Una antropología para Europa
Juan Manuel Burgos
(Presidente de la Asociación Española de Personalismo)
Sumario
1. Los problemas.- 2. El corazón de Europa.- 3. El contacto con lo real.- 4. Reformular el mensaje, ampliar los canales.- 5. Una antropología filosófica: el personalismo.
1. Los problemas
Uno de los grandes méritos de la Exhortación Apostólica Ecclesia in Europa es el análisis que se hace en los nn. 7-9 de la situación cultural y antropológica de la sociedad europea en relación con el cristianismo. Con profundidad, inteligencia, amplitud de espíritu, visión de conjunto y perspectiva histórica, se señalan algunos de los grandes problemas anímicos y espirituales que aquejan a nuestras sociedades y que están reclamando, entre otros factores, una nueva antropología, o, simplemente, una antropología para nuestro continente. Por eso, creo que no hay mejor modo de comenzar esta conferencia, que versa justamente sobre este tema, que reflejar de modo sucinto las líneas principales de ese análisis.
¿Cuáles son los problemas que atisba Juan Pablo II?
1. El continente europeo “aun teniendo cuantiosos signos de fe y testimonio, y en un clima de convivencia indudablemente más libre y más unida, siente todo el desgaste que la historia, antigua y reciente, ha producido en las fibras más profundas de sus pueblos, engendrando a menudo desilusión” (n. 7).
2. La pérdida de la memoria y de la herencia cristiana.
3. La incapacidad en muchas personas de “integrar el mensaje evangélico con la experiencia cotidiana”.
4. El desprecio e incluso la hostilidad al proyecto de vida cristiano que va ligado, en algunos casos, al intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo.
5. La fragmentación de la existencia que multiplica las contraposiciones, las divisiones, la pérdida de sentido y la soledad. Manifestaciones especialmente importantes de este estado de cosas son la grave crisis de familia y un decaimiento creciente de la solidaridad.
El resumen y diagnóstico definitivo de esta situación es el siguiente: “asistimos al nacimiento de una nueva cultura, influenciada en gran parte por los medios de comunicación social, con características y contenidos que a menudo contrastan con el Evangelio y con la dignidad de la persona humana” (n. 9) [1].
Encontramos, por lo tanto, dos problemas fundamentales. El primero es la aparición de una nueva cultura. Aunque sea un tópico, no deja de ser verdad que la evolución del mundo moderno resulta vertiginosa. Hace tan solo unos días leía en un periódico que ya va a ser posible recibir información en los móviles y en las palms desde las vallas publicitarias. Pero es tan sólo un pequeño ejemplo. Las posibilidades de intercomunicación y de interacción personal se aceleran, se facilitan y se modifican de manera impresionante: móviles, móviles con vídeo, videoconferencias, webcams, etc. Y, con esas modificaciones, y eso es lo que nos interesa ahora, cambia el hombre. Las experiencias básicas de los jóvenes se originan en este mundo multimediático y, por eso, son diferentes de las experiencias de las generaciones anteriores. ¿Consecuencias? Cambian los modos de entender la existencia y las actitudes vitales, pero en profundidad, no sólo superficialmente; es decir, se piensa de modo diferente, se siente de modo diferente, quizá incluso se ama de manera diferente.
El segundo problema es que la nueva cultura parece abrirse camino independientemente del Evangelio, o en su contra. La hostilidad es ciertamente muy negativa, pero la indiferencia es peor. La primera, en el fondo, siempre esconde una dependencia, el rechazo de algo que se considera poderoso aunque contrario. Y por eso se le hostiga. La indiferencia supone la pérdida de relevancia social: la invisibilidad. No hay oposición al Evangelio porque ha dejado de interesar. Se ha convertido en una antigualla histórica prescindible en la construcción del proyecto de vida personal o colectivo.
Estos son los problemas, mejor, una breve síntesis de un problema de enorme envergadura. Toca ahora proponer las soluciones.
