LA FIGURA SACERDOTAL DE SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ.
Mons. D. Fernando Sáenz Lacalle
Arzobispo de San Salvador
Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2002, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada en F. Sáez, La figura sacerdotal de San Josemaría Escrivá, en AA VV, “Sacerdotes para el tercer milenio”, pp. 13-34, (Edicep, Valencia 2002).
Josemaría Escrivá, un sacerdote «cien por cien», que un par de horas antes de morir, en su última catequesis dirigida a un grupo de mujeres les asegura, con fuerza, que ellas tienen «alma sacerdotal». El Señor ha obrado por su intercesión milagros prodigiosos y abundantes, señalándonos con ello la santidad de su vida y la trascendencia de su mensaje. Esperamos con inmensa alegría su pronta canonización.
I – INTRODUCCIÓN.
Agradezco muy sinceramente la invitación que se me ha hecho para participar en estos Diálogos de Teología en su cuarta edición, que me han permitido conocer la bella capital del Levante –una evidente grave omisión que he podido superar– y encontrarme con un numeroso grupo de hermanos sacerdotes de los que espero enriquecerme con sus intervenciones y experiencias.
Especial alegría me proporciona encontrarme con D. José Orlandis, a quién conozco desde los años cincuenta. Cuanto cursaba Ciencias Químicas en la Universidad de Zaragoza, acudía los sábados al recientemente inaugurado Colegio Mayor Miraflores. D José Orlandis y D. Vicente García Chust, valenciano, eran los sacerdotes que solían dirigir la meditación en el oratorio, seguida de la Bendición con el Santísimo y canto gregoriano de la Salve. Luego atendían la dirección espiritual de los universitarios que frecuentábamos ese Centro de la Obra. Allí descubrí mi vocación al Opus Dei. Terminé la carrera; completé la Milicia Universitaria; antes y después trabajé en una empresa familiar; cursé los estudios sacerdotales institucionales; estuve en Roma donde me doctoré en Teología; me ordené sacerdote; marché inmediatamente a Centroamérica, y –después de más de cuarenta años– aquí estoy sentado junto a D. José. Le expreso mi más sincero agradecimiento.
No tengo la menor duda de que, con su oración y su ayuda sacerdotal, tanto él como D. Vicente García Chust, fueron eficaces instrumentos del Señor en el camino de mi vocación.
Me alegra también participar en este intercambio de experiencia y de impresiones con hermanos sacerdotes. Desde 1962, fecha en que llegué a El Salvador, hasta 1985, año en que S. S. Juan Pablo II me nombró Obispo Auxiliar de Santa Ana, procuré invitar cada mes a un grupo de sacerdotes para compartir unas horas fraternalmente: estudiando algún documento, dedicando unos minutos a la meditación de algún tema ascético, explayándonos después en amena tertulia antes, durante y después del almuerzo.
Uno de los sacerdotes que habitualmente acudía a esas reuniones mensuales es famoso en todo el mundo y su Causa de Beatificación está muy avanzada. Me refiero a que el día en que Mons. Oscar Arnulfo Romero fue asesinado, estuvo participando en uno de estos encuentros mensuales con sacerdotes, a los que desde años asistía con la frecuencia que le permitía su complicada agenda. Siempre he comentado que el Señor le preparó para su muerte con una jornada de fraternidad sacerdotal, en un ambiente amable y sobrenatural.
Me siento muy a gusto entre ustedes y muy agradecido a quienes me han invitado. Lamento por otra parte que mi intervención haya sido preparada aprovechando resquicios de tiempo y no tenga la profundidad y categoría que el tema y ustedes merecen. El cálido ambiente familiar paliará estas carencias.
II – SACERDOTE SECULAR.
Llamado al sacerdocio para “algo”.
Al abordar el tema de la FIGURA SACERDOTAL DE SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, considero oportuno adelantar que estoy muy de acuerdo con todo lo que Antonio Aranda señala en su reciente publicación «El bullir de la Sangre de Cristo»[1]. Dios llamó a Josemaría hacia el sacerdocio para preparar de este modo a la persona que tendría la responsabilidad de fundar el Opus Dei, institución a la que, por vocación divina, se incorporarían miles y miles de fieles laicos para vivir plenamente el sacerdocio común de los fieles cristianos en medio del mundo; santificando las tareas seculares, ciudadanas, que cada uno realiza; desarrollando con la gracia de Dios las virtudes cristianas precisamente en el ejercicio de su trabajo y profesión y ejerciendo un efectivo apostolado en los ambientes familiares, laborales y sociales donde se encuentran.
Andrés Vázquez de Prada en el primer tomo de su obra El Fundador del Opus Dei[2], nos proporciona datos muy interesantes sobre la infancia y juventud de san Josemaría.
