un ser con una naturaleza racional puede actuar libremente. Pero la naturaleza humana no da la identidad concreta que la vida moral toma en “este hombre que soy yo”. Se precisa, por lo tanto, un nuevo principio más próximo, y éste viene como consecuencia de la transformación que implica en el sujeto la experiencia de encuentro interpersonal en el que puede reconocer su verdadero bien en la promesa de comunión que se le ofrece[17].
El principio próximo de acción, por lo tanto, es el amor verdadero, en cuanto que implica una llamada a una comunión personal en el que puede encontrar la plenitud humana. La dificultad mayor es que tal plenitud se da en promesa, por lo que deberá creer en ella, y esperarla y construirla con acciones excelentes. Sin la fe y la esperanza humanas la acción perdería su dinamismo y sentido. Todos lo experimentamos cuando dejamos de creer y de esperar, porque entonces queremos realizar el sentido de la promesa que hemos vislumbrado sin exponernos, sin entregarnos[18]. La acción pierde en este momento su carácter simbólico, haciéndose incapaz de expresar a la persona.
3. La construcción de la acción
Para valorar el sentido de esta perspectiva es preciso que veamos cómo el hombre construye sus acciones. Sólo así aparecerá claro cuál es el fundamento próximo del obrar. Con ello pretendo mostrar cómo es posible navegar entre Scilla y Caribdis sin caer necesariamente en los obstáculos señalados acerca de una fundamentación antropológica y teleológica.
3.1. Hacia un concepto adecuado de acción humana
Se precisa un concepto adecuado de acción humana. Esta no es en modo alguno un todo acabado que quedara en manos de la pura elección o decisión del hombre. Actuar moralmente no es “elegir” entre distintas opciones ya constituidas en razón de su capacidad de satisfacer las propias necesidades. Esto ocurre solamente cuando uno va de compras: en tal caso, el producto está ya manufacturado, y conforme a sus intereses previos, valora las ofertas que le hacen[19]. La intencionalidad simplemente se yuxtapondría al contenido de la acción: “he elegido esto porque quiero un fin sucesivo”.
Ahora bien, las acciones no se eligen ni se deciden principalmente, sino que se producen desde uno mismo, inventándolas. Uno elige cosas, pero produce acciones. La cosa existe con anterioridad a que yo la elija, la acción no[20].
La comparación con la creación artística ilumina el momento decisivo de la acción[21], ya que la obra de arte no se puede reducir a los elementos que la componen: el color, la forma, el sonido, la rima. Todos ellos son inexplicables por sí mismos si no se atiende a la inspiración artística que está a su base y que le da unidad y sentido. Es desde la intuición de la belleza desde donde el artista inventa y produce su obra, ordenando todos sus elementos de una forma original para expresar su intuición.
De la misma manera toda acción humana es irreducible a los bienes ontológicos que están en juego o a las consecuencias que se producen. Su sentido humano nace de la intuición de la atracción que un fin ejerce sobre uno mismo: la acción es concebida, entonces, desde el amor a un fin, digno de ser amado por sí mismo, y desde él la prudencia es capaz de inventar y producir una acción que actualice ese amor. La verdad a la que se hace referencia no es, por lo tanto, una verdad más entre otras, porque pone en juego al hombre mismo en cuanto se dirige a través de sus acciones a realizar el destino de su vida[22].
La acción viene especificada por la intencionalidad que implica en sí misma, pero, ¿en qué manera?
3.2. El fin y la acción
Toda acción humana implica un acto de la voluntad guiado por la inteligencia. Para que la voluntad humana pueda determinarse por una acción es preciso que tenga una razón para ello: esta razón lo que expresa es el motivo o el fin que guía la voluntad y que responde a la pregunta “¿por qué, o mejor, para qué quiero yo tal acción?”[23]. De esta manera, la intención de la voluntad que se dirige a un determinado fin especifica esa acción en su contenido. El objeto moral de una acción queda así especificado por la intención primera o próxima del sujeto que actúa (VS 78)[24].