2. El corazón de Europa
El hombre siempre es igual y siempre es distinto. Esta es la premisa básica en la que hay que profundizar, aunque sea brevemente. Somos naturaleza y cultura –una expresión que ha dado y sigue dando lugar a muchos equívocos-– de modo inseparable. Somos hombres como lo fueron nuestros antepasados: celtas e iberos, romanos y griegos, egipcios y aztecas. Aspiramos a la gloria o a una vida tranquila, tememos a la muerte o la esperamos, odiamos la sangre o la buscamos, ansiamos el amor o la venganza, el dinero o la sabiduría. Todos nuestros antepasados han buscado y perseguido aquello que les permitía sentirse vivos, saber que atravesaban el territorio de los hombres abriendo un camino lo suficientemente ancho como para justificar la propia existencia, el esfuerzo de vivir hasta que el tiempo se acabara y hubiera que avanzar hacia el reino de lo desconocido. Pero cada uno lo hizo a su manera. Ahí está la igualdad y la diferencia. Igualdad en las aspiraciones radicales, diferencia en el modo no sólo de vivirlas, sino incluso de entenderlas. Amor en la Grecia de Aristóteles y amor en la España de Calixto y Melibea. Iguales y diferentes. Batallas en la Roma Imperial y en las modernas guerras inteligentes. Iguales y diferentes. Comercio en el mar mediterráneo y globalización. Iguales y diferentes. Siempre iguales. Siempre diferentes. ¿Hasta dónde cambia el hombre? Hasta donde puede sin dejar de serlo.
El cristianismo original impactó de lleno en las aspiraciones de su época y eso le concedió la victoria. Frente a unos dioses paganos antropomórficos atentos fundamentalmente a sí mismos, propuso una religión del amor y difundió la nueva de un Dios que se entregaba para salvar a cada hombre. Frente a la esclavitud, a la infame utilización material del hombre, propuso la radical igualdad de cualquier ser humano en Cristo Jesús: “En efecto, afirma solemnemente San Pablo, todos sois hijos de Dios por medio de la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que fuisteis bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, porque todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús” [2]. Frente a la esclavitud espiritual, a la consideración del hombre, del prójimo, como un mero peldaño hacia el triunfo o hacia los propios intereses, Cristo propuso la moral de las bienaventuranzas y de la entrega de sí. Y así podríamos continuar.
Pero no me interesa hacer ahora una lista exhaustiva de las aportaciones que el cristianismo ha hecho a la existencia europea [3], sino remarcar el dato común a todas ellas: el cristianismo original transformó la cultura de su tiempo porque llegó al corazón de sus problemas y aportó un mensaje nuevo y un modo de resolverlos. La orgullosa Roma estaba plagada de aspiraciones insatisfechas, de hombres desesperanzados en busca de algo que colmase plenamente sus anhelos. Horacio pretendió afirmar su permanencia en la historia a través de la belleza imperecedera de sus obras –non omnis moriar– pero, frente a esa inmortalidad terrena y selectiva, el cristianismo propuso una inmortalidad real y universal. Y así llegó al corazón del Imperio. Y lo transformó.
¿A dónde nos conducen estas reflexiones? A que toda cultura tiene un corazón, aunque diferente. El corazón de Roma fue seducido por el mensaje cristiano. ¿Es capaz hoy el cristianismo de seducir el corazón de Europa?
