La presencia musulmana en Europa
José Morales
1. Inmigración islámica
Los musulmanes que pueblan Europa no han ido a ella como a una tierra de promisión. No existe para ellos el Dorado al alcance de la mano, como meta de un sencillo o complicado viaje. Van a Europa en busca de la porción de dignidad humana que unas condiciones de vida materialmente más satisfactorias podrían tal vez facilitarles. El desplazamiento musulmán a los países desarrollados del Viejo Continente se encuentra lleno de ambigüedad en la mente de los viajeros islámicos, y esa ambigüedad se refuerza en los que ya se han asentado en alguna medida dentro de los países de acogida. La intención de fondo es continuar la vida – comunitaria y personal – bajo mejores auspicios.
La del inmigrante musulmán en Europa parece entonces una existencia desdoblada, con la psicología de quien habita dos mundos, y está tratando continuamente de reconstruirlos en una unidad vital que sabe difícil de conseguir. Algunos podrían considerarla una existencia flotante, propia de quien padece un equilibrio inestable, porque no le resulta fácil pertenecer a dos mundos simultáneamente, y no es posible renunciar a ninguno de ellos: tanto el mundo de las raíces como el mundo adquirido forman parte integral de la conciencia.
La elección del mal menor es el paradigma silencioso de la inmigración musulmana a Europa, y de su aceptación tensa por parte de los países europeos. El musulmán se resigna a arrastrar la discriminación y a veces el desprecio de los europeos, a cambio de unas condiciones de vida que puedan ayudarle a sentirse más persona. El ciudadano de Europa acepta la presencia incómoda de unas comunidades cuyo trabajo necesita para mantener su nivel económico y productivo. Es una convergencia de intereses que no puede llegar a convertirse en una simbiosis real, porque ésta requiere un resultado acabado y final que se sostenga y afiance por sí mismo, y entre personas exige una cohesión psicológica que no existe a nivel colectivo entre musulmanes y occidentales. Es la imagen de una relación agrietada, que en cualquier momento puede revelar, y de hecho revela, el distanciamiento afectivo y cultural. Las comunidades de diáspora se conviertan inevitablemente en comunidades y colectivos de gueto socialmente automarginados.
Las afinidades electivas de orden sociológico que han existido históricamente y existen hoy, por ejemplo, entre los emigrantes europeos y la realidad norteamericana que los recibe, apenas se detectan entre las sociedades europeas y los inmigrantes musulmanes. Se ha derrumbado un muro material, pero permanece una muralla anímica. El telón de acero comunista y el muro que lo materializaba fueron abatidos un buen día, y una relativa fluidez pudo establecerse también entre el este y el oeste, porque los obstáculos anímicos apenas poseían fuerza divisoria, una vez desaparecido el muro de hierro y cemento.
No ocurre así con esa avanzada de la civilización musulmana en Occidente. Los europeos perciben al inmigrante islámico como un elemento heterogéneo, cuyos movimientos y reacciones se miran con prevención y desconfianza. La convivencia supone un equilibrio inestable y precario, y se basa principalmente en la madurez de las sociedades europeas, y en su correspondiente capacidad para absorber conflictos. Unas sociedades que han vencido en la guerra fría, que han superado las ofensivas del petróleo, y que tienen hoy a raya al terrorismo siempre amenazador, demuestran capacidad suficiente para encauzar y acomodar por vías normales el fenómeno de la inmigración musulmana.
Aparte del interés y la conveniencia mutuos, que son de orden coyuntural, los lugares de encuentro entre europeos y musulmanes se reducen a la común humanidad que agrupa a todos los habitantes de la tierra; y a la presencia y vida contiguas de ambos colectivos, bajo el imperio de una legalidad protectora que el espíritu europeo ha establecido para propios y extraños.
