La renovación de la preparación pastoral para el Matrimonio
El Directorio de Pastoral familiar
de la Conferencia Episcopal Española
+ Juan Antonio Reig Pla
Obispo de Segorbe-Castellón
Ponencia pronunciada por Mons. Juan Antonio Reig Pla, Obispo de Segorbe – Castellón, el 13 de enero de 2004 en los Diálogos de Teología de la Biblioteca Almudí de Valencia.
Para comenzar, deseo agradecer la amable presentación del moderador y saludar afectuosamente a todos y cada uno de los sacerdotes presentes; de modo especial a los que procedéis de mi Diócesis de Segorbe-Castellón y que habéis querido participar en este acto. El afecto se reparte, pero va en plenitud a cada uno de vosotros.
Acaba de editarse la primera edición del Directorio de la Pastoral Familiar de la Iglesia en España –así se titula– y estamos en gestiones para que efectuar otra cuanto antes. Fue aprobado en la última Asamblea Plenaria del Episcopado, después de un laborioso trabajo. Se han efectuado, por tanto, sucesivas redacciones; y han colaborado en él muchas personas, con el fin de que podamos tener un buen trabajo, complementario del anterior documento, que ya publicó la misma Plenaria del Episcopado: La familia, santuario de la vida, esperanza de la sociedad. En éste se recogían los aspectos más teologales relacionados con la persona humana, el matrimonio, la familia y la vida. El nuevo Documento es su complemento pastoral, aunque ya en el primero se efectuaban bastantes llamadas pastorales.
Trataré de no extenderme del tiempo asignado, para dejar el turno al Dr. Pérez Soba. Después de la comida podremos tener una reflexión conjunta y profunda con las preguntas que deseéis.
Introducción
Lo primero a subrayar es la importancia considerable del Documento. Sinceramente, pienso que marca un hito en el desarrollo de la pastoral de la Iglesia referente al matrimonio y a la familia. En él se plantean –de modo radical– ésas realidades como el gran proyecto de Dios sobre las personas.
Los sacerdotes sufrimos más de la cuenta en el ejercicio de nuestro ministerio pastoral, quizá porque nos hemos inclinado demasiado hacia un cierto racionalismo pastoral. Hemos puesto en excesivo primer plano los esquemas de la propia razón y los recibidos de organizaciones no eclesiales, a la hora de organizar los departamentos y secciones de la pastoral. Y yo pienso que el proyecto de Dios es más sencillo que todo eso.
Quiero decir que hemos pretendido acoplar directamente a la estructura eclesial, la experiencia empresarial o la del campo educativo, con la racionalización que conllevan. Esto tiene aspectos positivos, porque es imprescindible que la razón aporte toda su capacidad. Pero cuando se aplica directamente, sin un discernimiento oportuno, al campo de la pastoral, puede hacer estragos.
El resultado es una pastoral muy sectorial e individualizada. Y pienso que no es eso lo que Dios quiere para el hombre. Dios ha proyectado dos realidades fundamentales para la persona humana y, desde ellas, hemos de construir nosotros el ámbito social en el que vivir como personas cristianas. Esas dos realidades son: la familia, de fundación matrimonial y abierta a la vida, entre un hombre y una mujer; y la comunidad cristiana. No hay que darle más vueltas. Lo que se salga de ahí, es lo que he llamado "racionalización". Su fruto –la individualización de la pastoral– creo que hace un daño considerable a la labor de los sacerdotes.
Se trata, no obstante, de un problema de fondo, que será necesario discernir e ir adaptando poco a poco. La pastoral familiar no es algo fagotizante; que pretenda ampliar su campo de su acción invadiendo el de otras pastorales. Ni es, ni debe ser así.
Para que se entienda bien lo que intento decir, lo explicaré con un ejemplo personal. El que les habla es Juan Antonio Reig Plà, hijo de Amparo y de Manolo, que aprendió a ser hijo en el ámbito de una familia. Y, siendo hijo, se abrió a una vocación particular al amor, que Dios utilizó para llamarle a consagrarse a Él en celibato. Desde esa llamada, ha ido realizando –poco a poco y con sus tropiezos– lo que Dios había puesto en mi corazón desde que me concedió la vida: la vocación al amor.
Eso es lo que ocurre habitualmente en todas las personas: nacen en una familia, aprenden a descubrir el amor, y van realizándolo durante toda su vida. Y la misión de la Iglesia es acompañar esa vocación al amor: dar suficiente vida sobrenatural para que pueda llevarse a cabo el designio de Dios en cada persona. Unos lo viven en el amor esponsal, que es el matrimonio; otros, en la vida consagrada o en la vida sacerdotal; y otros sencillamente no se casan, y viven también así su vocación al amor.
Como ven, tratamos de un planteamiento sencillo. Y, sin embargo, con frecuencia lo complicamos a la hora de la labor pastoral. ¿Qué pretendo decir, en resumen, con esta introducción? Que el Documento que ustedes tienen, posee una serie de ejes, o concepciones básicas, situados en el trasfondo de lo que está escrito. Si se entienden bien, se simplifican y se profundiza más en sus largas páginas.
