Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Contacto Tomás Trigo
Tomás Trigo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra
1. La influencia de la voluntad en el entendimiento
2. Las disposiciones de la voluntad y el conocimiento de la verdad moral
a) La verdad práctica sobre los bienes de la persona
b) La verdad práctica sobre la acción concreta
3. La influencia de algunas virtudes en el conocimiento de la verdad moral
a) La necesidad de la humildad
b) La templanza o limpieza de corazón
c) Valentía, fortaleza
d) Las virtudes sobrenaturales
4. El relativismo como consecuencia de la ceguera para la verdad
El hombre tiende a la búsqueda de la verdad sobre Dios, el sentido de su vida y el bien moral, y está dotado para alcanzarla. Sin embargo, mientras unas personas “ven” sin aparente dificultad la verdad de las normas morales de ley natural, como las que se refieren al respeto de la vida humana desde el momento de la concepción hasta su muerte natural, a la fidelidad matrimonial, a la justicia en los negocios, etc., otras –no menos inteligentes- parecen ciegas para alcanzar la verdad en esos ámbitos. ¿Cuál es la causa de esa “ceguera”?, o, en sentido positivo: ¿Qué se requiere para poder “ver” la verdad moral? Aparte de la evidente necesidad de una formación verdadera, se requiere libertad interior, es decir, una buena voluntad, una voluntad bien dispuesta por las virtudes morales.
El hecho de que la tendencia a la búsqueda de la verdad sea propia del hombre en cuanto ser racional, no quiere decir que se realice exclusivamente con la razón. Si bien la persona conoce por medio de su entendimiento, quien conoce es la persona, y esta no sólo posee entendimiento, sino también afectividad: voluntad, pasiones y sentimientos. Todas las facultades de la persona –cabeza y corazón- se relacionan de algún modo con la verdad. De ahí que el conocimiento intelectual implique problemas de moralidad[1].
Cuando una verdad se presenta al entendimiento, entra en juego la voluntad, que puede amar esa verdad o rechazarla. Si la voluntad está bien dispuesta por las virtudes, la acepta como conveniente, e incluso puede mandar al entendimiento que la considere más a fondo, que busque otras verdades que la corroboren, y, por último, si es necesario, ordena la conducta de acuerdo con esa verdad.
Por el contrario, si la voluntad está mal dispuesta, tiene mayor dificultad para aceptar la verdad y puede incluso rechazarla como odiosa. En efecto, una verdad particular puede resultar repulsiva cuando aceptarla impide a la persona gozar de algo que desea. «Es el caso de los que querrían no conocer la verdad de la fe para pecar libremente, a quienes el libro de Job hace decir: “No queremos la ciencia de tus caminos”»[2]. Cuando esto sucede, es fácil que la voluntad incline al entendimiento a pensar en otra cosa, o a ver los aspectos negativos de la verdad que considera. El resultado es que la persona no “ve” la verdad porque no quiere verla.
La importancia de las disposiciones de la voluntad para acceder a la verdad es tanto mayor cuanto más relevante sea para la persona la verdad en cuestión, como sucede con la verdad religiosa y moral. La proposición de una verdad relativa a esos ámbitos provoca en la persona que la escucha una reacción radicalmente distinta de la que puede suscitar, por ejemplo, una verdad matemática. La primera tiene una relación más íntima con la vida personal: la persona no permanece indiferente ante ella, se siente interpelada, y experimenta que le exige una respuesta. Pues bien, esta respuesta depende, en gran parte, de las disposiciones morales de la persona, es decir, de sus virtudes morales.
No se puede olvidar que el conocimiento moral es muy diferente del conocimiento puramente teórico, porque –como afirma Ph. Delhaye- «reconocer la castidad o la obediencia, por ejemplo, como actitudes positivas, implica que las juzgo no solamente como bienes en sí, sino también como bienes para mí. Decir que son bienes cuando yo no las practico en manera alguna me lleva a condenarme y a despreciarme a mis propios ojos. Esto no es imposible, pero es ciertamente difícil. Si no tengo la menor afición por estos valores, mi espíritu me hará ver su lado malo o sus dificultades”. Frente al valor moral, “un corazón puro lo apreciará, un corazón corrompido o soberbio lo contestará. La voluntad no es ajena al juicio de la inteligencia»[3].
En la verdad sobre el bien hay que distinguir –si se nos permite cierta simplificación- dos grandes niveles: la verdad sobre cómo deben buscarse los bienes de la persona y la verdad sobre las acciones concretas que hay que realizar para alcanzar dichos bienes: en el conocimiento de ambos niveles, la influencia positiva de las virtudes o el efecto negativo de los vicios tienen una importancia decisiva.
La razón conoce de modo natural e inmediato (y la preceptúa) la primera verdad práctica: “el bien ha de hacerse, el mal ha de evitarse”. Como es obvio, no basta este principio genérico para orientar toda la vida moral. Ahora bien, la razón conoce también las inclinaciones esenciales de la persona hacia determinados bienes (la conservación de la vida, su transmisión a través de la unión del hombre y la mujer, la convivencia, el conocimiento de la verdad, etc.). Estos bienes no pueden ser queridos y buscados de cualquier manera, sino de modo que se integren en el bien de la persona como totalidad. Para ello, la razón, que de modo natural conoce los fines de las virtudes, preceptúa que los bienes se busquen de acuerdo con tales fines, es decir, de modo justo (cuando se trata de las relaciones entre personas), con fortaleza (si se trata de bienes arduos) y con templanza (en el caso de los bienes placenteros). De este modo, conocemos las verdades morales más o menos generales o concretas que, en un momento posterior, gracias a la reflexión sobre nuestra experiencia moral, podemos formular a manera de normas o preceptos: “en las relaciones con los demás debo vivir la justicia”, “debo respetar la vida propia y ajena”, “no debo mentir”, “no debo difamar”, etc.
