Paolo Tejada
Parte de la Tesis doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, en 2004
Índice
1. La virtud en la moral contemporánea
1.1. La virtud en la ética deontológica
1.2. La virtud en la ética utilitarista
1.3. La virtud de las distintas “Éticas de la virtud”
2. Algunos aspectos del concepto aristotélico-tomista de virtud
2.1. La virtud como “habitus operativus bonus”
2.2. La necesidad de las virtudes
2.3. Virtudes morales e intelectuales
2.4. Las virtudes infusas
2.5. Las virtudes teologales
2.6. La “conexio virtutum”
3. El deber moral y la virtud
3.1. El concepto de deber moral
3.2. Hacia una rehabilitación del deber moral
3.3. El motivo del deber
3.4. La relación entre el deber y la virtud
Siendo un concepto análogo, se puede hablar de virtud en varios sentidos[1]. Aparte de los distintos tipos de virtudes (intelectuales, morales, cardinales, infusas, adquiridas), disponemos en la actualidad de varios enfoques según las diversas escuelas en las que se inscriben los moralistas actuales. A continuación veremos cómo es configurada la virtud dentro de las principales corrientes de la ética contemporánea. Asimismo mencionaremos las cuestiones más debatidas hoy en día dentro del concepto aristotélico-tomista de la virtud. Finalmente veremos una propuesta de armonización de la virtud con el deber moral, a la luz de una novedosa definición de “deber moral”.
La filosofía moral de Kant está abocada principalmente a defender la autonomía moral del hombre y a fundamentar una moral con pretensiones de universalidad. Frente a algunas actitudes morales que conceden preeminencia al placer y a las tendencias más básicas del hombre, Kant intenta construir un sistema moral basado exclusivamente en las exigencias universales de la razón. Es la razón la que define cuál es el deber moral concreto para el hombre con total autonomía de cualquier elemento perturbador, como las inclinaciones naturales. Toda su moral es así un intento de justificación racional pura de la ley moral, que a su vez define el deber moral.
La razón es, para la moral kantiana, la única fuente de moralidad, excluyente de cualquier especificación proveniente de las inclinaciones naturales, de la afectividad o de la voluntad. A ésta no le corresponde otro papel que el adherirse plenamente a lo que la razón manda como deber moral.
La virtud se sitúa, como vemos, en un contexto completamente distinto al de la ética aristotélica o tomista. Ciertamente tiene una función que cumplir, pero bastante limitada: para que la voluntad pueda adherirse a los dictados de la razón y realizar el deber moral, debe vencer una serie de impedimentos y resistencias subjetivas contrarias a la ley de la razón. En este planteamiento la virtud se entiende como “resistencia o fortaleza moral contra los enemigos de la intención pura, es decir contra las pasiones”[2]. Las inclinaciones naturales, los afectos y las pasiones deben ser rechazados de plano como elementos distorsionantes de la rectitud moral. La ética kantiana no piensa en una integración de éstas en la racionalidad, sino más bien en apartarlas totalmente del actuar moral. De ahí que la virtud no consista en una integración de la afectividad o de las inclinaciones naturales en el orden de la razón, sino en una “actitud moral de lucha”[3]. No se comprende que los afectos, rectamente formados, pueden colaborar positivamente en la realización de actos buenos.
La virtud existe subordinada al cumplimiento del deber, en cuanto arma para combatir los impulsos desordenados de la sensibilidad. La virtud no significa ningún fin moral, ni tiene contenido normativo. Sólo es un refuerzo volitivo al servicio del cumplimiento deber. Kant desconoce, por consiguiente, que, debidamente ordenadas, las inclinaciones sensibles constituyen una auténtica orientación hacia el bien. En nombre de la autonomía de la voluntad, considera las pasiones como objeto de repulsa, renunciando a la tarea de espiritualizarlas y de integrarlas en el bien de la persona[4].
Con variantes de todo tipo, tampoco los representantes de la ética deontológica contemporánea consideran la virtud propiamente como una categoría moral, porque –afirman- está privada de un “principio superior de juicio” que trascienda las inclinaciones y deseos del individuo. Muchos de ellos niegan efectivamente que la virtud pueda incorporar los afectos e inclinaciones en unos determinados fines. Las virtudes son tomadas en consideración sólo en tanto actitudes orientadas al cumplimiento del deber: “La virtud es importante pero sólo porque nos ayuda a cumplir nuestro deber”[5].
Para otros, relativistas, para los que la virtud no guarda relación alguna con los bienes del hombre, los términos “virtud” y “vicio” indican simplemente aprobación o desaprobación de un comportamiento determinado. El comportamiento es un hecho y los juicios de valor sobre el mismo no son, en cuanto tales, verdaderos o falsos, sino que indican sólo aprobación (virtud) o desaprobación (vicio)[6].
En el utilitarismo clásico, la virtud está sometida a su regla de oro de buscar el mayor bienestar para el mayor número de personas involucradas en la acción. No siendo una cuestión importante, los autores de estas corrientes tratan de ella casi por compromiso, y siempre viene incluida dentro de la lógica del cálculo de bienes. Se la entiende como una “tendencia a incrementar la cantidad acumulada de felicidad en todas sus formas consideradas conjuntamente”[7]. La formación de rasgos de carácter, según algún ideal de vida no es un aspecto central de la doctrina ética. Sus teorías están abocadas más bien a meticulosos análisis de probabilidades e intenciones.
El consecuencialismo, en tanto que su punto de partida son las circunstancias y las consecuencias externas de la acción, es incapaz de conferir a la virtud un papel determinante. La virtud es un principio interior de la acción humana. Si acaso la virtud es mencionada, se la considera una buena intención general y habitual. El consecuencialismo dificulta la consideración de la virtud incluso más tajantemente que la casuística tradicional[8].
Dentro de esta corriente, un autor que ha llamado la atención por su dedicación al tema de la virtud es el teólogo católico Bruno Schüller[9]. Este autor se considera a sí mismo representante de la llamada “ética de la acción” o “ética normativa”, abocada a determinar el contenido de las normas morales y los motivos que fundan la obligatoriedad[10]. Busca la determinación de las “acciones moralmente justas” en sentido teleológico, es decir aquella acción que produce el mayor bien para todas las personas interesadas. Dirigida su atención a las acciones externas, ha tenido que defenderse de la acusación de descuidar la componente interior y la formación del carácter. Por eso su caracterización del concepto de virtud proviene no tanto de considerarla esencial dentro del sistema moral que defiende, cuanto de responder a sus numerosos críticos que lamentan que la concentración sobre las acciones justas, le lleva a descuidar el carácter y las intenciones del sujeto agente. Así, para “rectificar” su teoría ética ve necesaria la “añadidura” de una “ética de las disposiciones de fondo”[11].
Schüller define la virtud como una “disposición moral de fondo positiva”, producto de la “libre determinación” de la voluntad. La virtud es una decisión fundamental de la libre voluntad a actuar según los principios morales. La virtud es un añadido para la ética consecuencialista. Es aquella decisión fundamental de principio que tiene por objeto propio las acciones moralmente justas, o los deberes morales. La virtud entendida así, es sólo una orientación genérica hacia el bien, una determinación de la voluntad a hacer el bien. Y “todas las virtudes particulares en cuanto disposiciones de fondo, son simples caracterizaciones particulares del único querer moralmente bueno”[12].
La virtud es así incorporada al sistema consecuencialista como la pura y simple “buena voluntad” que hace “lo que es moralmente justo porque es moralmente justo, es decir, porque—en la perspectiva teleológica— redunda en bien de todos los interesados”[13].
Schüller retiene la virtud en el ámbito de las buenas intenciones generales, en una decisión fundamental de principio. Pero, como postula Abbà, la decisión fundamental no es todavía la elección realizada. Ésta se da sólo en contextos singularizados y circunstanciados; aquella, si es algo, es sólo una remota preparación, una premisa para la elección individuada y cumplida, a título de motivo para elegir de un cierto modo. La decisión fundamental sólo decide de manera provisional, expresa la intención de realizar un bien humano según algún principio moral. “Éste es sólo el polo fijo de la virtud; pero existe también el polo móvil, esto es la concretización singular de la finalidad virtuosa”[14].
La virtud de Schüller no interviene en las acciones concretas, se quedan en un estadio anterior, de principios: no es un hábito de la recta elección, ni comporta la integración de la afectividad en la razón, ni la captación del bien concreto. Reduciendo la moralidad a la fundamentación de las acciones justas, las cuales se valoran no según los fines virtuosos de la razón sino según el cálculo de bienes, Schüller —ante los reproches de la ética de la virtud— se ve obligado a incorporar la virtud en el nivel anterior de las “disposiciones de fondo”. Con la objeción de que si las disposiciones interiores del hombre se manifiestan necesariamente en obras, entonces la ética podría limitarse simplemente a indagar qué modos de acción son buenos, Schüller logra eliminar de la ética la perspectiva de la virtud en el sentido clásico y reducir la ética al análisis de los modos “rectos” y “falsos” de las acciones.
Para Rhonheimer —unos de sus más severos críticos—, el error que subyace a todo su planteamiento moral es “una definición defectuosa de la virtud moral”. Al igual que Abbà, señala que Schüller maneja un concepto demasiado genérico de virtud en tanto determinación libre y habitual de hacer el bien correspondiente a los modos rectos de acción. Este concepto no expresa lo específico de la virtud moral como fuente de la rectitud de las acciones. Sólo mediante este concepto insuficiente y genérico llega Schüller a afirmar que para la determinación de la acción virtuosa es suficiente con analizar los modos de acción en su rectitud y falsedad. “Esa inversión entre lo fundamentado y lo que fundamenta, le lleva a perder de vista —como todos los éticos teleológicos—, el fundamento normativo del obrar humano tal como se concibe en el concepto de la virtud moral en cuanto virtud. Lo que queda es una abstracción que, erróneamente, es considerada como punto de partida de la fundamentación discursiva de normas. La normatividad ha de ser reconstruida en base a este ‘cadáver’ de la acción moral, dividido en ‘bienes’ y ‘valores’. El instrumento de esta reconstrucción es la razón en tanto que racionalidad discursiva: una técnica de la fundamentación de normas que se llama cálculo de bienes. Pero de este modo, se pierde la razón como medida”[15].
Entre los que conceden la primacía a la virtud moral en la conducta, encontramos también diversos intentos de conceptualizarla, con divergencias de todo tipo. Asimismo, teniendo en cuenta la confusión terminológica actual, dentro de la denominada “Ética de la virtud”, ésta es definida de formas muy variadas: “rasgo del carácter”, “devoción”, “visión”, etc.[16] Una de las mayores dificultades estriba en articular una concepción fidedigna de virtud. Pero a pesar de todas las diferencias, es innegable el hecho de la recuperación del interés por la virtud y el lugar que ocupa en el comportamiento humano.
Dentro de la Ética de la virtud hay algunos autores que argumentan a favor de una virtud completamente independiente de las reglas morales. Es decir, la moralidad estaría fundada enteramente sobre los rasgos de carácter virtuosos tales como la valentía o la fortaleza, pero todas estas virtudes son independientes de principios ideales. Por ejemplo, arguyen que la valentía es simplemente el rasgo de carácter para enfrentarse al miedo. La virtud de la valentía estaría presente incluso en los ladrones que superan el miedo para enfrentarse a la policía. Las acciones particulares son entendidas como meras expresiones de rasgos de carácter. Esta es una visión reductiva, porque en la vida real se juzga a las personas más por sus acciones, buenas o malas, que por sus rasgos de carácter. Los rasgos de carácter sólo nos pueden informar sobre el tipo de acciones que un agente podría realizar, pero esto no significa que las vaya a realizar.