Si profundizamos en el contenido intencional del acto voluntario, nos daremos cuenta que tal intención básica sólo es explicable en cuanto se engarza con otras intenciones más amplias y profundas de la persona. La acción “estudiar”, por ejemplo, queda especificada por la intención próxima de “asimilar una verdad”. Pero si uno quiere “asimilar una verdad” es porque tiene una intención más honda: “formarse”.
El análisis de la intencionalidad de la acción nos manifiesta la complejidad que implica y cómo en la acción se da una secuencia armónica de fines en los que los fines primeros o próximos son “elegidos” en la medida que se “pretenden” determinados fines superiores. Aparece así la estructura básica de la acción, en cuanto “elección” de unos medios por la “intención” de unos fines. De esta manera los fines próximos (objeto de la elección) son englobados en fines superiores (objeto de la intención) hasta llegar a un fin que es querido de forma necesaria, esto es, el deseo de alcanzar una vida lograda o feliz[25].
Lo que constituye el sentido humano de tal acción es precisamente la unidad intencional que existe entre todos los fines pretendidos según un orden concreto. Esto es, la proporción que se da entre los diversos niveles de la intencionalidad de la voluntad. Esta unidad y proporción es una unidad creada por el hombre y, por tanto, “ordenada” por él. Ahora bien, es preciso entender el modo como “ordena” la intencionalidad humana, pues podría concebirse como una “ordenación extrínseca”, en cuanto se ordenara un acto intencional ya constituido a un fin ulterior. Sin embargo, el fin próximo no puede entenderse al margen de los fines superiores, ya que son los fines superiores los que penetran e informan al fin próximo. La intención no se yuxtapone a la elección, sino que la ordena interiormente. Por esta razón, la acción “ofrecer una ayuda a un pobre para acrecentar la propia fama”, no es en modo alguno un acto que pueda definirse como una “limosna”, aunque el pobre recibiera efectivamente una ayuda por parte nuestra. Y no lo es porque no existe unidad intencional entre “elegir ayudar a una persona” y “querer acrecentar mi fama”. La forma moral la da el fin[26], y en concreto, el fin próximo[27], según la clásica afirmación de Tomás de Aquino, y este fin sólo es comprensible en relación a los fines superiores que la informan a su vez[28].
3.3. Amor y fin
La pregunta que surge ahora es ¿de dónde arranca tal intencionalidad? Es ciertamente el hombre quien ordena la intencionalidad a determinados fines, pero ¿por qué a tales fines concretos?
La respuesta no puede ser otra sino por la atracción que determinados bienes ejercen en la subjetividad de la persona. Si profundizamos en esta atracción nos daremos cuenta de que determinado tipo de bienes atraen de una forma absoluta y otros de una forma relativa. Hay bienes que ejercen una atracción singular en razón de su propia dignidad: sólo un ser de naturaleza personal puede atraer de una forma absoluta. Y otros bienes atraen por su relación a la persona, por cuanto son un bien para ella. Nuestra acción incluye en sí misma una doble finalización: esto es, la finalización a la persona y la finalización a un bien para la persona[29]. Sigamos preguntándonos: ¿por qué atraen estos fines y no otros?
Ello se debe, por un lado a la causalidad personal que ejerce el bien absoluto, esto es, la persona, atrayendo hacia sí de un modo singular en razón de la unión afectiva o interior que ha creado[30]. De esta manera es posible que el hombre fije en tal persona su intencionalidad (finis cui), porque tal intencionalidad se deriva de una presencia anterior en su interior. Por otro lado, es preciso tener en cuenta que la intencionalidad dirigida a la persona se realiza, sin embargo, siempre a través de la mediación de la intencionalidad a un bien para la persona, que depende a su vez de la conveniencia con la intencionalidad personal. De esta manera, todo acto electivo implica un amor afectivo previo que lo configura intencionalmente[31]. El afecto se convierte así en luz capaz de dirigir el camino a una comunión.
La intencionalidad de la acción no es, por lo tanto, unívoca, porque implica una secuencia de fines diversos ordenados armónicamente, ni es tampoco una intencionalidad que se derive de la propia naturaleza, porque es necesaria una presencia afectiva del fin en el sujeto que nace como consecuencia de un encuentro personal[32].
