Publicado en: A. SARMIENTO-T. TRIGO-E. MOLINA, Moral de la Persona, EUNSA, Pamplona 2006.
Índice
1. El Protagonismo de la persona
2. «Ecología interior» y «ecología exterior»
a. La necesidad de conversión
b. Implicaciones de la «ecología interior»
3. Fe cristiana y ecología
a. La fe, fundamento cristiano del respeto a la naturaleza
b. Vida eucarística y cuidado de la naturaleza
4. La esperanza de una tierra nueva y el desarrollo
5. Caridad y solidaridad
6. Un nuevo estilo de vida: la templanza
7. Humildad y prudencia
8. El respeto a los seres vivos
9. Necesidad de la actitud contemplativa
Bibliografía
a) Documentos del magisterio de la iglesia
b) Obras de carácter general
Los problemas ecológicos hunden sus raíces en determinadas concepciones antropológicas, morales y religiosas.
A partir de la visión que la Revelación nos ofrece sobre las relaciones del hombre con el mundo, se pueden establecer unas «sólidas convicciones éticas, que comprenden responsabilidad, autocontrol, justicia y amor fraterno»[1], con las que se deben afrontar los problemas del medio ambiente. Un cambio sobre la visión que el hombre tiene de sí mismo y del mundo, y la adopción de una conducta moral consecuente, constituyen la única fuente de soluciones verdaderamente eficaces a corto y largo plazo.
La ética ambiental o ecológica es la ética del comportamiento humano en relación con la naturaleza, cuando tal comportamiento implica transformaciones del ambiente natural, teniendo en cuenta que tales transformaciones no afectan sólo al ambiente físico, sino también a la vida individual y social de la persona.
La ética ecológica debe inspirar los planes políticos y económicos, las medidas técnicas de tipo global. Pero para ello es necesario que inspire la conducta personal de cada miembro de la sociedad. Esto exige tomar conciencia de una verdad obvia, olvidada por desgracia con mucha frecuencia: las acciones en las que el hombre se relaciona con la naturaleza, con el ambiente, no son un campo neutral desde el punto de vista ético.
Esas acciones deben realizarse de tal manera que la persona se haga buena, que se perfeccione como persona. Y eso implica una condición objetiva: que no puede tratar a la naturaleza de cualquier manera, sino «imitando» a Dios, de quien es «imagen y semejanza», es decir, con sabiduría y amor. En este sentido, la naturaleza es un bien para la persona, no sólo un bien económico, estético, etc., sino un bien moral.
En consecuencia, en la relación hombre-naturaleza, el protagonismo pertenece al ser humano, el único que puede ser sujeto de la ética (Apartado 1). A partir de su necesaria conversión («ecología interior») para aceptar los planes de Dios sobre sí mismo y sobre el mundo (Apartado 2), su relación con la naturaleza debe llevarlo a la perfección moral y religiosa, como imagen e hijo de Dios. Para ello es necesario que viva las virtudes: la fe, fundamento cristiano del respeto a la naturaleza (Apartado 3); la esperanza, que le permite valorar objetivamente las realidades terrenas (Apartado 4); la caridad y la justicia, que implican una conducta adecuada en relación al medio ambiente (Apartado 5); la templanza, como nuevo estilo de vida (Apartado 6); la humildad y la prudencia, necesarias para enfrentarse a una realidad cargada de misterio (Apartado 7). Un tema especial de la ética ecológica es el de los pretendidos «derechos» de los seres vivos, que será tratado en el Apartado 8. Por último, en el Apartado 9, se estudia la actitud contemplativa ante la naturaleza, como fuente de las sólidas convicciones éticas en el campo ecológico, y uno de los elementos fundamentales de la educación ambiental.
1. El protagonismo de la persona
Si la raíz de la crisis ecológica está en el corazón del ser humano, la solución está también en manos de cada persona y de los grupos de personas, comunidades y naciones. El protagonismo no corresponde a la ciencia o la técnica por sí mismas, ni mucho menos a la naturaleza abandonada a su suerte, que exigiría la renuncia del hombre a su propio desarrollo.
El problema ecológico es un problema de la persona, que es la única que puede plantearse problemas, hacer proyectos, captar el valor de la naturaleza. Es la persona quien, con sus elecciones libres, determina, en último término, que la ciencia, la tecnología y los medios de desarrollo económico y material se orienten o no al bien de la humanidad[2].
Las dimensiones mundiales del problema ecológico, que exigen medidas de tipo global, pueden oscurecer la importancia de la responsabilidad personal. Pero, precisamente porque se trata de un problema social de gran amplitud que afecta a toda la familia humana[3], cada persona debe sentirse responsable en su propio ámbito de actuación y en la medida de sus posibilidades: «Hoy la cuestión ecológica ha adquirido tales dimensiones que implica la responsabilidad de todos»[4]. La solución del problema ecológico depende, en parte, de que cada hombre se sienta guardián de la suerte de los demás hombres, sus hermanos, y de la naturaleza que le ha sido entregada como un don.
