En su ‘Libro de la Vida’, la gran mística española y primera mujer Doctora de la Iglesia recuerda un episodio «de mucho daño» en su adolescencia y alerta de «cuán mal lo hacen los padres algunas veces»
Mística, reformadora eclesial, poetisa, fundadora, escritora, consejera del rey, amiga de santos y hasta primera mujer Doctora de la Iglesia. La riqueza espiritual y doctrinal de santa Teresa de Jesús es tanta que cinco siglos después de su muerte sigue siendo un pozo inagotable de inspiración para católicos y no católicos.
Buena prueba de ello son las constantes adaptaciones de su biografía al cine y al teatro –algunas un tanto heterodoxas–, o las constantes reediciones de sus obras, singularmente de su poesía mística y de su gran autobiografía: El libro de la Vida, escrito por obediencia a sus superiores.
Es precisamente en esta obra donde Teresa de Jesús narra un episodio traumático de su adolescencia, cuando ella ya rondaba los catorce años y su madre acababa de fallecer. Un momento «de mucho daño», que ella aprovecha para dirigirse a los padres y madres de familia «si yo tuviera que aconsejarles», con unas advertencias que son perfectas para el final del curso y el comienzo de las vacaciones de verano, con su constante ajetreo de visitas familiares y trato con amigos.
«Cuán mal lo hacen los padres…»
«Paréceme que comenzó a hacerme mucho daño lo que ahora diré», arranca el capítulo 2 del libro, en el que aborda su adolescencia y su primera juventud. Y antes de referirse a lo importante que es que los padres conozcan los hábitos de los hijos y las compañías que frecuentan, advierte a las familias de «cuán mal lo hacen algunas veces los padres, que no procuran que vean sus hijos siempre cosas de virtud de todas las maneras».
Así, Teresa recuerda cómo su excesiva afición por los libros de caballerías y las distracciones mundanas comenzaron tan sólo como «una pequeña falta». Pero la ausencia de control paterno y el hecho de tratarse de una edad crucial para el desarrollo de la persona, hizo que aquel hábito empezase a «enfriar los deseos y a comenzar a faltar en lo demás; y parecíame no era malo, con gastar muchas horas del día y de la noche en tan vanos ejercicios aunque escondida de mi padre».
Vigilar las amistades de los hijos
Sus palabras de advertencia más severas no serían sobre los hábitos y costumbres de los hijos, sino sobre la vigilancia que los padres deben tener de las compañías que frecuentan los jóvenes… y los propios padres. Un consejo que la propia Teresa explica en el contexto de los tiempos de descanso y vacaciones, en los que es más fácil que entren y salgan de nuestra familia personas ajenas como amigos, familiares o conocidos.
«Ahora veo el peligro que es tratar en la edad que se han de comenzar a crear virtudes, con personas que no conocen la vanidad del mundo sino que antes despiertan para meterse en él», alerta refiriéndose a sus propios primos, «casi de mi edad», de quienes «oía sucesos de sus aficiones y niñerías nonada buenas». Y remarca: «Si yo hubiera de aconsejar, dijera a los padres que en esta edad tuviesen gran cuenta con las personas que tratan sus hijos, porque aquí está mucho mal: que se va nuestro natural antes a lo peor, que a lo mejor».
La mujer de la que «tomé todo el daño»
Y para no cargar la responsabilidad sólo a las amistades de los hijos, llama la atención a los padres sobre los adultos que dejan entrar en casa y sobre sus propios amigos. Y pone el caso concreto de «una parienta que trataba mucho en casa», de la que «tomé todo el daño» por ser «de tan livianos tratos».
«Espántame algunas veces el daño –escribe la santa abulense– que hace una mala compañía, y si no hubiera pasado por ello, no lo pudiera creer. En especial, en tiempo de mocedad debe ser mayor el mal que hace. Y querría que escarmentasen en mí los padres, para mirar mucho en esto. Y es así que de tal manera me mudó esta conversación [con aquella mujer], que de natural y alma virtuosa no me dejó casi nada».
«Gran provecho que hace la buena compañía»
Y concluye alentando a los padres y madres: «Por esto entiendo el gran provecho que hace la buena compañía, y tengo por cierto que, si tratara en aquella edad con personas virtuosas, estuviera entera en la virtud». Tres meses después de aquel verano en tan malas compañías, el padre de la joven Teresa vio la necesidad de intentar enderezar el rumbo de su hija, llevándola al monasterio de las agustinas de Santa María de Gracia, «adonde se criaban personas semejantes».
Una enfermedad y cierta incapacidad de corregirse la llevaría a dejar la orden de San Agustín. Años más tarde, ingresaría en el Carmelo. El resto de su historia es también una buena enseñanza para los padres: incluso las adolescencias difíciles pueden acabar dando grandes frutos de santidad.
José Antonio Méndez, en eldebate.com
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