Estas verdades sobre el bien se apoyan, por una parte, en la evidencia de la primera verdad práctica y, por otra, en la evidencia del valor de la justicia, la fortaleza o la templanza. La persona virtuosa las reconoce fácilmente porque, al tener de modo habitual la intención firme de vivir las virtudes, su razón establece sin obstáculos las verdades sobre la conducta buena.
Pero, ¿qué sucede cuando una persona, a fuerza de realizar, por ejemplo, actos injustos, de mentir, difamar, etc., va adquiriendo el vicio de la injusticia? Esa persona no sólo pierde el interés por aquellas verdades, sino que poco a poco se va tornando ciega para reconocerlas.
Es muy interesante para entender el fenómeno de la ceguera para los valores morales el conocido análisis de D. von Hildebrand. En este nivel del conocimiento moral, es aplicable lo que este autor afirma sobre la “ceguera por insensibilidad”: «Es un hecho conocido que por cometer repetidamente un pecado, la conciencia se va insensibilizando en este punto (…). Esta insensibilización de la conciencia por un pecado que se comete frecuentemente, alcanza también al sentido del valor e incluso al ver el valor. Con cada nuevo pecado crece la insensibilidad y, con el tiempo, puede llevar a una mayor o menor ceguera para el valor. Con el hecho de dejar de pecar –por ejemplo, por falta de ocasión-, no se consigue sin más la restauración de la visión de los valores o de la conciencia, aunque indirectamente contribuya a la sanación. Es necesaria una conversión interior profunda y el consecuente evitar el pecado para volver a alcanzar la comprensión originaria del valor, escuchando de nuevo la voz de la conciencia en ese punto»[4]. La ceguera puede ampliarse a un tipo de virtudes o de valores éticos, e incluso puede llegar a ser total, de modo que la persona llegue a perder el significado de lo bueno y lo malo, y el mundo se le presente, en el ámbito ético, como algo libre de valores[5].
Al mismo tiempo que la persona se va cegando para ver la verdad, puede suceder que trate de justificar con falsos razonamientos su nueva conducta, adaptando su pensamiento a su modo de vivir, pues existe en nosotros una necesidad psicológica de coherencia entre el pensamiento y la vida. Cuando no se rectifica la conducta, se acaba por “rectificar” el pensamiento, las ideas, a fin de justificar la conducta[6]. La persona que vive habitualmente de modo egoísta, puede llegar a convencerse (buscando “razones” teóricas para confirmarlo) de que el egoísmo es lo “normal”, y se hace incapaz de reconocer en la práctica el valor de la amistad desinteresada, del servicio a los demás o de la solidaridad. La persona que no vive, por ejemplo, su sexualidad al servicio del amor verdadero, sino que la utiliza exclusivamente para buscar el placer, termina por no apreciar el valor de la castidad y por justificar su conducta con “razones” a las que se adhiere obstinadamente[7].
Las verdades morales se pueden adquirir también a través de la enseñanza de otras personas: padres, educadores, amistades, medios de comunicación, etc. También en este caso las virtudes o los vicios del sujeto tienen un papel crucial, tanto más cuanto mayor sea, como sucede actualmente en muchos ámbitos, la confusión y la manipulación de la verdad en cuestiones morales. La persona virtuosa posee una visión más profunda para discernir lo verdadero de lo falso, y mientras rechaza el error, hace suyas con prontitud y agradecimiento las verdades morales que de otros recibe.
Cuando la persona tiene el deseo firme de buscar los bienes de acuerdo con las virtudes, la razón puede deliberar sin obstáculos sobre las acciones concretas que se deben realizar en cada caso, y puede conocer con facilidad qué acciones están de acuerdo con los fines virtuosos e imperar su puesta en práctica, es decir, puede “ver” con claridad la verdad sobre el bien que se debe realizar aquí y ahora.
Para llegar al juicio sobre la acción concreta que se debe realizar, la persona debe contar con el conocimiento de las normas morales, pero esto no es suficiente: se puede conocer muy bien la ciencia moral y, a pesar de ello, juzgar mal y elegir una acción mala por influencia de una pasión. Por ejemplo, al avaro le parece bueno lo que desea, aunque sepa que es contrario a la norma moral. Para elegir aquí y ahora una acción buena, es preciso que la persona la “vea” como buena no sólo en general, sino también como buena para ella, aquí y ahora, y para eso necesita la connaturalidad afectiva con el bien que proporcionan las virtudes[8]. Por eso, además de la ciencia moral, se necesitan las virtudes morales, gracias a las cuales la razón se hace prudente, es decir, capaz de un conocimiento concreto, directo y práctico, que le permite juzgar rectamente, de modo sencillo y con certeza, sobre la acción que se debe elegir en cada momento[9].
