El título con el que comenzamos es, sin duda, extremadamente ambicioso. Es necesario aclarar que solo se trata de hacer un brevísimo recorrido histórico, sin más pretensiones que señalar algunas de las fuentes y pensadores más relevantes en la comprensión del concepto de virtud.
Esto nos bastará para mostrar que cuando la vida moral se ha entendido como la búsqueda del bien, de la plenitud de la persona y de su felicidad, las virtudes han ocupado un primer plano. En cambio, cuando se ha adoptado otro punto de vista, el de la vida moral como conjunto de normas que se deben cumplir, las virtudes fueron mal entendidas y perdieron su prestigio, pasando en muchos casos a ser arrinconadas e incluso despreciadas.
En primer lugar es necesario hacer una referencia a Sócrates, debido a la influencia de su enseñanza en Platón e, indirectamente, en Aristóteles. Existe un acuerdo general en afirmar que Sócrates entendía la virtud desde un punto de vista intelectualista, es decir, identificaba la virtud con el saber sobre el bien: solo el sabio podría ser virtuoso. Esta visión de la virtud subraya la importancia de la formación intelectual para la vida moral y funda el plan educativo de Sócrates, que consistirá en enseñar la vida virtuosa; pero tiene el inconveniente, si se lleva al extremo, de negar la responsabilidad moral, pues se podría pensar, por ejemplo, que el criminal lo es solo por su ignorancia del bien.
Su discípulo Platón (427-347 a.C.), quien debemos la clasificación de las virtudes que llegará a imponerse en el pensamiento occidental: sabiduría, justicia, fortaleza y templanza[1], no logra superar el intelectualismo moral de su maestro. Según algunas interpretaciones, reduce todas las virtudes a la sabiduría. De todas formas, evita caer en la falsa conclusión de que el hombre no es responsable de sus malas acciones, porque en último término sería responsable de dejar que las pasiones le cieguen.
Pero tal vez lo más importante que debamos destacar es su concepción de la virtud como imitación de Dios y camino para la felicidad, que consiste en hacerse tan semejante a Dios como al hombre le sea posible. La virtud es también, para Platón, armonía, medida, proporción, salud del alma y medio de purificación de las pasiones.
Para Aristóteles (384-322 a.C), que presenta su elaboración más completa del concepto de virtud en la Ética a Nicómaco, la virtud es una disposición estable de las facultades operativas, tanto intelectuales (virtudes intelectuales o dianoéticas) como apetitivas (virtudes éticas).
Aristóteles centra su planteamiento ético en la respuesta a la pregunta sobre el bien con cuya posesión el hombre obtiene la felicidad, a fin de orientar hacia él su conducta. Como el bien propio de cada ser viene determinado por las posibilidades de su naturaleza, el hombre será feliz en la medida en que actualice sus posibilidades naturales específicas, es decir, su razón. Por tanto, la actividad propia del hombre, la que lo hace feliz, es vivir conforme a las exigencias de la razón. La persona que realiza esta «vida buena» o eupraxia es la persona virtuosa.
Hoy diríamos que Aristóteles adopta, en su planteamiento de la ética, la perspectiva de laprimera persona, es decir, del sujeto que actúa, y no la del espectador que juzga las acciones desde fuera (perspectiva de la tercera persona).
Respecto al intelectualismo socrático y platónico, puede decirse que queda superado en el pensamiento del Estagirita: no basta conocer el bien para practicarlo, ni conocer el mal para dejar de cometerlo. La virtud y el vicio dependen no sólo del conocimiento, sino también de la voluntad.
Un dato que corrobora la profundidad del pensamiento aristotélico sobre el tema que nos ocupa es que el renacimiento de la ética de la virtud a partir de la segunda mitad del siglo XX se debe, en gran parte, a la relectura de Aristóteles.
Por último, hagamos una breve referencia a los estoicos (Séneca, Cicerón, Marco Aurelio), que insisten de modo especial en la armonía que existe entre la vida virtuosa y la naturaleza humana: la virtud consiste en vivir conforme a la naturaleza, que equivale a vivir de acuerdo con la razón. El problema es que toman la virtud como un fin en sí y no como un medio para lograr el objetivo de la vida moral.
La doctrina de Cicerón en su De officiis tuvo gran influencia en algunos escritores cristianos. Concretamente, San Ambrosio tomó esa obra como base de su exposición de la moral cristiana[2].
La Sagrada Escritura no nos ofrece un tratado sistemático de las virtudes. Contiene, sin embargo, las verdades fundamentales sobre la vida virtuosa y, sobre todo, el modelo de virtud, Jesucristo, con el que todo hombre debe identificarse.
La referencia a las virtudes como cualidades morales de la persona y, al mismo tiempo, dones de Dios, son constantes en la Sagrada Escritura. El término más empleado para designar la virtud es dynamis, que se traduce al latín por virtus[3].
En el Antiguo Testamento, más que reflexiones sobre la virtud, encontramos narraciones y biografías de hombres virtuosos, «justos»: Abraham, Moisés, José, etc., que tienen un elevado valor pedagógico. El concepto de «hombre justo» designa al hombre que cree en Dios y espera en Él, es sabio y paciente, misericordioso, prudente, perseverante y humilde, es decir, vive según la voluntad de Dios y es fiel a su Alianza.
En algunos libros del Antiguo Testamento, como en el de la Sabiduría, se puede detectar una cierta influencia griega. En él se mencionan las cuatro virtudes platónicas: «¿Amas la justicia? Las virtudes son sus empeños, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida» (Sb 8,7). Sin embargo, hay virtudes que no tienen correspondencia en el pensamiento griego, como la humildad, el perdón o la penitencia. La razón es que la visión del hombre en el Antiguo Testamento es diferente a la griega: el hombre es imagen de su Creador, ha caído por el pecado y Dios le perdona y le enseña a perdonar.