Nace en un hogar profundamente cristiano, muy normal, sin «beaterías». Su padre, D. José, es un empresario honrado, muy limosnero. Doña Dolores es una madre trabajadora incansable, con relaciones sociales, con buen humor y sensatez admirables. Josemaría es un muchacho inteligente, estudioso, de conciencia delicada, dócil a la buena formación que se le proporciona en casa y en los centros educativos a los que acude.
Recibe los sacramentos del Bautismo y la Confirmación. La configuración con Cristo que ambos sacramentos producen ”ex opere operato” es una fuente insondable de acción divina en esa alma inocente.
La fragua del dolor.
Dato muy importante: el Señor va forjando la personalidad de Josemaría en la fragua del dolor. Y en esa fragua se templa también las personalidades de sus padres, pues los tres, y también Carmen su hermana, serán afectados por la vocación sacerdotal de Josemaría.
A los dos años de edad Josemaría cae gravemente enfermo y es desahuciado. Se cura milagrosamente y sus padres, que lo habían «ofrecido» a la Virgen de Torreciudad, harán un viaje a lomo de mula por agrestes parajes para «presentarlo» a Santa María, que lo acoge como hijo muy querido sobre el que derrochará su maternal cariño.
El día de la Primera Comunión, Josemaría recibe en silencio una caricia divina: el peluquero se descuida y produce una dolorosa quemadura con la tenacilla caliente al hacerle un rizo a la moda de aquel tiempo.
La muerte sucesiva de las tres hermanas menores, en orden ascendente de edad, suponen año tras año un dolor intenso. Josemaría comenta que el próximo en morir será él.
Reveses económicos, afrontados con honradez, traen consigo el traslado de la familia a Logroño y que Don José pase de ser empresario a desempeñarse como dependiente de una importante tienda. Estas circunstancias dieron ocasión a ciertos comentarios desagradables y hasta humillantes.
Josemaría estaba experimentando en su propia carne y en los seres más queridos lo que significaba participar en el sacrificio de Cristo sacerdote a través de las incidencias de la vida ordinaria. Más adelante tendría que abrir camino a miles de almas en esta espiritualidad que une el «alma sacerdotal» a la «mentalidad laical».
Vocación divina.
Las huellas en la nieve de un carmelita descalzo provocan un verdadero terremoto en el corazón de Josemaría. Alguien camina descalzo por amor a Dios y él ¿qué está haciendo?
El ambiente familiar –aunque tenga sacerdotes en su parentela– no le había encaminado hacia el sacerdocio. Antes bien, le gustaba la arquitectura. Consideraba poco útil el estudio del latín –«para los curas», decía– y también D. José esperaba apoyarse en su hijo, –muchacho excelente y muy responsable– para sacar adelante su familia.
El Señor le llamó y Josemaría respondió positivamente a la vocación divina. Consultó con el Padre José Miguel, el de las huellas en la nieve, el cual quiso atraerle hacia el Carmelo. Pero Josemaría consideró que no era esa su vocación. D. José, después de derramar alguna lágrima, al ver que sus planes sobre Josemaría se venían abajo, le orienta hacia el abad o deán de la Colegiata de Santa María de la Redonda, el cual le presentó el panorama de la carrera sacerdotal, tal y como entonces se entendía... Josemaría se dio cuenta que tampoco era eso. No se trataba de ser sacerdote e ir progresando en los medios eclesiásticos a base de méritos y oposiciones[3].
El joven estudiante, removido por el Espíritu Santo distingue claramente entre la esencia del sacerdocio hacia el que siente llamado y la concreción sociológica del sacerdocio tal y como se daba en el primer cuarto del siglo XX[4].
En la homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra el 8 de Octubre de 1967 se referirá al decidido carácter secular de su vocación sacerdotal y la de todos los miembros de la Obra:
«Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo –su contemptus mundi– que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo»[5].
La vocación sacerdotal de Josemaría era muy secular, no sólo porque no era religiosa sino porque era una vocación sacerdotal para algo que no sabía que era y que después, en 1928, 1930, 1931 y 1943 irá descubriendo: ser sacerdote, estar muy en contacto con la sociedad civil para orientar a todos los fieles corrientes a descubrir el maravilloso panorama de desarrollar su vocación de cristianos laicos, de vivir con intensidad el «sacerdocio real» de los bautizados.
A pesar del paso que acababa de dar, que creía acertado, continuaba sintiendo «una extraña sensación de seguir caminando como a ciegas, en busca de una respuesta a su ¿por qué? ¿Para qué voy a hacerme sacerdote? El Señor quiere algo. ¡Señor, que vea! Domine, ut videam! Ut sit! Que sea eso que Tú quieres y que yo ignoro»[6].
En contacto con el mundo.