Pero el musulmán percibe fácilmente una actitud cada vez más negativa hacia él y hacia todo lo que significa, se irrita ante lo que considera, con razón o sin ella, escasa tolerancia y comprensión europeas hacia sus tradiciones, así como la tendencia, cada vez más pronunciada, a identificar el Islam con el terrorismo y la violencia.
Muchos musulmanes llegan a pensar incluso que el pluralismo y la democracia liberal de Europa no serán del todo extensibles a ellos. Creen discernir vagamente que los derechos humanos que se respetan en los países europeos se consideran privilegios de los miembros de un grupo exclusivo de naciones, a los que los musulmanes no pueden tener acceso. Es muy posible que estas apreciaciones y sentimientos no sean del todo correctos, pero expresan un mundo subjetivo en el que instintos, vivencias y figuraciones predominan necesariamente sobre las ideas, y se modifican mucho más lentamente que éstas.
En los musulmanes más cultivados, sensibles, e informados se detecta fácilmente una suerte de suave y comprensiva hostilidad hacia el Occidente en el que viven y trabajan. La mente musulmana sufre una patente ausencia de solidaridad con el destino de las sociedades europeas que conoce. Hay en el musulmán "europeo" una abstención de compromiso verdadero con una civilización que no es la suya, ni lo podrá ser nunca, a pesar de que algunos análisis proyectivos e hiperoptimistas insinúen a veces lo contrario. La situación se encuentra plagada de aporías y paradojas. La presencia musulmana en Europa se comporta como quien trata de concordar con el ambiente occidental, y a la vez lo está contradiciendo continuamente mediante el repudio expreso y tácito de la modernidad, y un sinfín de gestos, miradas recelosas, silencios, y actitudes habituales de desconfianza.
El agua y el aceite no pueden unirse, pero caben acomodaciones pragmáticas, que llegan a ser muy duraderas. Hay unas reglas del juego que todos se ven obligados a aceptar. El musulmán sabe que, a pesar de sus recelos, vive en unas sociedades europeas cuyo progreso en el respeto de los derechos humanos y de un sistema democrático abarcante, resulta irreversible, y que estas sociedades mantienen una tendencia inclusiva mucho más que exclusivista respecto a la inmigración.
El principal asunto de la población islámica en Europa es la defensa de su identidad. Los jóvenes musulmanes atribuyen importancia y significado al atuendo, y de modo especial al pañuelo o velo femeninos. Es una sensibilidad que no debe subestimarse, porque en la mayoría de los casos representa una afirmación subjetiva de la mujer que lo lleva. El pañuelo "supone para la joven un cierto grado de autonomía en relación con el ambiente de sus padres y le permite afirmar su personalidad en la esfera pública" [1].
El tono y estilo islámicos que la persona quiere manifestar y recordar a los demás se asocia a lo que podría denominarse "construcción del yo", y no se limita a los ambientes más pobres, sino que se extiende a grupos muy variados. "Para quienes han conseguido integrarse económica y socialmente, el Islam ofrece trascendencia y memoria histórica, pertenencia a una comunidad y (en la medida en que sus miembros proceden de casi todas las clases sociales) conservación de un vínculo significativo entre las distintas clases y los diversos orígenes" [2].
Numerosos musulmanes de Europa consideran inconscientemente al Islam como una reproducción de lo colectivo en el individuo, lo cual implica la subordinación de la persona al grupo y a sus normas. Pero en las sociedades occidentales, el musulmán aprende estímulos que le empujan a buscar también una subjetividad personal, y una participación directa en la vida de origen, algo que suele serle negado en sus sociedades nativas.
El europeo no consigue encontrar bien definida la actitud de los musulmanes que viven junto a él. Es seguramente un hecho irremediable, dada la singularidad y novedad de la situación psicológica y social que envuelve a los musulmanes mismos en el mundo europeo. Viven un proceso comenzado hace pocos decenios, y habrá de transcurrir aún bastante tiempo para que se decanten las ambigüedades de la condición islámica en Europa, y los contornos, hoy borrosos, se perfilen mejor.