La familia como único instrumento capaz de evangelizar y cambiar la cultura
Una de esas instancias esenciales está enunciada en el número 3; que dice lo siguiente: "Este Directorio plantea una pastoral familiar concebida como una dimensión esencial de toda evangelización". Son palabras que el Papa Juan Pablo II ha repetido con frecuencia. Es decir, no se trata de promover una pastoral familiar consistente en realizar unas cuantas actividades con matrimonios, con novios, o con cualquier otro segmento de esa comunión de personas que constituye la familia. No es cuestión de desarrollar actividades u otros tejemanejes.
Lo que se plantea es una dimensión esencial de toda evangelización. Porque la familia es, a la vez, objeto a evangelizar y sujeto evangelizador. Y cuando decimos "dimensión esencial" no piensen que los redactores de este Documento lo tenemos claro del todo. Estamos pidiéndole luz al Espíritu Santo para descubrir lo que encierra esta enseñanza de Juan Pablo II. Si sabemos desgranar lo que encierra, podremos arbitrar los medios pedagógicos adecuados que faciliten el trabajo a los sacerdotes, a los matrimonios y a las familias... Pero, al menos, escuchémoslo bien: estamos ante una dimensión e-sen-cial de toda evangelización. .
Ninguno de los que estamos aquí ha construido su realidad existencial al margen de su familia. Ninguno. Y, por tanto, todo el desarrollo de la propia personalidad, todas las dimensiones que la identifican como tal, han surgido en el ámbito de la familia. Y, desde ahí, la persona llegará a la apertura al sacramento del matrimonio –o a otra realidad eclesial, como he dicho– para formar una nueva comunión de personas. Ésta constituirá una nueva Iglesia doméstica y contribuirá a construir la comunidad cristiana viva que todos deseamos.
Si hacemos resonar estas palabras en nuestro interior, entenderemos un poco más la gracia especialísima del Espíritu Santo que, durante el Pontificado de este Papa, nos ha hecho descubrir esa realidad esencial para la vida de la Iglesia y del mundo, que es la familia.
En efecto, el mismo número 3 continúa diciendo: "Se trata del modo cómo la Iglesia es fuente de vida para las familias cristianas". Lo cual corrobora lo que acabamos de exponer: no es cuestión de emprender una serie de actividades, que salpiquen más o menos el itinerario de unas personas hacia el matrimonio; o, cuando ya están casadas, incidan en la formación de esas personas. Lo neurálgico es dar Vida a las propias familias, una Vida que es siempre la de Jesucristo y que incluye la construcción de la comunidad cristiana. Una comunidad que tiene a su vez, como referencia intrínseca, la familia: como objeto y como sujeto evangelizador.
Constituir a la familia en fuente de Vida, hemos dicho; y lo subrayo. En la cual la vida entera de Jesucristo debe descender y llegar al corazón de cada uno. Porque cada uno ha sido llamado al amor. La vocación al amor es, pues, otro eje esencial del Directorio que nos ocupa.
Por otro lado, todos somos conscientes de que la fuente de vida cristiana, absolutamente hablando, es la Iglesia. Por tanto, habremos de encontrar el modo cómo la Iglesia llegue a ser fuente de vida para las familias cristianas. A la vez que conseguimos que las familias cristianas sean protagonistas de la vida y de la evangelización de la Iglesia.
La historia muestra que, a lo largo de siglos, la acción pastoral de la Iglesia Católica ha descansado fundamentalmente sobre el ministerio ordenado. Esto es un don eclesial originario, que nos distingue de otras confesiones cristianas. Pero, sin menoscabo de ello, se hace necesario estudiar esta nueva luz, que nos llegó de manera esplendente con el Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes y también en la Lumen Gentium, y que ha sido después analizada y desmenuzada en los Documentos pontificios más recientes. Sepamos, pues, recogerla nosotros como una gracia del Espíritu Santo. Descubramos el hondo protagonismo de la familia, que acompaña al sacerdocio ordenado, en la construcción de la comunidad cristiana y en su dimensión evangelizadora.
La persona humana, centro y objeto de la evangelización
El citado número 3, se sitúa en la Presentación del Directorio. A continuación viene la Introducción. En ésta considero de especial importancia el número 22, que es como un análisis de situación de la pastoral familiar en España, para partir del "hoy" y estudiar a dónde queremos llegar. Es decir, cómo hacer, en la práctica, para ayudar a las familias a alcanzar la plenitud de vida humana y cristiana de que venimos hablando.
Es un número largo, que no voy a leer. Nos sitúa en el centro mismo de lo que necesitamos escuchar, reflexionar y dialogar entre los sacerdotes, para dar respuesta a ese reto tan importante que tenemos por delante: el matrimonio y la familia, entendidos como generadores de Vida y, por tanto, esenciales en toda evangelización.
Es evidente la crisis que hoy sufre el matrimonio y la familia. Pero tal crisis no es sólo –ni de manera particular– la escasa ayuda que recibe por parte de las leyes, en ocasiones inicuas; ni el mal ambiente de una cultura que realza cualquier realidad contraria a la verdad de la persona, del matrimonio y de la familia. La crisis es una crisis del hombre. Una crisis espiritual muy seria. Y de la que, por tanto, no es posible salir –hacia la pastoral familiar, ni a ningún tipo de evangelización– sin resolver antes la crisis de la persona, recuperando todo aquello que resulta imprescindible para reconstruir el sujeto humano.