El reconocimiento del protagonismo de la persona es fuente de una visión esperanzada del problema ambiental. La catástrofe ecológica no es inevitable: depende, en gran parte, de la voluntad del hombre. «La tecnología que contamina, también puede descontaminar; la producción que acumula, también puede distribuir equitativamente, a condición de que prevalezca la ética del respeto a la vida, a la dignidad del hombre y a los derechos de las generaciones humanas presentes y futuras»[5].
El hombre tiene en sus manos la posibilidad de promover el ambiente como casa y como recurso, en favor de todos los hombres. La condición de esta posibilidad es que logre conjugar las nuevas capacidades científicas con una fuerte dimensión ética[6], es decir, que, como fruto de una conversión interior, se decida a poner el bien moral pon encima de la utilidad material.
2. «Ecología interior» y «ecología exterior»
2.1. La necesidad de conversión
Según este planteamiento, el cambio más importante que se debe producir para superar los problemas ecológicos, es un cambio de tipo espiritual y moral, y el lugar de ese cambio es la mente y el corazón del hombre. Sin la conciencia de que es necesario un cambio radical de mentalidad, las medidas técnicas resultan ineficaces[7]. A simple vista, la propuesta puede parecer utópica, y lo será si no se cuenta con que el hombre ha sido redimido por Cristo y es capaz de una verdadera conversión.
«Sólo se puede encontrar la solución a lo económico y lo tecnológico si experimentamos, de la manera más radical, un cambio de actitud interior, que puede llevarnos a un cambio en el modo de vida y en los modelos insostenibles de consumo y producción. Una conversión auténtica en Cristo nos permitirá cambiar nuestra manera de pensar y de actuar»[8].
La educación de la responsabilidad ecológica, cada vez más urgente, es decir, de la responsabilidad respecto a uno mismo, a los demás y al ambiente, debe tener, por tanto, como primer objetivo el cambio interior de la persona[9].
La conversión de la mente y del corazón constituye la «ecología interior», condición necesaria para solucionar la «ecología exterior»[10]. La «ecología interior» podría definirse como el nuevo orden que debe darse en el interior de la persona (en el «ecosistema» de su espíritu); un orden cuyo fundamento es la relación de la persona con Dios, en la que se sustenta la relación con uno mismo, con los demás y con toda la creación.
La «ecología interior» permite y tiene como fruto el cambio moral de la persona, un nuevo modo de actuar en relación con los demás y con la naturaleza, la superación de las actitudes y estilos de vida conducidos por el egoísmo, que son la causa del agotamiento de los recursos naturales[11]. La tutela del medio ambiente será considerada eficazmente como una obligación moral que incumbe a cada persona y a toda la humanidad. No será apreciada sólo como una cuestión de interés por la naturaleza, sino de responsabilidad de cada hombre ante el bien común y los designios de Dios[12].
Veremos a continuación qué implicaciones tiene la conversión interior en relación con Dios, como Creador y Redentor del hombre y de la naturaleza; con los demás, como hermanos que comparten la casa y el recurso de la creación; y con la naturaleza, como obra de Dios al servicio del hombre.
2.2. Implicaciones de la «ecología interior»
La «ecología interior» supone aceptar e integrar en la propia vida la verdad sobre el orden querido por Dios.
a) Implica reconocer que hay una verdad divina sobre el hombre, que determina lo que es y lo que debe ser, y que realizar libremente esa verdad es el camino de su felicidad y perfección. Esto supone, ante todo, reconocer la condición fundamental de ser creado y elevado a la dignidad de hijo de Dios.
b) De modo semejante, exige reconocer que también hay una verdad divina sobre la naturaleza, que el hombre debe tratar de conocer y respetar. Es Dios, con su Sabiduría y amor -no el hombre- quien ha dado a la naturaleza sus propias leyes y su finalidad. El hombre debe redescubrir y aceptar que existe una verdad sobre el mundo más profunda que la verdad de las leyes físicas y biológicas. La ecología interior implica recuperar la dimensión espiritual de la relación con la creación, aceptando la tarea encomendada por Dios desde el principio a la humanidad de cultivar y custodiar la tierra con sentido de gratitud hacia el Creador y con sentido de responsabilidad hacia los demás seres humanos[13].
La aceptación del plan de Dios, del orden establecido por Él y del lugar que ocupa el hombre y la naturaleza en ese orden, tiene como fruto la paz de los hombres con Dios, y esta es condición imprescindible de la paz con uno mismo, con los demás y con la creación[14].
c) Consecuencia inmediata de la aceptación del orden establecido por Dios es reconocer que lo primero es Él, y este reconocimiento se manifiesta en la adoración.
Se descubre entonces el verdadero sentido del mundo -ser el lugar de la adoración-, y, por tanto, de su cuidado y conservación. «“Operi Dei nihil praeponatur” –a la obra de Dios no se anteponga nada-; al servicio de Dios nada debe anteponerse. Esta frase sí que es una contribución a la conservación del mundo creado frente a la falsa adoración del progreso»[15].