La indefinición y las vacilaciones presentes de la actitud musulmana no tienen lugar solamente a nivel individual. Ocurren también de modo patente en las asociaciones y centros que representan posturas colectivas. Igual que los individuos, las asociaciones musulmanas fluctúan considerablemente según afiliaciones ideológicas, tiempos y circunstancias. Existen diferencias significativas entre los grupos fundamentalistas, defensores de un Islam autoafirmativo y militante, y otras comunidades más abiertas, de tipo Sufí, o asociadas a entidades musulmanas de carácter más amplio, como el Congreso Mundial musulmán.
Esta situación se detecta claramente en países como Alemania, pero puede también apreciarse en otros lugares. La mayoría de los grupos se declaran a favor de un entendimiento con la sociedad circundante, y se muestran dispuestos al diálogo con el Cristianismo y los cristianos, a pesar de la experiencia general acerca de la demostrada inoperancia de ese diálogo.
Las asociaciones musulmanas esperan la ayuda de la Iglesia para lograr los objetivos que más les importan. Les preocupa la incertidumbre ante el futuro, y la dificultad de prever lo que la suerte les va a deparar respecto a vivienda, empleo, y oportunidades de promoción laboral y educativa. Otro aspecto preocupante es, en algunos países, el estatuto legal de la comunidad religiosa, dado que, en numerosas naciones, el reconocimiento del Islam como corporación no ha experimentado progreso alguno. Los musulmanes mismos son frecuentemente causantes de esta situación, por su desunión y el rechazo a que grupos determinados hablen en nombre de todos.
Telón de fondo de casi todas las causas de inquietud es el temor a la xenofobia y a sus manifestaciones. Algunos países europeos, por ejemplo España, han tipificado en sus códigos penales el delito de racismo, lo cual no evita, sin embargo, que sectores más o menos amplios de la población europea demuestren de modo tácito o expreso una repulsa hacia el extranjero, y especialmente hacia el musulmán. Es indudable que estas circunstancias suelen cuartear la confianza en sí mismas que las comunidades musulmanes tratan de adquirir, a la vez que refuerzan en ellas actitudes defensivas, y la tendencia al aislamiento y a la creación de guetos.
Aparte de la pertenencia común al Islam, existen, sin embargo, muy diferentes tendencias y posturas en el seno de las comunidades musulmanas europeas, lo cual hace del Islam en Europa una realidad sociológica heterogénea. La diversa adscripción a grupos religiosos, el país de origen, el nivel cultural, la formación, la influencia familiar, y las inclinaciones personales hacen del Islam europeo un verdadero mosaico, que refleja la propia situación del Islam, considerado en su conjunto. A este escenario general deben añadirse además las diferentes reacciones de los musulmanes ante la condición europea que viven. Resulta así un cuadro sociológico e ideológico de notable complejidad.
Entre la indiferencia y el abandono de las tradiciones por muchos, se encuentran otros que adoptan actitudes fanáticas y más bien beligerantes en defensa de lo propio. Ambos extremos son los polos opuestos que limitan con posturas intermedias de innumerables grados de alienación y de resistencia a la sociedad en la que se ven forzados a vivir. Bastantes musulmanes aceptan el sistema y la mentalidad seculares, por convicción o por simple pragmatismo, mientras que una mayoría se mantienen básicamente fieles a su religión y cultura.
Existen pequeños grupos de intelectuales y hombres de saber que desean abiertamente la secularización de las comunidades musulmanas, y su apertura a grados mayores de modernidad, o que querrían impulsar procesos de reforma.
Los musulmanes ejercen, por lo general, muy escasa influencia en los asuntos sociales, culturales, políticos, económicos, o en la legislación estatal de los países que habitan. Hay individuos más o menos activos en esos campos, pero no se aprecia dentro de ellos una influencia islámica que puede considerarse significativa.