Esta presencia afectiva interior implica una primera unión y una llamada a una comunión más plena. Lo que en último término se quiere y en lo que se fija la intencionalidad es en la comunión con la persona: “la libertad ... tiende a la comunión”, afirmaba Veritatis splendor 86. Y esta comunión es la que se proyecta en los fines intermedios. Así el amor del fin último será capaz de informar los fines intermedios hasta concretarse en un fin próximo. Ese amor al fin subsiste entera e íntimamente en las restantes intencionalidades de la voluntad[33]. El Aquinate aclara que los actos de la voluntad por los que se eligen determinados fines próximos, como pueden ser estudiar, conversar, o asistir a un diálogo, “no son buenos ni queridos por sí mismos, sino desde el orden al fin”[34].
La acción humana, por lo tanto, sólo es explicable desde la intencionalidad que la anima. Y esta, a su vez, sólo es explicable desde el orden que la prudencia construye en base a los bienes que están en juego: principalmente el bien de la persona, querida de un modo absoluto, y los bienes para la persona, queridos de una forma relativa. Y en la unión de ambos está el significado humano de la acción.
La pregunta que surge ahora es ¿cómo entiende la prudencia esta relación entre ambos?
4. Las virtudes, principios próximos de elección
La prudencia, en el construir las acciones, no parte de normas, ni deduce su deliberación de principios filosóficos, sino que parte de unos principios propios y que estarán insertos ya en el dinamismo de la razón práctica, transidos de la tensión a actuar: se trata de los fines de las virtudes experimentados en la atracción de los bienes concretos[35]. Y desde ellos es capaz de concebir, de inventar y de ordenar sus acciones para alcanzar lo que ama. No en vano el deseo es el lugar donde se fundamenta el sentido de la acción[36].
Las virtudes favorecen así el conocimiento del bien verdadero, porque están finalizadas en modos diversos de actuación que configuran las prácticas diversas de la persona[37]. El contenido intencional de la virtud se dirige no a un fin próximo, sino a un fin intermedio, por lo que la intención de la persona se configura desde las virtudes. Ellas son determinantes no sólo para “realizar” el bien, como bien recogía la manualística, sino sobre todo para “elegirlo”: esto es, para juzgarlo como bueno e imperarlo. Influyen por lo tanto en el contenido mismo de la elección[38].
¿En qué manera influyen? Principalmente porque permiten una doble connaturalidad: por un lado con la persona amada, fin de la acción, en virtud de la cual se “quiere su bien de la misma forma que se quiere el bien para uno mismo”[39]: no en vano el amigo llega a ser un “alter ipse”. Las virtudes implican una finalización de los dinamismos intencionales en determinados modos de comunión con la persona[40] y posibilitan un conocimiento de la misma en su singularidad única e irrepetible[41]. Ya comentaba Aristóteles que “el fin no aparece por naturaleza a cada uno de tal o cual manera, sino que en parte depende de él”, como explica en el libro III de su Etica a Nicómaco[42].
Y por otro lado, favorecen una connaturalidad con los verdaderos bienes operables, que convienen con las propias disposiciones afectivas, y por ello, son vistos como “pertenecientes a uno mismo”. Así, cuando la afectividad plasmada por la razón reaccione, la misma reacción será un “determinar” su verdadera bondad[43], y de ahí que se hable de juicio por connaturalidad, y que el conocimiento moral sea equiparado por el Aquinate al conocimiento del “gusto”, al sabor[44]. Se trata del verdadero bien que es experimentado en la reacción subjetiva. Ahora, de una subjetividad abierta a la verdad.
Por lo tanto, las virtudes median entre las disposiciones universales de las facultades espirituales y la infinita variedad de las acciones singulares y contingentes haciendo posible al sujeto gobernar su vida, ofreciendo a la prudencia un principio de unidad y estabilidad decisivo para construir bien su conducta.
