Enric Benito es un referente en España de los cuidados paliativos. Enric Benito es un referente en España de los cuidados paliativos.
Es uno de los mayores especialistas del país en este campo y asegura que «la gente piensa que cuando alguien muere, sufre. Nada de eso, el que sufre es quien lo ve»
Enric Benito (Mallorca, 1949), médico especializado en oncología y cuidados paliativos, tiene dentro un niño que se enfadó con la muerte. A sus 75, recuerda como un día, los gritos de su abuelo, enfermo de cáncer de próstata y con metástasis ósea, dejaron de escucharse en el patio de su casa. No le cuesta hacer memoria de cómo se llenó de gente y, al fondo, vio a su tío escondido de los demás para llorar. «Noté un desgarro que me partió por dentro; sentí tristeza, pero, sobre todo, viví una oleada de indignación e injusticia», dice en el libro que cuenta su experiencia, El niño que se enfadó con la muerte (Harper Collins, 2024). Desde entonces, y en el fondo, «emerge la luz de la ternura hacia mi abuelo, al que no pude abrazar, y la que he seguido buscando en cada persona que agoniza para acercarme, conectar, consolar y aliviar».
Benito fue coordinador de la Unidad de Cuidados Paliativos del hospital Virgen de la Salud y del hospital Joan March, en Mallorca. También fue coordinador del programa autonómico de esta especialidad, y coordinador del Grupo de Espiritualidad de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos.
—Pasa de una especialidad complicada, la oncología, a otra si cabe peor, los cuidados paliativos. ¿Cómo recuerda la transición?
—No repetiría la experiencia por nada del mundo, pero tampoco lo cambiaría. El cambio vino motivado por una crisis existencial que tuve a los 43 años. Como oncólogo había triunfado —según los estándares que me había propuesto en la vida, tenía una familia maravillosa, una casa al lado del mar, ganaba mucho dinero, era un médico famoso y de prestigio y publicaba en Estados Unidos. Sin embargo, estaba profundamente triste por dentro. Estuve seis meses de baja y el diagnóstico clínico era la depresión psíquica por estrés, un burnout. Fue un cambio de nivel de conciencia, donde uno se rompe y tiene que buscar reconstruirse de otra manera, porque mi modelo de vida no me hacía sentir feliz. Descubrí que lo que venía a hacer en esta vida no era tratar tumores, sino ayudar a la gente a morir bien.
—¿Fue difícil al comienzo?
—Claro, porque primero necesitaba saber qué era eso de morir. No lo había estudiado en la facultad de medicina ni en oncología, así que hice un máster en cuidados paliativos. Volví a la universidad de los 45 a los 47 años. Allí me di cuenta de que, si bien me enseñaban cosas interesantes y necesarias —cómo manejar los fármacos, los calmantes, la morfina, tomar decisiones difíciles o a comunicarme con la familia—, realmente, no aprendí cómo era el proceso en sí. Así que tuve que buscarlo por mi cuenta. Hice muchas cosas especiales e interesantes, como acercarme a la muerte desde el punto de vista experiencial, y me di cuenta de que no duele. Al principio no tenía tanta confianza, pero poco a poco, cuando aprendes a traspasar con tu cariño y tus ganas de ayudar son mayores que tu miedo, conectas con la gente y el que se va, se va bien. Esto es como un parto, morir es exactamente igual que el alumbramiento. Cuando alguien se muere, nosotros nos quedamos viendo el cuerpo que se queda aquí, no entendemos nada. Piensas que la persona se está ahogando, que tiene agonía, que sufre y nada de eso, el que sufre es el que lo ve.
—¿Cómo es posible?
—Cuando alguien se muere, al principio empieza a desconectar de su propio cuerpo. Claro que se ahoga, pero no se entera de ello. El proceso está bien organizado. Digo que es como un parto porque si llevas a un niño de dos años a verlo, no entenderá nada. Verá a gente correr, con estrés y a una mujer gritando. Lo mismo le sucede a la gente con la muerte, cuando no tienen información y criterio. Ahora dirijo un máster universitario porque hay muchos profesionales que necesitan aprender de ello.