2. Integración o asimilación
Muchos de los musulmanes que viven y trabajan en Europa no son ya inmigrantes en el sentido más pleno de la palabra. Aunque todavía se les pueda considerar como recién llegados, forman parte, al menos en el aspecto material y cuantitativo, del escenario humano europeo. En Europa han nacido ya algunas generaciones de musulmanes árabes, indios, africanos negros, magrebíes, y turcos. La idea, frecuente hace algunas décadas, de que se trata de trabajadores destinados tarde o temprano a regresar a sus países de origen, resulta hoy insostenible a la vista de los hechos, que hablan más bien de colectivos y comunidades estables y con ánimo de permanecer en Europa y hacer del continente su segunda patria.
Numerosos europeos se resisten a aceptar las consecuencias inevitables de esta situación, pero no por ello se atenúa la importancia del fenómeno y de su alcance sociológico. Existe de hecho una extensa población de origen y carácter musulmán, que es ya permanente en casi todos los países europeos, y parece imposible que se produzca una asimilación semejante a la de anteriores migraciones. Los colectivos musulmanes no correrán muy probablemente la misma suerte, ni tendrán el mismo tipo de inserción, que han sido los propios de otros grupos étnicos que se han asentado en el viejo continente, y han arraigado en sus territorios.
La cuestión musulmana en Europa se plantea en términos de presencia flotante, integración, y asimilación. Son categorías sociológicas relativamente flexibles, que indican, sin embargo, modos definidos de estar en Europa, con menores o mayores consecuencias. Las tres posibilidades no indican situaciones puras y nítidas. Hay evidentemente niveles intermedios, que pueden llegar a ser numerosos y desde luego volátiles. En cualquier caso las convicciones respectivas de flotabilidad, integración, o asimilación resultan válidas como esbozo de tipología que permite un análisis. Hay en las tres situaciones una intensificación creciente de los vínculos que la comunidad o los individuos musulmanes mantienen con el país que los acoge. Ligera y superficial en el primer caso, la relación se hace profunda y casi definitiva en el caso de la asimilación.
Importa especialmente precisar la diferencia entre integración y asimilación. Algunos sociólogos o analistas culturales, como Francis Fukuyama, Profesor de Estudios Internacionales en John Hopkins, usan ambas categorías de modo indistinto, porque las consideran términos sinónimos. La idea de asimilación incluye para Fukuyama lo que aquí llamamos integración. Dice nuestro autor: "El once de septiembre reveló que la asimilación está funcionando muy mal en la mayor parte de Europa: cabecillas terroristas como Mohamed Atta se radicalizaron, no en Arabia Saudí o en Afganistán, sino en Europa Occidental... Los europeos se distinguen entre sí por la forma en que enfocan la asimilación. Los alemanes no lo intentaron siquiera durante muchos años... Los franceses, en cambio, siempre han aceptado el principio de asimilación. La ciudadanía francesa no está basada en la etnia sino que es universal. La tradición republicana sólo reconoce los derechos de los individuos, no los de los grupos" [3].
Al margen de la situación legal de los inmigrantes, integración y asimilación son realidades o modos diferentes de estar anímica y culturalmente en un país que no es el propio de origen. Hay desde luego una relación de ambas categorías con la condición legal, y en su caso ciudadana, del inmigrante; y la ciudadanía favorece la asimilación, pero no la produce necesariamente. Se trata de dos preguntas o cuestiones diferentes. ¿Son los musulmanes integrables en las sociedades europeas? ¿Son asimilables dentro de ellas?
Consideramos integración (o adaptación) la inserción equilibrada de elementos extraños o atípicos en un organismo social mayor, que no los rechaza, sino que los admite como partes más o menos importantes de su funcionamiento ordinario.