A la ley moral le corresponderá un papel decisivo en la formación del hombre virtuoso. El niño, como todo aprendiz, fiado de sus padres y de sus maestros, se someterá a una disciplina que le permitirá regenerar en él el aprecio por lo bueno, forjando su gusto interior. El papel del amigo en este caso es decisivo, ya que, ofreciendo su amistad, posibilita que la persona se fíe y acepte la disciplina, interiorizando paulatinamente una forma excelente y cualificada de actuar[45].
5. Conclusión
Nuestra preocupación era buscar el fundamento de las acciones particulares. Hemos encontrado que la naturaleza es el fundamento último y necesario de la conducta humana, pero no suficiente, porque es demasiado indeterminada en sus inclinaciones. Por otro lado el teleologismo destaca la importancia del finalismo para entender la acción humana, pero no es capaz de explicar el por qué de la singularidad de los fines próximos que especifican la acción.
El fundamento próximo y el principio de unidad de las acciones singulares se encuentra en el amor al fin, estabilizado en el dinamismo afectivo gracias a las virtudes. Este amor dirige al hombre a una comunión personal que se le da en promesa, en la que cree, moviéndole la esperanza de alcanzarla a construir acciones donde actualizar la comunión. En este trabajo, la prudencia ordenará las intencionalidades propias y peculiares de la acción para que alcance verdaderamente la comunión.
Desde un punto de vista filosófico encontramos así dos claves decisivas para una fundamentación renovada de la teología moral:
-la perspectiva de la moral de primera persona, que privilegia la originalidad y unidad de la razón práctica a la hora de construir las acciones, destacando el papel decisivo que juega el dinamismo afectivo y las virtudes. Dentro de esta originalidad es donde se incluye el momento veritativo y antropológico y no viceversa.
-la perspectiva personalista, por la que se destaca la relación que existe entre el finalismo de la acción y la comunión de personas por la mediación del bien, así como el valor existencial que tiene el encuentro interpersonal para determinar este finalismo. Con ello se supera una moral que se centra en la naturaleza de las facultades humanas y en la bienaventuranza como acto perfecto, aunque estos elementos quedan incluidos dentro de una perspectiva mayor que es capaz de salvar las dificultades que conllevan.
Ambas perspectivas quedan abiertas a una nueva perspectiva, la perspectiva teológica por la que se muestra en qué manera es posible redimensionar teológicamente el obrar humano como participación al obrar de Cristo por el don del Espíritu a Gloria del Padre, que es donde el obrar humano alcanza su último fundamento porque es el fin último que busca en todo su obrar. Esta es la grandeza del obrar cristiano: en el límite de su contingencia y particularidad se da el don de Dios que lo mueve y dirige hacia sí. He ahí la razón última de su excelencia y plenitud[46].
[1] STh I-II, q. 6, prol.
[2] Ya el mismo Aristóteles negaba el carácter de ciencia a la prudencia en cuanto tal, al tratar de aquello que «puede ser de otra manera», por lo que carece de demostración: Etica nicomaquea VI, 5: 1140b. En este punto se basa H.-G. Gadamer, Il problema della coscienza storica, Guida Editori, Napoli 1974, 63-73, para eliminar todo intento de dar a la ética un valor objetivo e incondicionado. Gadamer, redescubriendo la originalidad propia de la prudencia, sin embargo, no respeta la originalidad propia de la “ciencia” ética.La exégesis que hace Tomás de Aquino a este problema concreto y fundamental del libro VI de la Ética nicomaquea en su Sententia Libri Ethicorum VI evidencia la diferencia entre filosofía práctica y prudencia, y a la vez completa la postura aristotélica enmarcando la actuación de la prudencia misma dentro de principios propios, como ha mostrado L. MELINA, La conoscenza morale: Linee di riflessione sul Commento di san Tommaso all’Etica Nicomachea, Città Nuova Editrice, Roma 1987.
[3] Véase al respecto: A. Fernández, La reforma de la teología moral: medio siglo de historia, Aldecoa, Burgos 1997: A. Bonandi, “Modeli di teologia morale nel ventesimo secolo”, en Teologia 24 (1999) 89-138, 206-243.