En contraste con esta postura, los que sostienen una teoría de la virtud con base kantiana argumentan que existe una norma simple o un núcleo de normas, que establecen universalmente cuándo un rasgo de carácter es bueno o malo. Por cada virtud, la veracidad por ejemplo, podemos establecer un correspondiente deber: el deber de ser veraz. Similarmente virtudes como la valentía, la templanza, la justicia, la prudencia, la fortaleza y la liberalidad, podrían tener todas ellas sus correspondientes deberes. Además las virtudes se distinguen de los simples rasgos de carácter por su carácter de obligatorias. Parece entonces que nuestra obligación de desarrollar una virtud como la veracidad, presupone que tengamos un deber prioritario de ser veraces[17].
En términos generales, podemos reducir a tres las principales tesis mantenidas por los autores de la Ética de la virtud, aunque con matices diversos. En primer lugar, la filosofía moral ha de dar un giro de ciento ochenta grados y centrar su atención en el estudio de la virtud en vez de los deberes concretos. En segundo lugar, la virtud es la que determina la rectitud de la acción moral en tanto que es su antecedente, el origen del acto bueno. Finalmente, la Ética de la virtud califica especialmente al agente más que la materialidad formal de sus actos. De aquí que tenga un especial interés por la formación del “carácter moral”, que en definitiva es la causa de la conducta buena.
La palabra latina virtus proviene de vir (varón) y alude, en su sentido general, a la virilidad y a las cualidades masculinas como la fortaleza y la valentía. Posteriormente, perdida la connotación sexista, el aretê griego y el virtus latino designan sencillamente la excelencia del hombre como tal, la perfección moral[18].
En la quaestio 55 de la II Pars, Santo Tomás cita el concepto de virtud infusa de Pedro Lombardo inspirado en San Agustín: “Virtus est bona qualitas mentis, qua recte vivitur, qua nullus male utitur, quam Deus in nobis sine nobis operatur”[19]. Pero en esta definición faltan casi todos los elementos relevantes para la ética y para la teoría de la acción y, aunque en sí misma es correcta, es demasiado amplia: incluye también la virtud infusa, por lo que sólo se puede usar teológicamente[20]. Por este motivo, el Aquinate, prefiere desarrollar la noción de Aristóteles: “La virtud es un hábito electivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón, tal como decidiría el hombre prudente”[21].
En la definición aristotélica de virtud se distinguen unas disposiciones estables y uniformes, también llamadas excelencias o perfecciones (habitus), que inciden en las facultades operativas (operativus), con la finalidad de producir acciones excelentes, perfectas, de suerte que el individuo pueda alcanzar la vida buena. Pero no todo hábito es una virtud, sino sólo aquél que capacita o perfecciona una facultad racional para inclinarla hacia el bien: el bien para la facultad, para la voluntad y para todo el hombre en la totalidad de su ser.
En sentido general, la virtud significa una perfección de una facultad operativa para el bien. De ahí que la definición tomista de virtud sea habitus operativus bonus[22]. Por ser genérica, esta noción se predica de todo tipo de virtudes, de cualquier tipo de hábito destinado a perfeccionar las potencias operativas. El habitus es una disposición constante y firme, que se distingue de la simple disposición, fácilmente variable. Por ejemplo, si el tener buen o mal humor es una simple disposición, el tener un temperamento optimista, que conduce a ver siempre el lado bueno de los sucesos y las cosas, es una disposición constante, un habitus. Por otra parte, esoperativus: una perfección estable en el conocimiento, en la producción y en la acción[23].
La virtud, consiguientemente, es un hábito, una disposición estable, una inclinación adquirida, como una segunda naturaleza que hace posible a las facultades operativas la realización excelente de sus actos propios. Está, de alguna manera, por encima de la naturaleza de la facultad a la que perfecciona, aunque ciertamente es menos que el buen acto de la misma[24].
Por su enorme influjo en la conducta, las virtudes no son meras habilidades, sino que —junto con los vicios—, prácticamente son parte de lo que constituye la identidad de una persona, ya que pertenecen a la categoría de las cualidades más estables[25]. Tampoco son las virtudes hábitos psicológicos, pues no son de orden psico-somático, sino espiritual; ni son costumbres, en el sentido ordinario de la palabra[26]. En la afirmación de este protagonismo de la virtud, ausente en las principales tendencias de la ética moderna y contemporánea, se han volcado los esfuerzos de la ética de la virtud.
Por otra parte, es necesario destacar tres aspectos más que comprende la virtud: la integración de lo sensible en el orden racional, el conocimiento por connaturalidad del bien, y la conformidad de la virtud con los principios de la razón práctica.
La elección virtuosa comporta una apropiada disposición afectiva. Para Aristóteles, la virtud perfecciona el obrar moral y lo orienta hacia el bien, de manera que las elecciones virtuosas se hacen placenteras para el que ama la virtud. Así, no es bueno el que no se complace en las buenas acciones, ni justo el que no se complace en la práctica de la justicia, ni libre el que no goza en las acciones libres. “La virtud moral es connaturalidad afectiva con el bien, y concretamente una connaturalidad de todo el hombre y de todas sus tendencias”[27]. Aquí radica la conjunción entre la doctrina de la virtud y la doctrina sobre el placer.
Es particularmente interesante esta observación porque, en algunos casos, el cumplimiento del deber moral comporta un imperium, un sometimiento esforzado de las facultades a la voluntad. En cierta manera, implica una violencia, un vencimiento, en el que parece no haber espacio para dicha connaturalidad. Es moralmente relevante, en general, tener los afectos apropiados para disponer de un refuerzo motivacional afectivo para el actuar correcto.
La virtud es la perfección de una capacidad operativa que no viene dada por la naturaleza de la facultad. De manera que ésta sólo puede realizar sus actos propios perfectamente, si es potenciada por la virtud[28]. El hombre carece naturalmente de la preparación para realizar la vida buena en el modo prescrito por la razón práctica. La vida buena es una empresa ardua, una meta elevada y compleja, para la cual la voluntad humana resulta insuficiente. Por su condición herida, las exigencias de una vida recta reclaman siempre esfuerzo y aprendizaje[29].
Santo Tomás asienta la necesidad de los hábitos en el hecho de que las potencias operativas pueden elegir muchos objetos que no corresponden a su propia naturaleza[30]. Ante la posibilidad de que las potencias puedan encaminarse hacia objetos distintos, las virtudes se hacen necesarias como principios de “determinación” del bien para ellas. “La necesidad de las virtudes se justifica por nuestra capacidad de ser muchas cosas, aunque estemos llamados a ser solamente una”[31]. Llegar a la bienaventuranza, como nuestro fin último, no es un hecho que deba ocurrir por necesidad. No estamos determinados de antemano a la comunión con Dios, y por eso necesitamos de ciertos hábitos que contribuyan primeramente a sentir aversión por ciertas opciones, y que confieran una dirección específica a la vida; que poco a poco nos vayan encaminando hacia la plenitud de nuestro ser.
Sobre la necesidad del habitus virtuoso en el pensamiento de Santo Tomás, Abbà hace notar un cambio de perspectiva en la II Pars respecto a la doctrina de Scriptum super Sententiis. En esta obra el principio que guía la demostración de la necesidad del habitus virtuoso es la exigencia de una determinatio ad unum, para que una potencia naturalmente indeterminata ad multa pueda pasar al acto[32]. En la II Pars la necesidad de las virtudes se basa más bien en la exigencia de crear una buena disposición, un orden, en un sujeto que puede actuar mal o bien.[33]
Tanto Santo Tomás como Aristóteles reconocen que la virtud no es sólo su propia recompensa, sino que tiene una significación que tiene que ver con el fin último. Un hombre es virtuoso porque sus acciones se corresponden a una norma moral, la cual para Aristóteles era conocible por la razón y para Santo Tomás por la razón y por la fe. Pero la diferencia entre ambos es que Aristóteles identificaba la conducta moral buena con un justo medio estético entre dos extremos, mientras que Santo Tomás sitúa en un horizonte más amplio el bien del hombre. Para Aristóteles el hombre era básicamente virtuoso por la armonía fruto de su actuaciones morales, una armonía como la que existe en una hermosa obra de arte. Por eso el aspecto estético de la virtud es continuamente enfatizado por Aristóteles y por sus modernos seguidores. Para el cristianismo en cambio, tanto las disposiciones internas como sus consecuentes acciones son virtuosas no tanto en atención a la armonía estética del agente, ni porque constituyan una actitud equilibrada entre dos extremos de comportamiento, sino porque ellas conducen a su poseedor hacia su destino final, hacia la vida eterna después de la muerte.
Existe una clásica distinción —pacíficamente aceptada por la mayoría de moralistas—, entre virtudes morales e intelectuales. Asentadas en las diversas potencias del alma, las virtudes morales perfeccionan la voluntad y los apetitos, mientras que las virtudes intelectuales perfeccionan los sentidos internos y las potencias intelectuales. El término “virtud” se predica de manera análoga respecto de estos dos tipos, es decir, ambos tipos se llaman virtudes pero en distinto sentido. Sin embargo, la virtud concierne más propiamente a los hábitos buenos de las potencias operativas, y secundariamente puede predicarse de las disposiciones de la mente para el conocimiento. Las cualidades que aseguran la rectitud de la voluntad y los apetitos, esto es, las virtudes morales y teologales, son llamadas virtudes simpliciter. Por el contrario, las virtudes intelectuales, realizan su función sin necesidad de una intrínseca relación a la voluntad buena, son virtudes secundum quid[34].
Para Santo Tomás sin embargo, la diferencia entre ellas proviene no sólo del tipo de facultades que perfeccionan. Siguiendo a Aristóteles, es consciente de que, en sentido propio, virtud significa un hábito que hace bueno tanto al acto como a la persona que lo realiza. Las virtudes intelectuales, salvo la prudencia, no cumplen necesariamente el segundo aspecto de esta definición. Pese a que las virtudes intelectuales proporcionan una cierta capacidad para realizar actos cognoscitivos correctamente, no determinan el verdadero valor moral de los mismos. Los conocimientos científicos y las habilidades técnicas, por grandes y avanzados que sean, no convierten al que los posee en buena persona. Se pueden poseer grandes dotes y habilidades, y a la vez una voluntad acostumbrada a elegir mal. Las artes y las virtudes intelectuales confieren, según el Aquinate, sólo una capacidad de actuar, y no su buen uso. En cambio, la virtud moral no sólo da la aptitud para obrar, sino también el recto uso de tal aptitud[35].
Por esta razón Santo Tomás niega que un hombre pueda ser llamado “bueno” sólo porque tenga alguna cualidad buena; para ser llamado “bueno” debe serlo en su totalidad, es decir debe tener una voluntad buena. Sólo por ser sabio no se es bueno simpliciter, sino sólo bueno según el intelecto —o inteligente—; de igual manera, el que posee arte y otras habilidades[36]. Diversamente, las virtudes morales y teologales van dirigidas precisamente a perfeccionar la voluntad, involucrando a toda la persona, por lo que su posesión hace que la persona pueda ser calificada de buena.
