Decano de la Facultad de Comunicación de la Universidad Pontificia de Salamanca. Mesa redonda en "DIÁLOGOS DE TEOLOGÍA - V". Biblioteca Sacerdotal "Almudí", 11 de febrero de 2003.
Ponencia pronunciada en Diálogos de teología 2003, organizados por la Asociación Almudí de Valencia y publicada en A. Losada Vázquez, El anuncio evangélico: actualidad y renovación, en J. Palos, M. Ordeig y C. Cremades, “Evangelización y comunicación”, (Edicep, Valencia 2003) pp.13-30 .
Deseo, en primer lugar, agradecer la invitación a la Biblioteca Sacerdotal Almudí, que me ofrece esta oportunidad de exponer una cuestión de importancia primordial. Oportunidad que trataré de aprovechar todo lo que pueda. Como dispongo de poco tiempo lo haré de manera resumida. Después, durante el coloquio, tendremos tiempo para hablar de forma más distendida y cercana.
Cuatro de mis publicaciones, que hace un momento ha citado el presentador, son el resultado de encuentros como éste. Y espero que de aquí me pueda llevar otra. Lo digo porque no son enteramente mías: son el resultado de ideas preconcebidas que expongo de la mejor manera que puedo; pero son el resultado, sobre todo, de la puesta en cuestión de esas ideas, del intercambio de experiencias, del mutuo enriquecimiento. También aquí también tendremos ocasión de hacerlo y lógicamente invito a todos a que sean activos en este sentido.
No voy a decir que no tengo convicciones firmes -también en el campo profesional-, pero son pocas y, sobre todo, tengo muchas dudas: tengo dudas sobre cómo resolver problemas que tiene planteados la Iglesia en la sociedad actual; cada vez más complicados, a la vez que de solución más urgente. Pienso que muchos de ellos se resuelven por medio del conocimiento . Y añadiré que muchos de esos problemas se resuelven con el conocimiento a través de la comunicación: es decir, lo que se entiende por comunicación social.
Por eso, cuando se me invita a participar en un encuentro como éste, no puedo negarme. Lo hago encantado y de forma además interesada. De aquí, con el debate que podamos tener, saldrán nuevas ideas que a me ayudarán a dar pasos en esta labor de intentar que la Iglesia resuelva esa situación que antes se insinuaba en la presentación de estas Jornadas de "Diálogos".
Hubo un tiempo en que la Iglesia tenía la máxima capacidad para construirse como comunidad, a través de la comunicación. Incluso desde la Teología se reconoce esta dimensión. Permítanme, en este sentido, que les cuente una anécdota muy cercana en el tiempo: en la Universidad Pontificia de Salamanca asistí a un acto académico; era la última lección de un profesor que se jubilaba. D. Ramón Trevijano dijo su discurso, y yo personalmente me quedé con una idea clara; él -que es catedrático de Patrística-, después de una larga carrera, de gran experiencia académica, destacó tres o cuatro nociones; una de ellas es que las Sagradas Escrituras son un texto escrito para ser usado, para ser utilizado y rentabilizado en comunidad. Lo cual exige, por un lado, tener las claves de interpretación de cómo se ha elaborado ese texto; pero además (y aquí viene la parte que yo ligo con la comunicación) es un texto en el que un gran porcentaje de su significado dependerá de la repercusión en la acción y en el comportamiento de las personas. Es decir, debe ser "completado" por las personas que, en cada momento, en cada lugar y en cada situación social, lo tienen que interpretar y aplicar a sus propias vidas. Esto último, esta fase final, es un problema de comunicación, y en eso consiste precisamente la comunicación social.
Desde mi punto de vista, comunicar no consiste nada más -y nada menos-, que en crear significado a través de las relaciones entre las personas que comparten un conocimiento. Tal conocimiento puede ser una verdad revelada, algo que surge de la experiencia vital de una persona, o del contacto entre muchas de ellas.
Para hablar de la comunicación institucional en la Iglesia (y de los retos que tiene planteados en la sociedad del conocimiento, que es la sociedad actual), comenzaré por introducir una definición muy breve de lo que entiendo que es una organización. Creo que se puede y se debe aplicar también a la Iglesia, tanto en su conjunto y como en cada uno de sus ámbitos; pues es evidente que hay muy distintas "organizaciones" dentro de la gran organización y de la gran comunidad que es la Iglesia Católica. Una organización no sería otra cosa que un conjunto de personas que se relacionan entre sí para lograr un objetivo común.