[4] Véase al respecto la explicación de G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, LAS, Roma 1995, 176-203.
[5] Por ejemplo, D.M. Prümmer, Manuale Theologiae Moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, Freiburg im Br. 1935, nn. 99 e 111, para quien el acto implica un “esse physicum”, como elemento exterior, al que se suma un “esse morale”, cualidad accidental del “esse physicum” derivada de su relación trascendental con la ley.
[6] Cfr. P. Beauchamp, La legge di Dio, Piemme, Casale Monferrato 2000, 44.
[7] Cfr. la crítica de Veritatis splendor 71-83.
[8] Cfr. G. Abbà, Felicità, vita buona e virtù, LAS, Roma 1989, 244-254.
[9] De Veritate q. 17, a. 1, ad 4.
[10] Para la dificultad de la teoría de la conciencia, véase J. Noriega, "Anotaciones sobre la ratio practica y la conciencia en Tomás de Aquino", en Anthropotes 12 (1996) 379-383. Sobre la evolución del Aquinate puede verse G. Abbà, Lex et virtus, LAS, Roma 1983 y mi obra “Guiados por el Espíritu”. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, PUL-Mursia, Roma 2000.
[11] Cfr. de próxima publicación: G. Angelini, “Conoscenza e senso, verità e libertà”, en L. Melina-J. Larrú (ed), Verità e libertà nella teologia morale, PUL-Mursia, Roma 2001.
[12] Cfr. L. Melina-J. Perez soba-J. Noriega, “Tesi e questioni sullo statuto della teologia morale”, en Anthropotes 15 (1999) 261-274 y en Revista Española de Teología 61 (2001) 101-117.
[13] Valorando la importancia de la experiencia moral se sitúa A. Fernández, Etica filosófica y teología moral. La cuestión sobre el fundamento, Gesedi, Madrid 2000, quien, sin embargo entiende que la finalidad ética de la persona es el bien en sí, que coincide con el bien para mí. Creo que esta distinción se aclara viendo que lo que el hombre busca es el “verdadero bien”, al cual se le opone el “bien aparente”. La distinción entre “en sí” y “para mí” carece de relevancia moral, dado que el bien implica siempre la subjetividad.
[14] STh I-II, q. 89, a. 6. Véase al respecto el magnífico comentario de J. Maritain, “La dialectique immanente du premier acte de liberté”, en NV 3 (1945) 218-235.
[15] Véase al respecto C. Caffarra, La vida en Cristo, EUNSA, Pamplona 1988, 141-147.
[16] Cfr. G. Abbà, Felicità, op. cit., 97-104.
[17] Cfr. J. Pérez Soba, “Operari sequitur esse?”, en L. Melina-J. Larrú, op. cit.
[18] Cfr. J.C. Nault, “L’accidia: tentazione di uscire dalla dimora dell’agire?”, en L. Melina-P. Zanor, Quale dimora per l’agire? Dimensioni ecclesiologiche della morale, PUL-Mursia, Roma 2000, 243-256.
[19] La imagen la pone I. Murdoch, The sovereignty of Good, Routledge, London-New York 1989, 8.
[20] Para G. Anscombe, Intention, Basil Blackwell Publisher, Oxford 1963, § 32 la dificultad de comprender la originalidad del conocimiento práctico radica en su diferencia con el conocimiento teórico, en el que los hechos y la realidad son anteriores al mismo conocer, al contrario de lo que sucede con el conocimiento práctico. Ver también S. Pinckaers, Le renouveau de la morale, Casterman, s.l. 1964, 141: “On considère l’acte humain comme une réalité à faire (un ‘agibile’), à construire, à creér, une réalité qui n’existe pas encore et que la puissance de la volonté va à porter à l’existence”
[21] La comparación la realiza también I. Murdoch, op. cit., 40-41.
[22] Cfr. L. Melina, La conoscenza morale, Roma 1987. Con esta perspectiva se salva el peligro señalado por A. Fernández, op. cit. de caída en un casuismo que olvide la fundamentación antropológica y teológica: la acción queda enmarcada en una conducta que posee un principio de unidad. Gracias a este principio de la teoría de la acción se podrá manifestar en toda su belleza y sentido el fundamento cristológico y pneumatólogico. Véase al respecto J. Noriega, Guiados por el Espíritu. El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, PUL-Mursia, Roma 2000.