Entendemos, en cambio, por asimilación la unión o fusión armónica, que equivale prácticamente a absorción, de elementos que se hacen gradualmente una sola cosa con el cuerpo social principal, y lo modifican en alguna medida. La integración no implica asimilación. Los negros norteamericanos, ciudadanos legales y plenos como los demás estadounidenses, se hallan sin duda integrados en la sociedad blanca predominante en el país, pero no se pueden considerar asimilados en ella. La barrera del color parece actuar como un muro infranqueable en la inmensa mayoría de los casos.
Esto significa, entre otras cosas, que la integración no necesariamente supone una real normalización de la comunidad musulmana respecto a las sociedades donde se asientan. La integración es compatible con la segregación, bien sea una segregación forzada por el entorno, o bien sea una autosegregación, o la creación voluntaria de bolsas de población con carácter de gueto. Pero la segregación no es física en todos los casos. Puede ser de carácter moral y estar relacionada casi únicamente con la condición musulmana.
Los inmigrantes islámicos desean por lo general la integración en el país donde habitan y trabajan. Existe en muchos de ellos la voluntad positiva y eficaz de adquirir la nacionalidad, lo cual se concreta para los varones en un deseo operativo de contraer matrimonio con mujeres del lugar de acogida. El inmigrante tiende a instalarse y a organizar su familia del modo más estable posible en la ciudad europea que ha elegido como residencia. Los musulmanes integrados, o que buscan la integración, han adoptado, y suelen adoptar, actitudes tranquilas y razonables en las crisis que enfrentan actualmente al Islam con el Occidente. Así ocurrió en la guerra del Golfo (1990), y ocurre ahora en los episodios de terrorismo islámico que han afectado a Occidente durante el último decenio.
Hay motivos para ser relativamente optimistas respecto a la integración o adaptación pragmática y funcional de las comunidades musulmanes en el occidente europeo. Pero la asimilación supone un desafío muy distinto, y puede considerarse irrealizable, al menos mientras los musulmanes no pierdan su condición islámica. También la simple integración psicológica y operativa del musulmán encuentra de hecho sus dificultades. Bajo el titular de "integración a plazo temporal", un diario publicado en Euzkadi decía "los esfuerzos de los musulmanes por adaptarse a la vida diaria en el País Vasco se estrellan contra el divorcio de esta comunidad con el estilo occidental" [4].
La integración supone, en efecto, un largo camino hasta que la familia musulmana o el individuo se acomoden, al menos superficialmente, al modo de vida de Occidente. Pero es un objetivo factible que generalmente se consigue. La adaptación se produce poco a poco, y donde mejor y antes se lleva a cabo es en el ambiente laboral. Porque en la integración, el musulmán se comporta como una pieza mecánica de repuesto que se inserta en una máquina, donde podrá cumplir su misión de modo satisfactorio. Se convierte así en un elemento importante, pero sustituible, de la sociedad técnica en la que habita. La asimilación, por el contrario, supondrá la comparación con vísceras o miembros corporales trasplantados a un organismo vivo, al que se incorporan intrínsecamente, para devenir una parte de él.
Los musulmanes que se han hecho parte integrada de los países europeos aprecian la libertad de que disponen, y no pueden menos de contrastarla con la situación de opresión, despotismo, y estancamiento que reina en sus naciones de origen. La integración que desean les obliga, además, a adoptar el tono y el estilo de tolerancia que caracteriza a las sociedades occidentales. Dicen, por lo tanto, respetar las creencias y opiniones de los demás, aunque la mayoría de ellos no lo haría en sus países de origen. No desean, y no pueden, imponer a nadie sus principios y su visión de las cosas, y admiten el hecho obvio de que si un inmigrante abomina en exceso de los defectos occidentales puede siempre retornar a casa.
Pero esa tolerancia, que se le impone al musulmán por fuerza de las circunstancias, termina en el ambiente familiar, donde tanto la mujer como los hijos suelen vivir sometidos a un autoritarismo de tono extremadamente patriarcal, respecto al atuendo, la práctica religiosa, y las relaciones con el mundo circundante.
