Dos mil años de cristianismo no han sido un acontecer baldío en esta tierra nuestra. Incluso los que desearían liberarse de ellos se ven felizmente imposibilitados por todo un entorno cultural en el que desde los esquemas mentales al mundo de los valores, pasando por cualquier manifestación del arte, están afectados por una forma de ser que ha cristalizado en una buena parte de eso que hemos venido a llamar civilización occidental. Llamo feliz a esa casi imposibilidad porque contiene una riqueza de tal calibre que, aun sin considerar que el cristianismo es sobre todo un camino de salvación, nos dignifica y nos libera.
En tonos diversos y con valor muy distinto, las múltiples manifestaciones populares a las que da lugar la Semana Santa guardan un trasfondo cultural, artístico y humano que no son sino expresiones, más o menos atinadas, del hondo misterio que celebran. A veces se protegen como un bien cultural; en ocasiones, se les cuida porque aportan el dinero del turismo. Pero muchos siguen viendo en esas manifestaciones sobre todo una expresión de la fe que vivimos.
Las representaciones de la Pasión de Cristo, las procesiones, el canto, los silencios y las celebraciones litúrgicas, más especialmente, encierran fe y teología más que suficiente para acercarnos al misterio profundo de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios hecho hombre hace dos mil años.
El modo de conducirse el pueblo cristiano en estos días debe servir para adentrarse de alguna manera en los sentimientos que llenaron el alma de Cristo doliente y, después, resucitado. Las diversas formas de participación en las iglesias y en las calles han de servir para penetrar un poco más en aquel amor tan grande de Dios Padre al mundo, que le entregó a su Hijo unigénito para redimirlo a través de la muerte. Quizá el canto de una saeta, el lento desfile de los pasos y hasta el redoble de un tambor deberían servir en la mayoría de los casos -yo espero que así sea- para algo más que la admiración provocada por su belleza. Esa belleza no estorba, todo lo contrario, pero hay que encontrar en ella el vehículo que entra en el hondón del amor de Dios a los hombres.
Cuando se trata de las funciones litúrgicas de esos días, éstas son ocasión de considerar y valorar los sucesos que rememoran o actualizan: la entrada de Jesús en Jerusalén, la institución de la Eucaristía y el Sacerdocio, la condena, sufrimientos, muerte y resurrección de Cristo. Veremos esas realidades no solamente como un suceso de infinito precio acaecido hace veinte siglos, sino algo perennemente actual y de particular incisividad en la vida cristiana. En efecto, esos sucesos salvadores en torno a la cruz se hacen verdaderamente presentes en el sacrificio de la Misa y, de diversas maneras -a través de los sacramentos- se nos aplican sus efectos sanantes y santificadores.
Los oficios, la Eucaristía, la cruz recortada en el azul de nuestras calles, un silencio, una saeta, aquella Dolorosa de particular devoción, el rítmico desfile de los nazarenos, todo ello ha de adentrarse en el alma para hacernos mejores.
Pablo Cabellos Llorente
Vicario de la Delegación del Opus Dei en Valencia