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Lo que se espera de la visita de Benedicto XVI es que disipe esa niebla de “malestar”, que se oculta tras la sociedad de “bienestar”
A casi un mes del inicio de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), Madrid es la ciudad que más inscripciones ha recibido de jóvenes. Un buen augurio de lo que será esta Jornada, que se celebra 28 años después de la primera realizada en Roma. Es curioso que, entonces, la preocupación de los media se centró en una supuesta devastación de las zonas verdes, a manos (o a pies) de la “horda de jóvenes” que avanzaba sobre Roma. Uno de esos scoops catastrofistas que, a veces, suelta la prensa para luego suspirar aliviada al comprobar que todo quedó en una “pacífica invasión”, que alegró el corazón de los romanos y respetó las escasas zonas verdes de Roma.
La verdad es que estas Jornadas han sido las concentraciones más “oceánicas” que conoce la Historia. Por ejemplo, en la celebrada en Manila en 1995 cuatro millones de jóvenes se concentraron en esa ciudad de Extremo Oriente. En la última de Sydney, los reunidos superaron a los asistentes a los Juegos Olímpicos del 2000. Madrid espera entre millón y medio y dos millones de jóvenes.
¿Por qué Dios interesa a tanta gente joven, ya sea su heraldo un Papa reflexivo de 84 años como Benedicto XVI o uno más activo como Juan Pablo II? En varias JMJ se ha entrevistado a muchos de los asistentes sobre ese extremo. Las respuestas más habituales han sido: 1) Nadie (ningún profesor, ningún familiar etc.) me había hablado con la claridad y exigencia del Papa; 2) No sé si estaré a la altura ética que nos está pidiendo ; 3) Haga o no haga lo que dice, “ese señor” (por el Papa) tiene razón .
Estas respuestas dan la razón a aquellos sociólogos que opinan que, en este siglo XXI, “Dios está en racha”. Es más, probablemente será “su” siglo. Lo será, entiéndaseme bien, en la medida en que sus portavoces —que normalmente actuarán en el contexto de las democracias, a las que parecen apuntar las grandes corrientes subterráneas del s. XXI— sepan despertar las sensibilidades dormidas que yacen en su trasfondo. Es sabido, que la opinión pública en las democracias suele ser una mezcla de sensibilidad para ciertos males y de insensibilidad para otros. Entre estos últimos, la mediocridad moral y otros valores espirituales dormidos en el torrente circulatorio de la sociedad.
Los jóvenes —y no tan jóvenes— que en agosto invadirán las calles de Madrid desean algo distinto del monótono mensaje de los ideólogos de turno, que sostienen que no hay bien ni mal: solo una densa bruma que envuelve en el relativismo moral acciones y personas. El Papa, probablemente, dirá exactamente lo contrario: frente a subjetivismo ético, hablará de verdades objetivas; frente a hedonismo consumista, insistirá en solidaridad y templanza; ante un horizonte cultural teñido de pesimismo, hará hincapié en la belleza de la verdad.
La importancia de esta nueva visita a Madrid de Benedicto XVI (tal vez la última que realice a España), radica en que, en esta ocasión, sus jóvenes interlocutores son una tierra especialmente ávida para absorber las afables —pero enérgicas— llamadas a despertar esos valores dormidos. Desde el valor de no sacrificar todo en el altar de la profesión (incluida la ética y el derrumbe de sus familias), hasta poner en marcha una revolución religiosa silenciosa, que muestre la global dimensión del iceberg de miseria espiritual que oculta una sociedad huérfana de estímulos morales.
Lo que se espera de la visita de Benedicto XVI es que disipe esa niebla de “malestar”, que se oculta tras la sociedad de “bienestar”. En una palabra, ayudar a recomponer ojos y corazones nuevos que superen la visión simplemente biológica del acontecer humano.
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