Porque no hay que olvidar que toda familia está constituida por personas. Y, si falta un sujeto humano íntegro, todo lo que venga después adolecerá de una debilidad congénita: la fractura de la columna o base, sobre la que se edifica el resto.
La crisis de la persona es una crisis espiritual. Y, al decir espiritual, quiero significar que, con harta frecuencia, no es el espíritu quien gobierna la persona humana. Por una larga serie de razones históricas, que analizará a continuación el profesor Pérez Soba, la persona no es gobernada por el espíritu, sino por sus dimensiones inferiores, es decir, por los instintos. La sensibilidad, el gusto, el emotivismo y las sensaciones, dirigen hoy la mayoría de los actos humanos. Y, consecuentemente, la "utilidad" de las cosas marca el protagonismo de muchas vidas. Pero así es imposible edificar una personalidad humana madura; a lo más se conseguirá hacerle pasar la existencia de un modo relativamente superficial y agradable.
Juan Pablo II, en sus Catequesis sobre la creación del hombre, define las coordenadas necesarias para establecer una antropología integral o adecuada. Y con estos términos se recoge también en los Documentos de la Conferencia Episcopal Española. Según tal antropología, cuya base es el amor humano, éste –el amor– es el origen y el fin de la existencia del hombre. Como tal, el amor es algo espiritual, directamente vinculado a la inteligencia y a la voluntad. Éstas, educadas por la gracia e iluminadas por la fe, son quienes deben dirigir la vida humana a través del amor. Los estímulos inferiores tienen, es claro, una función importante que cumplir en la naturaleza del hombre; pero siempre en su lugar, sin usurpar el ámbito de las potencias superiores.
Si esto no es así en algún caso, la persona deja de gobernarse a sí misma como persona, es decir como ser espiritual. Entonces ya no manda en su propia libertad: por el contrario, es arrastrada. ¿Y quiénes gobiernan entonces a la persona?: las sensaciones, las emociones, los instintos. Y su consecuencia más directa: el utilitarismo. La persona hace lo que resulta más útil y eficaz para su ambición, para su gusto, para su comodidad, para su placer. Hedonismo, consumismo, avaricia, tiranía de poder,... no son más que distintas caras del utilitarismo.
En tales circunstancias, cuando llega el momento de contraer matrimonio y tomar una decisión que afecta a la vida entera, hasta la muerte, nos hallamos ante un sujeto incapaz de un autogobierno sensato y fuerte. El compromiso que va a adquirir presentará indudablemente, con el correr del tiempo, dificultades y contrariedades; y es bastante problemático que pueda hacerles frente con eficacia. Se pretende, en esos casos, edificar la familia –una realidad fundamental en la vida de cualquier persona– sobre una base muy débil; porque el sujeto no se gobierna sino que es arrastrado. Para decirlo con una palabra: no piensa, sólo reacciona ante los estímulos de una sociedad potentemente consumista, que gana su libertad y la atrapa con cualquier incentivo.
El primer trabajo a realizar –en la pastoral, en la evangelización, en la educación– es, por tanto, salir de tal situación y hacer emerger a la auténtica persona que es el hombre o mujer que desean constituir una familia. Eso no se consigue –lo adelanto muy sintéticamente– sin la castidad.
La castidad como orientadora de la libertad y del amor
Puede parecer que, en la última línea, he dado un salto circense, como una artificiosa elucubración. Pero no es así: la afirmación que acabo de hacer tiene hondas raíces antropológicas. La castidad es la virtud que custodia el amor. La que enseña a amar de verdad y a sortear los falsos amores que pueden presentarse en la vida. De esa manera, la castidad hace posible que el individuo llegue a ser persona humana. Es decir, que su espíritu, sus dinamismos superiores, inteligencia y voluntad, con la luz de la fe –una vez sanado el corazón por la gracia–, pueda tomar decisiones firmes y coherentes. Y sea, luego, capaz de sostener de modo permanente esos compromisos, durante toda la vida, a pesar de los inevitables obstáculos.
Esto es tanto como presentar ante nosotros una persona virtuosa, en el sentido más amplio del término. La integridad, el orden en el mundo de los instintos y las pasiones, hace a la persona dueña de sí. Y, en consecuencia, al poseerse plenamente, puede darse también en plenitud. Goza de verdadera libertad para decidir sobre su ser, y también para entregarlo libremente. Eso es el amor. Paradójicamente, la libertad sólo se conquista con el autodominio.
En el caso contrario, la persona es llevada, porque es incapaz de autodirgirse, es "arrastrada", y en el fondo se encuentra sometida a todo y a todos. Está postrada en el suelo y la empujan de acá para allá las modas, la publicidad, los apetitos, etc. Lo cual resulta extraordinariamente sencillo en una sociedad tan mediática como la nuestra, en la que es difícil sostener una opinión firme en contra "de lo que todos dicen o hacen". La engañosa libertad de una persona así, en substancia, ha desaparecido; aunque aparentemente "haga lo que quiere" cada día. Porque "lo que quiere", le viene dictado por el consumismo que le atenaza por doquier.