El mundo islámico y la mentalidad musulmana poseen rasgos propios e irreductibles, que no son únicamente consecuencia de la religión coránica, aunque ésta haya contribuido ciertamente a configurar actitudes y a cristalizar costumbres propias de una civilización arcaica. Un carácter propio e idiosincrático puede también predicarse del mundo y de la mentalidad occidentales. Ocurre entonces que ambos mundos se comportan recíprocamente como interpenetrables en principio, y tiene lugar entre ellos un choque sordo de civilizaciones. Lo que se entiende con esta expresión (choque de civilizaciones), desde que se hizo familiar en la cultura por el libro de S. Huntington [5], no se refiere sólo ni principalmente a la inevitabilidad de colisiones dramáticas o violentas entre espacios religiosa y culturalmente diversos.
Lo normal y lo que cabe esperar en la actual situación de comunicación planetaria que todas las naciones del mundo experimentan, es que se produzca una tensión más o menos acentuada entre las diferentes áreas étnicas y culturales de la humanidad. Esa tensión, que en tiempos pasados daba lugar a hondos conflictos, guerras, desplazamientos forzados y brutales de extensas comunidades y hasta de etnias enteras, ya no se plantea en términos tan agudos. Hay desde luego en algunos continentes testimonios de esas crisis, pero generalmente las fronteras culturales se atenúan, a medida que las civilizaciones pierden agresividad.
En este sentido, la irreductibilidad histórica entre el espacio cultural islámico y el Occidente resulta también hoy un hecho patente. Pero el encuentro entre ambos espacios se plantea en términos más civilizados y pacíficos. Esta afirmación sigue siendo válida a pesar de la agresividad y el activismo antioccidentales que existen en el mundo musulmán.
Está, por tanto, en marcha la integración de las comunidades e individuos musulmanes en el Occidente europeo, con los matices y grados de intensidad que cabe esperar en un proceso de tanta complejidad. Pero esta situación no desembocará en asimilación, sino en cierta multiculturalidad. El ensayista tunecino Hicham Djait opina, como multitud de analistas, políticos, y sociólogos, que el Islam se halla demasiado próximo a Europa, y, paradójicamente, resulta inasimilable para las sociedades europeas.
La relación entre comunidades y grupos pertenecientes a distintas razas y civilizaciones dentro de un mismo territorio en el que hay una comunidad nacional imperante, se traduce normalmente en una situación multicultural. Esto no supone asimilación de las comunidades llegadas al territorio por la sociedad que domina numérica y culturalmente, sino lo que hemos llamado integración o adaptación.
No existe así en realidad una alternativa entre integración y multiculturalismo. Ambas situaciones vienen a ser compatibles, porque la comunidad musulmana funciona eficazmente como un aspecto del país donde está integrada, y conserva en grado suficiente las peculiaridades y rasgos de su cultura que estima imprescindibles para proteger su identidad. Siempre habrá algunos conflictos, pero el tiempo, la experiencia, y la suavización pragmática de actitudes, unido todo al afán de supervivencia, se encargan de absorberlos, o al menos de reducirlos.
Los conflictos y situaciones atípicas son vividas, o más bien padecidas, por los jóvenes que habitan dos mundos: el de la familia que les recuerda continuamente sus raíces, y el de la sociedad moderna circundante en la que no tienen más remedio que integrarse en alguna medida significativa. La condición de los magrebíes en Francia, por ejemplo, permite hacerse una idea de cómo los jóvenes han de vivir simultáneamente, lo quieran o no, dentro de dos sistemas mutuamente incompatibles. "La distancia antropológica que separa al sistema individualista e igualitario europeo del sistema comunitario endógamo es la mayor que pueda concebirse a escala planetaria: los padres magrebíes provienen de un sistema, y la sociedad francesa espera que sus hijos entren en el otro" [6].