La voluntad puede estar bien o mal dispuesta de modo pasajero, por una pasión; o de modo más estable, por una virtud o un vicio. En un momento de enfado, la ira impide que se realice un juicio tan objetivo como el que se realizaría en un estado de serenidad. Esto sucede porque la pasión mueve a la voluntad a querer o a odiar algo, y si la voluntad se deja dominar por la pasión, ejerce su influencia sobre el entendimiento para que juzgue de un modo o de otro[10]. Por eso, para ver la verdad es necesario hacer el silencio en las pasiones desordenadas.
Si un desorden pasajero de la pasión nos impide ver la verdad, mucho más los vicios, que son cualidades permanentes de una voluntad esclava de las pasiones. Las virtudes, en cambio, dan a la voluntad el dominio sobre las pasiones, le proporcionan connaturalidad con el bien, una predisposición afectiva gracias a la cual la voluntad está pronta para amar el bien, y de ese modo influye positivamente sobre la razón en su búsqueda de la verdad sobre el bien concreto; en cambio, si la voluntad y los afectos están mal dispuestos por los vicios, la razón se vuelve ciega para reconocer la verdad. Por eso afirma Santo Tomás que «el hombre que tiene corrompida la voluntad, como conformada con las cosas mundanas, carece de rectitud de juicio sobre el bien; por el contrario, quien tiene su afecto sano, juzga acertadamente del bien»[11].
La encíclica Veritatis splendor se refiere concretamente a esta connaturalidad con el bien, fruto de las virtudes, al hablar de la conciencia moral: «En realidad, el “corazón” convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder “distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 2) sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero esta no es suficiente: es indispensable una especie de “connaturalidad” entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús ha dicho: “El que obra la verdad, va a la luz” (Jn3, 21)»[12].
Frente a la verdad, el hombre puede adoptar dos actitudes tan básicas como antiguas: reconocerla como un don y subordinarse a ella, o pretender que dependa de la propia voluntad. Éste fue el núcleo de la primera tentación y también del primer pecado[13].
A partir de entonces, el hombre experimenta esta misma tentación (a veces, obsesión) deautonomía ante la verdad y, explícita o implícitamente, ante Dios. Y cuando cede a esa tentación y decide ser totalmente autónomo —ejercer una libertad plena al servicio de su propio egoísmo, sin depender de nada ni de nadie—, rechaza la verdad que se le ofrece y termina por convertirse en creador de “su verdad” y de “sus valores”. En lugar de buscar la verdad y de vivir de acuerdo con ella (en eso consiste la verdadera libertad), decide liberarse de la verdad y convertir en verdadero y bueno es lo que a él le conviene.
«¿De dónde nace esta gravísima enfermedad espiritual? –se pregunta Juan Pablo II, refiriéndose a la indiferencia por la verdad-. Su origen último es el orgullo en el que reside la raíz de cualquier mal, según dice toda la Tradición ética de la Iglesia. El orgullo lleva al hombre a atribuirse el poder de decidir, cual árbitro supremo, lo que es verdadero y lo que es falso, o sea, a negar la trascendencia de la verdad respecto de nuestra inteligencia creada y a contestar, en consecuencia, el deber de abrirse a ella y recibirla cual don que le ha hecho la luz increada y no cual invención propia»[14].
De ahí que la humildad sea la virtud más necesaria para buscar la verdad, pues extirpa la soberbia, que es la raíz de todos los vicios morales y en especial de los que de un modo más directo se oponen al conocimiento de la verdad sobre Dios y sobre el bien moral[15].
La humildad es necesaria, en primer lugar, para reconocer a Dios como ser Absoluto y personal y a nosotros como criaturas de Dios, y, en consecuencia, para aceptar que la verdad sobre nuestro obrar –la verdad moral- depende también de Él. La persona humilde acoge esa verdad con agradecimiento, como un don divino no manipulable, y la toma como guía de su existencia. Reconoce en la ley moral (la verdad sobre el bien) una ayuda inestimable para alcanzar la perfección y la felicidad, un don que permite ser libre. La persona soberbia, en cambio, ve en Dios un obstáculo para su afirmación personal, y en la ley moral una imposición contraria a su dignidad, una coacción de su libertad y, en lugar de obedecer a Dios, se convierte en dios para sí mismo y crea su propia ley.
La virtud de la humildad, que implica el conocimiento y aceptación de las propias limitaciones, lleva a admitir con sencillez que en la búsqueda de la verdad necesitamos la ayuda de los demás. Esa ayuda consiste, en primer lugar, en la luz de Dios, que el humilde pide con fe, y, en segundo lugar, en los conocimientos que otras personas pueden comunicarnos. La humildad proporciona la apertura a la verdad y la facilidad para aceptarla y rectificar, pues la persona humilde no se deja guiar por el deseo de independencia, sino por al amor a la verdad.
La soberbia, en cambio, conduce al error, «primero, porque los soberbios se quieren alzar hasta lo que no son capaces de alcanzar, y así es necesario que se equivoquen y fracasen (…). En segundo lugar, porque no quieren someterse a la inteligencia de otros, sino que se apoyan en su sola prudencia, y así se niegan a obedecer…»[16].
La humildad capacita a la persona para respetar la realidad y subordinar a ella el entendimiento. La actitud soberbia, por el contrario, tiende a rechazar todo aquello que sea independiente de la propia voluntad. Y lo más independiente es la realidad y la verdad correspondiente, que exigen someter el entendimiento al ser e implícitamente a Dios. Por eso, el soberbio prefiere una irrealidad que sea su propia creación y la fuente de su propia verdad. Pero lo que no puede evitar es que la realidad esté ahí, frente a él, denunciando su error. Y esto hace que sienta cada vez más fastidio por la excelencia de la verdad[17].