La relación personal con Dios por la adoración, reconociendo su dominio sobre la tierra, no sólo evita la tentación de adorar el progreso humano, fruto del dominio del hombre, sino también el peligro aparentemente contrario de dejarse diluir en la naturaleza. Dios es precisamente quien libera al hombre de su absorción por el mundo:
«Lo único que salva al hombre de verse fagocitado es la relación yo-tú con Dios, en la cual él se recibe a sí mismo de la mano de Dios, se encuentra con el encargo de responsabilizarse del mundo, le rinde cuentas a Él y Él le garantiza su dignidad»[16].
3. Fe cristiana y ecología
3.1. La fe, fundamento cristiano del respeto a la naturaleza
La obligación de contribuir al saneamiento del ambiente afecta todos los hombres. «Con mayor razón aún, los que creen en Dios Creador, y, por tanto, están convencidos de que en el mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben sentirse llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe»[17].
El compromiso de los cristianos no nace únicamente de su sentido de responsabilidad ante el bien común, sino directamente de su fe en Dios Creador, y de la valoración que, gracias a la Revelación, pueden hacer de los efectos del pecado original y de los pecados personales, así como de la certeza de haber sido redimidos por Cristo[18].
La fe, que perfecciona a la sabiduría humana, proporciona una sabiduría teológica que constituye la guía última para que la ciencia y la técnica, sin perder la autonomía que les es propia, estén siempre al servicio del hombre.
Una consecuencia de la fe es su proclamación. Por eso, en el campo concreto de las relaciones del hombre con el mundo, los cristianos tienen que desempeñar también el papel de difundir los valores morales y educar a las personas en la conciencia ecológica[19].
Precisamente por su carácter global, el problema ecológico es uno de los ámbitos en los que el diálogo de los cristianos con los fieles de otras religiones es hoy especialmente importante, para que se establezca una clara y honesta colaboración[20].
3.2. Vida eucarística y cuidado de la naturaleza
La fe se celebra en la liturgia y se vive en todas las actividades de la jornada. Ya se ha visto, en el capítulo anterior, que el mundo creado está destinado a ser asumido en la Eucaristía y que, en consecuencia, el cristiano que participa en la Santa Misa, debe ofrecerse no sólo a sí mismo, sino también al mundo, con Cristo al Padre en el Espíritu Santo.
Esta oblación de la propia persona y de toda la creación en la Eucaristía, tiene consecuencias concretas en la vida ordinaria de todo cristiano respecto a su relación con el bien de la naturaleza, ya que la recapitulación en Cristo de la naturaleza creada se realiza a través del la actividad del cristiano.
Consciente de que, a través del pan y del vino, la celebración eucarística entra en relación con la realidad del mundo creado y confiado al cuidado del hombre, el cristiano ha de actuar de tal manera que el fruto de su relación con la naturaleza pueda ser ofrecido a Dios.
«Que el pan, que se transforma en Cuerpo de Cristo, sea el fruto de una tierra fértil, pura e incontaminada. El vino, que pasa a ser la Sangre del Señor Jesús, sea el signo de un trabajo de transformación de la creación según las necesidades de los hombres, siempre preocupados por salvaguardar los recursos indispensables para las generaciones futuras. El agua, que unida al vino simboliza la unión de la naturaleza humana con la divina, en el Señor Jesús, conserve sus propiedades saludables para los hombres sedientos de Dios “fuente de agua que brota para vida eterna” (Jn 4,14)»[21].
De este modo se pone de manifiesto que «la Eucaristía, siendo la cumbre a la cual tiende toda la creación, es también la respuesta a la preocupación del mundo contemporáneo por el equilibrio ecológico»[22].
4. La esperanza de una tierra nueva y el desarrollo
El cristiano espera una nueva creación, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia[23]. La esperanza escatológica permite valorar por encima de todo lo único importante, ayuda al hombre a ser consciente de que de nada le sirve ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo[24]. Pero de aquí no se deduce que el cristiano deba despreciar el mundo. Por el contrario, para la mayoría de los cristianos, el camino de la salvación pasa a través de la santificación en y de las realidades terrenas.
«La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios»[25].
La dimensión escatológica de la nueva creación, lejos de anularlo, entraña el esfuerzo del hombre por renovar el mundo por medio del trabajo. Algo que sólo es posible si el hombre se renueva interiormente, si trata de identificarse con Cristo y ponerlo en la cumbre de todas las actividades humanas. Por eso, al realizar, mediante el trabajo, el dominio sobre el mundo, el cristiano debe ser consciente de que está colaborando con Dios en la reconciliación de todas las cosas en Jesucristo[26]. No se trata sólo de una cooperación con los demás hombres, sino de una cooperación con Dios para el advenimiento de un cielo nuevo y una tierra nueva:
«Dios no ha abandonado el mundo. Es voluntad suya que su designio y nuestra esperanza se realicen mediante nuestra cooperación en la restauración de su armonía original»[27].