Dirigidas a fines particulares (como el curar para el médico, o el saber teórico para el investigador), la unidad no es para las virtudes morales una exigencia, como sucede con las morales. Las distintas artes y las ciencias están limitadas a un ámbito de acción bastante determinado que puede implicar poca o ninguna relación con otros ámbitos. Por el contrario, las virtudes morales, están todas ordenadas a un único fin, constituyendo así un cuerpo orgánico, que comprende distintas facetas de una única y entera existencia[37].
La parcialidad de los fines de las virtudes intelectuales, frente a la unidad de fin de las morales, conlleva otra distinción que hace notar el Aquinate: el término medio de las virtudes intelectuales se sitúa entre los extremos de exceso y deficiencia, pero éstos no tienen el carácter de vicios opuestos a la virtud. Contrariamente, la bondad de los actos humanos depende de su armonía con el fin último. Los actos que no guardan esta armonía con el fin tienen carácter de pecado, y sus correspondientes disposiciones habituales de vicio. Estos actos son cometidos por elecciones equivocadas, contrarias a la recta razón, de suerte que el pecado no es solamente privación, sino una elección positiva de una determinada conducta. Las virtudes intelectuales, sin embargo, no se constituyen por su referencia hacia un único y último fin, ni están relacionadas como tales, con la racionalidad práctica o la bondad de la voluntad. De ahí que su contrario es sólo la simple privación, esto es, la ignorancia que resulta de no haber cultivado un particular campo del saber. Por esto, Santo Tomás no ve necesaria la categoría de “vicios intelectuales”, para completar su tratamiento de las virtudes intelectuales[38].
Por otra parte, Santo Tomás afirma que la virtud moral o el vicio pueden afectar realmente al intelecto. Esto ocurre cuando la inteligencia opera por el imperium de la voluntad. Sobre esta base Santo Tomás postula que la fe y la virtud de la prudencia deben ser juzgadas como virtudes simpliciter. Para asentir las verdades de la fe, el entendimiento es movido por el imperio de la voluntad, puesto que “nadie cree si no quiere”. Y, aunque la prudencia no sea estrictamente hablando una virtud moral, está presente de manera especial en la aplicación de todas ellas. Siendo la prudencia la recta razón del actuar, para poseerla, el hombre debe estar bien dispuesto respecto a los fines, una disposición que se alcanza por la rectitud de la voluntad[39]. No se pueden tener las virtudes morales sin la prudencia, ni se puede poseer la prudencia sin las otras virtudes[40]. Tal es su relevancia, que la prudencia va incluida en todos los estudios sobre las virtudes morales y es considerada como la virtud moral por excelencia.
Vista esta distinción se entiende por qué cuando los moralistas tratan acerca de la “virtud”, tienen en mente las virtudes morales.
Las virtudes pueden ser adquiridas por la conducta personal o por infusión sobrenatural. Es decir, pueden radicar en las operaciones del alma, sea en el orden natural o en el orden sobrenatural, cuando viene elevada por la gracia.
Junto a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, Santo Tomás afirma que conviene que persona que está en amistad con Dios reciba por infusión determinados hábitos, los cuales no tienen directamente a Dios mismo como objeto, pero promueven la práctica de acciones buenas que conducen al fin sobrenatural[41].
Como la fe, la esperanza y la caridad corresponden, en el orden sobrenatural, al conocimiento, a la esperanza y al amor en el orden natural; así, existen otras virtudes infusas paralelas a las virtudes adquiridas de la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia.
No obstante este paralelismo, las virtudes infusas deben ser contrastadas con las virtudes adquiridas, en las cuales la voluntad autónoma del individuo juega un papel predominante: un constante esfuerzo por mantener un determinado tipo de acciones, un proceso de repetición de actos a lo largo de un largo período de tiempo, encaminados a desarrollar gradualmente una tendencia a realizar la acción espontáneamente y casi sin reflexión.
Las virtudes infusas se caracterizan por ser independientes en su origen del proceso de repetición de actos propio de las virtudes morales. Son directamente producidas por Dios en las facultades operativas del hombre, y difieren de las adquiridas porque no son el resultado del esfuerzo humano, aunque requieran la cooperación humana. Dios mismo las infunde, no compulsivamente o arrollando la libertad del hombre, pero sí con independencia del mismo, tal y como lo expresa la definición agustiniana de virtud, recogida por Santo Tomás: “Es producida en nosotros por Dios, pero sin nuestra asistencia”[42]. Son virtudes gratuitamente conferidas, que elevan los actos de quienes las poseen al nivel sobrenatural, de la misma manera que la gracia santificante eleva la naturaleza a participar de la misma vida divina. Son virtudes sobrenaturales precisamente porque trascienden la capacidad natural de la inteligencia y la voluntad para comprender y actuar.
El Catecismo de la Iglesia Católica no habla directamente de las virtudes morales infusas y, ciertamente, tampoco es una materia dogmática sobre la cual el Magisterio se haya pronunciado con un juicio definitivo. Sin embargo su existencia es doctrina común entre los grandes teólogos clásicos. Por otra parte además de las grandes razones que las justifican, no se ha encontrado en la literatura teológica argumentos definitivos que refuten convincentemente la validez de lo que la Patrística y la Teología han pronunciado a favor de las virtudes morales infusas[43].
Santo Tomás deduce la necesidad de las virtudes morales infusas a través de un paralelismo entre el natural y el sobrenatural. Entre los principios naturales de las virtudes y las virtudes teologales. En el hombre en estado de gracia, es necesaria la existencia de determinados hábitos causados divinamente en él que correspondan proporcionalmente a las virtudes teologales, tal como las virtudes morales e intelectuales corresponden a los principios naturales de las virtudes[44].
Determinadas acciones son esencialmente sobrenaturales y, por tanto, exigen, junto con el estado de gracia, virtudes morales que sean igualmente sobrenaturales. De lo contrario existiría un desequilibrio en el orden moral, ya que la providencia ordinaria de Dios hace uso de causas segundas del mismo tipo de los efectos producidos. Si hemos de hacer actos verdaderamente sobrenaturales, por ejemplo, de templanza y de castidad debemos contar con las virtudes infusas que nos aproximen a realizar este tipo de acciones[45]. En última instancia, debe haber virtudes morales infusas, además de las teologales, porque el estado de gracia, operado por la fe, la esperanza y la caridad, de la persona lo exige.
Santo Tomás postula que las virtudes morales infundidas por Dios son necesarias para obtener la plenitud de la felicidad en la bienaventuranza. Por esto éstas difieren no simplemente en el grado de perfección sino sobre todo por la especie, de las virtudes morales adquiridas. La diferencia respecto al tipo de virtud (specie) deriva del tipo distinto de bienes a los cuales estas virtudes están ordenadas. Mientras las virtudes morales adquiridas perfeccionan al hombre para la vida y felicidad terrena, las virtudes morales infusas perfeccionan al hombre para la vida sobrenatural que tiene que vivir por el hecho de ser cristiano. De hecho Santo Tomás cree que la virtud infusa de la prudencia no capacita para deliberar sobre los asuntos terrenos, sino sólo sobre las cosas que competen a la salvación[46].
Las virtudes morales infusas confieren a nuestros actos proporcionalidad con nuestra condición de hijos de Dios, y con nuestro fin sobrenatural, concediendo la capacidad de responder heroicamente a las exigencias de la llamada a la santidad. Esta diferencia entre los bienes humanos y el Sumo Bien, como fin y motivación de las virtudes humanas y sobrenaturales, establece gran diferencia en la conducta. Por ejemplo, señala Santo Tomás, en el acto de alimentarse, la virtud humana de la templanza tiene como fin que los alimentos no dañen la salud del cuerpo, ni impidan el uso de la razón. En cambio, es otra la especie de la virtud infusa de la templanza, ya que por el ayuno cristiano, siguiendo la exhortación paulina, es necesario que el hombre castigue su cuerpo y lo esclavice (cfr. 1 Cor 9-27)[47].
Todo lo dicho sobre las virtudes naturales adquiridas vale para las infusas, pero mucho más. Con la razón iluminada por la fe, la finalidad de la actividad virtuosa se extiende hacia más amplios horizontes. Porque la fe otorga motivos que la razón jamás concebiría, y la caridad teologal ofrece inspiraciones que sobrepasan a cualesquiera fundadas en la naturaleza.
Al mismo tiempo, Santo Tomás tiene en gran consideración todo lo referente a la naturaleza humana y a la felicidad terrena que se pueda obtener a través de las virtudes y el bienestar humanos. Su defensa de las virtudes paganas como auténticas virtudes lo atestigua. La felicidad terrena de los cristianos es objeto de su atención. Se cuida mucho de cualquier intento de reducir la vida terrena de los cristianos a una triste espera de la bienaventuranza, como si su valor fuese puramente instrumental para la salvación, o como si los amores, la amistad y el trabajo que los cristianos pudiesen disfrutar, fuesen bienes falsos. Los bienes humanos son verdaderos bienes, no menos para los cristianos que para los paganos.
La relación entre las virtudes morales naturales y las infusas responde al entrelazamiento entre naturaleza y gracia en el actuar humano. Aunque teóricamente podamos distinguirlas, en la vida práctica del cristiano se da un influjo recíproco entre las virtudes morales infusas y las adquiridas por su ordenación al fin de la santidad. Por otra parte, la virtud humana nunca será plena sin la ayuda de la sobrenatural, y a la vez, la virtud infusa, sin la presencia de la correspondiente virtud humana, carecería de auténtica perfección, pues la gracia presupone la naturaleza. “Las virtudes humanas, en cierto sentido, sostienen y estimulan el ejercicio de las infusas”[48].
Existen algunas virtudes infusas que conciernen directamente a Dios y se refieren a acciones en las cuales la sola razón no es suficiente: son las llamadas virtudes teologales. Las demás virtudes morales infusas no tienen como su objeto a Dios mismo, sino actividades humanas que están subordinadas al fin último.
Los comentarios de los Padres a las cartas de San Pablo ofrecen un excelente tratamiento sobre la fe, la esperanza y la caridad. Además, en el período patrístico fueron objeto de la predicación y divulgación escrita. Sin embargo, un estudio sistemático sobre las virtudes teologales no fue hecho hasta la Edad Media con la obra de Pedro Lombardo, y especialmente, con la Summa Theologiae de santo Tomás de Aquino.
Santo Tomás afirma la necesidad de las virtudes teologales a partir de la elevación del hombre al orden sobrenatural. Nuestra felicidad final puede ser entendida de dos maneras: una proporcional a nuestra naturaleza humana, y por tanto al alcance de la aplicación de nuestras fuerzas naturales de la inteligencia y de la voluntad. La otra, inconmensurablemente superior, sobrepasa la naturaleza cuyo único fundamento radica en Dios y la misericordiosa comunicación de su vida divina. Para obtener este fin superior que se materializa en la visión beatífica, debemos tener nuevos principios de actuación.
Estos principios son las virtudes teologales y tienen por objeto a Dios mismo, no simplemente las cosas que llevan a Dios, como las virtudes morales. De manera distinta a las virtudes adquiridas por el esfuerzo personal, las teologales, son infundidas directamente en la inteligencia y en la voluntad por Dios; y jamás serían conocidas sino a través de la Revelación divina[49].