También en el Nuevo Testamento aparece la palabra «justicia» para designar el conjunto de virtudes que vive una persona santa: Zacarías, Isabel, Simeón, José. En el Sermón de la Montaña, la justicia, entendida en este sentido, es considerada como imprescindible para entrar en el Reino de los Cielos: «Os digo, pues, que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 5,20). En la cuarta Bienaventuranza, promete el Señor la felicidad a los que «tienen hambre y sed de justicia», expresión que hace pensar en un deseo grande y eficaz de cumplir en todo la voluntad de Dios. Por otra parte, todas las Bienaventuranzas, que son como un retrato de Cristo, se refieren a diversas virtudes: pobreza de espíritu, mansedumbre, penitencia, limpieza de corazón, etc.
En los Evangelios encontramos, sobre todo, al Maestro de todas las virtudes: Cristo, «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,24), que nos invita a aprender de Él, «manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), de su vida y sus palabras. En Él, que es perfecto Dios, se nos muestra a la vez el Modelo acabado de la perfección humana, porque es perfecto Hombre.
El mensaje cristiano entra pronto en contacto con el mundo helenístico, como se puede apreciar en las cartas de San Pablo. Este contacto es, sin duda, enriquecedor; pero, en la moral cristiana, las virtudes ya conocidas en el mundo pagano y otras menos conocidas e incluso inconcebibles para él -como la penitencia, la humildad o el amor a la Cruz-, forman, bajo la dirección de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo, un organismo específico, y adquieren un valor propio y una nueva finalidad: la identificación con Cristo, la edificación del Reino y la «alabanza de la gloria de Dios» (Ef 1,6), que no excluye, sino que incluye, la edificación de la ciudad terrena[4].
La moral griega solo conocía el esfuerzo humano como medio para adquirir la virtud. Las virtudes cristianas, en cambio, se presentan sobre todo como dones de Dios, como «frutos del Espíritu» (Ga 5,22). No es la energía humana la que tiene la iniciativa en la edificación del Reino de los Cielos; no es el hombre el autor principal de la santificación, sino el Espíritu Santo. Es Él quien, introduciendo a los fieles en el misterio pascual de Cristo, les comunica la vida nueva, sintetizada por San Pablo en las virtudes de fe, esperanza y caridad (cfr. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3-4; Rm 15,13).
La práctica de las virtudes está, para el cristiano, íntimamente vinculada a la identificación con Cristo (cfr. Ef 5,2; Flp 2,5; Col 3,13.17). No se trata ya de vivir unas virtudes aprendidas de un maestro más o menos ejemplar, sino de dejarse guiar por el Espíritu Santo para identificarse ontológica y moralmente con el único Maestro y con el único Modelo.
Los Padres y escritores cristianos de los primeros siglos no elaboran un tratado sistemático sobre las virtudes. Su interés fundamental es la predicación de las virtudes que se señalan en la Sagrada Escritura, para instruir a los files o para defender la fe. Sus enseñanzas no tienen, sin embargo, un carácter exclusivamente pastoral: la especulación teológica también tiene en ellas una parte importante.
La reflexión de los Padres sobre las virtudes asume el pensamiento griego y romano, especialmente el platónico y el estoico, sobre todo a partir de Orígenes. Pero su fuente más importante es la Sagrada Escritura. Por eso, para ellos, por encima de las virtudes humanas están siempre las virtudes teologales. La consecuencia es que, en este organismo de virtudes a cuya cabeza están la fe, la esperanza y la caridad, las virtudes humanas adquieren un nuevo relieve, y algunas que, como la humildad o la penitencia, apenas eran consideradas por el pensamiento pagano, pasan a ejercer un papel de primer orden.
Probablemente haya sido S. Ambrosio (339-397) –que tomó como modelo el De Officiis de Cicerón para su escrito del mismo nombre- el primero en llamar «cardinales» a las cuatro virtudes platónicas. A ellas se refiere en su interpretación de Gn 2,10: «De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos». El río representa a Cristo, la Sabiduría divina, fuente de la vida, de la gracia espiritual, y también de las cuatro virtudes que, representadas por los cuatro torrentes que nacen del primero, están íntimamente conexas y unidas, de modo que el que posea una posee también las otras tres[5]. La virtud es, para S. Ambrosio, el mayor bien, que dispone de medios sobreabundantes para garantizar el gozo de una vida feliz en esta tierra, y con la que se conquista al mismo tiempo la vida eterna[6].
En el pensamiento teológico de S. Agustín (354-430), la virtud ocupa un lugar primordial: «Es el arte de llegar a la felicidad eterna»[7]. De él procede la definición de virtud como «una buena cualidad del alma por la cual se vive rectamente, que no puede ser usada para el mal, y que Dios produce en nosotros sin nosotros»[8]. Cristo es la fuente de todas las virtudes: «Es Él, Cristo, quien nos da en esta vida las virtudes; es Él quien en el lugar y el puesto de todas las virtudes necesarias en este valle de lágrimas, nos dará una sola virtud, a Él mismo»[9].
Para San Agustín, la caridad es el centro de todas las virtudes y de toda la moral cristiana, hasta tal punto que define la virtud como «el orden del amor»[10], y considera las virtudes cardinales como distintas funciones del amor: «Como la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que la de un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro virtudes –que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en boca de todos- como distintas funciones del amor. La templanza es el amor que se entrega totalmente al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor esclavo únicamente de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme ala razón; finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de obstáculos»[11].