Josemaría nunca dejará de estar en contacto con la sociedad de su tiempo. En Logroño cursa los primeros estudios del seminario en régimen externo. Simultaneó los estudios eclesiásticos en Zaragoza con la carrera de Derecho. Ve la conveniencia de trasladarse a Madrid para cursar las materias del Doctorado. Dará clases particulares de Derecho y luego ocupará la Cátedra de Ética Profesional en la Escuela de Periodismo. Conocerá profundamente los barrios misérrimos de la periferia de Madrid y los hospitales donde se hacinaban los enfermos, muchos de ellos desahuciados por padecer tuberculosis, enfermedad incurable en aquel tiempo.
Respecto a su familia, el Señor dispuso que, por una parte, viviese su entrega a la tarea pastoral con generosa heroicidad, lo cual supuso dolorosas ausencias en momentos entrañables: estaba en el seminario cuando D. José murió víctima de un infarto y, cuando murió Doña Dolores por una súbita gravedad, San Josemaría estaba dando Ejercicios Espirituales al clero de Lérida. Sin embargo nunca dejó de prestar la atención a su familia que el Cuarto Mandamiento supone: a la muerte de su padre sostuvo a su madre y sus hermanos con sus escasas entradas económicas. Por otra parte, la Abuela y tía Carmen[7] supondrían para él una gran ayuda para atender las primeras residencias de estudiantes, comunicando a los centros de la Obra el ambiente, que en todo el mundo se conserva, de hogares de familia luminosos y alegres. Fui testigo del dolor y de la alegría simultáneos que la muerte de Carmen produjo en su hermano, el 20 de Junio de 1957. A los que estábamos estudiando en el Colegio Romano de la Santa Cruz nos reunió a media mañana en el “soggiorno”. Era la Solemnidad del Corpus Christi. Nos contó que su hermana había muerto santamente en horas de la madrugada, y de su convencimiento de que gozaba ya de la felicidad eterna. Después de su muerte conocimos que el Señor tuvo con él una caricia muy sobrenatural en esa ocasión.
Toda la vida sacerdotal de san Josemaría, fue evidentemente secular, es decir orientada, como objeto directo de su vocación, a la implantación del Reino de Dios en la sociedad civil. Los sacerdotes diocesanos eran también objeto prioritario de su desvelo sacerdotal.
El antiguo Arzobispo de Valencia, Mons. José María García Lahiguera –persona con fama de santidad, cuyo proceso de canonización ha sido incoado–, tuvo conocimiento en 1932 por medio del mismo D. Josemaría Escrivá de la fundación que éste estaba llevando a cabo. Remontándose a esa fecha escribió:
«Yo estaba fuertemente conmovido de lo que iba oyendo y comprendí enseguida que el Padre estaba iniciando algo verdaderamente trascendental, de Dios. Era un panorama de apostolado y servicio a la Iglesia que atraía, maravilloso. (...) Su amor a la Iglesia de Dios era tan grande que, de modo natural, estimulaba y alentaba todas las instituciones surgidas para llevar almas a Dios. (...) Pero si quisiéramos destacar algún campo en el que su amor a la Iglesia encontraba lugar para expansionarse –además, como digo, de la Obra de Dios le había encomendado–, podemos afirmar que fue el clero diocesano uno de los principales objetivos de sus afanes apostólicos»[8].
III – SACERDOTE «CIEN POR CIEN».
San Josemaría refiriéndose a un grupo de hijos suyos que iban a recibir la ordenación presbiteral transmite su propia experiencia de cómo combinar su condición de profesional –era Doctor en Derecho Civil– y su ministerio sacerdotal:
«El santo Sacramento del Orden Sacerdotal será administrado a este grupo de miembros de la Obra, que cuentan con una valiosa experiencia –de mucho tiempo tal vez– como médicos, abogados, ingenieros, arquitectos o de otras diversísimas actividades profesionales. Son hombres que, como fruto de su trabajo, estarían capacitados para aspirar a puestos más o menos relevantes en su esfera social.
Se ordenarán, para servir. No para mandar, no para brillar, sino para entregarse, en un silencio incesante y divino, al servicio de todas las almas. Cuando sean sacerdotes, no se dejarán arrastrar por la tentación de imitar las ocupaciones y el trabajo de los seglares, aunque se trate de tareas que conocen bien, porque las han realizado hasta ahora y eso les ha confirmado en una mentalidad laical que no perderán nunca.
Su competencia en diversas ramas del saber humano –de la historia, de las ciencias naturales, de la psicología, del derecho, de la sociología–, aunque necesariamente forme parte de esa mentalidad laical, no les llevará a querer presentarse como sacerdotes-psicólogos, sacerdotes-biólogos o sacerdotes-sociólogos: han recibido el Sacramento del Orden para ser, nada más y nada menos, sacerdotes-sacerdotes, sacerdotes cien por cien.