Reflexionando sobre los datos de la Sagrada Escritura y la tradición Santo Tomás encuentra la justificación de estas virtudes que Dios infunde en el alma. Ellas nos dirigen hacia la felicidad sobrenatural de la misma manera que nuestras inclinaciones naturales nos dirigen hacia nuestro fin natural. Esto es de dos formas: hemos de tener luz en la inteligencia y rectitud en la voluntad que tiende naturalmente al bien mostrado por la razón. Sin embargo, la luz de la inteligencia y la rectitud natural de la voluntad resultan insuficientes para la felicidad sobrenatural. Consiguientemente, en ambos casos, el hombre tiene que recibir algo adicional que lo conduzca hacia su fin sobrenatural.
Su inteligencia recibe entonces los principios sobrenaturales: los artículos de la fe que son aceptados y creídos. Y su voluntad es dirigida hacia el mismo fin mediante dos formas: en cuanto al “movimiento de intención que tiende a este fin como una cosa posible de obtener” (la esperanza); y en cuanto a una “cierta unión espiritual por la que voluntad en cierto modo se transforma en ese fin” (la caridad)[50]. Las virtudes teologales dotan así la inteligencia y la voluntad de lo que ninguna facultad tiene por sí misma: un conocimiento verdadero y salvador, el amor a Dios y a su voluntad, propios de un orden sobrenatural, pero que implican, de parte del hombre, la elección voluntaria de poner los medios para alcanzar el fin sobrenatural al cual se ha sido elevado. Estas virtudes nos preparan para nuestro fin último, Dios mismo; de ahí que son llamadas teológicas, porque ellas no sólo nos llevan hacia Dios —todas las virtudes lo pueden hacer—, sino que además alcanzan a Dios.
Toda la moral cristiana se apoya en estas tres virtudes, que constituyen su esencia y su fundamento. De ahí que en todas las acciones deban hacerse presentes: la fe, como luz que permite percibir el sentido divino de los acontecimientos; la caridad, como principio que empuja a amar siempre con el amor de Dios; y la esperanza, como seguridad y optimismo fundados en la confianza en Dios[51].
Finalmente, a diferencia de las demás virtudes, la fe, la esperanza y la caridad, no están regidas por la regla del término medio entre dos extremos. Si la medida de la virtud teologal es el mismo Dios, “nuestra fe se regula según la verdad divina; nuestra caridad, según la bondad de Dios; y nuestra esperanza, según la inmensidad de su omnipotencia y misericordia. Es ésta una medida que excede a toda facultad humana, de manera que el hombre nunca puede amar a Dios todo lo que debe ser amado, ni creer o esperar en Él tanto como se debe; luego mucho menos llegará al exceso en tales acciones”[52].
¿Es posible poseer una virtud moral sin haber cultivado las demás? ¿Es posible para un incontinente por ejemplo, tener sentido de la justicia y practicarla? Interrogantes como éstas han sido comúnmente planteadas al tratar sobre la virtud.
Hemos visto cómo al distinguir las virtudes intelectuales de las morales, Santo Tomás postula que la conexión de éstas últimas se impone por la unidad de su fin, contrariamente a las virtudes intelectuales, que, al tender a fines parciales distintos, pueden adquirirse unas sin desarrollar otras. Posteriormente, Santo Tomás dedica la quaestio 65 de la I-II al tema de laconexio virtutum[53].
A fin de evitar confusiones, Santo Tomás distingue entre virtud moral imperfecta y perfecta. Un hombre puede tener, por natural o por acostumbramiento, una inclinación a hacer ciertas obras buenas. Así, puede estar naturalmente dispuesto a realizar obras de liberalidad, pero no lo está para las de castidad. Estas inclinaciones no contienen plenamente la razón de virtud y, consiguientemente, de ellas no se puede predicar la conexio. Por el contrario, la virtud moral es un habitus inclinans in bonum agendum. Es decir que está firmemente arraigada en el actuar. La conexio virtutum se predica respecto de éstas virtudes. Ésta se debe en primer lugar, al hecho de que existen ciertas condiciones comunes a todas las virtudes. Sin embargo la razón más eminente de la conexión de las virtudes morales es la participación de todas ellas en la única y unitaria prudencia. Por ser principalmente un hábito electivo, ninguna virtud moral puede darse sin la prudencia; la recta elección requiere inexorablemente de esta virtud. Y viceversa, no se puede poseer la prudencia sin poseer las virtudes morales, pues si en el razonamiento moral interfiriesen las pasiones desordenadas, la deliberación moral comienza a ser defectuosa y pueden nacer los conflictos irresolubles[54].
Como vemos, en la doctrina aristotélico-tomista, es la prudencia la que reúne a las demás virtudes morales. En todas las situaciones morales la prudencia es necesaria, en orden a elegir la acción adecuada, que debe estar presente en todos los sectores de la vida moral. Si la prudencia es defectuosa respecto a una materia determinada de una virtud, puede suceder, por ejemplo, que el sujeto habituado a la castidad, pero no a otras virtudes, lesione la castidad por avaricia, temor, odio, etc.[55]
La conexión de las virtudes morales se refleja en el hecho que cualquier virtud, para poder ser perfecta, necesita de las peculiaridades de las otras virtudes. Por ejemplo, para ser templado, un hombre necesita ciertamente tener sentido de la justicia, así como de la fortaleza. Y viceversa, para ser justo y fuerte, se necesita la virtud de la templanza. En efecto, no se puede ser fuerte sin moderación. Asimismo, una interrogante recurrente en la ética aplicada es ¿qué diferencia media entre la valentía y la temeridad? ¿Se puede decir que un malhechor se arma de “valor” para robar un banco? Está claro la valentía no consiste, sin más en no tener miedo; y que el no ser temerario es una modalidad de la fortaleza y de la templanza. Cualquier virtud puede degenerar por la intemperancia y al ser intemperada, deja de ser virtud.
Otra manera de mostrar la interdependencia de las virtudes es el comprobar cómo, cuando una virtud está totalmente ausente, representa un obstáculo insuperable para desarrollar cualquier otra. Puede tener una persona un gran sentido de la justicia, pero si es afectada por un vicio como el consumo de alcohol, o la extremada afición a los juegos de azar, finalmente dejará de practicar la justicia. Si se deja llevar por el vicio, estará dispuesto a robar para satisfacer sus deseos desordenados. De igual manera, un cobarde no puede ser realmente honesto. En circunstancias normales cumplirá con sus deberes de hombre de negocios, pero en cuanto su fortaleza se ponga a prueba por una situación difícil en la que ser honesto le suponga arriesgarse a quedarse en la ruina, entonces, llevado por el miedo, defraudará, falseará datos o mentirá. Puede incluso odiar la deshonestidad, pero su falta de fortaleza, su miedo a enfrentarse a situaciones difíciles, no le dejarán otra opción[56].
Si no se comprende bien la noción de la conexión de las virtudes en la prudencia, se puede dar cabida a supuestos “conflictos de virtudes”. Sobre este punto la teoría tomista se opone a algunas posturas contemporáneas, que no admiten la conexión entre las virtudes. En ellas cabe la posibilidad de conflictos irresolubles entre virtudes o el hecho de que los actos de una virtud den lugar a acciones moralmente equivocadas. Philippa Foot, que se declara tomista, admite la posibilidad de que virtudes como la fortaleza o la templanza sean aplicadas para cometer delitos[57].
Santo Tomás reconoce que es posible el conflicto en el nivel de inclinaciones naturales, en tanto que no se encuentren elevadas al orden de la razón. Pero entre virtudes, si son verdaderas, no cabe contraposición alguna. Menos todavía que la virtud conduzca en ocasiones a acciones malas[58]. Por esto, el control de las pasiones para cometer un acto de injusticia no puede ser considerado un acto de virtud. El domino del miedo o la serenidad de un asaltante no son actos de virtud, pues está en la misma raíz del concepto de virtud que sus actos no pueden transgredir la recta razón.
No cabe conflicto de virtudes porque la misma prudencia que está presente en todas como su principio de unidad. No existe una prudencia en las cuestiones de justicia que sea diversa de las cuestiones de fortaleza o de esperanza. Los aparentes conflictos que puedan surgir los supera la prudencia, examinando la relevancia de las normas, especificándolas mejor, estableciendo el justo medio en cada virtud, distinguiendo diversos modos de voluntariedad (entre elección y efecto secundario previsto por ejemplo)[59].
En abierta contradicción a la teoría de la unidad del organismo virtuoso, se ha afirmado que la adquisición de unas virtudes comporta, en ocasiones, la necesidad de renunciar a otras. Es decir, que el desarrollo de las virtudes no solamente no es uniforme sino que en ocasiones hay incompatibilidad entre la adquisición de una y de otra. Es el caso de algunas virtudes paralelas como la justicia y la generosidad que, siendo diferentes por naturaleza, la adquisición de una comporta necesariamente el poseer la otra en una medida muy limitada.
Para algunos esta incompatibilidad no proviene de la naturaleza misma de las virtudes, sino en la persona. El modelo de persona en que la justicia se encuentra arraigada es muy distinto de aquel en que la se ha desarrollado más bien la generosidad. Por ejemplo, el joven que tiene que decidir entre unirse a la resistencia o cuidar a su madre, desarrollará las virtudes propias de la actividad que escoja, las cuales difieren enormemente entre sí[60].
Mientras la doctrina de la conexión de las virtudes, para que un hombre sea virtuoso exige que cultive todas las virtudes, no exige que las tenga todas en el mismo grado. Por la diversidad en la constitución moral natural de los hombres, la facilidad o la dificultad para desarrollar unas y no otras virtudes varía según los caracteres, rasgos hereditarios, temperamento, etc.
Como hemos podido apreciar, a pesar de la distinción esencial y enorme riqueza de hábitos virtuosos, todas las virtudes forman un organismo indivisible, de suerte que una virtud no puede darse sin las demás en el mismo sujeto. La perfección humana exige la totalidad de las virtudes, si bien no en el mismo grado, pues la voluntad orientada verdaderamente hacia el bien incorpora la virtud en todos los aspectos de la vida humana.
Hemos visto cómo el deber moral, actitud central de la vida moral en el planteamiento de Ockham, adquiere todavía mayor protagonismo en la moral kantiana, llegando a ser la única fuente de moralidad. Hemos visto también cómo algunos han criticado duramente este concepto, incluso proponiendo su desaparición. Pero, ¿debemos desterrar este concepto como contrario a una ética basada en las virtudes? ¿Podríamos hacerlo? El deber moral y el sentido del deber son datos de la experiencia práctica. Efectivamente, una persona con un mínimo de sentido moral reconocerá siempre determinados deberes que tiene que cumplir, y sentirá de alguna manera un mandato imperativo de cumplirlos.
A continuación trataremos de delimitar un concepto fidedigno del deber moral, para vislumbrar correctamente su función en la vida moral y su posterior integración en el orden de la virtud.
Para delinear correctamente la noción de “deber moral” acudiremos a la distinción que hace Rhonheimer entre los dos niveles del conocimiento práctico: por una parte, el nivel en el que se llevan a cabo los juicios prácticos de la razón (nivel práctico preceptivo), y, por otra, el nivel de la reflexión sobre estos actos (nivel reflexivo descriptivo)[61].
En el primer nivel apreciamos el bonum como objeto de la razón práctica. Es aquí donde la razón práctica ejercita un imperium, un praeceptum sobre un bien. El deber moral es estebonum debitum, el bien que por la razón práctica se convierte en bonum rationis. Así, el producto del juicio práctico no es un enunciado sino una prosecutio, de la cual resulta inmediatamente la acción. En el segundo nivel, la razón práctica reflexiona sobre su modo de presentar los bienes humanos[62].