La esperanza escatológica, a la vez que refuerza el respeto del cristiano a la obra de Dios[28], le hace comprender la importancia de cooperar al desarrollo de la humanidad. La esperanza lleva a la responsabilidad, a un compromiso moral de renovar el mundo y convertirlo en digna morada del hombre.
La certeza de la redención obrada por Cristo llena de optimismo la acción de los cristianos en el cuidado del medio ambiente. Son conscientes de los desequilibrios entre el hombre y la naturaleza, pero tienen la convicción de que en Jesús se ha realizado la reconciliación del hombre y del mundo con Dios, y que, por tanto, el hombre puede reencontrar la paz perdida[29].
5. Caridad y solidaridad
El amor a Dios sobre todas las cosas, lleva consigo el amor ordenado a las cosas creadas: como medios para servir a Dios, a los demás y a uno mismo. La virtud de la caridad impide tanto la idolatría de la naturaleza como la idolatría del propio yo.
La conversión a Dios conduce inmediatamente al amor a los demás, a la solidaridad y a la justicia. Solidaridad quiere decir hacerse uno con el otro, identificarse con él, con su situación y sus necesidades. Para hacerse solidario es preciso amar al otro, querer su bien como si fuera para uno mismo.
La solidaridad se fundamenta en la pertenencia de todos los hombres a la misma familia: la familia humana. Esta pertenencia «otorga a cada persona una especie de ciudadanía mundial, haciéndola titular de derechos y deberes, dado que los hombres están unidos por un origen y supremo destino comunes»[30].
«Los bienes de la tierra han sido creados por Dios para ser sabiamente usados por todos: estos bienes deben ser equitativamente compartidos, según la justicia y la caridad»[31]. La justicia y la caridad son contrarias, entre otras cosas, a la avidez individual y colectiva del acaparamiento de los recursos[32]. Y, desde un punto de vista positivo, inducen a la persona a vivir la generosidad con sus conocimientos y sus bienes materiales, y a hacer fructificar en bien de los demás los propios recursos.
La solidaridad, especialmente con los habitantes de los países en vías de desarrollo, es imprescindible y urgente para solucionar el problema ecológico. «Ningún plan, ninguna organización podrá llevar a cabo los cambios apuntados si los responsables de las naciones de todo el mundo no se convencen firmemente de la absoluta necesidad de esta nueva solidaridad que la crisis ecológica requiere y que es esencial para la paz»[33].
El deber de tener en cuenta las necesidades de las generaciones futuras, se funda también en la solidaridad: «Herederos de generaciones pasadas y beneficiándonos del trabajo de nuestros contemporáneos, estamos obligados para con todos y no podemos desinteresarnos de los que vendrán a aumentar todavía más el círculo de la familia humana. La solidaridad universal, que es un hecho y un beneficio para todos, es también un deber»[34].
La solidaridad tiene consecuencias inmediatas en el cuidado de la naturaleza y en la elaboración de planes eficaces y para el desarrollo de los demás hombres. Superando actitudes egoístas respecto a los frutos de la creación, la solidaridad tutela los diferentes ecosistemas y sus recursos, a las personas y comunidades que viven en ellos. Sobre este fundamento, se pueden consolidar proyectos, normas, estrategias y acciones plenamente sostenibles[35].
«El mandado del Creador dirigido a la humanidad para que domine la tierra y use de sus frutos (cfr. Gn 1,28), considerado a la luz de la virtud de la solidaridad, conlleva el respeto por el proyecto de la creación misma, mediante una acción humana que no suponga desafíos al orden de la naturaleza y sus leyes con tal de alcanzar siempre nuevos horizontes, sino que al contrario preserve los recursos garantizando su continuidad y también su uso por parte de las generaciones futuras»[36].
Por último, es necesario recordar que es un deber de justicia, no sólo cumplir las leyes justas que protegen el ambiente, sino también evitar aquellas intervenciones sobre la naturaleza que, aun estando permitidas por la ley civil, resultan dañinas para la persona y para el ambiente, y reparar los daños ambientales, asumiendo la propia responsabilidad.
6. Un nuevo estilo de vida: la templanza
Una consecuencia de la fe en Dios es «usar bien de las cosas creadas: La fe en Dios, el Único, nos lleva a usar de todo lo que no es Él en la medida en que nos acerca a Él, y a separarnos de ello en la medida en que nos aparta de Él (cfr. Mt 5,29-30; 16, 24; 19,23-24)»[37]. La fe lleva a la templanza en el uso y consumo de las cosas; templanza que es mortificación voluntaria, abnegación, amor a la Cruz.
La templanza, que define todo un estilo de vida, viene exigida también por la justicia y la solidaridad con todos aquellos que no gozan de los bienes de la tierra. En efecto, el desorden respecto a los bienes creados, lleva a un cuadro lamentable: «Están aquellos -los pocos que poseen mucho- que no llegan verdaderamente a “ser”, porque, por una inversión de la jerarquía de los valores, se encuentran impedidos por el culto del “tener”; y están los otros -los muchos que poseen poco o nada- los cuales no consiguen realizar su vocación humana fundamental al carecer de los bienes indispensables»[38].