Probablemente, de tantas cuestiones temporales y humanas entienden más que bastantes seglares. Pero, desde que son clérigos, silencian con alegría esa competencia para seguir fortaleciéndose con continua oración, para hablar sólo de Dios, para predicar el Evangelio y administrar los Sacramentos. Esa es, si cabe expresarse así, su nueva labor profesional, a la que dedican todas las horas del día, que siempre resultarán pocas: porque es preciso estudiar constantemente la ciencia de Dios, orientar espiritualmente a tantas almas, oír muchas confesiones, predicar incansablemente y rezar mucho, mucho, con el corazón siempre puesto en el Sagrario, donde está realmente presente Él que nos ha escogido para ser suyos, en una maravillosa entrega llena de gozo, aunque vengan contradicciones, que a ninguna criatura faltan»[9].
Intensa vida espiritual.
El carácter secular de la vocación sacerdotal de Josemaría Escrivá no supone una reducción de exigencia en la espiritualidad y en las prácticas ascéticas. Muy al contrario: san Josemaría, siente sobre sí la obligación de implantar en el mundo el Reino de Cristo y de comunicar a todos los hombres y mujeres el grandioso anuncio de que, al crearlos, Dios les ha llamado a la santidad.
Debe transmitir ese mensaje –que en 1965 hizo suyo el Concilio Ecuménico Vaticano II en la Constitución Lumen Gentium (cap. V)– a quienes le rodean para que estos, encendidos en amor de Dios, lo vivan y lo trasmitan a sus parientes, colegas, amigos, vecinos...
Como botón de muestra sirva esta consideración de Camino:
«Eres, entre los tuyos –alma de apóstol–, la piedra caída en el lago.
– Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste otro... y otro y otro... cada vez más ancho.
– ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?»[10].
La convicción de su responsabilidad de comunicar el mensaje de la llamada universal a la santidad a la humanidad entera lleva a San Josemaría a vivir intensamente el sacerdocio y a transmitir a los demás sacerdotes esa misma convicción. ¿Cómo concibe y vive su vocación sacerdotal? Veamos algunos párrafos de sus escritos.
Identidad sacerdotal.
«El Sacerdote –quien sea– es siempre otro Cristo»[11].
«No quiero –por sabido– dejar de recordarte otra vez que el Sacerdote es “otro Cristo”. –Y que el Espíritu Santo ha dicho: “nolite tangere Christos meos”– no queráis tocar a “mis Cristos”»[12].
«Algunos se afanan por buscar, como dicen, la identidad del sacerdote. [...] ¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental»[13].
«Esta es la identidad del sacerdote: instrumento inmediato y diario de esa gracia salvadora que Cristo nos ha ganado. Si se comprende esto, si se ha meditado en el activo silencio de la oración, ¿cómo considerar el sacerdocio una renuncia? Es una ganancia que no es posible calcular. Nuestra Madre Santa María, la más santa de las criaturas –más que Ella sólo Dios– trajo una vez al mundo a Jesús; los sacerdotes lo traen a nuestra tierra, a nuestro cuerpo y a nuestra alma, todos los días: viene Cristo para alimentarnos, para vivificarnos, para ser, ya desde ahora, prenda de la vida futura»[14].
Así sentía san Josemaría su sacerdocio.
La Santa Misa, la raíz y el centro de la vida interior de san Josemaría.
Salvador Bernal en sus Apuntes[15] recoge el testimonio de un joven que formaba parte del grupo de personas que atravesaron los Pirineos por Andorra, para pasar de una a otra zona en tiempo de la guerra española.
De rodillas en el suelo sobre una piedra, a guisa de altar, D. Josemaría celebró la Santa Misa en el tenso ambiente de la fuga, con el temor de ser descubiertos. Años más tarde el joven recuerda con precisión la piedad y devoción con que el sacerdote celebró el Santo Sacrificio.
Todos cuantos hemos asistido alguna vez a la celebración eucarística del Fundador del Opus Dei guardamos en nuestro corazón la misma impresión. En Camino se recoge otro testimonio de los años treinta:
«Me viste celebrar la Santa Misa sobre un altar desnudo –mesa y ara–, sin retablo. El Crucifijo, grande. Los candeleros recios, con hachones de cera, que se escalonan: más altos, junto a la cruz. Frontal del color del día. Casulla amplia. Severo de líneas, ancha la copa y rico el cáliz. Ausente la luz eléctrica, que no echamos en falta.
Y te costó trabajo salir del oratorio: se estaba bien allí. ¿Ves cómo lleva a Dios, cómo acerca a Dios el rigor de la liturgia»[16].
Su predicación.
Conocemos su generosa entrega a trasmitir el mensaje evangélico, con «don de lenguas» a los fieles cristianos y a la humanidad entera: sus meditaciones y charlas, sus retiros y Ejercicios Espirituales, sus escritos tan abundantes y las catequesis, en forma de tertulias familiares, han llegado a millones de personas.
Gracias al Señor sus escritos se han traducido a decenas de idiomas y se han grabado centenares de meditaciones y tertulias. Siempre habla de Dios. Siempre abriendo amplios horizontes de santidad y de responsabilidad apostólica. Siempre sembrando paz y alegría.