Lo verdaderamente importante es el objetivo común. Si quieren le pueden llamar misión; y así comenzamos a aproximarnos a lo que es el reto de la evangelización. Tenemos, pues, "un conjunto de personas que se relacionan entre sí para lograr un objetivo común". De esas tres partes de la definición, la segunda -la "relación entre las personas" orientadas al logro del objetivo común-, es lo que llamamos comunicación social. Se trata por tanto de relaciones entre personas.
Permítanme un minuto de referencia sobre mi curriculum y experiencia profesional, más allá de lo que son los resultados formales de las publicaciones. Cuando yo decidí dedicarme al mundo de la comunicación, quería ser periodista y aspiraba, probablemente como la mayor parte de los estudiantes de primero de periodismo, a ser corresponsal extranjero, a conocer muchos lugares del mundo y muchas culturas. La vida, después, me fue configurando con otras oportunidades y, sin perder esa referencia, mis primeras colaboraciones se encaminaron hacia el mundo de la prensa escrita de ámbito regional, y más tarde hacia la radio. A partir de ahí, he tenido una recurrente especialización en el ámbito de la información económica y de la información empresarial. Posteriormente he dado un salto cualitativo para dedicarme, no a la información sobre las empresas, sino a conseguir que las empresas comuniquen y construyan su información (lo que entendemos como "gabinetes de prensa" en el entorno empresarial e institucional). De ahí, mi experiencia de varios años como director de comunicación: primero como investigador, miembro del equipo de la Universidad Complutense en el departamento de comunicación; después como director de comunicación de la Universidad Pontificia de Salamanca. Y, desde el año noventa y nueve, como Decano de la Facultad de Comunicación de esta Universidad.
Les confieso que, en contra de lo que pudiera parecer, de todo ese diverso recorrido, la ocupación en la que más comunicación me he visto forzado a hacer, en la que mi función ha tenido más que ver con la comunicación social ha sido, curiosamente, la etapa de Decano. Hay mucha más función comunicacional, mucho más trabajo directamente relacionado con las personas, cuando uno tiene que tomar decisiones y trabajar para que un determinado grupo de personas se relacionen entre sí y busquen alcanzar un objetivo común. Esta misión común exige mucha más comunicación que el limitado esfuerzo de "relatar lo que ocurre" en ámbitos que toman sus propias decisiones (aunque tampoco es pequeña tarea). Creo que se entiende perfectamente.
En el fondo, lo que deseo traer aquí es esa experiencia mía. Mi experiencia informativa pero, sobre todo, mi experiencia en el mundo de la comunicación directiva y de gestión. Entendiendo por gestión lo que tiene que ver, no exclusivamente con el mundo de las empresas, sino con cualquier organización; también con la Iglesia. Insisto: un grupo de personas, pequeño o grande, que se relacionan entre sí para lograr un objetivo común. Y la Iglesia (haciendo abstracción de su origen sobrenatural) no es otra cosa más que un grupo de personas que se relacionan entre sí para lograr un objetivo común.
En este sentido, el momento actual es muy especial. Antes se mencionaba internet; no es el único avance tecnológico que está transformando la manera en que los hombres nos relacionamos. Pero es evidente que hoy en día las relaciones sociales, de cualquier institución y de cualquier persona, son completamente y cualitativamente distintas de lo que fueron, no voy más lejos, hace diez años. Esto significa que cualquier persona o grupo de personas (llamémosle organización) que tenga un objetivo común, que tenga una misión y pretenda gestionar, rentabilizar, e impulsar sus relaciones, dentro o fuera de la organización, si no tiene en cuenta esas nuevas estructuras sociales que configuran la llamada sociedad del conocimiento, no alcanzará a cumplir su cometido de manera relevante y eficaz.