Par ver la verdad sobre Dios y sobre la vida moral se requiere un corazón limpio. «A los “limpios de corazón” se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un “prójimo”; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina»[18].
Más concretamente, las virtudes de la castidad y la abstinencia, tan necesarias para la limpieza del corazón «disponen óptimamente –afirma Santo Tomás- para la perfección de la operación intelectual. Y por eso dice el libro de Daniel, 1,17, que a ciertos jóvenes, abstinentes y continentes, les dio Dios la ciencia y la disciplina para comprender todo libro y sabiduría»[19]. La razón es que «el alma, cuando deja de ocuparse del propio cuerpo, se convierte en más hábil para entender lo más alto; por eso la virtud de la templanza, que distrae al alma de los deleites corporales, convierte principalmente a los hombres en más aptos para entender»[20].
En la misma dirección opera la virtud del desprendimiento, que es también parte de la templanza. La persona apegada a los bienes materiales y, por tanto, excesivamente preocupada por ellos, es esclava de esos bienes y, en lugar de buscar la verdad moral, tiende a fijar su atención sólo en aquellas verdades cuyo conocimiento puede resultar útil para conservar y acrecentar los bienes materiales[21]. Se entiende así que el afán de tener y consumir, tan fomentado a través de la publicidad, contribuya también a la disminución del interés por la verdad.
«El hombre animal no percibe las cosas del espíritu» (1 Co 2, 14). En el apartado anterior, se ha visto que la soberbia ciega porque la persona busca su propia excelencia por encima de todo, incluso por encima de la verdad, a la que no quiere reconocer ni subordinarse. Los vicios de la sensualidad, en cambio, ciegan de un modo diferente, no porque el hombre quiera elevarse, sino porque se sumerge en los placeres.
Sobre la incapacidad para percibir las cosas del espíritu, Santo Tomás distingue entre elembotamiento del sentido intelectual y la ceguera del espíritu[22]. Tiene embotado el sentido intelectual aquel que no llega a conocer la verdad sobre los bienes espirituales más que por medio de múltiples explicaciones, y aun entonces no ve perfectamente todo lo que se refiere a su naturaleza. Es ciego de espíritu, en cambio, el que está totalmente privado del conocimiento de esos bienes.
Santo Tomás, siguiendo a S. Gregorio, afirma que el embotamiento del sentido intelectual tiene su origen en la gula; y la ceguera de la mente, en la lujuria[23]. La razón es que los placeres de la gula y de la lujuria llenan el alma de sensaciones embriagantes, de imaginaciones, recuerdos y deseos, y, en medio de todo ello, el entendimiento no es libre para poder elevarse a la consideración de las cosas del espíritu[24]. En esta situación, además, la persona no aspira a elevarse, pues tiene su corazón donde considera que está su tesoro. Por el contrario, ante la necesidad de atender a los asuntos del espíritu, la persona esclavizada por la sensualidad siente molestia, malestar y tristeza. «El bien espiritual les parece a algunos malo, en cuanto es contrario al deleite carnal, en cuya concupiscencia están asentados» [25].
La verdad es un bien ante el cual podemos sentir miedo. La sola consideración de la verdad hace que se ponga de relieve inmediatamente la falsedad que habíamos aceptado en nuestra vida práctica. El hombre que oculta sus malas obras cuando debería confesarlas, el que se niega a escuchar la voz acusadora de su conciencia, el que no quiere aceptar la corrección de sus errores, ¿no actúa de este modo por miedo a enfrentarse con la verdad y sus derechos? La fortaleza es, pues, necesaria para escuchar, aceptar y acoger el bien de la verdad cuando producen temor sus exigencias[26].
La verdad no sólo ilumina, sino que también impugna, al descubrir las obras malas[27]. Si el hombre acoge la verdad y permite que ilumine su conciencia, enseguida quedan al descubierto sus defectos y errores. La actitud que exige entonces la verdad es la conversión de la conducta, que se presenta a la persona como algo arduo y doloroso. Para afrontar esa situación se necesita la virtud de la fortaleza.
La verdad moral y religiosa es un bien ante el cual el hombre puede sentir temor, porque reclama una respuesta positiva, y no sólo teórica, sino práctica, es decir, exige ser aceptada por el entendimiento y por la voluntad. Esto significa que el hombre que acepta la verdad tiene ante sí la tarea de superar las dificultades que encuentre para convertirla en vida. En este sentido, aceptar la verdad supone decidirse a luchar contra la soberbia, la ambición, el egoísmo y las demás pasiones desordenadas. Por eso, «el respeto a la verdad no es cosa de cobardes y débiles, sino que exige corazones fuertes y puros que sepan rechazar y vencer todos los obstáculos nacidos de las bajas pasiones (...). La docilidad a la verdad exige el valor para la verdad»[28].
A pesar de su extensión, pensamos que vale la pena transcribir un texto de Carlos Cardona en el que explica el porqué del miedo a la verdad:
«La Verdad da siempre un poco de miedo. Nos desnuda delante de Dios. Nos despoja de esos disfraces con que nos escondemos y rasga nuestras máscaras de cartón pintado. Diga lo que quiera la ingeniería gnoseológica, la Verdad no es un mero asunto de circuitos y engranajes mentales. Es asunto del hombre entero y singular. Con esa misteriosa libertad que, siendo tan divina, Dios ha querido que fuese con Él nuestra mejor semejanza.