Otro de los Padres que es preciso tener en cuenta en la historia de las virtudes, es San Gregorio Magno (540-604), sobre todo su Comentario al libro de Job (Moralia in Iob), en el que sus reflexiones morales se orientan a la práctica cotidiana de las virtudes. También en él encontramos la idea de la conexión y entrelazamiento de las virtudes: todas se ayudan unas a otras, de modo que no existe una virtud, por pequeña que sea, si no se sostiene en las demás. «Si la humildad descuida la castidad, o la castidad abandona la humildad, ¿que valor tiene ante el Autor de la humildad y de la pureza una castidad soberbia o una humildad contaminada?»[12].
En conclusión, los Padres ponen de relieve el carácter sobrenatural de las virtudes cristianas: si deben conducir al hombre a Dios, deben tener su origen en Dios; presuponen, por tanto, la fe y la esperanza, y no serían nada sin la caridad, que las engendra y orienta a su verdadero fin.
Durante lo siglos XII y XIII, el interés por enseñar la doctrina recibida de siglos anteriores lleva a estudiar en profundidad las características del obrar virtuoso, la condición de “verdaderas virtudes” de las virtudes adquiridas, la distinción entre virtudes teologales y cardinales, el sujeto de las virtudes, etc.[13]
Es preciso destacar las figuras de Pedro Abelardo (1079-1142) y de Hugo de San Víctor (1100-1141), que preparan, con sus estudios, el camino de dos corrientes de pensamiento: la de tendencia aristotélica, el primero; la de inspiración agustiniana, el segundo.
Las virtudes mantienen su carácter medular en la ciencia moral de los grandes escolásticos: Abelardo, S. Buenaventura, S. Alberto Magno, etc. El primer tratado sistemático sobre las virtudes es la Summa Aurea de Guillermo de Auxerre (+1236), en la que se analiza la esencia de la virtud y se estudian cada una de las virtudes teologales y cardinales, los dones del Espíritu Santo y las propiedades de las virtudes.
En la Summa Theologiae de Santo Tomás (+1274), en la Prima Secundae (qq. 55-70) y en laSecunda Secundae (qq. 1-170), encontramos un estudio profundo y sistemático de la virtud y de cada una de las virtudes. Su pensamiento, fundado especialmente en la Sagrada Escritura, asume toda la riqueza filosófica del mundo pagano, especialmente de Aristóteles, y la riqueza teológica de los Padres de la Iglesia.
En el enfoque moral de Santo Tomás, caracterizado por la búsqueda de la felicidad y por la centralidad de la acción moral, las virtudes –definidas como hábitos operativos- adquieren una importancia capital: forman, con los dones del Espíritu Santo, la estructura de toda la vida moral, presidida por la caridad; son fuerzas interiores que potencian el conocimiento y la libertad; y, con la ley moral -entendida como principio intrínseco de la acción (lex indita)-, hacen posible la perfección humana y sobrenatural de la persona[14].
La moral de Santo Tomás se organiza en torno a las virtudes y los dones del Espíritu Santo. Las virtudes teologales son infundidas en la razón y en la voluntad por la gracia, y asumen las virtudes humanas. Los dones son necesarios para recibir las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo con el fin de realizar obras perfectas. A las virtudes morales adquiridas, Santo Tomás añade las virtudes morales infusas, necesarias para adecuar las primeras al fin sobrenatural del hombre.
Todo el edificio moral descansa sobre las virtudes, porque «el camino indicado para alcanzar la felicidad es la virtud. Ninguna cosa alcanza su fin, si no obra bien en aquello que le es propio (...). El hombre obra rectamente cuando obra según la virtud, pues la virtud es “aquello que hace bueno a quien la posee y también su obra” (...). Por tanto, como el último fin del hombre es la vida eterna, no todos la alcanzarán, sino sólo aquellos que obren según la virtud»[15].
Con el nominalismo bajo-medieval llegamos a un mal momento para la fortuna del concepto de virtud. Se puede afirmar que a partir de entonces la virtud pierde el lugar que le corresponde en la ciencia moral. La razón última hay que buscarla en un concepto erróneo de libertad -impuesto por Ockham (1300-1349), según el cual esta no consiste esencialmente en el poder de obrar con perfección, es decir, de acuerdo con la recta razón, cuando se quiere; sino en el poder de elegir entre cosas contrarias, independientemente de toda otra causa distinta a la propia voluntad (libertad de indiferencia)[16].
La concepción de la libertad como indiferencia impide entender la virtud como una cualidad que, al potenciar a la inteligencia y a la voluntad para conocer, amar y realizar el bien, nos hace más libres. Por el contrario, se llega a pensar que, en la medida en que las virtudes inclinan a actuar en una dirección determinada, disminuyen la indiferencia de la voluntad para poder elegir libremente entre cosas contrarias.
A partir de Ockham, el centro de la moral ya no es la virtud y el deseo de felicidad, sino la ley y la obligación de cumplirla, pero no porque la ley represente la verdad sobre el bien del hombre, sino porque está mandada. La virtud queda reducida a un mecanismo psicológico creado por la repetición de actos, es decir, como una costumbre que refrena las pasiones para que la voluntad cumpla la obligación que le impone la ley, olvidando que su verdadero papel consiste en ser una determinación que asegura la perfección de las acciones humanas[17].
«Para los moralistas, la virtud se convierte simplemente en una categoría tradicional y cómoda en la que situar las obligaciones morales. En el campo de la libertad de indiferencia, ya no hay necesidad de la virtud; es incluso lógico rechazarla. Es lo que harán los manuales de moral cuando supriman el tratado de las virtudes de la moral fundamental, y los mandamientos substituyan a las virtudes a la hora de dividir la moral especial. Sin duda, hubo en aquel tiempo muchos hombres virtuosos, pero la idea de la virtud estaba casi muerta y solo subsistirá en la sombra»[18]
La teología católica posterior al nominalismo abandona el positivo enfoque de las virtudes y se centra, sobre todo, en determinar la ley moral, aplicarla a los casos de conciencia, delimitar los pecados y señalar los medios para evitarlos. Las consecuencia de este planteamiento fueron muy negativas para la enseñanza de las virtudes.