Yo debo decirles que lo siento, pero no traigo respuestas prefabricadas. Realmente no lo siento, lo digo así de forma irónica. No traigo respuestas porque lo único que tengo claro, la única receta genérica que se podría dar en el mundo de la comunicación institucional, aplicable a cualquier organización, es precisamente que no hay recetas. Es algo tan relevante, una función tan directamente ligada a la toma de decisiones de máximo nivel, que no es posible extrapolar las experiencias o fórmulas de otra organización. Diría más: la propia Iglesia no puede llevar adelante un modelo único de comunicación institucional. Deberá tener, evidentemente, un paradigma común; pero, dentro de él, cada realidad social tendrá que tener su propia lógica. Todos los que pensamos en la Iglesia y en nuestra propia responsabilidad en ella, sabemos que tiene que ser así.
Lo cual me permite introducir lo que considero que son los cuatro retos fundamentales. Ya digo que no traigo soluciones, pero creo que, con identificar los problemas y saber cómo organizar los primeros pasos y cómo hacernos las primeras preguntas, tenemos bastante. Se trata de un campo nuevo, porque estamos en una sociedad nueva; por ello considero que es suficiente con identificar los retos y las primeras preguntas, para empezar a trabajar y a intervenir en lo que sea necesario transformar. Enumeraré a continuación esos cuatro retos que entiendo que, desde el punto de vista de la comunicación, tiene la sociedad actual, y por tanto también la Iglesia. Y me detendré un minuto con cada uno de ellos.
El primero de ellos parece una paradoja, una contradicción aparente. Se trata de gestionar y hacer compatible la unidad con la diversidad. Al final volveremos sobre ello.
El segundo reto es también hacer compatible la necesidad y la exigencia de cambio, para adaptarnos al ritmo acelerado de renovación social, con la fidelidad a la naturaleza fundacional de la organización o institución de la que estamos hablando; en este caso de la Iglesia.
En tercer lugar -esta es una preocupación que hace diez o veinte años no existía (luego explicaré por qué en este momento es especialmente relevante)-, hay que hacer compatible la necesidad de transparencia de las instituciones y organizaciones, con el respeto a su propia intimidad. Una intimidad imprescindible para tomar decisiones, y que en el ámbito personal todos damos por supuesta. No tanto en el ámbito institucional.
El cuarto objetivo, que desgraciadamente casi es el único presente en las preocupaciones de las personas que se plantean la comunicación, es cómo debe hacerse la comunicación de la Iglesia, hacia sí misma y hacia fuera. Para mí, éste, sin ser menor que los otros, es uno más; no el más importante. Consiste en el empeño por lograr lo que llamamos una opinión pública favorable, que acepte a la institución. Una opinión pública que nos permita -con un término técnico, si me disculpan- posicionarnos; y por tanto, diferenciarnos de otras entidades sociales. En la sociedad actual muchos pelean y compiten por espacios y funciones sociales que han sido de la Iglesia y quizá deben seguir siéndolo, porque al menos la Iglesia aporta un valor diferencial. Por eso la necesidad de gestionar la opinión pública, la imagen pública, hoy es realmente importante, para conseguir la diferenciación; lo que técnicamente en comunicación se llama posicionamiento.
Hay también otros retos, por supuesto, que no son menores. Pero, como ven, estos cuatro nos afectan mucho. En la medida en que trabajemos para satisfacer, para responder a esos retos, de alguna manera -no sé cuánto, ni con qué ritmo- nos veremos obligados a transformar las estructuras de la propia institución. Vuelvo a recordar la definición: un conjunto de personas que se relacionan entre sí para lograr un objetivo común. Por eso (pido disculpas si digo una torpeza y solicito perdón de antemano), esta es una de las convicciones que mantengo: entre las condiciones previas para poder responder a estos retos -retos de la comunicación para el buen conocimiento de la Iglesia-, está transformar al menos algunas de las estructuras de la propia Iglesia.
Como sé menos de Iglesia que de Universidad, que es el ámbito en que me muevo, pondré un ejemplo universitario y así la torpeza -si lo es- puede ser menor; conozco sus problemas y son similares en todas. La universidad es el típico ejemplo de institución con una estructura que viene de la Edad Media. En concreto, Salamanca es la primera universidad desde el punto de vista histórico en lo que hoy es España. Por eso mismo tiene el riesgo de convertirse en un espléndido museo.