Las consecuencias de este modo de ver la libertad, con respecto al matrimonio, son claras. Suponer que, desde tal situación, va a emerger un hombre –una mujer– capaz de decir: "yo te quiero a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida, hasta que la muerte nos separe", es pretender levantar un imponente edificio sobre columnas inconcebiblemente débiles.
El resumen, en definitiva, de este número 22 es que el eje de toda pastoral familiar es la llamada personal de Dios al amor. Es preciso descubrir la profundidad de esta verdad y empaparse de ella para, luego, enseñar a las personas a aprender a amar. Nos encontramos ante una tarea de planteamiento muy sencillo, no menos que de una ejecución tremendamente ardua y delicada: Enseñar a las personas a aprender a amar.
¡Saber amar!. Eso es lo que desearían las personas cuando van a casarse. Es lo que piden que se les enseñe, cuando solicitan el sacramento del matrimonio. Y eso es lo que les concede el Espíritu Santo –si tienen las disposiciones adecuadas– cuando se celebra el sacramento del matrimonio: una infusión nueva de gracia, que les capacitará para tener, entre sí, el mismo amor de Jesucristo por la Iglesia. Traduzco, con esta frase, palabras de San Pablo de lo más solemnes y serias que pueden escribirse: él mismo se da cuenta y lo llama sacramentum magnum.
La preparación al matrimonio y la iniciación cristiana
Así, pues, toda la pastoral preparatoria para el matrimonio puede resumirse en hacer posible que cada persona –él y ella– sea capaz de autogobernarse. Alcanzado, en su actuar, un nivel eficiente de libertad y de autonomía en la decisión; para, posteriormente, ser capaces de sostener esa decisión, con la virtud humana de la lealtad iluminada por la gracia de Dios. En definitiva: vivir permanentemente orientados hacia la verdad y el bien. Eso es –nada más y nada menos– el hombre que se deja guiar por el Espíritu Santo, a través de su inteligencia, que coordina y dirige los restantes dinamismos que, aun siendo inferiores, son equipaje imprescindible para la vida y para la acción.
No se pretende, pues, anular ninguna dimensión humana; se trata de integrar. El cauce que los instintos y sentimientos abren a los sentidos y a la experiencia vital es maravilloso. Gracias a ellos la persona humana –espíritu y materia– es capaz de expresarse en plenitud. Pero es imprescindible encauzarlos e integrarlos en el acto libre "estricto sensu"; de modo que la persona salga al encuentro del otro y pueda amarle con amor imperecedero y fiel.
Como es patente, pues, la pastoral familiar presenta un horizonte magnífico que le guía más allá de las circunstancias del momento: hacer posible que emerja la persona. Un sujeto humano y cristiano capaz de contraer matrimonio. Un grande y noble sacramento, tan elevado como hemos visto que lo considera San Pablo.
Añade el número 22, al que estamos refiriéndonos, que tal empeño no puede realizarse al margen de lo que, en la Iglesia, se titula iniciación cristiana. De este modo entrelazamos sin dificultad y de manera primordial, la pastoral familiar con la pastoral general de la Iglesia en sus diversos sectores o manifestaciones. Una pastoral que tiene como objetivo la santidad integral del sujeto cristiano.
Los aquí presentes conocemos sobradamente el proceso de iniciación cristiana. Su resultado final, la meta buscada, es la persona que libre y voluntariamente conoce, por gracia y por fe, a Dios en Jesucristo. En Él vive, a través del Espíritu Santo; y con Él trata, familiarmente, a Dios. En Jesucristo, que participa del misterio insondable del amor de Dios-Trinidad, comunión de Personas, cada cristiano siente su pertenencia a la Iglesia, escucha la Palabra de Dios, ora personal y comunitariamente. En Él, es capaz de vivir el amor en su propia comunidad creyente. Y, desde ella, salir como testigo de un amor hermosísimo, para llevar adelante la obra apostólica: enviado por la Iglesia a anunciar a Jesucristo a todos los hombres. Tal debe ser el resultado final de una iniciación cristiana cumplidamente realizada.
Por desgracia, queridos hermanos, no es esto lo más habitual en la iniciación cristiana que frecuentemente se realiza en la pastoral de nuestras comunidades eclesiales locales (diócesis, parroquias, etc.). Una iniciación que incluye, nada menos, que los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación, de la Reconciliación y de la Eucaristía: algo maravillosamente grande y hermoso. Y, sin embargo, poco valorado en tantas ocasiones. Quizá por falta de formación en los fieles que acuden; quizá por falta de preparación o de preocupación pastoral de quien se hace cargo de ella. Quizá también –todo hay que decirlo– por influencias exteriores, ajenas a las estructuras de la propia Iglesia.
El resultado –todos lo constatamos– es que nos encontramos con un sujeto débil, fruto de una iniciación cristiana deficiente. Hemos, pues, de replanteárnosla, quizá desde sus raíces. Reencontrar en la iniciación cristiana el medio para alcanzar el logro final de que venimos hablando: un sujeto cristiano autónomo, capaz de autogobernarse; de dirigirse hacia el bien desde sus personales virtudes y, en concreto, de custodiar su vocación al amor desde la castidad. Entonces sí será capaz de acoger positivamente la llamada de Dios al amor íntegro: esponsal en la mayoría de los casos, o quizás al amor virginal si Dios así lo quiere. Y podrá desarrollar esa personal vocación al amor, en la familia y en la Iglesia, recibiendo para ello las fuerzas necesarias de la fuente de vida que es Jesucristo.