»También dice Kierkegaard, y no le faltaba razón, que los hombres tienen más miedo a la verdad que a la muerte; que lo que hay en el fondo de las charlatanerías e hipocresías de quienes proclaman la verdad y estar muy dispuestos a abrazarla..., siempre que consigan comprenderla, es el miedo a la verdad. Se diría que el hombre tiene naturalmente más miedo a la verdad que a la muerte, y es explicable, porque la verdad repugna a la naturaleza herida por el pecado de origen, más aún que la misma muerte. ¿Por qué? Pues porque la verdad es como la sentencia de muerte de la soberbia, de la ambición y de la lujuria y de los demás desórdenes de las pasiones; de ahí que quien se obstina en vivir en la “triple concupiscencia” de la que hablara el apóstol Juan, tenga horror a la verdad y la rehúya siempre. Pero incluso sin esa obstinación, la verdad, decía, asusta siempre un poco porque compromete personalmente. La verdad tiene consecuencias prácticas, y eso da miedo, porque no se sabe bien a dónde me puede llevar, qué sacrificios me puede exigir, qué renuncias me puede imponer. Pero en ella nos jugamos la vida temporal y la eterna. Por eso Juan Pablo II comenzó su ministerio apostólico gritándonos: “¡No tengáis miedo!”»[29].
La fortaleza es necesaria también para acoger y vivir la verdad sin ceder al temor de no ser aceptados por los demás. Una de las causas más frecuentes del miedo a la verdad es perder “el buen concepto” de los otros sobre uno mismo. Cuanto más pobre es el propio ser, más importa vivir en la opinión ajena y llega un momento en el que la persona ya no se valora a sí misma por lo que es, sino por lo que aparenta. En tal caso, lo que más teme es que cambie el concepto que los demás tienen de ella y, para que eso no suceda, adopta como criterio de su conducta el criterio ajeno; deja de vivir en sí misma y pasa a “ser vivida” por los otros. Se trata de una tiranía voluntaria y sutil pero esclavizante, que lleva a actuar de modo irracional y supone una importante dificultad para aceptar una verdad que implique el cambio de la conducta. «El hombre tiene más miedo de la cercana apariencia del humano poder de la opinión que de la lejana e inerme luz de la verdad –afirma J. Ratzinger-. Y se doblega al poder de la opinión, convirtiéndose en su aliado, en uno de sus portadores. Se hace esclavo de la apariencia. Si en algún momento ha empezado a confiar en ella, después no tendrá más remedio que seguirla paso a paso. Ya no puede romper la red de la deformación común. En sus acciones ya no se orienta según la realidad, sino según las presumibles reacciones de los otros»[30].
No pocas veces, tras la actitud de arrogancia o de indiferencia frente a la verdad se esconde una cierta cobardía: el temor a las dificultades que lleva consigo adaptar la conducta a la verdad encontrada. El que tiene miedo a afrontar los obstáculos que ese cambio implica, no presta atención a la verdad, la rehuye, no quiere dejarse iluminar por ella. Pero reconocer que se ha cedido al miedo es aceptar una verdad que hiere el propio orgullo. Por eso es fácil que la persona, en esas circunstancias, busque el modo de esconder su cobardía bajo las apariencias de autosuficiencia, autonomía, independencia o madurez intelectual.
El conocimiento de la verdad moral adquiere una nueva dimensión gracias a las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Al renovar el corazón y la inteligencia del hombre, lo capacitan para conocer y amar de un modo nuevo. «En los buenos –afirma Santo Tomás- el conocimiento natural se incrementa por los hábitos de la fe y la sabiduría, y la inclinación natural al bien está reforzada por el vigor interior de la gracia y las virtudes»[31].
En el encuentro del hombre con la Verdad divina, esta lo dispone para que pueda acogerla, conocerla cada vez mejor, amarla y vivir de acuerdo con ella. Y lo hace transformando sus facultades por medio de la gracia. Las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo iluminan la inteligencia que el hombre tiene de la voluntad de Dios sobre él (cf. Rm 12, 2), y adaptan el discernimiento moral a las circunstancias concretas de la existencia.
La acción del Espíritu Santo capacita al cristiano para ver la realidad con una visión nueva, sobrenatural, para pensar, juzgar y amar conforme a Cristo. «El Espíritu Santo –afirma Juan Pablo II- reproduce en el hombre la imagen del Hijo..., forma desde el interior el espíritu humano según el divino modelo que es Cristo. Así, mediante el Espíritu, el Cristo que hemos conocido en las páginas del Evangelio se convierte en la “vida del alma”, y el hombre, en el pensar, en el amar, en el juzgar, en el obrar, e incluso en el oír, se conforma con Cristo, se convierte en “cristiforme”»[32].
Santo Tomás, siguiendo a algunos Padres, habla de un instinctus Spiritus Sancti o gratiae, un instinto espiritual divino, que es el conjunto de las virtudes teologales y los dones, que dispone a la persona a corresponder a la acción del Espíritu Santo[33]. Las virtudes infusas y los dones proporcionan al hombre una más perfecta instintividad o connaturalidad con lo divino para conocer y obrar el bien: lo conforma con el pensamiento y la voluntad de Cristo, y hace que le sea connatural pensar, sentir y obrar como hijo de Dios[34].