Las circunstancias, ciertamente, son muy diversas. Hace 2000 años el cristianismo tenía la fuerza de la juventud y de la novedad. La juventud ideológica y vital de los primeros cristianos suponía que estaban dispuestos a dejar la vida por su ideal. Y el cristianismo poseía también la capacidad de transformación de un mensaje que llegaba aportando una absoluta novedad. Hoy, como decía, la situación es muy diferente. El cristianismo está desgastado por el peso de los años y de los errores. Ya no es una fuerza joven y nueva, sino un mensaje secularmente integrado en las raíces de la cultura, rumiado siglo tras siglo y, por eso, excesivamente conocido, hasta el punto de que se podría pensar que ya no tiene nada que aportar. Además están los errores y el desprestigio. Los cristianos, a lo largo de todos este tiempo, hemos pecado contra nuestra luz interior de múltiples maneras y muchos, hoy en día, se esfuerzan con saña en exhibir esos pecados como si fueran nuestro único legado. La suma de estos factores conduce a un creciente desprestigio social y cultural del cristianismo y, paralelamente, a la sensación por parte de los cristianos de formar parte de un mundo cultural que pertenece al pasado, y cuyo sol se está poniendo. De ahí la ruptura que señalaba Juan Pablo II entre cristianismo y vida cotidiana. Ambos mundos parecen vivir existencias paralelas. El cristianismo continua proponiendo sus antiguas formas de comprensión de la existencia pero el siglo XXI recorre caminos cada vez más independientes de esos antiguos moldes. De ahí la incomprensión, la indiferencia o incluso la esquizofrenia. Cristianos por tradición, paganos por modo de vida. Esto en las generaciones de mediana edad. En los jóvenes, envueltos de manera cada vez más intensa por la vorágine de lo novedoso, la fuerza de la tradición desaparece y sólo queda el nuevo mundo autónomo, instantáneo, globalizado, visual y multicomunicado que impone de manera cada vez más poderosa su concepción de la existencia.
3. El contacto con lo real
¿Pueden resolverse estos problemas o estamos abocados a un declive lento pero inexorable de la comprensión cristiana del hombre en Europa? Para intentar responder, en la medida en que sea posible, a esta difícil pregunta, ante todo hay que matizar el diagnóstico. Hay, ciertamente, problemas, pero ni todo son dificultades ni ésta es la primera vez que se presentan.
En primer lugar conviene tener presente que si Europa se está descristianizando es porque es cristiana [4]. Y quizá mucho más en el fondo que en la forma. Puede parecer una perogrullada pero conviene no olvidarlo. La inmensa mayoría de los valores que rigen las sociedades europeas están en una consonancia aceptable con el Evangelio. Se ha criticado mucho, y con razón, la falta de una referencia explícita al cristianismo en el preámbulo de la Constitución Europea. Pero si dejamos de lado esta mención formal –aunque importante– y atendemos a los contenidos encontramos una defensa cerrada de la persona humana enmarcada en una afirmación de los derechos del hombre de clara raigambre cristiana. El proyecto de una nueva Europa se construye de hecho sobre unos cimientos en buena medida cristianos. Algunos valores, ciertamente, se han debilitado en relación a siglos anteriores. Pero otras estructuras sociales, como los sistemas de gobierno, han mejorado de manera espectacular. Y no es algo baladí el modo de decidir el destino de las naciones. Rechacemos, por tanto, la tentación, muy común entre los cristianos, de idealizar el pasado. También antes hubo problemas y no precisamente pequeños. No es la primera vez, en efecto, que el cristianismo se enfrenta con una nueva cultura, con un nuevo mundo, con un nuevo modo de entender la vida. Pensemos en el Renacimiento, en la Reforma, en la Ilustración o, más recientemente, en el liberalismo, el marxismo o el nazismo, que han dominado la vida de cientos de millones de personas. Y Europa ha seguido siendo cristiana.
No pretendo eludir el problema con estas reflexiones –no soy admirador de los avestruces– pero tampoco deseo magnificarlo. Una de las ventajas de la madurez es que permite dar a los problemas su auténtica dimensión. Los jóvenes pueden ignorarlos, despreciarlos o magnificarlos. Y los ancianos sentirse abrumados ante su incapacidad de afrontarlos. El cristianismo en Europa es maduro, pero no debe ser anciano.