¡Cualquiera le dice a un catedrático de universidad que no tiene conocimientos o la capacidad para rentabilizar esos conocimiento!. Y aunque haya apuntado una ironía, lo repito como afirmación mayor: la universidad como institución, al menos en España y no solamente la mía, tiene como misión producir, distribuir y rentabilizar conocimientos; y quizá también aplicar esos conocimientos. Bueno, pues la universidad de hoy -precisamente en la sociedad del conocimiento-, por su propia estructura, no tiene esa capacidad de rentabilizar sus conocimientos. Mirando la prensa, simplemente, nos damos cuenta de que hay muchas otras entidades, de naturaleza pública o privada, de múltiples naturalezas distintas, que están asumiendo funciones que tradicionalmente eran misión de la universidad. La universidad, con sus problemas internos, con su estructura medieval, no es capaz de responder a los ritmos que la sociedad de hoy demanda para la producción, distribución y aplicación del conocimiento.
Evidentemente, la misión de la Iglesia consiste en gestionar, producir y difundir otro tipo de conocimiento. Pero esto lo hace todavía más difícil. La materia con que trabaja la Iglesia es una materia preciosa y, cuanto más valor tiene esa materia, más importante es aquella gestión y difusión. La Iglesia tiene el mensaje de la verdad. Pero es un conocimiento que debemos gestionar extraordinariamente bien porque, de lo contrario, quizá será válido para los que ya somos creyentes (y probablemente con deficiencias), pero en absoluto valdrá para otras personas. Esto conecta con el tema previsto a continuación de esta conferencia: las conversiones en la sociedad actual. La Iglesia tiene el deber de encontrar estructuras y procesos, relaciones, que aprovechen la estructura social de hoy en día para darse a conocer y difundir su mensaje. Dicho con toda claridad: los avances tecnológicos de hoy han de servir para llevar a cabo su misión de manera distinta a como se hacía antes. Ya hay entidades confesionales que los utilizan y lo hacen con agilidad y eficacia.
En este caso -la Iglesia- partimos de un talento que tiene un valor incomparable; esto es evidente. Pero la misma universidad salmantina, a siglos de distancia de cualquier otra entidad universitaria, si quiere gestionar y producir conocimientos, hoy en día, debe luchar contra un obstáculo imponente: su misma tradición, que si no se gestiona correctamente, se convierte en un lastre. Los métodos no pueden ser los mismos que utilizábamos, no digo hace treinta, sino ni siquiera hace diez años. Y cuando afirmo esto, lo digo porque no se sabe donde terminará tal evolución. En la Iglesia hay una respuesta desigual, muy desigual, a este tipo de problemas; lo cual es una clara ventaja porque se apoya en un pluralismo multifacético. La universidad es menos desigual, hay mucha mayor homogeneidad, por eso creo desgraciadamente que la universidad está mucho mucho más abajo en ese nivel de respuesta.
Entendido el planteamiento, y para abreviar, no hace falta insistir en que es necesaria la profesionalización de la función de comunicación en el ámbito de la Iglesia. Es algo evidente. Lo único que querría matizar en ese punto es algo a lo que se aludió en la presentación del "Diálogo", y es cierto. Por ello es un placer para mí hablar aquí: porque me siento oído, escuchado, y noto que lo que se dice sirve para que otras personas piensen. Llevo tiempo asesorando de distintas maneras a la Conferencia Episcopal en cuestiones relacionadas con la comunicación, a raíz de ese tipo de situaciones que llamamos crisis. Y no son crisis; es simplemente la manifestación de una incapacidad para gestionar correctamente la presencia social de la Iglesia. No es que ahora haya más problemas que antes (siempre hubo deficiencias y defectos); lo que pasa es que ahora mismo la presión -no solo mediática, sino social- es enormemente mayor. Ello nos obliga a responder con procedimientos nuevos; y, sobre todo, nos apremia a anticiparnos a los acontecimientos y a sus ecos mediáticos.
Hemos de comenzar por distinguir dos ámbitos bien diferentes de trabajo: uno el de director de medios de comunicación de un obispado, delegado de medios, o responsable de comunicación de una congregación determinada, o de cualquier entidad u ONG creada por la Iglesia. Pero no es el caso más importante, ni en el que yo deseo centrarme.