La fe es el principio de la auténtica sabiduría. El conocimiento de la verdad revelada por Dios proporciona al hombre la sabiduría sobrenatural, la sabiduría de la fe, que supera la capacidad de su razón, aunque se asienta sobre ella. Es una incoación de la visión de Dios y, precisamente por ello, guía al hombre en su camino terreno: es una luz que le enseña a pensar y actuar en todo momento como hijo de Dios. Por la fe, el hombre adquiere no sólo nuevos conocimientos, sino también un nuevo modo de pensar y actuar, propio de los hijos de Dios.
Mediante la fe el cristiano va adquiriendo el modo de “pensar” de Dios, la «mente de Cristo» (1 Co 2, 16). Ve las personas, las cosas, la historia y los acontecimientos sub specie aeternitatis, a la luz de Dios. «La actitud del hombre de fe es mirar la vida, con todas sus dimensiones, desde una perspectiva nueva: la que nos da Dios»[35].
La nueva condición del bautizado lo capacita para un discernimiento superior de la voluntad de Dios. En consecuencia, también puede conocer mejor las exigencias morales de la ley natural. Aunque se trate de un elemento común a todos los hombres, no todos lo conocen de igual modo. La razón es que las exigencias morales en el ámbito humano exceden en muchos casos la capacidad moral del hombre en su estado de caída y necesitado de redención, debido a la escisión entre el deber ser y el poder. El no cristiano ignora por qué ciertas exigencias que sólo pueden realizarse con la ayuda de la gracia forman parte del caudal moralmente normativo de lo humano; no puede saber que la posibilidad de realización de lo humano conforme a la voluntad de Dios está ligada a la gracia de la filiación divina; ignora que su situación tiene origen en el hecho histórico del pecado original. En consecuencia, el cristiano se encuentra en un plano superior al del no creyente respecto a la capacidad fáctica de conocimiento y realización de los contenidos morales de lo humano[36]. «Cristo –afirma Réal Tremblay- es la fuente última de la verdad (cf. Jn 14, 6), verdad que le permitirá por lo demás servir a la razón poniéndola, entre otras cosas, en presencia de datos que, dejada a ella misma, sería incapaz de descubrir»[37].
La capacidad para conocer la verdad –como hemos visto- depende en gran parte de las buenas disposiciones de la voluntad. Pero no hay nada que disponga mejor a la voluntad que el amor sobrenatural, la virtud de la caridad.
Una vez que conocemos a Dios y nos abrimos a su gracia, el amor hace que nos identifiquemos cada vez más con Él y que lleguemos a tener los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 5). Entonces se amplía nuestra capacidad de conocerlo cada vez mejor y de reconocer más fácilmente su Voluntad. «Amor oculus est et amare videre est» (El amor es un ojo y amar es ver), afirma Ricardo de S. Víctor[38]. Sucede algo parecido cuando tenemos mucha amistad con una persona: sin necesidad de preguntarle, sabemos qué le gusta o disgusta, qué pensaría en tal situación o qué sentimientos se despertarían en su corazón en determinada circunstancia.
En la Sagrada Escritura, la influencia positiva del amor sobre la capacidad del hombre para conocer la verdad es un tema constante, precisamente porque amor y verdad son inseparables en la concepción bíblica de verdad como fidelidad. Así, cumplir los mandamientos de Dios, que es manifestación concreta de que se le ama, proporciona una sabiduría superior a la que se adquiere por la edad: «Entendí más que los ancianos, porque busqué cumplir tus mandamientos» (Sal 118, 100); «Hijo, si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, y el Señor te la concederá» (Si 1, 33). El deseo de agradar a Dios en todo, de buscar su voluntad para realizarla por amor y agradarle, abre los ojos al conocimiento de la verdad.
Jesús hace depender la capacidad de discernimiento, del deseo de hacer la voluntad de Dios: «Entonces Jesús les respondió y dijo: Mi doctrina no es mía sino del que me ha enviado. Si alguno quiere hacer su voluntad conocerá si mi doctrina es de Dios, o si yo hablo por mí mismo» (Jn 7, 16–17). Estas palabras del evangelio de San Juan nos indican que el que ama a Dios y, en consecuencia, quiere hacer la voluntad de Dios y no la propia, está bien dispuesto para ver la Verdad, para reconocer en Jesús al enviado del Padre.
San Agustín afirma que «no se entra en la verdad si no es a través de la caridad»[39], afirmación que no resulta fácil de comprender para una mentalidad racionalista, que tiende a ver en el amor un obstáculo para el buen funcionamiento de la razón. Para el obispo de Hipona, en cambio, sólo un corazón enamorado puede conocer a Dios y las cosas que se refieren a Él: «Preséntame un corazón amante y comprenderá lo que digo. Preséntame un corazón inflamado en deseos, un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento y suspire por las fuentes de la patria eterna, preséntame un corazón así y asentirá a lo que digo. Si, por el contrario, hablo a un corazón frío, nada sabe, nada comprende de lo que estoy diciendo»[40].