—Muchos opinan que la gestión emocional de los médicos es un reto para el sistema sanitario.
—Sí, el fallo del modelo que tenemos es que está basado en la ciencia del siglo XIX, en la que dice que el ser humano es como una máquina y cuando se estropea hay que arreglarlo. Sabemos un montón del organismo, cosas increíbles, pero somos unos ignorantes del mundo interior. La ciencia solo puede entender y explicar aquello que es medible, cuantificable y objetivable. Los médicos y enfermeros sabemos mucho de cómo arreglar el cuerpo, pero a nosotros mismos no nos han enseñado nada de nuestras emociones y, por lo tanto, hay mucho sufrimiento, estrés y problemas de salud mental en los propios sanitarios. Como es lógico, no puedes estar todo el día trabajando con sufrimiento sin herramientas para saber gestionarlo.
—¿Cómo lo gestionan en paliativos, entonces?
—Tenemos la suerte que no curamos a nadie. Eso es una bendición, porque no me puedo esconder detrás de un TAC, sino que tengo que trabajar el cuerpo a cuerpo. Entonces, si no aprendo a gestionar mis emociones para acompañar a la señora que está sufriendo, no puedo desempeñar mi tarea. El dolor se va con morfina, pero el sufrimiento es existencial. Los de paliativos hemos descubierto toda esa parte que no está en la medicina oficial. La ciencia no ha podido entender lo que hacemos hasta ahora, pero hay una nueva ciencia del siglo XXI que va a tener que integrar la conciencia en la ecuación. No es verdad que solo somos un cuerpo, somos mucho más. Cuando ves que la muerte no existe, porque lo que hay es un movimiento, es un proceso de trascender, donde la persona que se está deteriorando acaba por soltar el cuerpo. Lo que intento transmitir en el libro es que la gente no tenga miedo a ello, y que vivan bien. Morirse bien no es más que la expresión de cómo has vivido. Los paliativos solo podemos quitar el dolor.
—Dice que el proceso de morir no duele.
—Sí, yo hablo desde una perspectiva de enfermedad crónica y deterioro progresivo, que supone entre el 80 y el 85 % de las muertes, hay un 15 % de ellas que son repentinas por un infarto, un suicidio, un accidente o un atentado. En el primer caso, está claro que la enfermedad subyacente que te lleva a morir puede ser dolorosa, pero para controlarla, los médicos tenemos una cantidad de fármacos. El sufrimiento, que no es físico, es existencial, lo pones tú cuando te resistes a aceptar la realidad que no te gusta. Es decir, el sufrimiento es la resistencia a aceptar el presente. Es humano, es normal, no estoy juzgando.
—¿Puede darme un ejemplo?
—Sí, alguien cuya madre se va a morir, que tiene 80 años y problemas de salud, pero como su hijo no quiere que pase, se la lleva a Madrid buscando un tratamiento. Si realmente ella se está muriendo, lo que está haciendo su hijo es complicarlo. Se va a añadir un sufrimiento extra para ella y para él. Es como si una mujer, que está a punto de dar a luz, no quiere que nazca su bebé. La palabra determinante aquí es la aceptación.
—¿A la gente le cuesta aceptar la muerte?
—Sí. Y no querer aceptarla es como intentar parar un tsunami con las manos, te llevará por delante.
—¿Qué debe hacer la familia?
—Acompañar diciéndole: «Te queremos, gracias, te puedes ir tranquilo». Acompañar significa dar permiso y autorizar. No hace falta siempre decírselo de palabra, pero siéntate a su lado, tomale la mano, y de corazón, le dices: «Gracias por lo que nos has enseñado, te queremos mucho, vemos que te tienes que ir, te puedes ir. Estaremos bien. Adiós». Cuando haces eso, tú te quedas bien y el que se va siente que tiene permiso para irse. Esto lo sé de haberlo experimentado cientos de veces. no es religión, ni magia. Cuando la gente lo hace me dice que le ha costado mucho, pero que se siente mucho mejor.
—Usted explica que nadie se muere sin saber que se está muriendo.