La tendencia general de los manuales de moral, a partir de las Instituciones morales de Juan de Azor (principios del s. XVII), es reducir la teología moral al estudio de los preceptos comunes a todos los cristianos, ordenados en torno al Decálogo. En esta línea, la moral especial se organiza en torno al Decálogo, y las virtudes son tratadas casi exclusivamente desde el punto de vista de las obligaciones que comportan. Entre ellas, las más estudiadas serán la justicia, la templanza y la castidad.
El estudio de las virtudes se deja a la teología espiritual, que, debido su carácter práctico, se preocupa más de la aplicación de las virtudes a la vida cristiana que de profundizar en su naturaleza. Las virtudes teologales e infusas serán estudiadas en la teología dogmática, como parte del tratado sobre la gracia.
La influencia del nominalismo en el tratamiento teológico de la virtud durante la edad moderna es innegable. La libertad, entendida como indiferencia de la voluntad para determinase a sí misma a obrar a favor o en contra la ley, hace que la virtud se considere solamente como «una buena costumbre que facilita el acto libre, pero que no lo produce ya desde el interior para conferirle su pleno valor»[19]. La virtud, «que por naturaleza estaba llamada a la búsqueda y consecución del máximo de perfección en el obrar, queda reducida a la búsqueda del mínimo esfuerzo para no pecar, perdiendo el atractivo que tenía en otros tiempos»[20].
Las virtudes tuvieron todavía peor suerte en la teología protestante. La doctrina luterana de la justificación no es compatible con una moral de las virtudes, pues tal justificación no cambia ni renueva al hombre en su ser más íntimo, sino que permanece pecador. En consecuencia, la persona que tratase de adquirir las virtudes estaría suponiendo que tiene una capacidad para hacer el bien que en realidad no posee y, en cierto modo, estaría restando importancia a la gracia.
Mientras el tratamiento teológico de las virtudes en el período postridentino se mueve en el ámbito de las obligaciones, bajo una visión legalista y casuística de la moral, en los escritos de los autores espirituales como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o San Francisco de Sales, las virtudes mantienen toda su fuerza como vías que conducen a las cumbres de la vida contemplativa.
Debido en gran parte al nominalismo, el pensamiento moderno pierde la noción clásica de virtud como perfección intrínseca de la inteligencia y la voluntad, y la transforma en simple costumbre o uso social, o bien la entiende como disposición para cumplir con más facilidad los preceptos de la ley moral.
En la filosofía moderna, pueden distinguirse dos posiciones fundamentales sobre la naturaleza de los hábitos: la mecanicista y la vitalista[21]. Para la posición mecanicista (Descartes, Comte, etc.), el hábito es un cierto reflejo corporal, producido como respuesta a estímulos y condiciones exteriores; su fundamento es la «pasividad» de la materia. Para la posición vitalista (Leibnitz, Maine de Biran, etc.), los hábitos son algo intermedio entre el puro automatismo y la actividad voluntaria libre. Con tales conceptos de hábito, la virtud se reduce a un factor de automatización de la conducta humana y, por tanto, se considera que disminuye la voluntariedad de la acción.
La vida virtuosa como ideal, como plenitud de la vida humana, no se acomoda a la mentalidad moderna, que evita establecer una visión unitaria y global de la vida, a fin de no interferir en la libertad personal y en el proyecto individual, y se limita a buscar las normas de colaboración social, indispensables para obtener la paz o el bienestar y la utilidad. La ética abandona completamente el concepto de telos y el punto de vista de la primera persona, situándose en la perspectiva del observador del fenómeno moral.
En el ámbito filosófico, vale la pena detenerse, en primer lugar, en Thomas Hobbes (1588-1679), influido también por el pensamiento ockhamiano, que entiende la moral como la búsqueda de las reglas para la colaboración social. La ley moral, que no prescribe ya la rectitud moral ante Dios, sino que está destinada únicamente a mantener el orden de la sociedad, llega a equipararse con la ley civil. La cuestión moral deja de ser una cuestión de la persona para convertirse en una propiedad del soberano legislador. La moral está orientada únicamente a lograr la paz social, y las virtudes tendrán esta misma finalidad: se consideran medios o instrumentos para lograr el mejoramiento de la sociedad civil.
La primera exposición de la corriente utilitarista la realizó J. Bentham en 1789[22], con la pretensión de elaborar una ética secular que fuese una ciencia de la utilidad, sin referencia a Dios ni a premisas teológicas. En el planteamiento de Bentham, la acción es calificada de justa o injusta por sus resultados o consecuencias: no se aprecia como un acto inmanente de la voluntad, sino como productora de un estado de cosas. En consecuencia, la virtud será entendida como una «tendencia a incrementar la cantidad acumulada de felicidad en todas sus formas consideradas conjuntamente»[23].
Por su influencia en la teología, el pensamiento kantiano sobre la virtud requiere especial atención. Kant intenta construir un sistema moral basado exclusivamente en la razón. Esta define el deber moral concreto para el hombre con plena autonomía respecto a cualquier elemento perturbador: inclinaciones naturales, afectos, pasiones, etc. La voluntad no tiene otro papel que adherirse a lo que la razón manda como deber moral. En este sistema moral, la virtud tiene una función muy limitada, que consiste en resistir a los enemigos de la razón pura, es decir, a las pasiones. Las virtudes no se entienden como integración de las pasiones en el orden de la razón, para que colaboren positivamente en la realización de actos buenos, sino como una fuerza moral cuyo fin es rechazar las pasiones, consideradas como elementos que distorsionan la rectitud moral. La virtud no es más que un refuerzo volitivo al servicio del cumplimiento del deber[24].