La condición fundamental de este nuevo estilo de vida es un cambio en la jerarquía de valores: poner el enriquecimiento de la persona por encima de la posesión de objetos y bienes; el «ser más» por encima del «tener más»[39].
El valor de la persona no depende de lo que produce, posee, consume o disfruta. La persona es buena por sí misma (dignidad ontológica), y adquiere la dignidad moral por su obrar libre cuando realiza el bien moral, es decir, cuando ama el bien y hace de su vida un servicio a los demás. Su realización y, por tanto, su felicidad no estriba en su capacidad de transformar las cosas o de gozar del mayor número de bienes, sino de transformarse a sí misma en don para los demás, también cuando con su trabajo transforma la naturaleza y emplea sus bienes materiales.
Reconocer el valor de la persona permite dar a las cosas su verdadero valor, que consiste en contribuir a la maduración, al enriquecimiento moral de la persona, y a la realización de su vocación humana y sobrenatural. Por tanto, los elementos que deben determinar las opciones de consumo, de los ahorros y de las inversiones, son «la búsqueda de la verdad y del bien, así como la comunión con los demás hombres para un desarrollo común»[40].
El nuevo estilo de vida, iluminado por la fe y la solidaridad, excluye el hedonismo, el consumismo, el despilfarro y la producción destinada a satisfacer necesidades superfluas. Supone el desprendimiento de corazón, que es la verdadera pobreza. Se caracteriza por la austeridad, la autodisciplina, el espíritu de sacrificio y la moderación en el uso de los recursos[41].
Cuando el hombre aprende a usar y gozar de las criaturas «en pobreza y libertad de espíritu», entra de verdad en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo[42]. La templanza y el desprendimiento hacen al hombre verdaderamente señor de las cosas, porque se libera de la esclavitud a la que tratan de someterlo sus pasiones.
Un criterio para saber si el uso que se hace de las cosas es realmente adecuado a la vida cristiana, es el que proporciona San Pablo: «Tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios»[43].
7. Humildad y prudencia
a) La humildad, fundamento de todas las virtudes, incluso de las teologales, es una actitud fundamental requerida para el cambio moral respecto a la naturaleza: «En primer lugar, tenemos que volver a adquirir la humildad y reconocer los límites de nuestro poder, y, lo más importante, los límites de nuestro conocimiento y juicio»[44].
La ruptura de la relación con el plan de Dios, la decisión de convertirse en criterio último de la verdad y de los valores, es la causa de que el hombre tome decisiones que lo alejan de todo lo que es esencial para un planeta sano y una comunidad saludable de personas. La humildad, en cambio, lleva al hombre a reconocer la sabiduría de Dios y de sus designios para la creación[45].
La humildad intelectual implica reconocer el carácter misterioso de la Creación, y a no reducir la realidad a lo cognoscible por la razón humana.
«Nosotros no podemos agotar la verdad de las cosas porque no podemos asistir al acto de la inteligencia divina que mide y constituye los seres naturales. Por ello las realidades naturales tendrán siempre algo de misteriosas, y en este sentido es propio de una recta relación con la naturaleza un cierto componente de contemplación atenta (...). Esto no debe ser irritante ni causa de desánimo para la actividad científica y cognoscitiva en general, sino estímulo para conocer siempre mejor, y a la vez para reconocer que el creador del mundo es Dios y no el hombre, para sentirse administrador solícito y cuidadoso, y no dominador absoluto»[46].
La humildad conduce así a la prudencia, que busca conocer la verdad sobre la creación y usar responsablemente en cada ocasión concreta de ese conocimiento y del poder que otorga.
b) La prudencia. Una de las preocupaciones que algunos autores manifiestan en el debate sobre ética ecológica es el problema del límite: ¿hasta qué punto el comportamiento respecto a la naturaleza es uso o abuso? ¿Qué reglas o criterios definen este límite? Para una razón de tipo kantiano, la naturaleza no proporciona ningún criterio. El peligro, entonces, es tomar como criterio la utilidad. Pero la naturaleza sí proporciona criterios, significados y valores que la razón humana puede escuchar si se hace de verdad contemplativa y sabia. Es la razón prudente, que supone en la persona una vida moral recta, sabiduría y ciencia moral, junto con conocimientos científicos y técnicos adecuados, la que sabe determinar lo que aquí y ahora es bueno y conveniente.
La ética ecológica, por tanto, además de preocuparse por formular principios morales universales, tiene que ocuparse de formar la razón práctica de las personas, para que cada una sepa buscar la verdad sobre el bien de la acción concreta.
El hombre, respetando el orden, la belleza y la utilidad de cada ser y de su función en el ecosistema, puede intervenir en la naturaleza para mejorarla. No es una realidad sagrada o divina, vedada a la acción humana. Pero ha de hacerlo con especial prudencia, y una de las condiciones de esta virtud es prever y valorar las consecuencias de las propias acciones, que pueden ser especialmente problemáticas en el ámbito de las intervenciones técnico-científicas sobre los organismos vivos[47].