Recojo un par de textos suyos sobre la predicación del sacerdote:
«Pensando en los sacerdotes del mundo entero, ayúdame a rezar por la fecundidad de sus apostolados.
Sacerdote, hermano mío, habla siempre de Dios, que, si eres suyo, no habrá monotonía en tus coloquios»[17].
«La predicación, la predicación de Cristo “Crucificado”, es la palabra de Dios.
Los Sacerdotes han de prepararse lo mejor que puedan, antes de ejercer tan divino ministerio, buscando la salvación de las almas.
Los seglares han de escuchar con respeto especialísimo»[18].
Recuerdo con especial emoción la última tertulia a la que asistí de San Josemaría con sacerdotes. Tuvo lugar en Guatemala el 18 de Febrero de 1975, cuatro meses antes de su fallecimiento. Nos recordaba con fuerza la doctrina sobre el sacerdocio, que predicó durante toda su vida siguiendo con fidelidad las enseñanzas del magisterio de la Iglesia: que el trabajo profesional del sacerdote es el ministerio sacerdotal[19]. Nos hablaba de las dos pasiones dominantes del sacerdote -aparte de amar mucho la Sagrada Eucaristía, y por tanto de hacer de todo el día una Misa-: atender las almas en el confesionario y predicar abundantemente la palabra de Dios.
Predicar con el ejemplo.
Es impresionante leer los numerosísimos testimonios acerca de las virtudes heroicas de san Josemaría. ¡Cuánto más se podría haber escrito! Los que convivimos con él guardamos multitud de recuerdos pero, además, una impresión general: hemos vivido con un santo, alegre y sencillo, que vivía con naturalidad una continua entrega a Dios y a los demás.
Recojo unas consideraciones de Antonio Aranda en su ya citada publicación, porque expresa muy bien lo que yo quisiera decirles:
«Todo maestro de vida espiritual, si lo es de verdad, procura vivir lo que enseña, como sucede con san Josemaría. Pero en su caso, además –no sólo en cuanto maestro sino también y sobre todo en cuanto fundador–, enseña lo que previamente, por gracia de Dios, vive. Su enseñanza es fiel traducción, a la luz del propio carisma fundacional, de su vida de relación con Dios. Su doctrina nace de su vivir, encaminado a la identificación con el espíritu recibido. Enseña a alcanzar a Cristo según ese modo específico que a él le ha sido dado hallar por gracia singular; enseña a ser Cristo presente entre los hombres desde su empeño personal por serlo.
Su enseñanza, como venimos diciendo, no ha sido formulada sólo en forma doctrinal, sino también desde el principio a través del testimonio de su propia vida. Tiene, por tanto, esa impronta evangélica, presente también en otros fundadores, según la cual vida y doctrina constituyen una indivisible realidad: una realidad, por otra parte, renovadora, trazadora de nuevos caminos de santidad y de reflexión cristiana. En esos hombres y mujeres que, movidos por el Espíritu Santo, abren caminos de santidad en la Iglesia, se descubre de manera particular la huella del Hijo de Dios encarnado, revelador del Padre»[20]
IV – PIONERO DE LA ESPIRITUALIDAD LAICAL.
Se ha repetido, con justicia, que Mons. Josemaría Escrivá es un pionero de enseñanzas centrales del Concilio Vaticano II, como la llamada universal a la santidad y el papel relevante de los laicos en la nueva evangelización de la sociedad y, en consecuencia, la posición de “retaguardia”, de servicio, que corresponde a los sacerdotes.
«En la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero uno sólo es el fin: la santificación de los hombres. Y en esta tarea participan de algún modo todos los cristianos, por el carácter recibido con los Sacramentos del Bautismo y de la Confirmación. Todos hemos de sentirnos responsables de esa misión de la Iglesia, que es la misión de Cristo. El que no tiene celo por la salvación de las almas, el que no procura con todas sus fuerzas que el nombre y la doctrina de Cristo sean conocidos y amados, no comprenderá la apostolicidad de la Iglesia»[21].
El reconocimiento del papel de los laicos en la evangelización de la estructuras de la sociedad supone en primer lugar la superación del «clericalismo» en su doble expresión:
– reducir el papel de los laicos a simples auxiliares de la tarea eclesiástica que a los clérigos corresponde: señalándoles como un honor la posibilidad de colaborar en las organizaciones inter-eclesiales.
– considerar que son los clérigos quienes tienen la última palabra en los asuntos civiles y políticos, que de por sí son opinables.
Vivimos en un tiempo en que a veces parece que los laicos quieren tomar posesión de los presbiterios de las Iglesias y algún sacerdote los escaños de los Congresos. El mensaje de san Josemaría tiene más importancia que nunca. La distinción esencial entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial requiere mutuo respeto y mucha humildad.