Por último, el pensamiento burgués, dominado por los valores económicos y mercantiles, arruinó el poco prestigio que ya tenían las virtudes, convirtiendo en virtudes esenciales el celo por el trabajo, el sentido del ahorro, la propiedad y el respeto a los convencionalismo sociales. De la creatividad, excelencia moral y potenciación de la libertad, no queda nada. La virtud es ahora algo «edificante» y mediocre, pasivo y mecánico, sumisión a reglas externas, algo muy cercano a la hipocresía.
La renovación tomista de finales del siglo XIX y comienzos del XX, introduce alguna novedad interesante en los manuales de moral respecto a las virtudes: se sustituyen los mandamientos por las virtudes, como criterio de estructura, y se añade un tratado sobre las virtudes en la moral fundamental. Pero, a pesar de los indudables avances renovadores, los contenidos apenas sufren modificación: «Las categorías han cambiado –afirma S. Pinckaers-, pero el contenido continúa estando formado por las obligaciones y prohibiciones legales. La doctrina de las virtudes es interesante, pero es más teórica que práctica y sufre siempre del empobrecimiento de las nociones heredadas del nominalismo (...). De hecho, varias de las virtudes mencionadas están reducidas al mínimo al no implicar apenas obligaciones, como la esperanza y la fortaleza. Las virtudes más unidas a la ley, como la justicia por su naturaleza y la castidad por su materia, conservan el predominio, manifestado por el espacio que se les concede»[25].
La renovación bíblica, los estudios de teología patrística y algunas corrientes de filosofía moral, influyen positivamente en la recuperación de las virtudes. No obstante, quienes ejercen el mayor impulso son los autores que, entre los años 30 y 60 del siglo pasado, tratan de renovar la teología moral buscando en las virtudes teologales los principios específicamente cristianos sobre los cuales fundamentar y estructurar esta disciplina. Entre ellos, merecen una mención especial É. Mersch (Morale et Corps Mystique, 1937) y G. Gilleman (Le primat de la charité en théologie morale, 1952). Mersch, concretamente, se propone aplicar a toda la formulación de la moral el principio universal de la teología de Santo Tomás: caritas forma omnium virtutum, y establecer los principios de un método que reconozca explícitamente a la caridad la misma función vital que ejerce en la realidad de la vida cristiana y en la revelación de Cristo[26].
Otro resurgimiento de la teoría de la virtud en el siglo XX ha venido de la mano de lafenomenología. Esta corriente de pensamiento no solo se ocupa de la teoría del conocimiento, sino que también posee una fecunda y rigurosa dimensión de filosofía práctica moral[27].
Entre los fenomenólogos, fue Max Scheler quien más se ocupó de los asuntos morales, también de la virtud. En su concepción, la virtud aparece sobre todo de dos modos. Por un lado, en sí misma, como tendencia permanente a actuar de cierto modo, o -con sus expresiones más propias- como configuración del ordo amoris que rige e impulsa a la acción. Por otro lado, como la conciencia inmediata que el sujeto posee de lo que este es capaz de llevar a cabo en el marco de ciertos valores[28].
Otro fenomenólogo, Dietrich von Hildebrand, trata también de modo explícito el tema de la virtud. Siguiendo las inspiraciones fundamentales de Scheler, este filósofo habla de la virtud como “respuesta afectiva sobreactual”; respuesta a un valor o género de valores[29]. Además, estudia con mayor detalle las virtudes o actitudes más básicas para la vida moral en el marco de una antropología coherente con la doctrina cristiana[30]. Pero quizá la mayor originalidad de Hildebrand en este terreno sea su estudio de la relación entre el conocimiento moral y el ser moral, es decir, del clásico problema de la mutua relación entre la virtud intelectual y la virtud moral[31].
Las líneas maestras trazadas por el Concilio Vaticano II, que señala como objeto de la teología moral «mostrar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en la caridad para la vida del mundo»[32], apuntan a un enfoque en el que las virtudes y los dones vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde en la vida cristiana.
La Const. Lumen gentium recuerda que la vocación de los fieles en Cristo es vocación a la santidad[33], y ésta supone vivir las virtudes humanas y sobrenaturales. De modo especial, muestra que la caridad es la nota distintiva de la praxis cristiana: «El don principal y más necesario es el amor con el que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de Él». Para que este amor pueda crecer y dar fruto, el cristiano debe escuchar la palabra de Dios, obedecer a su voluntad, participar en los sacramentos… y dedicarse «a la práctica de todas las virtudes»[34].
Estas y otras orientaciones del Concilio impulsaban una fecunda perspectiva: la del desarrollo armónico del sujeto moral, enriquecido por las virtudes y los dones que le permiten realizar el propio proyecto de hijos de Dios en Cristo[35]. Sin embargo, durante los años posteriores se avanzó poco en esta línea, debido, en parte, a que la atención se desvió hacia diversas polémicas teológicas centradas en torno a la autonomía moral, la existencia o no de normas específicamente cristianas en el ámbito de las relaciones intramundanas, y a la autoridad, en dicho ámbito, del magisterio de la Iglesia[36].
En el campo de la ética filosófica se produce un interesante renacimiento de la ética de la virtud, a partir, sobre todo, de los estudios de G.E.M. Anscombe y A. MacIntyre.
Elizabeth Anscombe publica en 1958 un artículo[37] que puede considerarse el comienzo del debate contemporáneo sobre el deber y la virtud, y el inicio de la vuelta a la virtud por parte de la comunidad filosófica, especialmente en el ámbito anglo-americano. En este y otros estudios posteriores, Anscombe critica las teorías morales modernas del utilitarismo y deontologismo de corte kantiano, y advierte que el desarrollo de la filosofía moral exige redescubrir el concepto de virtud.