Dicho todo esto, el problema, sin embargo, persiste: una lenta pero, al parecer, inexorable separación entre cristianismo y cultura. El cristianismo sigue caminando por una venerable senda que ha fecundado la sociedad occidental, pero esta sociedad, si bien vive de esa fecundación, traza cada vez con más decisión un camino paralelo e independiente. Asume parte de ese legado (los derechos humanos, por ejemplo) pero lo separa de la tradición cristiana y además ensalza valores anticristianos (una sexualidad exacerbada, la proliferación de formas familiares deficientes, el relativismo moral). El pronóstico de esta tendencia es muy negativo, pero a largo plazo. Dos mil años de historia no desaparecen de un plumazo. Europa seguirá siendo cristiana durante mucho tiempo. Pero, si la tendencia no se invierte, la desaparición lenta pero progresiva e ineluctable del cristianismo parece asegurada.
¿Qué hacer? Esta es de nuevo la pregunta una vez matizado el diagnóstico. Ante todo me parece necesario determinar el corazón de Europa. No es suficiente con ser conscientes de la aparición de una nueva cultura, es imprescindible conocer con detalle cuáles son sus características y sus líneas de fuerza. Juan Pablo II lo ha advertido con claridad: “Hace falta una serena confrontación crítica con la actual situación cultural de Europa, evaluando las tendencias emergentes, los hechos y las situaciones de mayor relieve de nuestro tiempo, a la luz del papel central de Cristo y de la antropología cristiana” [5]. Encontramos aquí todo un programa de trabajo que valdría la pena afrontar con profundidad y con método. Sólo entonces comenzaremos a estar en condiciones de dar una respuesta a los problemas.
He dicho profundidad y método, y lo subrayo. No basta con meras descripciones superficiales, con pinceladas de aficionado, con histéricos gritos de alarma. Hace falta estudio, programación, profundización, y no sólo sobre la rutilante superficie de la cultura europea sino sobre las profundidades ideológicas que la sustentan. Y para eso, y volveré sobre ello más adelante, hace falta una antropología filosófica precisa. También hace falta método. “Una serena confrontación crítica”, ha dicho Juan Pablo II con expresión probablemente insuperable. No podemos acercarnos a las nuevas corrientes culturales como quien se acerca a unas arenas movedizas que le engullirán apenas dé un paso en falso. Es necesaria la serenidad y la crítica pero hay que desterrar las actitudes recelosas y el miedo. No todo lo nuevo es negativo. Puede serlo, pero surge de unas raíces milenariamente cristianas y eso nunca se puede olvidar.
Conocer el corazón de Europa, ése es el primer punto. El segundo es redescubrir la fuerza del cristianismo. La implantación cristiana en Europa ha creado unos poderosísimos canales institucionales (en el sentido sociológico del término) que permiten al cristianismo introducirse en la vida y en las mentes de las personas de manera natural y automática. Pensemos en las bodas, los bautizos y los funerales, en las iglesias y en el arte, en segmentos de la educación, en las fiestas. El cristianismo habita en esas instituciones sociales –fruto del esfuerzo de generaciones enteras que plasmaron en ellas su fe en Cristo y en su mensaje– y se desplaza en la historia a través de ellas. Su valor es, pues, inestimable pues evitan que las nuevas generaciones tengan que comenzar siempre de cero, que cada nueva hornada de cristianos deba abrir una y otra vez el mismo camino, construir una y otra vez el mismo edificio. El edificio ya está ahí, construido y listo, y las nuevas generaciones pueden dedicarse simplemente a habitar en él o, con algo más de esfuerzo, ampliar sus estancias o cambiar el decorado. Tanta comodidad, sin embargo, conlleva un peligro. Que se olvide el sentido originario, la razón de la existencia del edificio. Su presencia, su sola existencia, resulta suficiente para vivir y, por eso, pueden perderse en el pasado las razones de su construcción. Éste es uno de los problemas con los que se enfrenta hoy el cristianismo.