No; lo más destacado afecta directamente a toda persona que forma parte de la comunidad que llamamos Iglesia. Todos tenemos responsabilidad en esa tarea de dar a conocer lo que la Iglesia es. Una responsabilidad diferente, claro está, pero que tiene siempre que ver con la presencia social de la Iglesia en esta sociedad del conocimiento. Y diría que la tenemos en un doble sentido, que resume aquellos cuatro retos de que antes hablábamos. Uno: lograr la legitimidad social de la Iglesia (si quieren le pueden llamarla imagen pública u opinión pública, pero nos referimos más estrictamente a la legitimidad social). Y dos: no conformarnos solamente con que piensen bien de nosotros, sino conseguir que las relaciones y la comunicación, que interna y externamente hacemos con el público, sirva -además de pensar bien de nosotros-, para ayudar a lograr el objetivo común: la misión eclesial.
Respecto a lo primero -la buena fama de la Iglesia-, yo haría algunas preguntas. Sólo seis o siete de los cientos que podrían plantearse. De hecho tengo un formulario que aplico según cada institución o problema. Aquí podríamos esbozar las que afectan a todas las personas que forman parte de la comunidad de la Iglesia en sus distintas modalidades; incluyendo al simple fiel, que cumple y asiste más o menos a los ritos, y que tiene como clave de referencia en su vida la realidad de la Iglesia. Serían preguntas como por ejemplo: ¿conocen los objetivos?. Por supuesto, podrían Vds. responder, tenemos claros los grandes objetivos. Pero los que son aficionados al fútbol saben que, aunque hay muchos entrenadores, algunos suelen decir a sus jugadores cuando saltan al campo: "¡Venga! ¡jugad al fútbol!". Ese es el objetivo general: jugar al fútbol. Pero es necesario definirlo más y, probablemente, el entrenador en cada momento irá actualizando las prioridades.
Eso es lo que en ámbito de la gestión empresarial, institucional, o en la función pública, se llama definir la estrategia. Todos los católicos tenemos, de alguna manera, una responsabilidad en la estrategia. Y si no nos la han comunicado, si no nos han dicho de forma particular cuál es nuestra contribución para lograr el objetivo común, tendríamos que preguntarlo.
El siguiente interrogante es todavía más grave: ¿los objetivos se revisan?. No digo el objetivo general (ningún futbolista va a plantear al entrenador: hoy jugaremos al baloncesto), sino los más concretos: es decir, por seguir con el ejemplo, teniendo en cuenta la clasificación en la tabla, ¿vamos a seguir jugando con cuatro delanteros?. En la Iglesia, ¿se revisan los objetivos?, es algo muy importante. ¿Cuentan las opiniones?; hay estructuras que permiten tener en cuenta las opiniones de dentro y de fuera de la institución. De forma desigual, naturalmente, porque cada opinión tiene un valor diferente en función de los conocimientos, de la experiencia, de la responsabilidad, de su ámbito de acceso a la información, etc.
Se dice que la nuestra es la sociedad del conocimiento porque en ella el principal valor que tiene cualquier empresa o institución, es el conocimiento que atesoran las personas que forman parte de ella. Pero si no creamos estructuras que permiten hacer que las opiniones cuenten, será difícil que el conocimiento aumente y sea eficaz. Y conste que -al referirme más en concreto a la Iglesia- no hablo de "democracia" en la Iglesia, ni de asambleas; trato de perfilar modos o procedimientos por los que la gente se sienta implicada; porque, cuando se siente implicada, es capaz de comunicar experiencias, introducir mejoras, tener iniciativas. Para entendernos, ¿se "conecta" el trabajo concreto diario, de a pié, con la misión última, con el objetivo general?.
Cuando, después de lo anterior, se intenta definir un proceso de cambio o de participación, ¿esos procesos llegan siempre a término?. Es decir, ¿las fases diseñadas terminan y pueden ser evaluadas?, ¿se valoran y se comprenden las directrices?. Podríamos hacer doscientas preguntas de este tipo. Cada uno nos las tendremos que hacer en nuestro propio ámbito. La comunicación no puede arreglarlo todo, pero tiene que adecuar cauces para que estas preguntas tengan una respuesta positiva y para que, de esa manera, la institución pueda responder a los cuatro retos que hemos visto antes. Respondiendo a ellos logrará una opinión pública favorable, o por lo menos no hostil. Personalmente pienso podemos aspirar a que sea favorable, porque tenemos talento, capacidad, conocimientos, experiencia y valores para hacerlo. Pocas instituciones tienen tantas "reservas" de esas cualidades como la Iglesia Católica.