En el primer nivel se asienta el juicio práctico, y en el segundo la reflexión sobre el mismo. En el nivel práctico preceptivo encontramos la noción del “deber moral” (como bonum debitum) y en el nivel reflexivo descriptivo el “sentido del deber”. En el primer nivel el objeto de la razón práctica es el bien debido y en el segundo, por reflexión, se constituyen nociones como “preceptos” y “normas morales”. De ahí que, “en primer lugar, en modo alguno son objeto de la razón práctica los preceptos, normas, obligaciones o exigencias del deber, sino el bien. Sólo en la reflexión se constituye el bien práctico como precepto, norma u obligación. Es así como surge un enunciado normativo tal como ‘bonum prosequendum est’”[63]. En el primer momento, la razón manda: fac hoc; y en el segundo momento, la razón enuncia los principios y las normas: hoc est faciendum, bonum est faciendum[64].
El punto clave de la cuestión es que los actos de la razón práctica son intrínsecamente preceptivos, por su condicionalidad apetitiva. “Desde su misma origen se mueven en la lógica del imperium o del praeceptum”[65]. Tal como ha sido expuesto, el deber moral sería elaspecto preceptivo del bien. El deber es el bien en tanto que mandado por la razón práctica. Aquí radica la principal diferencia con el deber kantiano. La concepción kantiana, deontológica, parte de la pregunta “¿qué debo hacer?”, mientras que la ética de la virtud parte de la pregunta por lo bueno: “¿qué es lo bueno?”. Antes de la pregunta por el deber está la pregunta por el bien. Se “debe” hacer lo que es “bueno” porque es bueno, no al revés: lo “bueno” es bueno porque se “debe” hacer. El deber moral no es una categoría autónoma de la moral, necesita un fundamento. Su fundamento es lo bueno a lo que hay que aspirar según los dictados de la razón práctica, porque al comienzo de la ética siempre está la pregunta por el bien que debemos hacer[66].
Cumplir el deber moral es, por tanto, la elección de la voluntad hacia lo conocido por la razón como bueno. La razón reconoce el bien y lo manda: “x es bueno”, luego “se debe hacer x”. El deber moral es así una inclinación siempre conforme a los dictados de la razón práctica[67], y tiende al bien mostrado por ella. No existe deber alguno cuando no hay bien. Por eso, en propiedad, nunca se puede estar obligado o tener el deber de hacer un mal.
Al basar el deber moral en el bien, la ética de la virtud no necesita reasegurar la obligación moral mediante el recurso a Dios. Este es un punto de contraste con el deber de la moral kantiana, en la que Dios se hace necesario como fundamento de la obligación moral. En las éticas deontológicas el deber no se funda en los bienes humanos y tiene que recurrir a fundamentos auxiliares como la universalidad de las normas. En la ética de la virtud, Dios puede aparecer después, como una motivación ulterior, pero el deber moral encuentra su fundamento en el bien[68]. Claramente se percibe entonces que la obligación no es un “añadido” en la estructura moral, porque no necesita un refrendo religioso. El fundamento es la intelección práctica del bien. Pero esta intelección no es otra cosa que la participación en la Sabiduría de Dios, esto es, en la ley eterna[69].
Por la capacidad de reflexionar sobre sus propios actos, el sujeto conoce su propio razonamiento práctico como objeto. El producto de esta reflexión es lo que se conoce como el saber moral, la scientia moralis. La reflexión permite objetivar los juicios prácticos particulares y formularlos como enunciados normativos: enunciados a modo de “deber”, que versan sobre los actos preceptivos de la razón práctica. De esta manera, los enunciados normativos son el producto de la reflexión sobre el acto propio y primero de la razón práctica[70]. Y justamente es en este nivel donde, como producto de la reflexión sobre el acto preceptivo de la razón práctica, surge lo que se denomina el “sentido del deber”, como actitud del individuo frente a los enunciados normativos. Consiguientemente, el “sentido del deber” o el tener “conciencia del deber” no es otra cosa que la intelección racional y reflexiva del bien; es producto de la experiencia consciente de la relación bonum-consecutio. El sentido del deber sería entonces la autoconciencia reflexiva del deber. De aquí que la formación de la conciencia del deber siga a la percepción previa del bien por la razón práctica en el nivel preceptivo.
Por otra parte, dado que la inclinación al bien y la huida del mal constituyen los movimientos primarios de la razón práctica, la reflexión sobre éstos desemboca en el primer enunciado normativo: bonum est faciendum et prosequendum et malum vitandum[71].
Las morales de obligación acogieron este principio para reforzar el protagonismo del sentido del deber en la vida moral. Efectivamente, es el primer principio de la vida moral, pero no se debe olvidar que está arraigado en el atractivo y en la fuerza preceptiva del bien, y no se deduce de ningún otro principio como la obediencia a Dios o su pretensión de universalidad.
Vemos que el “deber moral” surge en el primer nivel preceptivo de la razón práctica, mientras que el “sentido del deber”, junto con los enunciados normativos, en el reflexivo. En este segundo nivel se forma la scientia moralis, producto de la reflexión sobre los actos de la razón práctica. Llegado el momento del actuar concreto, la aplicación al obrar de esta ciencia moral es la conciencia moral. Es la aplicación de la ciencia moral, de los enunciados normativos y del sentido del deber a juicios de acción concretos o a acciones ya realizadas. “La conciencia es, por tanto, el modo en que la ciencia moral se hace inmediatamente práctica”[72].
La conciencia es entonces aplicación del saber normativo a los actos concretos; es la que dice al sujeto “éste es tu deber”[73]. Aunque no es propiamente una forma de conocimiento de la razón práctica sino aplicación de ésta al actuar concreto, la conciencia moral juega un papel muy importante en la eficacia del sentido del deber y en su robustecimiento en la vida moral. El sentido del deber se perdería si el individuo no siguiese su conciencia.
Después de la breve explicación sobre la naturaleza y el dinamismo del deber moral, del sentido del deber y del papel de la conciencia en el cumplimiento de los deberes concretos, comentaremos algunos aspectos importantes que giran alrededor del deber moral, en vistas a una adecuada concepción del mismo y a su integración dentro del comportamiento virtuoso.
Podemos preguntarnos cuál es el deber moral más importante para el sujeto agente. Abbà nos dice que la vida verdaderamente buena es el primer deber moral. Por su parte, Rodríguez Luño, haciendo referencia a la visión de Dios, señala que existe un tipo o género de vida que es debido o moralmente obligatorio para el hombre[74].
Si la vida buena es aquel tipo de vida que significa una plenitud relativa del hombre, como preparación para la visión beatífica —fin último y máxima plenitud para el ser humano—, entonces se puede postular la existencia de un deber moral superior a llevar una vida buena y a procurar así la felicidad sobrenatural plena.
Siendo la visión de Dios, máximo bien para el hombre, “es objetivamente digna de ser querida y como contenido de la llamada de Dios y por ello es también debida. Encaminarse hacia la visión de Dios constituye un deber, aunque sería algo reductivo hablar de ella en términos éstos términos: es más propio del bien supremo atraer que ser objeto de una obligación”[75].
Dios como Bien Supremo constituye el deber moral más apremiante de todos. Y propiamente se puede afirmar que su prosecución acarrea un “sentido del deber” para el hombre. Tener el “deber” de tender a Dios resulta, sin embargo, un modo impropio para referirse al Bien Supremo, teniendo en cuenta que es la virtud de la caridad la que ordena todos los actos dirigidos a Dios. A pesar de todo, es preciso reconocer la existencia de este deber.
La ética de la primera persona tiene así un sentido más hondo del deber moral que la ética del deber, puesto que asume el deber moral en forma global como el deber de alcanzar la perfección del hombre en su totalidad, mientras que las éticas deontológicas reducen el deber moral sólo a determinadas acciones, las “obligatorias” en su visión reductiva.
Reconocer el deber moral de la vida buena permite dilucidar uno de los puntos más controvertidos del debate entre la moral del deber y la moral de la virtud. Para los autores de la ética moderna y liberal, vinculados a posturas consecuencialistas, los únicos deberes morales son los deberes de justicia, es decir aquellos cuyo cumplimiento implica una conducta externa y una prestación concreta. Una de los argumentos más poderosos de la ética del deber es la incapacidad de poder plantear algún ideal humano de carácter universal. La formación del carácter y el tipo de persona que cada uno quiera ser, pertenecerían al ámbito privado, dentro del cual el individuo es completamente autónomo, no vinculado con algún modelo moral en concreto. Por consiguiente, la moral para la ética moderna se limita fundamentalmente al cumplimiento de los deberes de justicia en vistas de alcanzar una sociedad pacífica, en la que el ámbito privado de los individuos no se vea alterado por ningún tipo de influencia. Esto significa, en definitiva, reducir la moralidad a la justicia.
Al definir el primer deber moral como el deber de la vida buena, en tanto que el deber está intrínsecamente vinculado al bien, queda claro que los deberes de justicia no son los únicos en la vida moral. Son necesarios para asegurar la autonomía y la subsistencia del individuo, para que cada uno pueda realizar sin obstáculos la vida buena; pero hace falta siempre la virtud, de lo contrario, como la experiencia nos lo confirma, tarde o temprano por el desorden de las pasiones se terminarían también violando los deberes de justicia. Es más, la virtud de la justicia tiene el objetivo de salvaguardar la dignidad y la libertad de la persona justamente con la finalidad de garantizar la totalidad del bien humano. Es, por consiguiente, una virtud necesaria pero no suficiente.
No obstante lo anterior, se puede postular que los deberes morales inmediatamente más evidentes son los referidos a la virtud de la justicia. Los deberes de justicia son los deberes morales por excelencia, por dos razones: porque son los más necesarios para el desarrollo humano en sociedad, y porque, siendo sus contenidos más fáciles de calcular, pueden caer bajo la formulación de una ley positiva[76].
El deber de justicia es un deber moral en el sentido más estricto y riguroso de la palabra. En las relaciones con los demás, antes de otras virtudes, se exige el cumplimiento de los deberes de la justicia[77]. El comportamiento moral social no puede constar únicamente de estos deberes, pero sin duda en ellos radican los mínimos que se deben respetar y la base para construir las demás virtudes sociales como la afabilidad, la solidaridad, la comprensión, etc. En la vida social, la sola justicia no acompañada por las demás virtudes no basta.[78].
Dado que el objeto de la virtud de la justicia es el derecho de los demás, es posible disociar en ella el aspecto objetivo del subjetivo, lo que en otras virtudes no es posible. La virtud de la justicia implica el respeto de los derechos de los demás con la voluntad consolidada de hacerlo. Así, un hombre realmente justo no es aquél que simplemente cumple su deber, sino el que se complace en realizarlo, con la convicción de que lo que hace es bueno para él y para los demás. Sin embargo, es posible cumplir los deberes de justicia de mala gana o por conveniencias egoístas. En tal caso, las exigencias de la virtud se cumplen y se satisface el derecho, no se comete ninguna injusticia, pero tal acto no convierte al que lo realiza en un hombre justo[79]. El deber moral cumplido de esta manera es imposible que entre en el orden de la virtud, a pesar de que objetivamente se “cumpla”.