A partir de la llamada de atención de Anscombe, se multiplican los estudios sobre la virtud[38]. Merecen destacarse los trabajos de I. Murdoch, M. Stocker, Ph. Foot, M.C. Nussbaum, Ch. Taylor y A. MacIntyre.
MacIntyre es considerado el autor más importante en el resurgir de la virtud en la ética contemporánea. Después de diez años de trabajo, publica en 1981 su famosa obra After Virtue: A Study in Moral Theory, que constituye para muchos la publicación más importante dentro del debate contemporáneo sobre la ética de la virtud. En ella cuestiona la ética moderna como fruto de los ideales ilustrados y del individualismo liberal. En su opinión, el proyecto ilustrado ha fracasado porque sus principales exponentes rechazaron la concepción teleológica de la naturaleza humana y la visión del hombre como poseedor de una esencia que define su verdadero fin. Frente a este fracaso, MacIntyre propone la vuelta a la ética de la virtud fundada en Aristóteles y en la Sagrada Escritura, y enriquecida por Santo Tomás.
Hoy en día se puede hablar de la «ética de la virtud» como perspectiva ética cuya principal preocupación es la formación de un determinado carácter moral en el que son más importantes las disposiciones internas, las motivaciones y los hábitos del sujeto, que los juicios sobre la rectitud de los actos externos y sus consecuencias. Esta perspectiva contrasta con las teorías éticas que fijan la atención en el deber o la norma (deontologismo), o en las consecuencias de la acción (utilitarismo), a las que critican haber reducido la moralidad a los aspectos externos de la conducta y al cumplimiento de las obligaciones sociales, y haber convertido la ética en la búsqueda de fundamentación de reglas morales o en el cálculo de prejuicios y beneficios particulares de las acciones humanas[39].
Dentro del amplio campo de la ética de la virtud, algunos autores se han planteado el concepto de virtud en clave narrativa. Uno de ellos es el ya mencionado Alasdair MacIntyre. En su libroTras la virtud, intenta desarrollar un concepto moderno de virtud como parte de la «estructura narrativa» que da unidad a la vida moral. Pone de relieve la necesidad de unir moral e historia personal: las virtudes están necesariamente vinculadas a la noción de una estructura narrativa de la vida humana, como medios para alcanzar con éxito la finalidad del proyecto vital. Por otra parte, insiste en el valor que tienen para la vida moral tanto la existencia de una comunidad de referencia, como la tradición, gracias a la cual los conceptos morales no se vacían de contenido[40].
Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy se ha escrito mucho sobre el papel de las virtudes en la teología moral. Nos limitamos a ver dos líneas teológicas: la de la moral autónoma, en primer lugar, y, a continuación, la línea común de un grupo de autores contemporáneos que –tanto en el ámbito filosófico como teológico- ponen el acento en la perspectiva del sujeto o de la primera persona como la única que puede dar cuenta cabal del fenómeno moral.
El modelo de la moral autónoma corresponde al modelo de una ética normativa en la que las virtudes no desarrollan más que un papel secundario. La virtud se concibe únicamente como motivación para observar las normas, o como efecto psíquico de su observancia, o como decisión fundamental de la libre voluntad de obrar según normas morales[41].
Para este modelo moral, lo decisivo no está en ser buenos, sino en analizar qué modos de comportamientos son rectos o erróneos para saber si se es bueno. De esta forma, la virtud se entiende como modo recto de acción y resolución habitual libre a ello. Para la moral autónoma, primero son las normas, después se dice que el que hace lo que es recto actúa de manera virtuosa. Con ello, el concepto de virtud moral deja de tener consistencia propia: se convierte en un mero nombre para «lo recto». Esta noción de virtud resulta analíticamente insuficiente para la comprensión del fenómeno moral y, por tanto, prácticamente carente de contenido.
Dentro de esta línea se pueden encuadrar muchos autores de la denominada «moral autónoma», centrados, sobre todo, en la fundamentación de las normas morales. Uno de ellos es Bruno Schüller, que se considera a sí mismo como representante de la llamada «ética de la acción» o «ética normativa», orientada a determinar el contenido de las normas morales y los motivos que fundan la obligatoriedad. Concentra su interés en la determinación de la acción moralmente justa en sentido teleológico, es decir, aquella que produce el mayor bien para todas las personas interesadas.
Ante las acusaciones de descuidar el carácter y las intenciones del sujeto agente, Schüller afronta el tema de la virtud. La define como una «disposición moral de fondo positiva», producto de la «libre determinación» de la voluntad, es decir, como una orientación genérica de la voluntad hacia el bien. Las virtudes particulares «son simples caracterizaciones particulares del único querer moralmente bueno»[42].
Para Schüller, la virtud se queda, por tanto, en el ámbito de las buenas intenciones generales, o de una decisión fundamental. Pero como ésta no es todavía la elección realizada, la virtud no alcanza a las acciones concretas, no es un hábito de la recta elección, ni comporta la integración de la afectividad en la razón, ni la captación del bien concreto[43].
En los últimos años, un grupo de filósofos y teólogos intenta una interpretación moderna de la doctrina de Santo Tomás sobre la ley natural, la racionalidad práctica y la virtud[44]. Respecto a la virtud, pretenden subrayar cuestiones esenciales que habían sido relegadas por la interpretación legalista y extrinsecista de la moral: la virtud como integración de lo sensible en el orden espiritual y como hábito de la recta elección, la connaturalidad afectiva con el bien que produce la vida virtuosa, su conformidad con los principios de la razón práctica, el concepto teológico y cristocéntrico de las virtudes del cristiano, etc.