La filiación divina
¿Qué hemos de hacer, por tanto? ¿Cómo plantearnos nuestra función en esa atrayente y delicada tarea? La solución pasa por unir claramente las diferentes etapas de la pastoral, reflexionando seriamente sobre lo que significa la iniciación cristiana. Bien realizada, cada cristiano que se incorpora a Cristo –en el ámbito de esa Iglesia doméstica que es la familia y en el ámbito más grande de la comunidad cristiana–, aprenderá a ser hijo: de Manolo y de Amparo, como antes os decía, y sobre todo de Dios.
¡Eso lo que nos identifica: ser hijo!. Ser hijo significa, ante todo, tener unos puntos de referencia inquebrantables; sobre los que bascula la vida entera. Los puntos de referencia dados por Dios son un padre y una madre terrenos; y un Padre, que también es Madre, celestial. Él será el maestro en quien confiar ciegamente y, en Él, encontraremos al Maestro más cercano y accesible a nosotros que es Jesucristo. En la comunidad cristiana Cristo es conocido, su Palabra es escuchada, su Vida celebrada en los sacramentos y reflejada en el misterio de la caridad. Su rostro es la imagen de la Trinidad inefable; reflejada para nosotros en la comunidad cristiana.
Cuando falta esa conciencia de hijo, no tenemos el humus, el ambiente adecuado para que surja la persona humana y el sujeto cristiano. Y sin eso es muy difícil llevar adelante una vocación que implica tan profundamente a la persona como es la vocación al amor. Un amor de donación, pleno y total como es el amor esponsal, o como lo es también el amor virginal. La plenitud del amor es la misma en el matrimonio que en las vocaciones a la vida consagrada o en el sacerdocio. En todos los casos, sólo quien ha aprendido a ser amado como hijo, con absoluto desinterés por parte de sus padres, será después capaz de amar de la misma manera: generosa y desinteresadamente.
Volviendo de nuevo los ojos a la realidad que nos circunda, es fácil percatarse de la deficiencia del sujeto cristiano de hoy. Se ve con claridad la debilidad congénita de nuestros adolescentes y jóvenes: que no viven la castidad, en líneas generales; que se encuentran atrapados por una sociedad consumista que los arrastra a la mera diversión, en discotecas, etc.; que les impulsa continuamente a derrochar su vida espiritual, ahogándola en lo que es más inferior (los gustos, las emociones, las sensaciones frívolas...). Con tales presupuestos no emerge, ¡no puede emerger!, el hombre libre, la mujer libre; capaz de darse a sí mismo en un amor de donación total que implica la entera persona y la conjuga con la del otro en la sexualidad, cuando se trata del matrimonio. O, si se trata del amor célibe, se entrega enteramente para vivir un nuevo modo de amar; que en el fondo es también un reflejo del amor de Jesucristo por la Iglesia. En ambos casos cada cual vive, a su modo, el misterio pascual de Cristo.
En fin, este número 22 reviste singular importancia para detectar que toda la desazón, toda la inquietud que surge en un sacerdote a la hora de acompañar a unos novios para celebrar el sacramento del matrimonio, o para realizar la pastoral específica la familia, nace de algo que está más en la base y cimiento de la vida cristiana. Se trata de engendrar, de hacer posible –con la Paternidad de Dios y la Maternidad de la Iglesia, y con lo que suponen el padre y la madre en el seno de una familia–, el sujeto humano íntegro. Alguien que, poco a poco, aprenderá a sentir hacia Dios el mismo sentido de filiación que brotó insensiblemente hacia sus padres terrenos de pequeño, y que acabará convirtiéndole en un cristiano pleno.
Vistas las cosas así, ¿cuál es el eje que atraviesa todo este Directorio de Pastoral Familiar? Sencillamente: el acompañamiento que hace la Iglesia a la vocación personal al amor. Esa llamada de Dios a seguir a Jesucristo, recorriendo un camino de santidad a imitación suya. Ni más ni menos.
El matrimonio
Recuperando ahora el hilo central del discurso de esta conferencia, la renovación de la pastoral matrimonial y de la familia, los fundamentos antropológicos y cristianos que hemos visto nos permiten enmarcar adecuadamente dicha renovación pastoral. El sacramento del matrimonio –hemos dicho– es una participación, por analogía, del amor de Cristo por su Iglesia. Jesús, desnudo en la Cruz, hace nacer la Iglesia de su costado abierto, con el agua (Bautismo) y la sangre (Eucaristía). Cristo se desvive y se desangra por la Iglesia, se da enteramente a ella; enseñándonos, de este modo, cómo es el verdadero amor: una donación total de sí a otra persona.
Pero para "darse", repitiendo lo expuesto, antes es ineludible "poseerse". Y sin la virtud de la castidad nadie se posee. Sin la custodia del amor, que hace emerger la persona humana con sus cualidades espirituales y sus virtudes desde lo que es un mero individuo, carecemos de las bases para construir cuanto se refiere al matrimonio y la familia.