Todo lo dicho hasta ahora nos conduce a replantear el concepto clásico de deber, y de alguna manera a liberarlo de la comprensión legalista introducida por la ética kantiana. Se hace necesaria pues, una rehabilitación del deber moral, como un aspecto fundamental de la vida moral integrado armónicamente en las virtudes encaminadas a lograr la excelencia del actuar moral.
El sentido del deber puede ser el comienzo del desarrollo de una vida moral virtuosa. Es preciso, sin embargo, no perder nunca de vista su vinculación intrínseca con el bien y con las virtudes[80]. La recuperación del deber en sentido auténtico sólo se producirá cuando se reconozca el “gran deber” de la vida buena o la perfección, un deber general que guía toda la conducta; una visión que supera el sentido reductivo del deber como deberes referidos a la virtud de la justicia.
A la luz de las consideraciones vertidas sobre el deber moral, a continuación pasaremos a examinar el papel que puede desempeñar como motivación de la conducta.
Lo que hemos visto sobre la identidad del deber moral nos permitirá dilucidar el valor del motivo del deber en el actuar, y posteriormente la integración del deber en la virtud.
Para enfocar bien la cuestión es preciso distinguir entre “cumplir el deber” y “actuar por deber”. Cumplir el deber no significa otra cosa que realizar el bien percibido como tal para el hombre por la razón práctica. Contando con que el deber es un aspecto del bien, cumplir el deber es sin duda una acción moralmente buena.
Sin embargo, ha de reconocerse que en el lenguaje coloquial, la expresión “cumplir el deber” comporta una cierta alusión a un comportamiento minimalista, porque generalmente se ha concebido el deber moral como lo mínimo necesario, cuyo incumplimiento estaría sujeto a una sanción legal. Por esto es importante recuperar toda la bondad del deber moral, especialmente en su dimensión más general, como el deber de tender a la vida buena o a la bienaventuranza.
“Actuar por deber” es la forma de conducta moral que ha despertado muchas suspicacias y repulsa en el mundo filosófico. Ciertamente el debate entre la virtud y el deber no se centra en el cumplimiento de los deberes en cuanto bienes, sino más bien en la motivación de la conducta. Hacer el bien por motivo del deber ha sido considerada una conducta moralmente muy pobre, alienante, esquizofrénica, que lleva a la fractura interior, etc.
La pregunta que surge ahora es la siguiente: ¿es malo o al menos imperfecto actuar por deber? Para responderla es preciso distinguir qué significa esta expresión. En ella, podemos distinguir tres sentidos: el sentido coloquial, el sentido kantiano, deontológico, y el sentido auténtico, esto es, la integración del deber en la virtud[81].
En sentido coloquial, obra por deber quien cumple las exigencias requeridas por la justicia, pero sin tener ningún interés por el bien o por las personas. Obra sólo convencionalmente, de acuerdo con su papel social, con la finalidad de evitar consecuencias desagradables, exhibiendo una corrección formal y ateniéndose a lo mínimo requerido. Éste sería el caso de una persona que no ha descubierto el bien intrínseco que está detrás del cumplimiento del deber. Es el caso también de aquél que ha perdido en su horizonte moral la finalidad de sus acciones y actúa casi mecánicamente, por acostumbramiento.
En la moralidad kantiana, la motivación del deber es la única que tiene valor moral. Quien hace un bien sólo porque se lo ordena el deber, actúa moralmente. En cambio, quien realiza el mismo bien por inclinación a él, actúa ciertamente “en conformidad con el deber”, pero no “por deber” y, por tanto, no actúa moralmente. Como hemos visto, la ética kantiana es una pura ética del deber, de imperativos categóricos. Para entenderla es particularmente iluminador el ejemplo de Stocker sobre la visita al amigo enfermo. Se trata de una persona que realiza la visita pero no por amistad sino por simple sentido del deber, sin que le mueva un verdadero interés por el amigo[82]. Realiza el “deber por el deber”, porque se lo ordena el imperativo categórico. El mecanismo del imperativo categórico kantiano es más bien una construcción auxiliar para dar a una razón práctica, que previamente ha sido extraída del contexto de toda inclinación afectiva, un criterio para determinar el bien (pensar o querer como ley universal un comportamiento determinado, como visitar a los amigos enfermos). No se piensa en el bien que representa la acción, para sí mismo o para los demás, sino sólo en la convicción de que con este actuar se hace “digno de la felicidad” que le será dada en la vida futura a modo de recompensa[83].
Por la relación fundamental de carácter natural que media entre el bien y la voluntad, ésta siempre tiende al bien y huye del mal[84]. Nadie hace el mal por el mal, sino que al realizar el mal, en el fondo, se detecta —equivocadamente— una razón de bien para actuar. Si el deber es el aspecto preceptivo del bien, entonces el motivo del deber corresponde también a la tendencia de la voluntad al bien. La obligación o deber moral encuentra su fundamento en el bien que es propuesto como debido por la razón práctica. Encontramos aquí los indicios de cuál sería entonces una motivación auténtica del deber: el bien.
Siendo el deber moral auténtico el bien debido, el motivo del deber representa una motivación intrínseca, no añadida, por el bien debido. El sujeto quiere el verdadero bien precisamente porque es digno de ser querido, porque es un amandum, un prosequendum, un faciendum; no lo quiere por motivos extraños a él (temor a las consecuencias, perspectivas de alguna ventaja, etc.)[85]. En el fondo la motivación del deber auténtico, es la motivación por el bien.
Sin embargo, en el motivo del deber se reconoce una especial fuerza de la voluntad frente a la resistencia de las potencias operativas. En principio, el acto de la voluntad no consiste en una constricción que se opone a la espontaneidad del sujeto, sino que en el origen del movimiento voluntario existe una espontaneidad espiritual, una atracción hacia el bien. Después, la voluntad obra sobre sí misma para realizar la elección definitiva y para dilucidar los medios para cumplirla. Sólo cabría hablar de una voluntad que se impone, en el caso de que haya una resistencia que vencer, sea en el interior del sujeto mismo, en la sensibilidad; sea en el exterior, de parte de los otros hombres. De todos modos, la espontaneidad del amor y del deseo es primaria y anima los otros actos de la voluntad. Por consiguiente, la voluntad no es primariamente una “presión”, sino que sigue a una “im-presión” del bien en la voluntad, que causa la atracción[86].
Como vimos, la moral kantiana al no cimentar el deber moral en el bien, tiene que recurrir a una motivación teónoma para el cumplimiento del deber moral. Por el contrario, cuando se capta el valor del deber moral como derivado del mismo bien que comporta, la motivación por el bien basta. Sin embargo, la ética de la virtud no descarta la motivación teónoma. Lo conocido como bueno puede ser mandado adicionalmente por la conciencia como algo que está en correspondencia con “la voluntad de Dios”. Naturalmente esto no sería de ningún modo “legalismo”, pues el requisito previo es siempre la intelección de lo bueno, que precisamente por eso se percibe como voluntad de Dios. Desde el punto de vista de la motivación, este aspecto puede ser el decisivo para realizar aquel bien hacia el que, en determinadas circunstancias, no se siente inclinación alguna[87].
Visto lo anterior surge la pregunta sobre la relación entre el deber y la virtud, cuestión que ha ocupado todo este debate. Parecerían dos motivaciones, sino contrapuestas, al menos incompatibles. Efectivamente, pareciera que actuar por deber es al menos una motivación imperfecta, puesto que no se ha detectado el bien en sí. Pero también puede decirse lo contrario, que quien actúa por deber es el que verdaderamente ha detectado el bien, puesto que, a pesar de las inclinaciones contrarias que pueda experimentar, lo realiza, y por tal motivo es una persona virtuosa. Una vez esbozados los conceptos de virtud y de deber, veamos ahora cómo se integra el deber moral en la virtud.
Antes de nada hay que decir que en la vida moral el protagonismo lo tienen las virtudes antes que el deber. El deber moral, como hemos visto, se identifica de alguna manera con el bien, es el bien debido. Sin embargo, tradicionalmente el deber moral ha estado ligado más a las normas que al bien. En la opinión común, los deberes derivan inmediatamente de las normas, y no de su razón de bien. De ahí que esté más extendida la relación entre deber y norma que la que media entre deber y bien, o deber y virtud.
En efecto, de acuerdo a la experiencia los deberes morales brotarían de las normas morales. Éstas son “proposiciones prácticas lógicamente universales que tienen como sujeto una acción o la descripción de una acción, y como predicado expresiones como moralmente bueno o malo (‘el homicidio es malo’, o bien, ‘no matarás’)”[88]. La mayoría de ellas son de carácter negativo, como las del Decálogo, por razones de conveniencia en la educación moral, ya que no es posible exponer mediante un número pequeño de enunciados normativos el comportamiento moral más adecuado en las diversas circunstancias y situaciones de la vida. Pero las normas morales son preceptos que dependen de las virtudes, establecen las exigencias de las virtudes, están siempre referidas a las virtudes, que son la norma moral en sentido más propio. Por consiguiente, las normas morales no pueden ser el centro de la moral, y carece de sentido entonces concebir el problema moral como justificación de éstas a través de diversos procedimientos (deontológicos, teleológicos, etc.). La justificación de las normas son las virtudes: está justificada la norma que expresa fielmente las exigencias positivas o negativas de una virtud, y que educa eficazmente en las virtudes, ya que el fin de todas las normas es ayudar a los hombres a practicar y adquirir las virtudes[89]. La virtud siempre está detrás de la norma, y detrás de cada norma negativa existe una afirmación virtuosa. De ahí que el cumplimiento de los deberes emanados de las normas implique la actuación de las virtudes, aunque ciertamente en un nivel mínimo[90].
Siendo el orden moral el orden de la virtud, la situación ideal es que la motivación para realizar el bien sea la virtud correspondiente y que el individuo actúe conforme a sus inclinaciones. Así debería ser la experiencia moral ideal, ya que el hombre ha sido creado para obrar motivado por el atractivo del bien. Sin embargo, por el desorden de las potencias, muchas veces resultará ardua la tarea de actuar con rectitud moral. Es entonces cuando el motivo del deber viene a reforzar la motivación en forma de imperativos, de normas morales absolutas. Se trataría, sin embargo, de circunstancias en las que, por diversos motivos las inclinaciones no se corresponden con el bien debido[91].
Ciertamente, actuar por motivo del deber no constituye el ideal de la persona virtuosa. Sin embargo, se reconoce en esta motivación una tabla de salvación para hacer el bien, cuando éste se ve ensombrecido de alguna manera, especialmente para respetar las exigencias negativas de normas morales absolutas. Así, en estos casos, el deber moral puede proteger las exigencias de las virtudes. Por otra parte, como bien señala Abbà, “concebido de manera auténtica, el motivo del deber protege y aumenta el amor a las personas y al verdadero bien, en todas sus formas, tanto del sujeto agente, como de las demás personas”[92].
Aun en las situaciones arduas, la virtud no deja de hacerse presente, pues detrás del empeño en cumplir el deber está siempre el valor de una virtud concreta. De lo contrario el sujeto difícilmente cumpliría su deber. El deber por el deber pierde inmediatamente poder de motivación porque en él no se llega a percibir el bien moral de la acción. Siempre, aunque se vaya contra la inclinación, se actúa movido por la virtud. Siempre es la virtud la que mueve, también cuando la inclinación sea contraria, o cuando no se encuentre gusto en realizar la acción[93].