Cuando el laico no comprende la grandeza de su vocación, deja de ser levadura que ha de fermentar la masa, la humanidad no se impregna de la Buena Nueva y el Reino de Cristo encuentra obstáculos para implantarse en la tierra.
Corresponde indudablemente a los sacerdotes proporcionar a los laicos una profunda formación religiosa que comprenda rectos criterios morales y una buena base de conocimiento de la Doctrina Social de la Iglesia. Deben también los sacerdotes servir a los laicos proporcionándoles los auxilios espirituales –los sacramentos– que enriquecen con la gracia sobrenatural el ser y el hacer del cristiano.
Para profundizar en este tema tan apasionante -la espiritualidad «secular, laical» que san Josemaría planteaba a los fieles laicos, desde la fundación de la Obra- recomiendo la lectura atenta de la Homilía pronunciada en el Campus de la Universidad de Navarra el 8 de Octubre de 1967, titulada Amar al mundo apasionadamente, de la cual copio unos párrafos especialmente inspirados que muchos sin duda ya conocen:
«Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida.
Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical, que ha de llevar a tres conclusiones:
a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;
a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables– soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;
y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas.
Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen –a la vez– la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable.
Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis –¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia– vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos –en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional–, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo –lo diré de un modo positivo–, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social»[22].
En la vida y en la enseñanza de san Josemaría, el sacerdote debe ejercitar un papel de servidor. Para dejar clara su enseñanza, el Fundador del Opus Dei acudió con frecuencia al ejemplo de la alfombra. Cuenta D. Pedro Casciaro en su libro Soñar y os quedaréis cortos:
«Un día de primavera, no sé por qué razón, no fui a clase. Salía yo a eso de las once de la mañana del oratorio de la Residencia, cuando me encontré con el Padre en el vestíbulo. Estaba rezando el Breviario sentado en un banco, bajo el repostero que tenía como lema “per aspera ad astra” (por lo dificultoso hasta las estrellas). No quise decirle nada, para no turbar su recogimiento, pero al pasar me hizo una señal con la mano, sin levantar los ojos del libro, y me indicó que le esperase un instante. Terminó el salmo, puso el dedo sobre el Breviario señalando el lugar donde se había detenido y, mirándome con afecto, me preguntó algo que no me esperaba en absoluto:
–Pedro, ¿estarías dispuesto a ser sacerdote, si recibieras la llamada?
Me quedé de una pieza: era lo último que me esperaba escuchar en aquel momento. Pero le respondí enseguida:
–Pienso que si, Padre.
Volví al oratorio. Poco después entró el Padre. Se puso de rodillas a mi lado y me señaló la alfombra roja que cubría a la tarima del altar: El sacerdote –me dijo en voz baja– tiene que ser como esa alfombra; sobre ella se consagra el Cuerpo del Señor; está en el altar, sí, pero está para servir; más aún, está para que los demás pisen blando, y ya ves, no se queja, no protesta... ¿Comprendes cuál es el servicio del sacerdote?: ya verás que más adelante, en tu vida, reflexionarás sobre esto.
Desde aquel día, hice muchas veces la oración contemplando primero el Sagrario y luego, aquella alfombra: no necesitaba más tema...»[23].
V – FRATERNIDAD SACERDOTAL.
A pesar de sus ingentes trabajos fundacionales, encaminados a plasmar –primero en la vida y luego en la norma jurídica– lo que Dios le había pedido el 2 de Octubre de 1928, san Josemaría no abandonó nunca la labor en favor de los sacerdotes diocesanos, cuya vocación compartía y cuyos problemas y dificultades tenía muy metidos en el corazón.
Los años pasados en el Seminario de Zaragoza habían dejado una profunda huella en su alma: un aprecio profundo hacia aquellos compañeros suyos, unido a un hondo conocimiento de sus necesidades, de sus luchas y de sus virtudes. La amistad que continuó después en Madrid y la labor de dirección espiritual que ejerció con muchos de ellos, reforzaron aquellos sentimientos.
En la biografía de D. José María Somoano se hace referencia a las reuniones que san Josemaría mantenía periódicamente con algunos sacerdotes en los años dramáticos de la pre-guerra española:
«Al día siguiente, lunes, asistió, como de costumbre, a la reunión con el Fundador y el resto de los sacerdotes. Aquellos encuentros semanales, le daban nuevos bríos apostólicos y aliento, y don Josemaría le contagiaba su deseo de servir a la Iglesia: “fielmente pegados –había escrito el Fundador en su carta del pasado 9 de Enero– al Vicario de Cristo en la tierra –al dulce Cristo en la tierra–, al Papa, tenemos la ambición de llevar a todos los hombres los medios de salvación que tiene la Iglesia, haciendo realidad aquella jaculatoria que vengo repitiendo desde el día de los Santos Ángeles Custodios de 1928: Omnes cum Petro ad Iesum per Mariam!»[24].