Habitamos en instituciones sociales con siglos de existencia pero estamos poco a poco olvidando su significado. Se mantienen como restos de una tradición social que no ha encontrado por el momento una alternativa mejor y, por eso, siguen perviviendo, pero cada vez de manera más débil y a-significativa. Toda sociedad necesita presentar a sus nuevos miembros en la sociedad, y el bautismo es la forma cristiana de hacerlo; toda sociedad busca enterrar a sus muertos, y el funeral cristiano es la expresión de ese deseo; toda sociedad requiere festejar la existencia, y el domingo es la celebración cristiana por excelencia. Pero el sentido último de esas expresiones (su porqué cultural y religioso, así como su origen) se está debilitando y fortaleciéndose cada vez más el aspecto puramente costumbrista. Se celebra un funeral o una boda porque así se ha hecho siempre y porque no se dispone de otro modo digno de hacerlo, aunque poco a poco van despuntando. Las bodas civiles son ya una realidad socialmente asentada, y empiezan a aparecer tímidamente otras alternativas: los “bautizos” o las “comuniones” civiles, etc.
Esta tendencia responde a la progresiva descristianización de la sociedad europea pero también a una falta de conocimiento cultural y vital por parte de los cristianos de la fuerza que se haya enraizada en esas tradiciones que les dificulta su actualización. Y éste me parece que es el segundo punto que hay afrontar: un renovado contacto con lo real, con la consistencia de la existencia. Con todas las ventajas que tienen las instituciones sociales y a las que no se puede renunciar de una manera inconsciente e ingenua, hay que evitar el peligro de que esas instituciones suplanten a la realidad y con ello pierdan su sentido y, por tanto, su capacidad de atraer a las nuevas generaciones. Éste es uno de los grandes retos que tiene el cristianismo hoy en día: volver a conectar con los grandes misterios y pasiones de lo real: el amor y la muerte, la luz y la vida, la ambición y la sangre, el poder y la creación, el fracaso y el triunfo, la desesperación o la felicidad. Y, a partir de ellos, renovar, remodelar y modificar las antiguas instituciones.
4. Reformular el mensaje, ampliar los canales
Un buen ejemplo de lo que quiero decir lo proporciona la película de Mel Gibson, La Pasión. Recuerdo que al poco tiempo de que se comenzara a proyectar en las salas de cine, oí que una persona comentaba por la radio que le había gustado mucho y la había visto ya un par de veces. Él mismo explicaba los motivos de su agrado. Siempre había oído hablar de la pasión, pero, al ver la película, se había dado cuenta por primera vez de lo que supuso, de hecho, aquel acontecimiento tan terriblemente cruel, la enorme cantidad de violencia y de sufrimiento que encerraban aquellas pocas horas y que la película refleja de modo tan magistral y tan crudo. Para esta persona, el sufrimiento de Cristo, la crueldad de la crucifixión y de las torturas de los romanos, el odio de los judíos, había quedado enmascarada y oscurecida por las formas adoptadas por la piedad cristiana a lo largo de los siglos. Los crucifijos reflejan en teoría este acontecimiento, pero nuestro acostumbramiento a esa imagen puede ser tal que, de hecho, no nos genere ninguna reacción afectiva. Sin embargo, ese mismo mensaje, recibido por un medio original y transmitido con profundidad y calidad, permite recuperar al cristianismo una de sus experiencias originales: la tremenda violencia que padeció Cristo durante la Pasión. Una violencia sufrida por amor, pero violencia al fin y al cabo, y, por lo tanto, lugar de encuentro con todos los desheredados y sufrientes del mundo.
La película ha tenido un gran éxito por su tremenda calidad técnica pero también por el hecho que estoy remarcando: porque supone una vuelta a lo real, la oportunidad de contactar directamente con la densidad y la fuerza de las primigenias experiencias cristianas. El Cristo de Mel Gibson no es una figura ascética empalidecida por los siglos y viviente en los libros piadosos. Es un hombre majestuoso y real, sometido a la violencia irracional y gratuita que, lamentablemente, existe en este mundo. Y es, por eso, una figura atractiva y fuerte, quizás un signo de contradicción (de ahí las numerosas críticas que ha recibido aunque ninguna de orden cinematográfico), pero no, desde luego, un símbolo que genere indiferencia.