El motivo del deber parece ser todo lo contrario al motivo de la virtud. Esta contraposición, origen del debate, se debe en buena parte a la distinción introducida entre “motivos morales” y “motivos virtuosos”, según la cual el sentido del deber sería el único motivo moral, mientras que inclinaciones como la gratitud, el afecto y otros por el estilo serían “motivos virtuosos”[94]. Los motivos virtuosos para la ética del deber pueden hacer a una persona amable, pero no tienen valor moral a menos que sean motivados por una concepción del deber[95].
Al introducirse esta separación entre el deber y la virtud, resulta lógico que el motivo del deber se vea como esquizofrénico; así planteado no existe ningún fundamento para cumplir el deber, ni siquiera la búsqueda de la paz social constituye una razón convincente para quien se pregunta para qué ser moral. A esta falta de vinculación con los intereses e inclinaciones humanas se debe la aparición de posturas que —como señala Abbà—, “a la sombría imagen de una moral de la obligación contraponen la luminosa imagen de una moral de la espontaneidad; pero la moral verdadera y propia, con la ley de la razón práctica y el deber delbonum honestum ha desaparecido”[96]. Por todo esto, es preciso recuperar el auténtico sentido del deber, confundido muchas veces con la constricción o la elección de un mal menor, que encuentre su fundamento en el bien.
A pesar de todo, se ha de reconocer que la motivación del deber es secundaria, es decir que interviene cuando las tendencias no acompañan a la razón o cuando le son contrarias. Pero el deber moral, también en la ética de la virtud está presente. Las virtudes conducen a cumplir acabadamente los deberes morales. También cuando las tendencias y afectos acompañan a la razón, el deber moral es el mismo. Ahora bien, solamente se mostrará como “deber puro” cuando lo racional y la inclinación sigan direcciones divergentes. O cuando exista colisión de deberes y no se sepa cuál realizar. Así, en el ejemplo del amigo enfermo, si hay verdadera amistad “al final vence el juicio: mi amigo necesita ahora una visita, no puedo dejarlo sólo en el dolor, y debo ir aunque no tenga ganas o dejando otra tarea que puede esperar, por más que de esa demora se deriven dificultades adicionales, etc. Es decir: es mi deber visitarle ahora. La razón pide la palabra, y cuando nuestro hombre la sigue lo hace llevado del hábito de la amistad, por benevolencia hacia su amigo, y no para ser feliz o porque espere de ello una mayor satisfacción”[97].
El motivo del deber, pues, se hace más evidente cuando actuar bien, cumplir el deber, resulta especialmente costoso, pero la virtud siempre está presente. Es más, en estos casos el motivo del deber aparece integrado siempre en la virtud. Ésta nunca desaparece; sólo el hombre virtuoso es capaz de cumplir sus deberes en circunstancias desfavorables. La motivación de la virtud y la del deber van de la mano en la consecución del bien arduo.
El virtuoso es aquel que elige el bien y se complace en realizarlo, es decir, lo elige desde la connaturalidad afectiva con el bien. Por el contrario, la persona que no es virtuosa o que lo es poco, a pesar de que también pueda elegirlo, lo hará por el motivo del deber, sin esta atracción por el bien y, la mayor parte de las veces, teniendo que reprimir afectos desordenados. Aquí radica la gran diferencia entre el sujeto virtuoso y el que no lo es.
El virtuoso generalmente no actúa por deber porque no necesita hacerlo, los resortes motivacionales le vienen dados por la misma atracción del bien, que es detectado y acometido gracias a la virtud. Esto no quiere decir que no tenga sentido del deber. Todo lo contrario: “la forma más alta de consciencia del deber es la del virtuoso, quien sin embargo, por lo que menos actúa es por deber, sino que lo hace por alegría en el bien”[98].
Notas:
[1] En este sentido se pronuncia Pinckaers alabando el modo de presentar la virtud de Schockhenhoff: “This enables him to correct the usual, too human concept of the virtues, which might be called ‘activist,’ and to restore to the notion of virtue its flexibility and analogical character, which allows us to apply the term to the infused as well as to the acquired virtues”. S. PINCKAERS, Christ, Moral Absolutes, and the Good: Recent Moral Theology. (Caffara; May; Schockenhoff): «The Thomist» 55 (1991) p. 134. De la misma opinión es M. Rhonheimer, para quien “el término ‘virtud moral’ adquiere así una cierta ambivalencia. (...) El complejo así formado es la virtud moral como ‘hábito de la recta elección de la acción’. Pero también podemos denominar a los distintos elementos ‘virtud moral’ en sentido analógico”. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral p. 216.
[2] A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, Milano 1987, p. 111.
[3] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica,Madrid 2002, p. 217.
[4] “La concezione di Kant è parcialmente accetabile sul piano della motivazione morale —non si deve operare unicamente per piacere—, ma presenta grandi deficienze sul piano della condotta virtuosa”. A. RODRÍGUEZ LUÑO, La scelta etica. Il rapporto fra libertà e virtù, p. 112.
[5] “Virtue is important, but only because it helps us to do our duty”. R. LOUDEN, On Some vices of Virtue Ethics, «American Philosophical Quarterly» 21 (1984), p. 227.
[6] Cfr. G.E.M. ANSCOMBE, Twenty Opinions Common Among Modern Anglo-american Philosophers, en Persona, Verità e Morale. Atti del Congresso Internazionale di Teología Morale, Roma 1986, p. 50.
[7] “Tendency to give a net increase to the aggregate quantity of happiness in all its shapes taken together”. J. BENTHAM, The Nature of Virtue, en B. PAREKH (ed.), Bentham’s Political Thought, New York 1973, p. 89.
[8] “Taking as its point of departure a pre-moral judgment formed by relating an action to its circumstances and external consequences, this system is unable to assign a determining role to virtue, which is an interior principle of human action. If virtue is referred to at all, it is associated with an habitual, general good intention. "Consequentialism" avoids the consideration of virtue even more decisively than did traditional casuistry”. S. PINCKAERS,Rediscovering Virtue: «The Tomist» 60 (1996) p. 363.
[9] Bruno Schüller, sacerdote jesuita, profesor emérito de las universidades de Frankfurt, Bochum y Münster.
[10] “L’etica normativa, diciamolo subito, deve adempiere a due compiti strettamente correlati tra loro: determinare il contenuto delle prescrizioni morali ed enunciare i motivi che ne fondano l’obbligatorietà”. Bruno SCHÜLLER, La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, Milano 1997, p. 15.
[11] “Si è obiettato, si concentra tutta l’attenzione solo sulle azioni e sulle omissioni, senza prendere per nulla in considerazione il campo così importante delle virtù. Sarebbe dunque tempo che l’etica delle azioni venisse integrata ed eventualmente rettificata con l’aggiunta dell’etica delle disposizioni di fondo”. Ibíd., p. 299.
[12] “A modo suo la dottrina della ‘solidarietà’ delle virtù, che può esser fatta risalire fino ad Aristotele, ci fa capire che tutte le cirtù particolari in quanto disposizioni di fondo sono semplici caratterizzazioni particolari dell’unico volere moralmente buono”. Bruno SCHÜLLER,La fondazione dei giudizi morale. Tipi di argomentazione etica in Teologia Morale, Cinisello Balsamo, 1997, p. 395.
[13] Ibíd.
[14] “È relativamente fácile prendere una decisione di principio;i problemi sorgono quando un soggetto così complesso e fragile come il soggetto umano cerca una via di realizzazione nelle complicate e variabili situazioni concrete. Sorgono problemi per la ragione, che deve cercare, prevedere, ricordare, inventare, tener conto di tante circostanze rilevanti e prima ancora scorgerle, giudicare ed elaborare una direttiva precisa; problemi per la voluntà che deve emettere nuovi desideri ed interessi, superando preclusioni, inclinazioni preesistenti, indifferenza; problemi per gli appetiti passionali, che qui hanno molto peso: docilità a lasciarsi incentivare o frenare, a modificare i propi oggetti, a piegarsi alle esigenze di criteri superiori”. G. ABBÀ, Felicità, vita buona e virtù, Roma 21995, p. 126.
[15] M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica. Una visión tomista de la autonomía moral, Pamplona 2000. p. 329.
[16] Cfr. Edmund Pincoffs, Phillipa Foot e Iris Murdoch respectivamente.
[17] Cfr. Marcia BARON, On De-kantianizing the Perfectly Moral Person: «Journal of Value Inquiry» 17 (1983), 281-293.
[18] R. C. ROBERTS, voz “Virtue”, en D. J. ATKINSON - D. F. FIELD - A. HOLMES - O. O’DONOVAN (eds.), New Dictionary of Christian Ethics and Pastoral Theology, Downers Grove Illinois 1995.
[19] PEDRO LOMBARDO, II Sent., d. 27, a. 2.
[20] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 209, nt 15.
[21] ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco II, 6, 1106b 36 – 1107a 2; edicion bilingüe y traducción por María Araujo y Julián Marías, Madrid 1999. Santo Tomás recoge la definición aristotélica de virtud en Summa Theologiae, II-II, q. 47 a. 5; y en Priora Super Sent., lib. 3 d. 33 q. 1 a. 2.
[22] “Unde virtus humana, quae est habitus operativus, est bonus habitus, et boni operativus” SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 55, a. 3.
[23] Cfr. S. PINCKAERS, La virtud es todo menos una costumbre, en IDEM, La renovación de la moral, Estella (Navarra) 1971. p. 228.
[24] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 202.
[25] Cfr. Linda TRINKAUS-ZAGZEBSKI, Virtues and Mind. An Inquiry into the Nature of Virtue and the Ethical Foundation of Knowledge, Cambrige 1996, p. 135.
[26] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 177.
[27] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 206.
[28] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 202.
[29] “Cum per habitum perficiatur potentia ad agendum, ibi indiget potentia habitu perficiente ad bene agendum, qui quidem habitus es virtus, ubi ad hoc non subfficit propia ratio potentiae (...). Sed si quod bonum immineat hominem volendum, quod excedat proportionem volentis; sive quantum ad totam speciem humanam, sicut bonum divinum, quod trascendit limites humanae naturae, sive quantum ad individuum, sicut bonum proximi; ibi voluntas indiget virtute” SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 6.
[30] “Pontentia quandoque se habet ad multa: et ideo oportet quid aliqui alio determinetur. Si vero sit aliqua potentia quae non se habet ad multa, non indiget habitu determinante, ut dictum est. Et propter hoc vires naturales non agunt operationes suas mediantibus aliquibus habitus: quia secundum seipsas sunt determinatae ad unum”. Ibíd. q. 49, a. 4.
[31] Paul WADELL, La primacía del amor, Madrid 2002, pp. 192-93.
[32] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In III Sent., d. 23, q. 1, a. 1.
[33] Cfr. G. ABBÀ, Lex et virtus: Studio sull’evoluzione della dottrina morale di San Tommaso, Roma 1983, p. 187.
[34] “Subiectum igitur habitus qui secundum quid dicitur virtus, potest esse intelelectus, non solum practivus, sed etiam intelectus speculativus, absque omni ordine ad voluntatem” SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 3.
[35] “Alio modo, aliquis habitus non solum facit facultatem agendi, sed etiam facit quod aliquis recte facultate utatur: sicut iustitia non solum facit quod homo sit promptae voluntatis ad isuta operandum, se etiam facit ut iuste operetur”. IDEM, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 3.
[36] Cfr. IDEM., De Virtutibus in communi, q. un., a. 7, ad. 2.
[37] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 57, a. 3.