Una vez acabada la guerra civil, bastantes obispos españoles le llamaban a predicar Ejercicios Espirituales para el clero diocesano. Siempre que le era posible acogía de buen grado esas peticiones. Lo hacía pagándose él los viajes y sin admitir el menor estipendio por su trabajo.
Entre Junio de 1939 y el final de 1942 predicó veinte tandas de Ejercicios Espirituales –cada una de siete días– para seminaristas y clero secular, sin contar las que predicó a comunidades religiosas. A todos les hablaba de la necesidad de ser santos en las actividades normales de la vida ordinaria del sacerdote.
Cuando se trasladó a Roma, a partir de 1946, esta solicitud suya por los sacerdotes diocesanos no disminuyó; es más, hacia 1948 ó 1949 sintió que el Señor le movía a seguir preocupándose decididamente de ellos. Como ya la Obra había recibido la aprobación de la Santa Sede pensó dedicarse exclusivamente a sus hermanos sacerdotes para ayudarles a santificarse en el ministerio.
Era una decisión que para el Fundador del Opus Dei tenía que resultar dolorosísima: dejar la Obra a la que había dedicado todas sus energías, desde tantos años atrás. Comentaba más tarde que Dios le sometió a la misma prueba que al Patriarca Abraham, a quién el Señor pidió el sacrificio de su único hijo en el que se cumpliría la promesa de una innumerable descendencia.
Sin embargo, poco más tarde, Dios le iluminó para ver que también los sacerdotes diocesanos tienen sitio en la Obra:
«Pero Dios no lo quiso así, y me libró, con su mano misericordiosa –cariñosa- de Padre, del sacrificio bien grande que me disponía a hacer dejando el Opus Dei. Había enterado oficiosamente de mi intención a la santa Sede [...] pero vi después con claridad que sobraba esta fundación nueva, esa nueva asociación, puesto que los sacerdotes diocesanos cabían perfectamente en la Obra»[25].
La razón era clara: los sacerdotes diocesanos han de buscar la santidad en y a través del ejercicio de su ministerio pastoral.
Y en otra ocasión D. Álvaro puntualizó algunos aspectos delicados e importantes:
«Quedará si cabe, más claro aquel nihil sine Episcopo, que ha definido siempre la condición de los socios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Con la ayuda de Dios nuestro Padre dispuso que dependieran del Director Espiritual de la Obra, que no tiene cargo de gobierno en el Opus Dei, y estableció que no se ejercitara nunca el título de mandato con los sacerdotes Agregados y Supernumerarios y que no hubiera ni la sombra de una jerarquía interna de la Obra, para estos sacerdotes, puesto que lo único que se pretendía era ayudarles con la dirección espiritual, que ellos deseaban, sin darles indicaciones o directrices de ninguna clase, para su ministerio sacerdotal, que sólo depende del Ordinario del lugar...»[26].
Estas palabras de Mons. Alvaro del Portillo quedarían confirmadas meses más tarde con la erección del Opus Dei en Prelatura Personal y la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz como una asociación de sacerdotes seculares inseparablemente unida a la Prelatura. En la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, en cuanto tal, no existe ningún superior jerárquico con potestad de régimen: el vínculo con la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz por parte de los sacerdotes que no forman parte del presbiterio de la Prelatura es un vínculo meramente asociativo.
VI – CONCLUSIÓN.
Pido disculpas por haberme extendido demasiado. Se han dicho muchas cosas, pero quedan muchísimas más por decir.
Dando inicio a las celebraciones del Centenario del nacimiento de san Josemaría Escrivá se celebró un Congreso en Roma: la santificación de la vida ordinaria era su tema de estudio. Josemaría Escrivá es sin duda una de las personas más sobresalientes del siglo XX. No podemos imaginarnos la eficacia sobrenatural y social que su mensaje ha supuesto. Un mensaje que tendrá suma actualidad mientras haya hombres sobre la tierra, hombres y mujeres que trabajen.
Con motivo de su Canonización en Roma es bueno que guardemos en nuestro corazón y apliquemos en nuestra vida la idea central de su última catequesis. Nos lo transmite una de sus biografías:
«Después de celebrar la Santa Misa muy temprano, se traslada a Castelgandolfo para despedirse de sus hijas antes de abandonar Roma ese verano.
Hace un calor bastante agobiante este 26 de Junio.
A las diez y media de la mañana, el Padre y quienes le acompañan llegan a Villa delle Rose, sede, desde hace algunos años, de un centro internacional de formación de la Sección de mujeres del Opus Dei. Las últimas que han llegado proceden de Kenya y de las Islas Filipinas. Todas manifiestan ruidosamente su alegría ante la presencia del Padre. Lentamente, con gravedad, les habla de lo que, en esos momentos, constituye el objeto primordial de su oración y de sus preocupaciones. Evoca, una vez más, esa alma sacerdotal que deben esforzarse por tener todos los cristianos, hombres y mujeres, sacerdotes y laicos:
“Vosotras tenéis alma sacerdotal, os diré como siempre que vengo aquí (...) Y con la gracia del Señor, y el sacerdocio ministerial en nosotros, los sacerdotes de la Obra, haremos una labor eficaz”.