Podemos, pues, abordar ahora lo más específico de esta exposición: cómo llevar a cabo el acompañamiento de las personas hacia un matrimonio plenamente cristiano. Es decir: la preparación para la celebración del sacramento del matrimonio.
La principal reflexión hecha en el seno de la Iglesia durante las últimas décadas, que cualquier sacerdote o especialista en el tema debería estudiar y conocer muy bien –y que además es lo más hermoso que se ha escrito sobre el matrimonio y la familia–, son las Catequesis sobre el amor humano de Juan Pablo II. Editadas en castellano recientemente en un volumen dirigido por Juan Pérez Soba, en mi opinión es un libro de referencia obligada: para el Instituto Juan Pablo II y para cuantos deseen profundizar en el significado de la persona humana, y sus consecuencias en el matrimonio y la familia.
Con el Magisterio del Papa y lo que –sobre él– ha desarrollado el citado Instituto y el Pontificio Consejo para la Familia, tenemos las claves para una adecuada preparación a la celebración del sacramento del matrimonio. La Carta Familiaris Consortio sistematizó tal proceso en una preparación remota, otra próxima y otra inmediata.
a) Preparación remota:
La primera corresponde fundamentalmente a los padres, cuando ejercen de protagonistas de la evangelización. Es decir, cuando educan a sus hijos en todas las virtudes, incluida la castidad. Lo llamamos "educación afectivosexual" y resulta absolutamente necesaria. No me cansaría de subrayarlo: consituye una de las tareas esenciales de la paternidad y de la maternidad. Sin ella, nuestros muchachos y muchachas, nunca sabrán lo que es amar; porque sólo se buscarán a sí mismos en el otro. No serán capaces de poseerse y, desde el dinamismo espiritual del amor –único capaz de adentrarse en la realidad de otra "persona"–, salir a su encuentro con un amor de donación. Que es el amor de quien se entrega al otro para crear, para originar un ser nuevo, diferente de lo que cada uno es por separado: lo que la Sagrada Escritura llama "una sola carne".
Es imperioso, pues, recuperar esa educación afectivosexual en el ámbito de la familia. Quizá es de las cuestiones más prioritarias. Lo aprendido en el seno de la familia no es comparable con ningún otro aprendizaje, simultáneo o posterior.
Ciertamente, de manera complementaria, en los colegios y en los procesos catequéticos también puede ofrecerse un aprendizaje aproximado. Por ejemplo, uniendo la iniciación cristiana, en el caso de niños y adolescentes, con la educación afectiva, puede hacerse bastante buena labor para que prenda en el corazón, poco a poco, la auténtica vocación al amor. Nunca será igual a una buena educación familiar, pero tampoco hay que despreciar esta ayuda.
Sin embargo, me temo que debemos reflexionar seriamente sobre el contenido de nuestros programas pedagógicos para tal aprendizaje. Hoy la mayoría de nuestros colegios no realizan en absoluto esa función. Y lo que se ofrece en este campo, suele estar totalmente distorsionado. Sobran ejemplos, por desgracia, de educación afectiva desviada; de "libertad sexual" fomentada desordenadamente, etc.
Es una situación precaria y dramática, porque casi nadie admite reconocerlo así. Nadie lo acepta –políticos, educadores, psicólogos,...–; y cuantos hablan sobre este tema evitan afrontar el problema y su solución. Abogan simplemente por una "tolerancia" cada vez más amplia. Y la tolerancia nunca soluciona los problemas; es solamente un recurso –lícito, quizá– para no gravar innecesariamente la libertad de unas estadísticamente exiguas situaciones anómalas. Algo que hoy en día han aceptado los responsables antes citados, como recurso genérico para evitarse complicaciones. En resumen, se viene a decir: repartamos más píldoras del día siguiente para que las niñas puedan abortar sin dificultades; o lo que es equivalente, que cada uno pueda unirse con quien quiera y como quiera.
b) Los obstáculos:
Y no se dan cuenta de la perversidad de esas decisiones: de la antieducación que conllevan. Quizá sin querer, hacen un daño enorme. Porque provocan el drama más íntimo y más difícil de arreglar de la persona humana: convertir en imposible el amor sincero y auténtico. Desconocen lo que es la persona y su vocación al amor; desconocen que este amor es la raiz de la felicidad, porque es lo que Dios ha pensado para cada hombre al darle la vida. Y tal desconocimiento produce ilimitados estragos en la existencia personal.
Fíjense que la Iglesia Católica ha conquistado para nuestra civilización el sentido más hermoso y grande de lo que supone la familia, constituyéndola como el cimiento básico de la sociedad, y asentándola sobre el matrimonio definitivo entre un hombre y una mujer, abierto a la vida. Tal altura de concepción puede decirse que raya el vértice más alto de la civilización humana.
Pero parece que, en cuatro décadas, hayamos perdido la capacidad de entusiasmar con el sentido original de las palabras: la verdadera libertad es poder amar hasta la muerte, porque quiero que sea así, a pesar de todo lo que pueda oponerse a ello. Y los sofistas nos han convencido de que el "amor libre" es lo contrario: el inmaduro, el adolescente, el de "hoy sí y mañana no". Nos han robado, así, el concepto de libertad. E igualmente nos han robado la palabra amor, quitándole toda la grandeza que le aportó la cultura cristiana, y que le llevó a considerarlo la expresión más alta de la vida del espíritu: su cima. Algo que la misma cultura latina se cuidó muy mucho de distinguir: la dilectio, el amor y el eros.