El corazón que ama es un «corazón que ve»[41]: ve cada vez con más claridad todo lo que a su Amante y Amigo se refiere, discierne cada vez mejor lo que de verdad le agrada y, en consecuencia, puede “ver” también la verdad práctica que en cada momento debe vivir en relación con los demás. Se trata de una visión operativa, como queda de manifiesto en la parábola del Buen Samaritano (cfr. Lc 10, 25-37). El sacerdote y el levita “ven” al hombre herido y pasan de largo; el samaritano, «al verlo, se llenó de compasión» y pone los medios a su alcance para curarlo. Esta “visión” sólo puede darse en un corazón que ama a Dios.
La teoría defendida por el relativismo como “verdadera” puede expresarse así: la verdad objetiva en el campo moral y religioso no existe; y si existe, no se puede conocer. Por tanto, cada individuo tiene derecho a considerar verdad lo que libremente piensa que es verdad. Y nadie puede pretender que su verdad sea más “verdadera” que la de los demás.
El relativismo es, en cierto modo, una “teoría” sobre la verdad, que puede estudiarse en la historia del pensamiento y que, desde el punto de vista teórico, no resiste la crítica porque se contradice a sí mismo. Sin embargo, en la práctica puede llegar a constituir “un modo de ver las cosas” y a ser considerado como el único aceptable.
En efecto, para muchas personas, el relativismo no es una opción intelectual conscientemente elegida, sino una mentalidad que se le ha ido imponiendo a través, sobre todo, de la enseñanza y de los medios de comunicación, y que llega a configurar su modo de pensar sin advertir su radical contradicción.
Pero puede suceder también que el relativismo se presente ante la persona como una solución extraordinariamente simple para resolver la dificultad de aceptar la verdad. En efecto, quien no quiere convertirse a la verdad, se ve en la necesidad de justificar su conducta, al menos ante sí mismo, y el relativismo le ofrece un argumento sencillo y aparentemente convincente para negar la existencia de la verdad objetiva y sustituirla por la propia.
El prestigio del que goza actualmente el relativismo se apoya, además, en dos valores que parecen exigirlo: la modestia y la tolerancia.
—El relativismo, en efecto, se presenta como una actitud reclamada por la modestia o humildad intelectual, pues parece propio de la persona humilde que no se atribuya la capacidad de obtener un conocimiento de valor absoluto (objetivo), y se considera, en cambio, como propio de un talante orgulloso, absolutista y dogmático afirmar que uno conoce verdades que tienen ese valor.
Sin embargo, una mirada detenida muestra enseguida la incompatibilidad del relativismo con la humildad: a) porque subordina la verdad al sujeto que la representa, en vez de reconocer que es el sujeto el que tiene que subordinarse a la verdad; y b) porque, al entender al hombre aislado de todo valor absoluto, lo encierra en sí mismo, favoreciendo así el vicio de la autosuficiencia[42].
—En segundo lugar, el relativismo se presenta como la actitud característica de la persona tolerante, pacífica, conciliadora y democrática; en cambio, afirmar la existencia de verdades objetivas sería propio de personas intransigentes, que representan un verdadero peligro para la convivencia democrática.
Sin embargo, la actitud relativista está muy lejos de ser tolerante, pues si todas las opiniones tienen el mismo valor, no hay ningún obstáculo que impida al relativista llevar a la práctica la suya, aunque otros puedan calificarla de cruel o injusta.
De todas formas y a pesar de todas las justificaciones que puedan buscarse para la conducta, permanece siempre en el hombre un sentimiento de inseguridad, una inquietud en lo más íntimo de su corazón que no se calma hasta que no encuentra el único fundamento sobre el cual se puede construir con certeza la propia vida: la verdad.
El sentimiento de inseguridad y la inquietud del corazón pueden también desoírse y ahogarse, y para ello puede el hombre buscar múltiples formas de aturdimiento o alienación, que lo convierten en un ser ajeno a sí mismo. En muchas ocasiones, es esta la causa de que vuelque toda su atención en actividades exteriores, desde el deporte hasta el trabajo profesional, evitando como fastidioso y molesto todo aquello que le invite a entrar en sí mismo, en “el hombre interior”, donde reside la verdad con la que debe enfrentarse[43].
Oponerse sistemáticamente a la verdad, cerrar los ojos a la luz, conduce a la autodestrucción; abrirse a la verdad es el camino de la realización personal y de la felicidad. Del mismo modo que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor, y no se realiza como persona si no se convierte en don para los demás, tampoco puede realizarse como persona si no vive en la verdad, pues ha sido creado a imagen de la Verdad, que es Cristo.
Notas:
[1] Cf. E. GILSON, El amor a la sabiduría, AYSE, Caracas 1974, 49.
[2] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae (en adelante: S.Th.), II–II, q. 25, a. 5, ad 2.
[3] Ph. DELHAYE, La conciencia moral del cristiano, Herder, Barcelona 1980, 67-68.
[4] D. v. HILDEBRAND, Sittlichkeit und ethische Werterkenntnis. Eine Untersuchung über ethische Strukturprobleme, Patris Verlag, Vallendar-Schönstatt 1982, 64-65.
[5] Cf. Ibidem, 69-77.
[6] «Vida y doctrina de vida no son enteramente separables en la realidad del ser del hombre, de tal modo que hay entre ellas una peculiar interacción»; «La práctica de los malos hábitos morales no puede dejar de ser nociva para el interés que se tenga por la doctrina moral, hasta el punto de que éste puede ser reemplazado por el de conseguir una forzada seudoexplicación justificativa de la conducta moralmente incorrecta» (A. MILLÁN PUELLES, El interés por la verdad, Rialp, Madrid 1997, 154).