La prudencia exige, por tanto, un profundo conocimiento científico de los problemas. Se trata de una cuestión de responsabilidad moral. Antes de tomar una decisión que afecta a la naturaleza y a las personas, es necesario estudiar bien los problemas desde el punto de vista científico y técnico. No basta con la buena intención ni con conocimientos superficiales.
8. El respeto a los seres vivos
El Catecismo de la Iglesia Católica sitúa el respeto a los seres vivos en el contexto del séptimo mandamiento de la ley de Dios y, por tanto, de la virtud de la justicia. «Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial (cfr. Mt 6,16). Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria (cfr. Dn 3,57-58). También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales S. Francisco de Asís o S. Felipe Neri»[48].
Los animales, como el resto de la creación, están confiados a la administración del hombre. Puede servirse de ellos para el alimento y la confección de vestidos, para su trabajo y su ocio. También son moralmente aceptables los experimentos médicos y científicos en animales, «si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas»[49].
Los seres vivos no son sujetos de derechos ni de deberes, ni es necesario tratarlos «como si tuvieran derechos», para resolver el problema ecológico. Lo importante es que la persona sea consciente de sus derechos y deberes frente a la naturaleza, y que los cumpla con responsabilidad.
Los defensores de los «derechos de los animales», suelen fundamentarlos en el hecho de que sufren o de que tienen una cierta conciencia. Pero lo que constituye a alguien en sujeto de derechos es el ser persona. Ni siquiera una persona es sujeto de derechos por el hecho de que sufra o tenga conciencia, sino por ser persona.
La afirmación de que los animales no tienen derechos no se basa en el hecho de que no tienen poder de exigirlos. Tampoco los derechos de las personas dependen de ese poder. El intento de fundamentar la ética ecológica en la concesión de derechos a los animales, supone –como hemos visto- la existencia de una oposición conflictiva entre el hombre y la naturaleza: una concepción que debe ser superada.
El hecho de que los animales no sean sujetos de derechos no quiere decir que puedan ser tratados de cualquier manera. Hacerlos sufrir inútilmente o gastar sin necesidad sus vidas, es contrario al plan de Dios sobre la creación y, por tanto, contrario a la dignidad humana. Como también lo es invertir en ellos sumas que deberían emplearse en remediar la miseria de los hombres, o desviar hacia los animales el afecto debido únicamente a las personas[50].
9. Necesidad de la actitud contemplativa
Es cada vez más evidente la necesidad de la «educación ambiental», con el fin de que las cada persona asuma un comportamiento responsable y eficaz respecto al ambiente. La educación ambiental no debe descuidar ninguno de los aspectos implicados:
a) el aspecto religioso, que da el verdadero sentido a todos los demás, y fundamenta una correcta visión del hombre y de sus relaciones con la naturaleza;
b) el aspecto moral, formando en la responsabilidad ecológica;
c) el conocimiento científico de la naturaleza y la información clara sobre asuntos ambientales, y sobre planes y actividades de desarrollo que puedan afectar;
d) la educación de la sensibilidad estética y de la actitud contemplativa ante la naturaleza.
De todos estos aspectos, nos ocupamos ahora de la educación de la actitud contemplativa, que al ver la naturaleza, no como objeto de dominio, sino como lugar de adoración, casa y recurso del hombre, genera las convicciones éticas respecto al medio ambiente[51].
La actitud contemplativa se caracteriza por asomarse a la creación para admirarla y asombrarse ante su existencia, y no para analizarla, manipularla, abusar de ella o poseerla. Es una actitud desinteresada, gratuita, estética, que busca la verdad, el sentido y la belleza, sin fines utilitaristas.
Esta actitud se funda en el reconocimiento de la naturaleza como obra de Dios y en la conciencia de que el hombre es parte de la creación, insertado en ella y, al mismo tiempo, distinto:
«Si se coloca entre paréntesis la relación con Dios, la naturaleza pierde su significado profundo, se la empobrece. En cambio, si se contempla la naturaleza en su dimensión de criatura, se puede establecer con ella una relación comunicativa, captar su significado evocativo y simbólico y penetrar así en el horizonte del misterio, que abre al hombre el paso hacia Dios, Creador de los cielos y de la tierra. El mundo se presenta a la mirada del hombre como huella de Dios, lugar donde se revela su potencia creadora, providente y redentora»[52].
La contemplación de la naturaleza, que requiere un corazón limpio, permite reconocer «la voz y la revelación de Dios en el lenguaje de la creación»[53], «leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado»[54]. «Contemplar» esta verdad, es fuente de alegría: «Cada cosa encierra y esconde en el fondo de sí misma una señal de su origen divino. Quien llega a divisar esa señal ve que esta y todas las demás cosas son buenas, más allá de cualquier “comprensión”. Lo ve y es feliz. He aquí toda la doctrina sobre la contemplación de los seres terrenales, creador por Dios»[55].