Pues bien, como decía, me parece que éste es el camino que debe seguir la nueva antropología cristiana para contactar con el hombre de nuestro tiempo: conocer su corazón, redescubrir la fuerza del mensaje cristiano, reformularlo de manera creativa y transmitirlo por los canales adecuados. Estos dos últimos aspectos son también trascendentales. La película de Gibson es sin duda violenta, pero es que la Pasión fue violenta. Y el mundo contemporáneo es violento. Precisamente por eso Gibson ha querido hacer una película de estas características: para que fuera capaz de impactar en el corazón de un hombre que se ha alimentado de violencia, que ha consumido innumerables escenas de violencia en las pantallas del cine y de la televisión y que tiene, por tanto, el corazón curtido. Para que la figura de Cristo contactara con ese hombre tenía que ser capaz de traspasar esa coraza y, por eso Gibson optó por mostrar la crueldad en toda su dureza. Y la película ciertamente impacta.
No estoy haciendo aquí una apología de La Pasión, aunque la película me parece soberbia. Sí que estoy indicando, sin embargo, que ése es el camino. Un camino que cada cristiano, especialmente en la medida en que pueda ser creador de cultura, debe recorrer según su propia sensibilidad de modo que sea el conjunto el que ofrezca la nueva cultura cristiana del siglo XXI. Si hubiera en el mercado social 1000 productos culturales de la entidad y calidad de la película de Gibson estaríamos probablemente hablando de una situación muy diferente.
Gibson ha hecho una película. Y esto también es importante. Los medios de transmisión de la cultura varían de modo cada vez más acelerado. Y la cantidad de mensaje cristiano presente en los nuevos formatos –Internet, videojuegos, cine, publicidad, series de televisión, nuevos lenguajes gráficos, etc. – es mucho menor de lo que debería. Sin dejar de lado los formatos más clásicos, que siguen teniendo gran importancia, es necesario impulsar la presencia de la antropología cristiana en los nuevos medios de comunicación que forman la mente de las nuevas generaciones. Ésa es una parte muy importante del reto que el cristianismo tiene hoy en día por delante. Sólo así se evitará la fractura con la vida cotidiana y la pérdida de la memoria histórica. Este reto, por otra parte, tampoco es una novedad absoluta en la historia de la Iglesia. Todas las generaciones han tenido que transmitir el legado cristiano a las siguientes. Y siempre ha habido cambios de mentalidad de unas a otras. La novedad de nuestro tiempo estriba en que ese cambio es mucho más radical, profundo y sobre todo rápido que en ocasiones anteriores y afecta no sólo a las mentalidades sino a los nuevos canales de comunicación, inconcebibles hace muy poco tiempo y hoy realidades cotidianas y omnipresentes.
5. Una antropología filosófica: el personalismo
Afronto ahora el último punto de esta conferencia: la necesidad de una antropología de referencia filosófica para realizar una reformulación profunda y original del mensaje cristiano. Todos sabemos que el cristianismo no es una filosofía y ni siquiera tan solo una doctrina; es mucho más que eso, motivo por el cual no está ligado a ninguna cultura concreta y las trasciende todas con la trascendencia de Cristo. Alguno podría pensar que esa trascendencia libera de los afanes de la inculturación, pero sucede justamente lo contrario: la implica necesariamente como única manera de hacerse continuamente comprensible y accesible por parte de las culturas de cada momento histórico. Y lo que a nosotros nos interesa ahora es que la inculturación requiere, como uno de sus elementos esenciales, una antropología adecuada.
La Iglesia requiere una antropología para expresar de modo conceptual las verdades sobre el hombre –dejamos aquí de lado los aspectos más dogmáticos– que Cristo le ha revelado. Los cristianos cultos necesitan una antropología no sólo para expresar su modo personal y cristiano de comprender el destino y sentido de la sociedad que les rodea, sino para comprenderse a sí mismos. Y se requiere también una antropología profunda y sistemática para responder a las concepciones filosóficas del hombre, opuestas o diversas de la antropología cristiana, que la modernidad ha prodigado con tanta generosidad.