La mayor grandeza que alcanza una persona, varón o mujer, es el don de sí mismo en el matrimonio. Y su fruto, si vienen, son los hijos: la obra mayor que alguien puede dejar en su vida. De todo esto no se habla; es también un tema secuestrado. El rapto y el maquillaje del lenguaje ocultan la farsa de los sofistas, por una parte, y de los poderosos, por otra. El consumismo y los medios de comunicación se empeñan en desconocer el drama íntimo de las separaciones matrimoniales, cada vez más abundantes en España; la existencia de innumerables "niños huérfanos con padres"; los abundantes adolescentes destruidos por su incapacidad de amar; cuando no prendidos en las redes del alcohol, la droga o el sexo desordenado. Pero, eso sí, a todo ello le llaman: libertad, tolerancia, "realizarse", "nuevas experiencias", etc.; el lenguaje desquiciado de quien no quiere ver la verdad.
La Iglesia, que es profeta y maestra del bien, debe reaccionar. Y reaccionar significa cumplir su misión como lo ha hecho siempre: ser Madre; engendrar sujetos fieles a través de una correcta iniciación cristiana. Lo cual debe ir coherentemente unido a la catequesis y la pastoral de adultos. Lo contrario sería pretender que unos padres solucionen lo que ellos mismos tampoco viven. Por eso, la preparación remota y su concreción –la iniciación cristiana de niños y adolescentes–, suponen lo que el Papa expresa con el término nueva evangelización. Porque se trata de volver a enseñar los rudimentos de la fe a aquellos que fueron bautizados y han perdido la práctica cristiana y el ejercicio del amor que supone.
Hay que unir, en comunión de planteamientos, la iniciación cristiana y la formación de adultos (matrimonios, especialmente), para pedir a las familias cristianas que respondan como deben a su misión. Que estén bien constituidas y cumplan la función esponsal y el cometido propio de engendrar, educar y crear el ambiente propicio para que los hijos se desarrollen rectamente; para lo que hemos llamado la educación en el amor. En resumen, hay que conseguir que la pequeña Iglesia doméstica viva "en" y "del" misterio de la Iglesia de Jesucristo.
c) Preparación próxima:
Así como deben unirse preparación remota al matrimonio con formación cristiana familiar; de la misma manera la preparación próxima ha de ir concatenada con la pastoral juvenil. Bien entendido que esta pastoral, más que ninguna otra, exige individualizar la atención de cada persona. Siempre hay que ir con cuidado al utilizar las expresiones pastorales, para evitar generalidades o planteamientos "grupales"; pero especialmente los jóvenes, necesitan una atención muy personal, aunque formen parte de un grupo catequético o de otro tipo. La santidad cristiana es algo personal, no de grupo. El grupo sirve de apoyo, de sostén para los más débiles, pero el avance hacia Cristo es siempre algo íntimo y subjetivo.
Concretamente, podemos centrarnos en la actual práctica de preparación para el sacramento de la Confirmación. Lo más grande para un adolescente que se está haciendo joven, es la llamada al amor. Y ésa es la que necesita acompañamiento. Si la pastoral juvenil no respondiera a esto, ¿a qué respondería? Se trata de enseñar a los jóvenes a discernir la voz de Dios, que les está llamando al amor fortísimamente. Hay que enseñarles, por tanto, a saber responder de modo personal a esa llamada. Lo cual incluye no pocos aspectos, diferentes de una edad a otra, pero que siempre abarcan la maduración humana –como hombres o mujeres– y la madurez progresiva de un cristiano que aprende a vivir su fe día a día, precisamente en las dificultades y tropiezos que puede encontrar. ¡Qué necesaria es, en estos casos, la amistad, la comprensión y la confianza!
En un itinerario de fe, acompañados así por la Iglesia, los jóvenes se enfrentarán con lo que siempre se llamó el noviazgo. Un noviazgo bien vivido es el secreto para llegar a una celebración santa del sacramento del matrimonio y a una vida posterior de matrimonio también santa, dentro de los defectos humanos.
Porque lo que Dios quiere es que cada uno sea santo. Y cuando llama al amor, quiere que sea el verdadero Amor. El que infunde el Espíritu: la caridad de Dios. Que sean capaces de amar, con la ayuda de la gracia divina, que desciende sobre el corazón del hombre y de la mujer para hacerle santos. Que se amen ahora con esa Gracia, de modo que el día de mañana puedan enseñarlo a sus hijos, también con la gracia sacramental del matrimonio. Ése es el programa.