La naturaleza se convierte así en un espejo «transparente», en el que el hombre puede ver reflejada «la alianza del Creador con su criatura, cuyo centro ya desde el principio se encuentra en el hombre, creado directamente “a imagen” de su Creador»[56]. De este modo, el hombre asume en su propia existencia el misterio de la creación, y esta lo invita constantemente hacia lo invisible.
La Sagrada Escritura se refiere en muchas ocasiones y de diversas maneras a la naturaleza como reflejo de la gloria de Dios: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos»[57]. Y la teología ha expresado la misma realidad afirmando que la naturaleza es un libro (liber naturae) que habla de Dios. «Dé vueltas tu ánimo por la creación entera; por todas partes te gritará la creación: Dios me hizo»[58]. En este sentido, en cuanto refleja la gloria y perfecciones del Creador, se afirma que la creación es susceptible de una «visión sacramental»[59], sin dejar de ser una realidad profana, no sagrada.
La actitud contemplativa, al inspirar el respeto a la naturaleza, y la sumisión de la inteligencia y de la voluntad del hombre a la Sabiduría de Dios[60], es la base para subordinar la razón técnica a la razón sapiencial, para que el homo faber vuelva a ser homo sapiens, que busca descubrir la verdad de las cosas, lo que son y lo que deben ser.
La razón contemplativa y sapiencial no impide, como es lógico, el conocimiento científico y la actividad técnica sobre el mundo, pero los sitúa en su lugar: al servicio de la persona en el respeto a la naturaleza, y, por tanto, asumen gustosamente ser guiados por la ética.
Una importante consecuencia de la actitud contemplativa es que el trabajo del hombre en cuanto acción sobre la naturaleza, deja de ser pura acción. Acción y contemplación se unen. Al mismo tiempo que transforma la tierra, vive vida teologal, vida de unión con Dios, con quien colabora, sirve a los demás y se perfecciona como persona. Puede decirse que entonces es cuando se convierte en verdadero creador.
«Propio del camino cristiano es el convencimiento de que nosotros sólo podemos ser verdaderamente “creativos” y, por tanto, creadores si lo somos en unión con el Creador del Universo. Sólo podemos servir verdaderamente a la tierra cuando la tomamos siguiendo la instrucción de la Palabra de Dios. Y entonces podemos perfeccionar y hacer avanzar al Universo y a nosotros mismos»[61].
Bibliografía
a) Documentos del Magisterio de la Iglesia
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, nn. 279-314;337-349; 2415-2418.
CONCILIO VATICANO II, Const. Dog. Lumen gentium (21.XI.1964), nn. 36, 41 y 48.
CONCILIO VATICANO II, Const. Past. Gaudium et spes (7.XII.1965), nn. 34, 36, 37, 57 y 69.
JUAN PABLO II, Encíclica Centesimus annus (30.XII.1991), nn. 37, 38, 40 y 52.
JUAN PABLO II, Encíclica Sollicitudo rei socialis (30.XII.1987), nn. 26, 29, 30, 34 y 48.
JUAN PABLO II, Encíclica Redemptor hominis (4.III.1979), nn. 8, 15 y 16.
JUAN PABLO II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990 (8.XII.1989).
PABLO VI, Encíclica Populorum progressio (26.III.1967), nn. 22, 25, 27 y 28.
PONTIFICIO CONSEJO «JUSTICIA Y PAZ», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, Ed. Vaticana, Città del Vaticano 2005, nn. 451-487.
b) Obras de carácter general
B.W. ANDERSON, Creation and Ecology. Creation in the Old Testament, London 1984, 152-171.
J. BALLESTEROS, Ecologismo personalista. Cuidar la naturaleza, cuidar al hombre, Tecnos, Madrid 1995.
A. BONANDI, El hombre y su ambiente, en L. MELINA (dir.), El actuar moral del hombre. Moral especial, Edicep, Valencia 2001, 269-313.
J.-R. FLECHA, El respeto a la Creación, BAC, Madrid 2001.
M. KEENAN, De Estocolmo a Johannesburgo. La Santa Sede y el medio ambiente. Un recorrido histórico (1972-2002), PPC, Madrid 2002.
J. MORALES, El misterio de la Creación, Eunsa, Pamplona 1994, 311-327.
J. MORALES, Solidaridad de la Creación con el destino humano, en ÍD., «Acta Theologica». Volumen de escritos del autor, ofrecido por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, Pamplona 2005. Publicado previamente en AA. VV., Esperanza del hombre y revelación bíblica, XIV Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra (Pamplona, 14-16 de abril de 1993), Pamplona 1996, 271-286.
J. RATZINGER, Creación y pecado, Eunsa, Pamplona 1992.
A. RUIZ-RETEGUI, Fundamentos éticos de la relación del hombre con la naturaleza, en AA. VV., Deontología biológica, Facultad de Ciencias. Universidad de Navarra, Pamplona 1987, 243-253.