[7] Puede también originarse en estas circunstancias el fenómeno del “resentimiento” contra el valor o los valores que uno se ha negado a realizar y contra las personas que luchan por vivirlos (cfr. M. SCHELER, Formalismus, 58, Buenos Aires 1948; K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Plaza y Janés, Barcelona 1996, 173-174).
[8] La rectitud de juicio «puede darse de dos maneras: la primera, por el uso perfecto de la razón; la segunda, por cierta connaturalidad con las cosas que hay que juzgar. Así, por ejemplo, en el plano de la castidad, juzga rectamente inquiriendo la verdad, la razón de quien aprende la ciencia moral; juzga, en cambio, por cierta connaturalidad con ella el que tiene el hábito de la castidad» (S.Th., II–II, q. 45, a. 2c.).
[9] Cf. S.Th., I-II, q. 58, a. 5; M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 218. No se debe olvidar, sin embargo, que hacer posible la elección recta no quiere decir garantizarla plenamente. La virtud de la prudencia exige determinadas condiciones que han de cumplirse a fin de superar los obstáculos que impiden llegar a un juicio recto sobre la acción y a su efectiva realización.
[10] Cf. S.Th., I-II, q. 9, a. 2c.
[11] S. TOMÁS DE AQUINO, In Epist. ad Rom., c. 12, lect. 1.
[12] JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis spelendor, n. 64.
[13] «El primer hombre pecó, de manera principal, queriendo asemejarse a Dios en cuanto al conocimiento del bien y del mal (…), de tal modo que por la fuerza de su propia naturaleza se determinase a sí mismo en qué consistiesen lo bueno y lo malo en el hacer, o también de tal suerte que por sí mismo tuviese un conocimiento previo de lo bueno y de lo malo para él en el futuro» (S.Th., II-II, q. 163, a. 2).
[14] JUAN PABLO II, Audiencia general, 24-VIII-1983.
[15] Cf. A. MILLÁN PUELLES, El interés por la verdad, o.c., 139–140.
[16] TOMÁS DE AQUINO, In Epistulam Pauli ad Timoheum, I, cap. 6, lect. 1.
[17] «Los soberbios, deleitándose en la propia excelencia, acaban por sentir fastidio de la excelencia de la verdad» (S.Th., II–II, q. 162, a. 3, ad 1).
[18] CEC, n. 2519.
[19] S.Th., II–II, q. 15, a. 3c.
[20] S. TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, lib. II, caps. 80 y 81.
[21] Cf. A. MILLÁN PUELLES, El interés por la verdad, o.c., 149.
[22] Cf. S.Th., II–II, q. 15, a. 2 c.
[23] Cf. S.Th., II–II, q. 15, a. 3.
[24] Ibidem. Véase también S.Th., II–II, q. 46, donde trata Santo Tomás de la stultitia, cuya causa es asimismo la inmersión del hombre en los vicios de la sensualidad, especialmente en la lujuria, de modo que el hombre se vuelve incapaz de percibir las cosas divinas. Las consecuencias de la stultitia son el odio hacia Dios y hacia sus dones, y la desesperación respecto a la vida eterna.
[25] TOMÁS DE AQUINO, De caritate, 12.
[26] Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Fides et ratio, n. 28.
[27] Sobre esta característica de la verdad, cf. R. BRAGUE, «The angst of Reason», en TIMOTHY L. SMITH (ed.), Fait and Reason. The Notre Dame Symposium 1999, St. Agustine’s Press, South Bend (In.) 2001, 241-242.
[28] A. LANG, Teología fundamental, I, Rialp, Madrid 1966, 152–153.
[29] C. CARDONA, Querer la verdad, Escritos Arvo, n. 128, Salamanca 1992.
[30] J. RATZINGER, Mirar a Cristo, Ed. Edicep, Valencia 1990, 91.
[31] S.Th., I-II, q. 93, a. 6c.
[32] JUAN PABLO II, Audiencia, 26.VII.1989.
[33] Cf. S. PINCKAERS, El Evangelio y la moral, EIUNSA, Barcelona 1992, 215-216.
[34] Cf. S.Th., I-II, q. 108, a. 1.
[35] S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 2000 (38ª), n. 46.
[36] Cf. M. RHONHEIMER, Moral cristiana y desarrollo humano. Sobre la existencia de una moral de lo humano específicamente cristiana, en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, VIII Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Ediciones Universidad de Navarra, Pamplona 1987, 923-924, 931-933.
[37] R. TREMBLAY, Vous, lumière du monde: la vie morale des chrétiens, Dieu parmi les hommes, Fides, Québec 2003, 139.
[38] RICARDO DE S. VÍCTOR, Tractatus de gradibus charitatis, PL 196, 1203. Sobre este tema, véase el interesante artículo de J. NORIEGA, «Los ojos de la caridad», en L. MELINA-J. NORIEGA, Camminare nella luce. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 699–713.
[39] S. AGUSTÍN, Contra Faustum Manich., 32 c. 18.
[40] ID., Trat. Evang. S. Juan, 26.
[41] Cf. BENEDICTO XVI, Encíclica Deus caritas est, n. 31.
[42] Cf. A. MILLÁN–PUELLES, El interés por la verdad, o.c., 145.
[43] «No quieras salir fuera, entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad» (S. AGUSTÍN, De vera religione, c. 39, n. 72).
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San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
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