—Claro, es como querer evitar que una mujer que está dando a luz no se dé cuenta de ello. O al bebé que está naciendo. Otra cosa es que no lo pueda expresar. En este caso, igual. Nadie muere sin saber que se está muriendo, y otra cosa distinta es que no lo quiera decir. Todos tenemos nuestra fuente de conciencia. Esa es la que nos avisa, la intuición de que algo va a pasar. Todos tenemos un aviso de que eso nos va a pasar, solo que a veces no se comparte porque los que acompañan, los que nos cuidan, no saben cómo hacerlo. El problema es que la gente se puede morir muy sola si los que le quieren y le cuidan no le dan permiso para hablar de ello porque no saben cómo hacerlo.
—¿La mejoría previa a la muerte tiene base científica?
—Sí. De hecho, hay un estudio relativamente reciente que lo llama la lucidez pre-terminal. Se ha visto en personas que, incluso, tienen alzhéimer o demencia, que no conectan, que no saben quiénes son y no reconocen a nadie. Sin embargo, en la mayoría de los casos, cuando observas lo que pasa en estas personas horas o días antes de morir, ves que se conectan, reconocen y se despiden. No tenemos ninguna explicación científica del porqué. Para mí significa que la conciencia no está en el cerebro, sino que este solo es el traductor, lo que permite la expresión de la conciencia, que está deslocalizada.
—¿Sabe si su libro ha ayudado a alguien a acompañar mejor?
—Sí, pero no tanto a raíz del libro, sino de los vídeos que hago para la plataforma solidaria Findelavida.org. Ahí, hablo de cómo acompañar, de qué saber a la hora de partir, y los comentarios que recibo son impresionantes. Soy al atrevido que rompe los moldes, porque yo empecé a hacer oncología cuando no exista la especialidad, me dediqué a los paliativos cuando nadie sabía lo que era, y hablo de la espiritualidad en el proceso de morir cuando todavía es un poco locura. Pero me gusta ser un poco provocador.
—¿Por qué cree que hay tanto tabú alrededor de la muerte? Mis abuelos velaban a sus muertos en casa.
—Coincido perfectamente. Tal cual. En mi infancia, en el pueblo, la muerte era algo natural, que estaba integrado. Había un ritual: el muerto se velaba en casa, venían los vecinos, la gente ayudaba a las familias y todos se ponían de luto. Todo ese ritual colectivo y solidario ayudaba mucho al duelo y a integrar a todos. Los niños lo veíamos como algo natural, como algo que pasaba en nuestras vidas, y no solo en la televisión o en Gaza. En el 2022, The Lancet publicó un documento de consenso internacional sobre el proceso de morir en el siglo XXI, e invitaban a la gente a recuperar su valor en la sociedad.
—¿Qué ha aprendido de ello?
—Las sociedades que niegan, rechazan, ocultan, medicalizan y llevan la muerte a los hospitales, se están perdiendo la sabiduría y la riqueza humana que hay en esa experiencia. ¿Por qué nos pasa eso? Porque vivimos en una superficialidad obscena. Apartamos la muerte porque tenemos miedo y somos unos ignorantes de lo que es la vida. La muerte es una maestra de vida, cuando tu la miras a los ojos y te das cuenta de que eso es algo que te va a pasar cualquier día, priorizas las cosas que son importantes. Disfrutas del sol en la cara, besas a tu familia y saboreas el pan con aceite. Pero hoy en día, la gente hace una paella para enseñársela a los demás con una foto en lugar de comérsela. Además, todos tenemos que estar preparados porque es algo que nos puede pasar ahora mismo.
—La muerte de un progenitor solo justifica un permiso de dos a cuatro días de ausencia en el trabajo.
—Es un desastre. La gente no tiene tiempo para procesarlo, así que lo oculta, lo tapa, con las consecuencias mentales que puede tener. Se pierde la sabiduría de estar triste pero, al mismo tiempo, de tener la serenidad de haber acompañado a esa persona que se ha ido en paz. Lo que recomiendo a la gente es que si tienen a alguien querido a quien le está pasando eso, que por favor no huya, no se esconda, que domestiquen su miedo y estén con ella.
Lucía Cancela en lavozdegalicia.es
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