Notas
[1] JUAN PABLO II, Aloc. 22.XI.1993, n. 5.
[2] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 18.VIII.1985, n. 3.
[3] Cfr. PABLO VI, Enc. Octogesima adveniens (14.V.1971), n. 21.
[4] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 15.
[5] JUAN PABLO II, Aloc. 24.III.1997, n. 5.
[6] Cfr. ibidem.
[7] Cfr. PABLO VI, Mensaje 1.VI.1972.
[8] JUAN PABLO II, Declaración de Venecia (DdeV) 10.VI.2002.
[9] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 13.
[10] Los conceptos de “ecología interior” y “ecología exterior” son empleados por Juan Pablo II en diversos lugares: cfr. Mensaje 6.VIII.1999, y Mensaje 27.IX.2002.
[11] Cfr. JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in America (22.I.1999), n. 25.
[12] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 18.V.1990, n. 4. Son muchas las llamadas del Magisterio a la responsabilidad moral del hombre respecto a la ecología: cfr., entre otros lugares, CA, n. 40; EV, n. 42; JUAN PABLO II, Ex. Ap. Ecclesia in America, n. 25; Aloc. 18.VIII.1985, n. 2; Mensaje 8.XII.1989, n. 15.
[13] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 24.III.1997, n. 4; Mensaje 27.IX.2002, nn. 1 y 3; DdV.
[14] «El pobre de Asís nos da testimonio de que, estando en paz con Dios, podemos dedicarnos mejor a construir la paz con toda la creación, la cual es inseparable de la paz entre los pueblos» (JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n 16).
[15] J. RATZINGER, Creación y pecado, Pamplona 1992, 63.
[16] R. GUARDINI, Ética, Madrid 1999, 432.
[17] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 15; cfr. ibidem, n. 5; DdeV.
[18] Cfr. ibidem, n. 16.
[19] DdeV.
[20] Cfr. FR, n. 104; cfr. JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 15.
[21] La Eucaristía: fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. “Instrumentum laboris” de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (7.VII.2005), n. 3.
[22] Ibidem.
[23] Cfr. Col 1,15-20; 2 P 3,13.
[24] Cfr. Lc 9,25.
[25] GS, n. 39.
[26] Cfr. Col 1,19-21.
[27] DdeV.
[28] Cfr. JUAN PABLO II, Aloc. 22.XI.1993, n. 5.
[29] Cfr. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI), n. 454.
[30] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.2004.
[31] CDSI, n. 481.
[32] Cfr. CDSI, nn. 481-482.
[33] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 10.
[34] Pablo VI, Enc. Populorum progressio (PP) (26.III.67), n. 17.
[35] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje 15.X.2004.
[36] Ibidem.
[37] Catecismo de la Iglesia Católica (CEC), n. 226.
[38] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis (30.XII.1987), n. 28.
[39] Cfr. Gaudium et spes (GS), n. 35; PABLO VI, Mensaje 7.I.1965; PP, n. 14; Declaración de la Santa Sede, 7.VI.1972; RH, n. 16.
[40] JUAN PABLO II, Enc. Centesimus annus (CA) (1.V.1991), n. 36.
[41] JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 13; II Sínodo de Obispos (20.XI.1971), III, n. 25.
[42] Cfr. GS, n. 37.
[43] 1 Co 10, 31.
[44] DdeV.
[45] Cfr. DdeV.
[46] A. RUIZ-RETEGUI, Fundamentos éticos de la relación del hombre con la naturaleza, en AA.VV., Deontología Biológica, Facultad de Ciencias, Universidad de Navarra, Pamplona 1987, 246.
[47] Cfr. CDSI, n. 473. Sobre la prudencia y responsabilidad en el uso de las biotecnologías, véase: CDSI, nn. 472-480.
[48] CEC, n. 2416. El 29 de noviembre de 1979, Juan Pablo II declaró a San Francisco de Asís patrono de los ecologistas (cfr. Carta Apostólica Inter Sanctos, AAS 71, 1509ss).
[49] CEC, n. 2417.
[50] Cfr. CEC, n. 2418. La cultura de la “mascota”, basada casi siempre en el sentimentalismo, que ha llegado a situaciones aberrantes, no indica necesariamente una mayor sensibilidad por la naturaleza y por los problemas ecológicos.
[51] Cfr. JUAN PABLO II, Mensaje 8.XII.1989, n. 13.
[52] CDSI, n. 487.
[53] GS, n. 36.
[54] CA, n. 37.
[55] J. PIEPER, Antología, Barcelona 1984, 160.
[56] JUAN PABLO II, Carta Ap. Amici dilecti (31.III.1985), n. 14.
[57] Sal 19,2.
[58] S. AGUSTÍN, En. in Ps., 26 II, 12.
[59] J. MORALES, Solidaridad de la creación con el destino humano, en Íd., «Acta Theologica», Pamplona 2005, 319.
[60] Cfr. CEC, n. 341.
[61] J. RATZINGER, Creación y pecado, cit., 63.
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