Existe además entre las dos generaciones una distancia cultural, porque una mayoría de los padres magrebíes son prácticamente analfabetos, mientras que los hijos se insertan en un sistema escolar en el que los adolescentes suelen alcanzar la enseñanza secundaria. Una transición tan radical provoca destinos muy diferentes para los hombres y mujeres jóvenes, incluso entre hermanos y hermanas. La integración provoca de hecho resultados familiares aleatorios y una "inmensa lotería sociológica" [7].
Muchos musulmanes entran con rapidez inusitada en el marco de costumbres y hábitos de la nueva sociedad, mientras que otros vienen a ser como víctimas del desorden mental producido por la transición brusca de un sistema de vida a su contrario. La socialización de los que llegan se desarrolla en tres instancias, que son la familia, la escuela, y la calle. Si predomina la familia, se conservan mejor los comportamientos tradicionales, tanto religiosos como antropológicos. Donde triunfan la escuela y la integración en la red de enseñanza, se impone por lo general la asimilación prácticamente completa de los valores, en este caso franceses, dominantes, así como un acomodo más bien logrado en el ascenso social. Pero la calle y la frecuentación asidua de los colegas, que viven la misma condición problemática, puede conducir a la marginación, el desempleo, e incluso la delincuencia. Lo que ocurre en Francia puede tener lugar, con algunas variantes, en otros países europeos.
La hegemonía patrilineal de la familia musulmana, lejos de atenuarse, se agudiza más en el clima migratorio, lo cual da lugar a contrastes y tensiones que crean en ocasiones serias discordancias en las relaciones entre los cónyuges, y entre los padres y los hijos varones, que buscan una relativa emancipación.
La suerte de las hijas de inmigrantes magrebíes, especialmente de los argelinos, no refleja un proceso sencillo de integración, sino más bien situaciones muy frecuentes de ruptura, incluso antes de que aparezca una generación nacida en Francia [8]. La situación familiar de estas mujeres entre 25 y 29 años (son datos del año 1990) es muy indicativa al respecto. Lo tradicional exigiría que, con esa edad, todas las mujeres estuvieran casadas con magrebíes u otros musulmanes. Pero las casadas no llegan al cincuenta por ciento, y una parte importante permanece con la familia o vive sola. Cerca del veinte por ciento vive como pareja con un francés, sin haber adoptado la nacionalidad de éste.
Una porción mayoritaria de estas mujeres musulmanas ha abandonado, por lo tanto, el modelo tradicional norteafricano. Pero no han entrado por ello en el sistema francés. "El elevado número de mujeres que sigue viviendo en situación de hijas dentro de su familia, sugiere una situación de espera, que es sin duda el resultado de la acción de dos fuerzas opuestas: negativa a casarse, siguiendo el deseo de los padres, con un varón de origen magrebí, y al mismo tiempo, rechazo a casarse con un francés, para no disgustar a esos mismos padres. El elevado índice de mujeres aisladas habla muy directamente de una descomposición de los valores magrebíes" [9].
Estos procesos y circunstancias sociológicos, que ocurren en Francia, y de modo análogo en otros países europeos, indican que la integración de los musulmanes en las sociedades del continente, es un fenómeno realizable, lento, difícil, y lleno de condicionamientos y vaivenes que proclaman su fragilidad.
Notas
[1] M. WIEVIORKA, Raza, Cultura y Sociedad, en ¿Europa musulmana o euro-islam?, Madrid 2003, 185.
[2] Ibidem.
[3] Nuestras Legiones Extranjeras, ABC, 8.2.04, p. 38.
[4] El Mundo, 27.6.04, p. 14.
[5] The Clash of Civilizations, N. York 1996.
[6] E. TODD, El destino de los inmigrantes, Barcelona 1996, 284.
[7] Ibidem.
[8] Ibidem, 285.
[9] Ibidem.
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