Les pide que recen por los que van ha ser ordenados el 13 de Junio, y también por la Iglesia, que “está tan necesitada, que lo está pasando tan mal en el mundo, en estos momentos. Hemos de amar mucho a la Iglesia y al Papa, cualquiera que sea”.
Al cabo de unos veinte minutos, un malestar evidente obliga al Padre a interrumpir la reunión y a retirarse a una habitación cercana. Instantes más tarde, aunque quienes le acompañan le aconsejan esperar un poco, decide regresar a Roma. Quiere ir por la tarde a Cavabianca, para despedirse de sus hijos del Colegio Romano»[27].
Al llegar a Villa Tevere saluda al Santísimo, se dirige al cuarto habitual de trabajo al filo del mediodía, una mirada a la imagen de la Virgen de Guadalupe... y solo después se encuentra ya en el cielo con Ella en persona que le sonríe y el ofrece una flor.
¡Que seguro es el camino que Josemaría Escrivá dejó roturado! ¡Qué eficaz y alegre! ¡Vale la pena recorrerlo!
[1] A. ARANDA, «El bullir de la sangre de Cristo». Estudio sobre el cristocentrismo del Beato Josemaría Escrivá, Rialp. Madrid 2000.
[2] A. VAZQUEZ DE PRADA, El Fundador del Opus Dei, t. I, (Madrid, 1997).
[3] «Aquello no era lo que Dios me pedía, y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, el cura que dicen en España. Y tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así» (Meditación del 14-II-1964, cit. en Ibid. p. 117 y s.).
[4] Ver Ibid. p. 115 y s.
[5] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Conversaciones..., n. 118.
[6] F. GONDRAN, Al paso de Dios, (Madrid 1992), p. 34. La cursiva, del autor, son expresiones de S. Josemaría.
[7] Los miembros del Opus Dei, al hablar familiarmente de la madre y la hermana de su Fundador utilizan los términos de Abuela y de Tía Carmen.
[8] J. M. GARCÍA LAHIGUERA, Testimonio sobre el Fundador del Opus Dei, (Madrid, 1991), pp. 15, 29-30.
[9] Homilía Sacerdotes para la eternidad, en S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amar a la Iglesia, (Madrid 1986), p. 64.
[10] Id., Camino, n. 831
[11] Ibid., n. 66.
[12] Ibid., n. 67.
[13] Homilía Sacerdotes para la eternidad, o.c., p. 70. La cursiva es del autor.
[14] Ibid., p. 72.
[15] S. BERNAL, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Apuntes sobre la vida del Fundador del Opus Dei, (Madrid 1980, 6ª ed.), p. 84.
[16] S. JOSEMARÍA, Camino, 543.
[17] Id., Forja, n. 965
[18] Ib., n. 966
[19] «Si cabe hablar así, para los sacerdotes su trabajo profesional, en el que se han de santificar y con el que han de santificar a los demás, es el sacerdocio ministerial del Pan y de la Palabra» (Id., Carta, 24.XII.1951, n. 148. Cit por L. F. Mateo Seco en L.F. MATEO-SECO, R. RODRÍGUEZ OCAÑA, Sacerdotes en el Opus Dei, [Pamplona 1994], p. 56). Me parece muy significativo traer a colación PO, 12: «Per ipsas enim cotidianas sacras actiones, sicut per integrum suum ministerium, quod cum Episcopo et Presbyteris communicantes exercent, ipsi ad vitae perfectionem ordinantur».
[20] A. ARANDA, o.c., p. 35 y s.
[21] S. JOSEMARÍA, Homilía Lealtad a la Iglesia, en Amar a la Iglesia, o. c., p. 35 y s.
[22] Id., Conversaciones...,o.c., nn. 116 y s.
[23] P. CASCIARO, Soñad y os quedaréis cortos, (Madird 1994), p. 68.
[24] J. M. CEJAS, José María Somoano, (Madrid 1995) p. 152.
[25] S. JOSEMARÍA, Carta, 24-XII.1951, n.3, cit en L.F. MATEO-SECO, R. RODRÍGUEZ OCAÑA, Sacerdotes en el Opus Dei, o.c., p. 51.
[26] Mons A. DEL PORTILLO, Carta, 8.XII.1981, nn. 11 a 13, cit. en L.F. MATEO-SECO, R. RODRÍGUEZ OCAÑA, Sacerdotes en el Opus Dei, o.c., p.61.
[27] F. GONDRAN, o.c., p. 290.
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