La propuesta de estos autores tiene un profundo eco en el mundo teológico, en el que un grupo cada vez más numeroso de moralistas propugna un cambio hacia la perspectiva del sujeto moral –la adoptada por Aristóteles y por Santo Tomás, y señalada por la encíclicaVeritatis splendor[45]-, que se fija en la relación intrínseca entre la persona y la acción. Para esta línea moral, la virtud es un elemento clave; gracias a ella, la libertad recupera su verdadera finalidad, que es la realización de la verdad sobre el bien, a fin de alcanzar la plenitud de vida, y no el mero cumplimiento de la ley, ni mucho menos su creación; la vida afectiva se pone –gracias a la virtud- al servicio de la razón, integrándose así en el dinamismo moral de la persona y capacitándola para el conocimiento del bien por connaturalidad; y el deber -aislado de su comprensión kantiana- encuentra en el terreno de la virtud su verdadera rehabilitación[46].
Hoy se puede hablar, en el ámbito de la teología moral, de un verdadero renacimiento de las virtudes, que responde a causas de muy diversa índole. Además de la influencia que la ética filosófica ha ejercido en este campo sobre los teólogos, cabe destacar motivos propiamente teológicos: la visión de la moral como seguimiento de Cristo, la toma de conciencia de la vocación de todo cristiano a la santidad, la concepción de la vida cristiana como una misión a cumplir -participación de la misión de Cristo- y el convencimiento de que lo humano es parte integrante de la vocación divina.
* * *
Una de las conclusiones que se pueden extraer de este breve recorrido histórico es que el concepto de virtud sólo puede valorarse adecuadamente en el contexto de una ética orientada a la búsqueda de una vida feliz, encaminada a la santificación, a la unión con Dios en Cristo, y no sólo ni principalmente a la fundamentación y cumplimiento de obligaciones morales. Si la moral se reduce al cumplimiento de obligaciones, las virtudes pierden su papel y se convierten, en el mejor de los casos, en mecanismos que facilitan el cumplimiento de las normas.
Por otra parte, cuando en la ciencia moral se adopta la perspectiva de la tercera persona, es decir, del observador que juzga sólo el aspecto externo de la acción, no se valoran las virtudes. Estas solo adquieren todo su relieve cuando se adopta la perspectiva del sujeto agente y, por tanto, se tiene en cuenta no solo la acción externa, sino sobre todo el acto interior de la persona, sus disposiciones voluntarias y afectivas más o menos estables, y los motivos e intenciones que le llevan a realizar la acción. Solo esta perspectiva nos permite, además, tener una visión realista del sujeto moral, de su debilidad natural para alcanzar su perfección humana y sobrenatural y, por tanto, de la necesidad de adquirir las virtudes humanas y sobrenaturales.
El concepto de virtud es clave para la renovación de la teología moral: por una parte salva la originalidad y la autonomía del esfuerzo humano en su temporalidad; por otra, gracias a la prioridad de las virtudes infusas, interioriza la ley moral. De este modo, la teología moral puede unirse de nuevo a la teología espiritual, sin la cual la moral cristiana perdería su profundo sentido[47].
G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, especialmente: 25-43.
J-Mª. AUBERT, Vertus, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994,485-497.
L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, 25-51.
S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 32007, especialmente: 145-177
J.F. SELLÉS, Hábitos y virtud. I. Un repaso histórico, Cuadernos de Anuario Filosófico, nº 65. Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1999.
A. SOLIGNAC, Vertus et vices (Traités sur les), en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994, 497-506.
[1] Cfr. Platón, La República, lib. IV: 427 E, 433 B-C, 435 B, etc.
[2] La bibliografía sobre la virtud en el pensamiento griego y romano es, como se puede suponer, interminable. De todas formas, siempre encontrará el lector una exposición clara y objetiva en los conocidos tratados de Historia de la filosofía de G. Fraile (Tomo I, Grecia y Roma, BAC, Madrid 1965) y F.C. Copleston (Tomo I: Grecia y Roma, Ed. Ariel, Barcelona1969). De todas formas, ante la selva de autores que han intentado decir e interpretar lo que otros han dicho, aparece más atractiva que nunca la lectura directa de algunas obras originales, especialmente, por señalar solo una, la Ética a Nicómaco de Aristóteles.
[3] El término griego areté, que designa excelencia, bondad, fuerza, aparece pocas veces en la Sagrada Escritura. En el Nuevo Testamento se encuentra en Flp 4,8; 1 P 2,9 y 2 P 1,5.
[4] Sobre la transformación de las virtudes paganas en el organismo de la moral cristiana, cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 32007, 151ss.
[5] Cfr. S. Ambrosio, De paradiso, C.3, nn. 14-22; De Officiis, Lib. I, cap. 24.
[6] Cfr. S. Ambrosio, De Officiis, Lib. II, cap. 5.
[7] S. Agustín, De libero arbitrio, II, c. 18.
[8] Esta definición –que corresponde propiamente sólo a las virtudes sobrenaturales- fue formulada por Pedro Lombardo y completada por Pedro de Poitiers, pero procede de las reflexiones de S. Agustín en De libero arbitrio, II, c. 19.
[9] S. Agustín, Enarr. in ps. 83, 11.
[10] S. Agustín, De Civitate Dei, 1. XV, 22.
[11] S. Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae et de moribus manichaeorum, I, c. 15.
[12] Cfr. S. Gregorio Magno, Moralia in Iob, Parte IV, 21, 6.
[13] Cfr. O. Lottin, Psycologie et Morale aux XII et XIII siècles, Duculot, Glemboux 1949, 100.