Por un lado, pues, una opinión pública positiva. Por otro lado, en segundo lugar y no menos importante, ayudar al cumplimiento de la misión. Entiendo que es la evangelización. Una de las discusiones que mantuve con el equipo que redactó la ponencia que presentamos a la Conferencia Episcopal el año pasado fue, precisamente, que la comunicación no puede estar al margen de la acción pastoral. En el momento en que la separásemos se quedaría en un nivel instrumental, y yo pretendo hablar de un nivel estratégico: el que tiene que ver con los procesos de cambio y con el cumplimiento de la misión. La comunicación tiene su propia lógica interna y sus propios procesos, pero debe estar directamente conectada y al servicio de la misión. En el ámbito de la empresa, por ejemplo, cuando se hace un análisis de este tipo, debe comenzarse y terminar diciendo: ¿cuál es el negocio?. Aquí el negocio es la evangelización, y una comunicación que no sirve para ello es simplemente poner parches, negar evidencias, cerrar espacios de transparencia. En cambio, si la gestionamos correctamente, la transparencia en la misión evangelizadora nos reportará muchos más beneficios que perjuicios.
¿Qué tipo de técnicas o de estructuras tendremos que tener en cuenta para ello? Simplemente las enuncio, y luego en el coloquio saldrán a relucir las que tengan mayor interés. En primer lugar es importante lo que llamamos cualidades intelectuales, cuidar lo que es la dimensión del conocimiento en la institución. Pero no sólo esto es lo importante. Con algún obispo, en esas sesiones que hemos aludido, tuvimos también alguna discusión con respecto a una idea que es tradicional e incluso muy respetable: mantenía que la capacidad de la Iglesia para transformar su comunicación social y para hacerla eficaz, tenía relación directa con la capacidad de conseguir formar periodistas que conozcan bien el mensaje (periodistas que sean buenos cristianos).
Evidentemente, esto hay que hacerlo, pero no es suficiente. Entre otras cosas, porque tampoco podemos tener la propiedad de todos los medios de comunicación relevantes, que es otra de las estrategias que se suelen utilizar para controlar la imagen pública. Ambas dos estrategias, sin renunciar por completo a ellas, son propias de una lógica del siglo XIX, en la que el valor de la información y el conocimiento se miden por una pregunta clave: ¿a cuántas personas ha llegado mi información?.
En la actualidad, el valor de la comunicación se mide más bien por esta otra pregunta: ¿de cuántas personas recibo información, recibo conocimiento?. Mi énfasis es que no debemos preocuparnos tanto -algo sí, lógicamente- por pensar que una persona concreta, como portavoz, puede ser clave para conseguir una imagen pública positiva; sino analizar bien nuestros procesos de información. No solamente los procesos por los que nos damos a conocer, sino también los procesos por los que nos informamos: valoramos el contexto en que vivimos (la sociedad), así como el contexto interno (los fieles). Cuáles son los aspectos básicos que sería necesario indagar, de ese contexto interno y social: posiblemente los objetivos, valores, expectativas y necesidades de cada uno de los públicos a los que nos dirigimos.
Por ejemplo: ¿por qué no funciona la comunicación interna?. Más en concreto: ¿por qué no funciona como forma de motivación, de generar compromiso, de captación o de conversión?, ¿por qué no es eficaz?. Normalmente porque lo único que lleva incorporado nuestra información es el valor de lo que nosotros sabemos, de nuestros conocimientos. Pero no tiene en cuenta los valores e intereses de los receptores a quienes nos dirigimos. Es decir, en la codificación de los mensajes para la sociedad actual debemos introducir necesariamente -para entendernos- un ochenta por ciento de lo que es nuestro mensaje, y un veinte por ciento de las claves para que, la persona a la que nos dirigimos, sea capaz de interpretar el otro ochenta por ciento del mensaje.