La tesis que vengo manteniendo desde hace años es que esa filosofía existe y se llama personalismo. No puedo extenderme ahora en muchos detalles, pues el espacio es limitado; por eso me centraré en lo esencial [6]. El personalismo es una filosofía realista, original, moderna y compatible con el cristianismo. Y ésas son precisamente las características que requiere una antropología que quiera y pueda conectar con el nuevo corazón de Europa. El personalismo fue forjado en el siglo XX por un numeroso grupo de pensadores de filiación cristiana y judía para responder a la pinza ideológica que formaban conjuntamente el liberalismo individualista y las mentalidades de tipo colectivista como el marxismo y el nazismo. Pero, desde esa posición inicial de defensa, evolucionó hacia una estructura propositiva y sistemática: la del Mounier de los últimos años, unido a un impresionante plantel de pensadores: Maritain, Marcel y Nédoncelle; Buber, Ebner, Rosenzweig y Lévinas; Scheler, von Hildebrand y Stein; Karol Wojtyla, Carlini, Pareyson y Stefanini; Romano Guardini, Seifert, Crosby, López Quintás, Laín Entralgo, Zubiri, Polo y muchos otros.
La labor intelectual de este conjunto de pensadores ha dado lugar a una filosofía con contenidos y método precisos. Éstas son algunas de sus tesis fundamentales: la insalvable distinción entre cosas y personas y la necesidad de tratar a éstas últimas con categorías filosóficas propias; el carácter autónomo, originario y estructural de la afectividad; la trascendencia de las relaciones interpersonales; la primacía de los valores éticos y religiosos sobre los intelectuales; una específica concepción de la corporalidad, la sexualidad y la dualidad hombre-mujer; la teoría del personalismo comunitario; y una actitud abierta ante la modernidad.
No es el momento, sin embargo, de profundizar en estas ideas. Lo que me interesa ahora es señalar que esta filosofía reúne las condiciones que habíamos considerado imprescindibles para aquellos productos culturales que deben tocar el corazón de la nueva Europa. Recordemos cuáles eran esos criterios: conocer el corazón del hombre contemporáneo, redescubrir la fuerza del mensaje cristiano, reformular ese mensaje de manera creativa y transmitirlo por los canales adecuados. Pues bien, el personalismo conoce el corazón del hombre contemporáneo con hondura por la sencilla razón de que ha sido elaborado por ese mismo hombre. Sus grandes representantes han vivido en el siglo XX y algunos continúan viviendo. No hay, pues, nada que adaptar, nada que amoldar, nada que actualizar. Se trata de una filosofía que surge desde la estructura mental del hombre de nuestro tiempo y busca dar respuesta a sus inquietudes intelectuales.
En segundo lugar, el personalismo es una filosofía, ciertamente, pero está inspirada, con vigor renovado, en el cristianismo del que toma parte de su fuerza. Mounier, el filósofo fundador, se inspiró con plena conciencia y sin ningún tapujo en el cristianismo. Y lo mismo hicieron los demás: Maritain o Von Hildebrand, Stein o Gabriel Marcel, Wojtyla o Pareyson. Hay una mirada renovada al mensaje cristiano del que se toman nuevas luces filosóficas: la interpersonalidad, la tematización filosófica del amor, la personalización de Dios, etc. [7]
El personalismo, y es el tercer punto, posee una renovada estructura conceptual y metodológica. Por su carácter realista y por su compatibilidad con el cristianismo coincide en numerosos puntos con principios filosóficos propuestos por filosofías más antiguas como el tomismo, pero la arquitectura filosófica es diferente. No se trata simplemente de que se hayan renovado algunos contenidos, sino que el modo de acceder a los problemas, la escala de valores, la metodología filosófica, la interconexión conceptual es diferente.