[14] Sto. Tomás trata de las virtudes en muchas de sus obras: en el Comentario al libro II de las Sentencias, en los Comentarios al Nuevo Testamento, etc.; dedica a las virtudes en general una quaestio disputata: De virtutibus in communi; y otra a las virtudes cardinales: De virtutibus cardinalibus; pero es en la Summa Theologiae donde expone de modo completo y sistemático el organismo virtuoso.
[15] S. Tomás de Aquino, Comp. Theologicum, c. 170.
[16] Sobre las características de la libertad de indiferencia y las consecuencias de este concepto, cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., capítulo XIV.
[17] Cfr. S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 396-397.
[18] Ibidem, 397.
[19] Ibidem, 325.
[20] S. Pinckaers, Morale casuistique et morale thomiste, Desclée, Paris-Tournai-Roma 1953, 242.
[21] Cfr. T. Urdanoz, La teoría de los hábitos en la filosofía moderna, “Revista de Filosofía”: 13 (1954) 90 ss.
[22] J. Bentham, An Introduction to the Pinciples of Morals and Legislation. A esta obra siguieron: J.S. Mill, Utilitarism, London 1863; H. Sidwick, The Methods of Ethics, Cambridge 1974; G.E. Moore, Principia Ethica, Cambridge 1903, etc.
[23] J. Bentham, The Nature of Virtue, en B. Parekh (ed.), Bentham’s Political Thought, Barnes & Noble Books, New York 1973, 89.
[24] Cfr. A. Rodríguez Luño, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Ares, Milano 1987, 111; M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2000, 217. Para una crítica profunda del planteamiento moral kantiano: A. Rodríguez Luño, Immanuel Kant: Fundamentación metafísica de las costumbres, EMESA, Madrid 1977, 173-183.
[25] S. Pinckaers, Las fuentes de la moral cristiana, o.c., 358. Cfr. J.Mª Aubert, Les vertus humaines dans l’enseignement scolastique, “Seminarium”: 3 (1977) 431.
[26] Cfr. G. Gilleman, La primacía de la caridad en teología moral, Desclée de Brouwer, Bilbao 1957, 31.
[27] Como puede verse en E. Husserl, A. Reinach, A. Pfänder y otros.
[28] Cf. Max Scheler, Ética, Caparrós, Madrid 2001 y Ordo Amoris, Caparrós, Madrid 1996; y el estudio de S. Sánchez-Migallón, La persona humana y su formación en Max Scheler, Eunsa, Pamplona 2006.
[29] Cf. Dietrich von Hildebrand, Ética, Ed. Encuentro, Madrid 1997.
[30] Cf. Alice y Dietrich von Hildebrand, Actitudes morales fundamentales, Ed. Palabra, Madrid 2003; y el estudio de Rogelio Rovira, Los tres centros espirituales de la persona, Fund. Emmanuel Mounier, Madrid 2006.
[31] Cf. Dietrich von Hildebrand, Moralidad y conocimiento ético de los valores, Ed. Cristiandad, Madrid 2006.
[32] Decreto Optatam totius, n. 16.
[33] Cfr. Const. Dog. Lumen gentium, cap. V.
[34] Ibidem, n. 42.
[35] Cfr. O.H. Pesch, La teologia della virtù e le virtù teologiche, “Concilium”: 23 (1987/3).
[36] Sobre este debate: T. Trigo, El debate sobre la especificidad de la moral cristiana, EUNSA, Pamplona 2003.
[37] G.E.M. Anscombe, Modern Moral Philosophy, “Philosophy”: 33 (1958) 1-19.
[38] Una amplia recopilación bibliográfica de la ética de la virtud se encuentra en G. Abbà,Felicidad, vida buena y virtud, EIUNSA, Barcelona 1992, 89-95.
[39] Sobre las diferencias de la ética de la virtud con respecto a las éticas normativas modernas, cfr. G. Abbà, L’originalità dell’etica delle virtù, “Salesianum” 59 (1997) 491-517).
[40] A. MacIntyre, Tras la virtud, Ed. Crítica, Barcelona 1987, 272ss. Después de Tras la virtud(1981), MacIntyre publicó Justicia y racionalidad: conceptos y contextos (1988), obra en la que completa las reflexiones de la anterior sobre la cuestión de la estructura narrativa de la moral y el concepto de virtud. La teoría de MacIntyre sirvió de base para el trabajo posterior de muchos otros autores en la misma línea, aunque con facetas diversas P.H. Hall, M. Nussbaum, S. Hauerwas, etc.
[41] Cfr. G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, o.c., 108.
[42] B. Schüller, La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, San Paolo, Cinisello Balsamo 1997, 395.
[43] Para una crítica del concepto de virtud de Schüller, cfr. G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, o.c., 127ss; M. Rhonheimer, Ley natural y razón práctica, EUNSA, Pamplona 2000, 329.
[44] Entre otros, cabe destacar a M. Rhonheimer, G. Abbà, Á. Rodríguez Luño, L. Melina, E. Schockenhoff, J. Porter, J.J. Pérez-Soba, R. Cessario, M. D’Avenia y P. Wadell.
[45] A esta perspectiva, en efecto, se refiere también la encíclica Veritatis splendor: «Para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifique moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa» (n. 78).
[46] Cfr. L. Melina, Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, especialmente el cap. II: Una ética de la vida buena y de la virtud, 53-84. M., Rhonheimer, La perspectiva de la moral, o.c.; E. Colom-A. Rodríguez Luño, Elegidos en Cristo para ser santos, Ed. Palabra, Madrid 2000, especialmente el cap. VI: Las virtudes morales y los dones del Espíritu Santo, 221-267.
[47] Cfr. J-Mª. Aubert, Vertus, en Dictionnaire de Spiritualité, t. 16, Beauchesne, Paris 1994, 496.
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