Y no se está realizando una codificación así porque no se analizan los procesos completos de comunicación, especialmente no se analizan los procesos de recepción. Formar buenos comunicadores, desde el punto de vista periodístico, no es suficiente. Es fundamental crear personas capaces de analizar, evaluar e impulsar nuevos procesos de comunicación de manera completa, en función de los receptores del mensaje. Y para eso hay que tener en cuenta las cualidades intelectuales del destinatario, sus conocimientos previos, su dimensión emocional. Al decir emocional me refiero a todo lo que no es racional (no solamente lo más sensiblero: las lágrimas o la telenovela); emocional se refiere a la íntegra persona. Y hay que tener en cuenta que la vida íntima es en gran parte emocional.
La comunicación de la Iglesia tiene, pues, que garantizar los contenidos intelectuales, la integridad del mensaje, pero debe tener en cuenta también la clave emocional. Tiene que rentabilizar todas las tecnologías sin perder de vista los tres niveles fundamentales: sistemas, redes y pantallas (lo que, en informática, se llama la "interface", la forma de presentar). Sólo así será capaz de controlar los procesos de comunicación.
A continuación nos preguntamos, inmediatamente, qué tipo de formación debe tener la persona capaz de gestionar ese tipo de procesos, en cada uno de los niveles de comunicación, para responder a aquellos cuatro retos: garantizar la legitimación social, la imagen pública, y por otro lado el desarrollo de la organización y el logro de la misión. No es un perfil cualquiera, no es un perfil fácil, pero no nos podemos conformar con menos. No basta formar buenas personas. Hay que formar individuos capaces de actualizar las estructuras y la forma de presentarse ante la realidad y ante la sociedad. Haciendo compatible, insisto, la imprescindible necesidad de cambio con la fidelidad a la naturaleza fundacional. Haciendo compatible la necesidad de gestionar de manera unificada la entera comunidad que llamamos Iglesia; pero entendiendo que una característica fundamental de todas las instituciones, incluida la nuestra, es, cada vez más, la diversidad y el pluralismo.
Así mismo, tenemos que gestionar de forma coherente la transparencia con la intimidad. Las organizaciones -y la Iglesia- necesitan un ámbito para la toma de decisiones y para la planificación del que no tiene porqué dar explicaciones. Toda mi actividad profesional ha ido en la línea de abrir espacios de transparencia. Pero precisamente por eso me permito, y creo que estoy legitimado para hacerlo, defender que cualquier persona y cualquier institución tiene su propio espacio de intimidad; y si no se respeta, salta por los aires la entera estructura social. Cuando un profesional de la comunicación pretende abrir en la Iglesia un supuesto espacio de transparencia, pero no es capaz de detectar y defender el correspondiente espacio de intimidad, está creando graves problemas. Y muchas de estas cosas están pasando hoy. Y no siempre por culpa de los informadores profesionales; cuando la información eclesial trata de "ir parcheando", en lugar de establecer una planificación a corto y a medio plazo, es muy difícil evitar aquellas incorrecciones..
¿Cómo definiría yo la transparencia en este contexto dialógico? La transparencia sería una actitud que obliga a no ocultar ninguna información que honestamente consideramos que es relevante para alguno de nuestros públicos. Eso lleva a comunicar algunas cosas y a guardar otras; a contestar algunas, si nos preguntan, y otras, aunque nos pregunten, no contestarlas. Cuando yo regrese a Salamanca, y me pregunten mis colaboradores y mis amigos, ¿cómo te ha ido en Valencia?, decidiré qué parte contar de lo que he hecho aquí, y qué parte no; y esto a nadie le parecerá mal: "mi versión es esta", "yo destaco esto otro", "lo más importante es aquello". ¿Por qué no pueden hacer lo mismo las organizaciones?. En el caso de la Iglesia hay que poner la portavocía en manos de gente que sea capaz de gestionar y de negociar estos espacios de intimidad y de transparencia con los profesionales de los medios de comunicación; y esto han de hacerlo fundamentalmente otros profesionales. La situación negativa se crea -como decía- cuando no hay un plan concreto, cuando no se sabe cuál es el objetivo, no se conoce bien la misión, o qué parte de la misión vamos a perseguir en los próximos tres, cinco, diez años; entonces el portavoz sólo puede intentar defenderse, y lo hace mal.
En fin, para terminar, me parece que les he dejado planteados más problemas de los que tenían todos ustedes antes de que yo hablara. Más problemas que soluciones. Pero creo que esa era mi misión hoy aquí. Muchas gracias.
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