El personalismo, sin embargo, no responde de manera tan nítida al punto cuarto. No es un nuevo canal de transmisión de ideas. Es una filosofía, algo tan antiguo como el mundo griego lo cual, ciertamente, puede dificultar su asimilación por las nuevas generaciones cada vez más hostiles a la conceptualización y la abstracción. Pero la filosofía sigue siendo necesaria. El hombre cambia pero sigue siendo hombre. Y eso implica que algunos de entre ellos necesiten y busquen una reflexión última y profunda sobre las cosas que tiene que ser necesariamente abstracta y conceptual. Además, la filosofía por su carácter integral e integrador, resulta particularmente útil en una sociedad fragmentada y plural en las que las informaciones se solapan en oleadas interminables y abrumadoras, pero sin que ninguna de ellas proporcione los criterios que las unifican y las organizan. La filosofía, sin embargo, sí puede realizar esa tarea. Por todas estas razones pienso que el personalismo constituye la antropología que hoy los cristianos necesitan para acceder a su propio corazón y al corazón de Europa.
Podría poner muchos ejemplos, pero me parece que una buena muestra la encontramos en la teoría personalista del amor y de la familia. Es conocido que, antes del Concilio, la teología matrimonial se encontraba en un callejón sin salida porque sus planteamientos negativos, moralistas y juridicistas, al chocar cada vez más con el entorno cultural, se volvían extraños e incomprensibles y perdían capacidad de motivación. No bastaba con saber lo que no había que hacer, era necesario proponer un ideal de vida. Pues bien, el personalismo (sobre todo en su vertiente ética y teológica) contribuyó a superar esta situación de modo que hoy es posible presentar una teología matrimonial atractiva a través de una arquitectura conceptual diversa centrada en ideas como el amor, la entrega, la donación, la comunión de vida, etc. Esta nueva formulación no ha resuelto todos los problemas –quizá también porque fue asumida excesivamente tarde– pero sí que ha abierto un camino estupendo para que, al menos los novios y los esposos cristianos, puedan comprender y expresar su amor de una manera hermosa e inteligente.
No albergo ninguna duda de que el personalismo puede ofrecer nuevas y relevantes aportaciones en otros terrenos intelectuales y, por eso, me permito recomendar tanto su conocimiento como su enseñanza. No podemos permitirnos el lujo de desperdiciar el impresionante legado de reflexión intelectual ya disponible y tampoco debemos eludir el reto de madurar esa reflexión y extenderla a aquellos espacios –la bioética, la filosofía de la educación, la filosofía del derecho, la acción económica, etc.– que la primera generación de personalistas no alcanzó.
Notas
[1] Para completar –y no deformar– el diagnóstico de Juan Pablo II habría que añadir los elementos positivos que descubre: mayor libertad, incremento de la democracia, respeto a los derechos humanos, colaboración entre países, etc. Vamos, sin embargo, a centrarnos en los elementos de crisis tanto porque Juan Pablo II parece concederles mayor importancia, como porque son los que hay que superar para avanzar en una construcción cristiana de Europa.
[2] Gal 13, 26-28.
[3] Sobre este tema vid. D. Negro, Lo que Europa debe al cristianismo, Unión Editorial, Madrid 2004.
[4] Sigue siendo imprescindible la lectura del análisis de la evolución de la cultura europea en relación al cristianismo que realiza Maritain en Humanismo integral (2ª ed.), Palabra, Madrid 2002.
[5] Juan Pablo II, Ecclesia in Europa, n. 58.
[6] Para quien desee profundizar en el tema remito a mis obras J. M. Burgos, El personalismo (2ª ed.), Palabra, Madrid 2004 y Antropología: una guía para la existencia, Palabra, Madrid 2003, donde, además, podrá encontrar bibliografía. También puede visitar la página www.personalismo.org.
[7] Cfr. E. Mounier, El personalismo, ACC, Madrid 1997, pp. 6-7.
[8] Una de las obras cumbres de este personalismo es la teología del cuerpo de Juan Pablo II expresada en la obra Hombre y mujer los creó, Cristiandad, Madrid 2001.
Conferencia pronunciada en las Bibliotecas Calar y Tabarca, en la mesa redonda que intervino con el Prof. Eduardo Ortiz, los días 24 y 25 de enero de 2005.
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