No hay, pues, ruptura entre la preparación remota y la próxima; sino continuidad. La pastoral de adultos sigue siendo, aquí, igualmente importante. Es fundamental contar con familias bien constituidas, que den respuesta al proceso de generar la vida, y de acompañar la educación de un niño y un joven hasta formar un sujeto humano y cristiano, capaz de contraer matrimonio cristiano con todas sus consecuencias. Seguimos, pues, hablando de la evangelización, que ya antes hemos citado.
d) Preparación inmediata:
La preparación inmediata se puede llamar catequesis matrimonial o cursos de preparación al matrimonio. Como es fácil imaginar, supone imprescindiblemente las dos anteriores. Si se carece de la base adecuada, cuanto se construya será pasto de la más pequeña conmoción. Esta última preparación se orienta decididamente al sacramento del matrimonio: a su celebración –de modo más directo– y a la vida en común que implica a continuación. ¡No es poca la tarea! Hay que combatir con todas las armas, y nunca resignarse, a esa absurda mentalidad de que el divorcio supone mayor libertad. Es una mentira flagrante; y si la admitiésemos, acomodándonos a una cultura divorcista, habríamos arruinado para siempre el misterio insondable de la persona humana. Insisto: no sólo del matrimonio católico, sino del hombre como persona.
La persona humana, de la cabeza a los pies, está pensada por Dios para amar. Y lo que da al corazón la felicidad y la verdadera respuesta que busca incesantemente, es poder amar. Por tanto, toda la pastoral –matrimonial, familiar, juvenil, etc.– será, en definitiva, como ya hemos señalado, enseñar a amar: acompañar a aquellos que ya se quieren para que, enseñando ese amor a otros, constituyan una comunidad más amplia de personas, donde se celebre el amor de Jesucristo, en una Iglesia doméstica, que alimenta y se alimenta de la comunidad cristiana.
No quiero entrar ahora en las diversas técnicas pedagógicas incluidas en esos cursillos prematrimoniales. Se sobreentiende que será necesario afrontar los diferentes aspectos –humanos y espirituales– de la unión marital a la que se preparan. Así como ponerles sobre aviso de las dificultades a que deberán enfrentarse, tanto como informarles de los medios para superarlas. Aquí, como en tantas cosas, el remedio preventivo es siempre mejor que el curativo. En cualquier caso, sólo una firme conducta cristiana, con las virtudes correspondientes y la gracia de Dios, hará indestructible el matrimonio que proyectan.
e) Pastoral de la familia:
La preparación al matrimonio, la celebración del matrimonio y la pastoral de la familia, son itinerarios de fe, diversificados según los propios sujetos. De diversas maneras, constituyen el modo cómo la Iglesia acompaña a sus fieles, para que puedan contraer matrimonio válido y lo hagan fructuoso en el transcurso de sus vidas.
Una vez efectuado el matrimonio, los fieles no pueden quedar abandonados a sí mismos, so pena de entrar en una progresiva desvirtuación de toda la preparación recibida. La pastoral de adultos, o catequesis y formación de adultos, así como la pastoral estrictamente familiar –que acude a solucionar los problemas referentes a la convivencia y a la educación de los hijos–, es algo también absolutamente necesario en la Iglesia. Se podrá orientar de variadísimas formas; pero nunca podrá olvidarse. Sería una gravísima omisión pastoral.
Para no terminar sin, al menos, una referencia, se hace necesario citar las situaciones difíciles o irregulares que tanto abundan en la sociedad moderna. Un compendio claro de éstas puede encontrarse en las diversas intervenciones del Papa Juan Pablo II, incluidas sus alocuciones a la Rota Romana. El Pontífice hace llamadas a la prevención, a la terapéutica religiosa en los centros de orientación familiar, a trabajar conjuntamente las vicarías judiciales con esos centros de orientación, a tener expertos católicos –psicólogos, canonistas, sacerdotes,...–, que conozcan bien los procesos que confluyen en una situación difícil; de manera que la Iglesia pueda hacer oir la voz de Dios en esos casos complicados.
Conclusión
Hay mucho terreno que conquistar en este capítulo de la Evangelización. Lo que hemos desarrollado aquí me parece que es hermoso y aporta una novedad: saber que entramos en una dimensión básica de toda la evangelización. La pastoral de la familia y la preparación al matrimonio, en consecuencia, acompañan transversal y constantemente al resto de acciones de la Iglesia, que tienen como finalidad formar a los fieles para vivir en Cristo; es decir, para sentir su pertenencia a la comunidad, alimentarse de su Palabra, orar y celebrar los sacramentos, vivir la comunión en el amor, y salir a evangelizar el mundo. Tal es el designio de Dios sobre cada persona.
Afirmemos, finalmente, el protagonismo de las familias también en la sociedad humana civil. Desde la comunidad cristiana y desde el sacramento del matrimonio, la familia debe intervenir decisivamente en la construcción de la sociedad entera: de sus costumbres, de las leyes, de las relaciones internacionales, etc.
La sociedad es el ámbito donde los otros son mis hermanos, mis amigos, o con quienes construyo aquello que es bueno para el pleno desarrollo de todos y cada uno. La cultura, el mundo del trabajo, las relaciones humanas, deben hacer referencia necesaria al hecho matrimonial y familiar. El mundo de las relaciones donde el otro es prójimo, no ha de ser adversario del mundo familiar, sino complemento y ampliación.
Ya sé que muchas veces no es así. Y que esta sociedad de consumo supone no pocas y continuas luchas para evitar la destrucción de lo más importante que hay en el corazón del hombre: su deseo de amar y ser amado. Pero esto es precisamente lo hay que defender desde las familias y desde toda evangelización que la Iglesia oriente hacia ellas.
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