[23] Cfr. E. Anscombe, op. cit., § 22.
[24] Cfr. M. Rhonheimer, La prospettiva de la morale, Armando Editore, Roma 1994, 38-41, 85-89.
[25] Para el sentido de esta relación de fines véase, Anscombe, op. cit., § 26: Abbà, Felicità, vita buona e virtù, LAS, Roma 1989, cap. IV.
[26] II-II, q. 23, a. 8: “In moralibus forma actus attenditur principaliter ex parte finis”.
[27] I-II, q. 60, a. 1, ad 3: “Moralia non habent speciem a fine ultimo, sed a finibus proximis”.
[28] Cfr. S. Pinckaers, Le renouveau, op. cit., 136-137: “L’action reçoit sa valeur morale de toute la finalité que lui communique l’intention du sujet agissant. Et il faut bien remarquer que ces finalités ne s’ajoutent pas comme de l’exterieur à l’action morale; elles lui sont intimement présentes; elles l’inspirent et s’actualisent en elle; elles en sont l’âme et la forme”.
[29] Cfr. L. Melina, “Agire per il bene de la comunione”, en Anthropotes (1999)
[30] Cfr. Galagher, “Person and Ethics in Thomas Aquinas”, en Acta Philosophica 4 (1995) 51-71.
[31] Cfr. A. Wohlman, “L’elaboration des éléments aristotéliciens dans la doctrine thomiste de l’amour”, en RT 82 (1982) 247-269.
[32] Cfr. J. J. Pérez-Soba, “Dall’incontro alla comunione”, en L. Melina-J. Noriega (a cura di), Domanda sul bene e domanda su Dio, PUL-Mursia, Roma 1999, 109-130: y de próxima publicación Idem, “Operari sequitur esse?”, en L. Melina-J. Larrú, Verità e libertà in teologia morale, op. cit.
[33] Cfr. S. Pinckaers, “La structure de l’acte humain suivant saint Thomas”, en RT 55 (1955) 399.
[34] I-II, q. 8, a. 2.
[35] Cfr. I-II, q. 58, a. 4-5. Ver al respecto la interesante reflexión sobre el influjo de las virtudes en la prudencia de G. Abbà, Lex et virtus, LAS, Roma 1983, 202-222
[36] Cfr. C. Vigna, “La verità del desiderio come fondazione della norma morale”, en E. Berti (ed.), Problemi di etica: fondazione, norme, orientamenti, Fondazione Lanza, Gregoriana Librería Editrice, Padova 1990, 69-135.
[37] Cfr. Abbà, op. cit., 151-168.
[38] Cfr. A. Rodríguez Luño, La scelta etica, Edizioni Ares, Milano 1988.
[39] I-II, q. 28, a. 1.
[40] Cfr. J. Noriega, “Las virtudes y la comunión”, en Burgense 41 (2000) 235-241
[41] Cfr. J.L. Marion, L’intentionalité de l’amour. En hommage à E. Lévinas, Paris 1986, 111 y ss.
[42] Etica a Nicómaco III, 5: 1114b12-24.
[43] Cfr. R.-T. Caldera, Le jugement par inclination, Vrin, Paris 1980
[44] Con ello se refleja una profundización en su pensamiento acerca del modo como el hombre conoce la verdad práctica: véase al respecto el estudio de G. Abbà, Lex et virtus, op. cit., y mi obra “Guiados por el Espíritu”, cit. Para la comparación, véase, entre tantos textos, II-II, q. 24, a. 11.
[45] Cfr. S. Pinckaers, Les sources de la morale chrétienne, Editions Universitaires-Cerf, Fribourg-Paris 1993, 361-385: Abbà. Felicità, op. cit., cap. VII.
[46] Puede verse una exposición más amplia de estos principios en L. Melina-J. Noriega-J. Pérez Soba, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica, de próxima publicación.
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