[38] Cfr. Gregory M. REICHBERG, The Intelectual Virtues, en S. POPE, The Ethics of Aquinas, Washington 2002, p. 141.
[39] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 56, a. 3.
[40] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 58, a. 4-5.
[41] “Unde oportet quod his etiam virtutibus theologicis proportionaliter respondeant alii habitus divnitus causati in nobis, que sic se habeant ad virtudes thologicas sicut se habent virtutes morales et intellectuales ad principia naturalia virtutum” IDEM., Summa Theologiae, I-II,q. 63, a. 3.
[42] Cfr. Ibíd., I-II, q. 55. a. 4.
[43] Cfr. Enrique COLOM – Ángel RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos. Curso de Teología Moral Fundamental. Madrid 2000, pp. 256-58.
[44] “Loco quorum naturalium principiorum, conferuntur nobis a Deo virtutes theologicae, quibus ordinamur ad finem supernaturalem, sicut supra dictum est. Unde oportet quod his etiam virtutibus theologicis proportionaliter respondeant alii habitus divinitus causati in nobis, qui sic se habeant ad virtutes theologicas sicut se habent virtues morales et intellectuales ad principia naturalia virtutum”. Ibíd., q. 63. a. 3.
[45] “Virtus illorum principiorum naturaliter inditorum, non se extendit ultra proportionem naturae. Et ideo in ordine ad finem supernaturalem, indiget homo perfici per alia principia superaddita” Ibíd., q. 63, a. 3.
[46] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De Virtutibus Cardinalibus, q. un., a. 2, ad. 3. 819.
[47] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 63, a. 4.
[48] Enrique COLOM – Ángel RODRÍGUEZ LUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, p. 264.
[49] Cfr. IDEM., Summa Theologiae, I-II, q, 62, a. 1.
[50] IDEM., Summa Theologiae, I-II, q. 62, a. 3.
[51] Cfr. R. GARCÍA DE HARO, L’agire morale e le virtù, Milano 1988, pp. 148-49.
[52] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 64, a. 4.
[53] Además de “conexio”, se suele usar las expresiones “interdependencia entre las virtudes” y “unidad de las virtudes”. Para algunos “interdependencia” expresa mucho más que “conexión”. Cfr. Yves R. SIMON, The Definition of Moral Virtue, p. 125.
[54] Cfr. Summa Theologiae, I-II, q. 65, a. 1. En este punto Santo Tomás cita el libro VI de la Ética de Aristóteles.
[55] “El defecto de la prudencia respecto a una materia provocaría el error respecto a las demás, de forma que sólo la prudencia total es verdadera prudencia y verdadera virtud, y las virtudes morales humanas sólo son verdaderamente tales si están conectadas entre sí, participando de la unicidad y totalidad de la prudencia”. A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General,Pamplona 2001, p. 228.
[56] Cfr. Yves R. SIMON, The Definition of Moral Virtue, New York 1986, p. 128.
[57] “That a virtue such as courage or temperance or industry which overcomes a special temptation, might be displayed in an act of folly or villany” Philippa FOOT, Virtues and Vices,Berkeley 1978, p. 14.
[58] Janet Smith ha criticado duramente las afirmaciones de Foot sobre la posibilidad de que la virtud pueda desembocar en alguna acción desviada. Véase J. SMITH, Can Virtue Be in the Service of Bad Acts? A Respose to Philippa Foot: «The New Scholasticism» 58 (1984) 357-373.
Para aclarar este punto G. Abbà dice que conflictos de este tipo revelan que las conductas implicadas son, no ya virtudes, sino de “vizi o virtù impropie o false virtù”. G. ABBÀ,Felicità, vita buona e virtù, Roma 1995, p. 134.
[59] Cfr. G. ABBÀ, Felicità, vita buona e virtù, Roma 1995, p. 283.
[60] Véase David M. WALKER, The Incompatibility of the Virtue: «Ratio (New Series)» 6, (1993), 44-62.
[61] Para Rhonheimer no puede afirmarse que esta distinción entre el nivel práctico y el reflexivo sea explícita en Santo Tomás, sin embargo, se puede deducir válidamente del pensamiento del Aquinate. Cfr. M. RHONHEIMER, Ley Natural y Razón Práctica, pp. 61-62 y especialmente pp. 77-81. Esta distinción es asumida también por Abbà y Rodríguez Luño para explicar la naturaleza del deber moral. Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, pp. 194ss. y A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 256.
[62] “De este modo se muestra que los actos de la razón práctica no tienen como objeto la ‘lex naturalis’, sino que, mucho más, constituyen la ley natural. El objeto de la razón práctica, hay que decir, es el bien en el ámbito del obrar (...). Y precisamente este bonum —el objeto de la razón práctica— es objeto, asimismo, de lo que Santo Tomás llama un praeceptum de la ‘lex naturalis’”. M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, p. 77.
[63] Ibíd., p. 78.
[64] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 194.
[65] M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, p. 62.
[66] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 31s.
[67] Cfr. Ibíd., p. 327.
[68] Cfr. Ibíd., p. 327.
[69] “Unde et in ipsa participatur ratio aeterna, per quam habet naturalem inclinationem ad debitum actum et finem. Et talis participatio legis aeterna in rationali creatura lex naturalis dicitur”. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
[70] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, pp. 310s.
[71] Por ser el primer principio de la razón práctica, es un principio indeducible. “No puede ser deducido a partir de la relación fundamental de caracter natura de la relación entrebonum y prosecutio. No puede ser deducido, sino que es un principio estructural de caracter lógico formal. Pues no es un enunciado-juicio sino que es la estructura de un acto apetitivo impregnado de racionalidad, que es puesta de manifiesto por la reflexión”. M. RHONHEIMIER,Ley natural y razón práctica, p. 63.
[72] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 316.
[73] S. Pinckaers reconoce aquí dos niveles en la interpretación del principio bonum est faciendum, malum est vitandum: el de la inclinación natural al bien como la fuente de toda obligación moral y el de la elección concreta en el que se realiza la acción moral. Cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moralidad cristiana, pp. 533s.
[74] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 192. y A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 112.
[75] A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 148.
[76] Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 193.
[77] Al respecto es ilustrativo el ejemplo de Rodríguez Luño. “Un médico que atiende amablemente a un paciente espera que se le pague por ese servicio lo establecido, y puede desear razonablemente que el beneficiado le muestre con simpatía su gratitud. El médico tiene estricto derecho a la retribución, porque una vez realizada la prestación profesional, la retribución es “suya” y puede reclamarla a través de una acción legal, pero no tiene estricto derecho a que se le den las gracias”. Además del deber de retribuir los servicios profesionales se puede decir que existe el deber moral de ser agradecidos; sin embargo, éste no tiene la misma fuerza que el primero, que proviene de la virtud de la justicia, mientras que el segundo proviene de la virtud de la gratitud. Cfr. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 248.
[78] Cfr. Ibíd., p. 249.
[79] Cfr. Ibíd., p. 250.
[80] Refiriéndose a la formación del sentido del deber en los inicios de la vida cristiana escribe Pinckaers que “grandes cristianos y santos han podido vivir con esta concepción de la moral, pero siempre añadieron una cierta exigencia espiritual que iba más lejos de la obligación estricta”. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moralidad cristiana, Pamplona 1998, p. 43.
Al respecto es importante aclarar que efectivamente la formación en el sentido del deber aunque pueda estar presente más especialmente en los inicios de la vida cristiana, siempre permanecerá presente aunque ciertamente no sea el sentimiento primario. Lo contrario es estar inmerso en la lógica de lo obligatorio y lo no obligatorio. Los santos consideraron para sí la santidad como un imperativo, como una obligación. No pensaron nunca que iban más allá de la obligación, porque sentían el imperativo de la vocación a la santidad.
[81] Acogemos la distinción de G. Abbà entre sentido coloquial auténtico, a la cual hemos añadido el sentido kantiano, para contrastar mejor los sentidos de esta expresión. Cfr. G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, pp. 199s.
[82] Cfr. M. STOCKER, The Schizophrenia of Modern Ethical Theories: «Journal of Philosophy» 73 (1976), p. 462.
[83] M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 325. “Tanto la ética kantiana como la utilitarista parecen pasar por alto que a través del actuar, la persona se transforma y llega a ser una persona buena o mala. El hombre que se comporta kantianamente nunca podrá ser un hombre justo, sino solamente un hombre ‘consciente del deber’ o un hombre preocupado por su dignidad de ser feliz, esto es, un fariseo”. Ibíd., p. 220.
[84] Cfr. M. RHONHEIMER, Ley natural y razón práctica, p. 62.
[85] G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 199.
[86] Cfr. S. PINCKAERS, Las fuentes de la moral cristiana, p. 495.
[87] Cfr. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 332.
[88] A. RODRÍGUEZ LUÑO, Ética General, p. 259.
[89] Cfr. Ibíd., p. 260.
[90] Para Rhonheimer, cuando se habla de normas o leyes naturales “se está siendo tributario del antropomorfismo (de un tipo de antropormorfismo enteramente dotado de sentido). Queremos decir lo siguiente: esa forma de hablar se basa en una experiencia que surge originariamente en el campo humano, la experiencia de la legislación humano-positiva, en cuyo contexto se interpretan tanto la obligación moral como aquel orden al bien que está en consonancia con la sabiduría divina. Sea como fuere: hablemos de "ley", de "orden moral", de "principios prácticos" o de "naturaleza humana", siempre nos estamos refiriendo a lo único en lo que tiene sentido que se base esa forma de hablar: al orden de la virtud moral, que es un orden de la razón a lo bueno para el hombre, y por tanto concierne sobre todo al orden hacia la felicidad”. M. RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 331.
[91] Algunas posturas neokantianas pretenden mantener la motivación del deber en todas las acciones, también aquellas en las que no se encuentre oposición. El sentido del deber tendría dos sentidos: el primario y el secundario. En sentido primario, el sentido del deber lleva a actuar sin la ayuda de ningún tipo de inclinación favorable o incluso frente a inclinaciones contrarias. En el sentido secundario, el sentido del deber mueve a actuar aun si los deseos son favorables. Cfr. M. BARON, The Alleged Repugnance of Acting From Duty,«Journal of Philosophy» 81 (1984), p. 209.
[92] G. ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 200.
[93] Si por un lado la virtud es elemento principal de la moral, por otro se ha de reconocer que “el comportamiento moral se regula inmediatamente por reglas morales y que la vivencia fenomenológicamente más clara de la incondicionalidad absoluta del bien moral es probablemente la que tiene lugar cuando una norma moral negativa prohíbe o limita la satisfacción de una inclinación subjetiva”. A. RODRÍGUEZ LUÑO, o.c., p. 112.
[94] “They are either actions inwhich the agent did what he did becuase he thought he ought to do it, or actions of which the motive was a desire promptted by some good emotion, such as gratitude, affection, family feelings, or public spirit”. H. PRICHARD, Moral Obligation, Oxford 1949, p. 6.
[95] Cfr. M. BARON, On De-Kantianizing the Perfectly Moral Person, «Journal of Value Inquiry» 17 (1983), p. 282.
[96] ABBÀ, Felicidad, vida buena y virtud, p. 201, nt. 42.
[97] M RHONHEIMER, La perspectiva de la moral, p. 325.
[98] Cfr. Ibíd., p. 327. “El deber es para él (virtuoso) idéntico a lo que le parece bueno, a aquello a lo que se inclina su afectividad y a aquello de lo que se alegra. El virtuoso posee también un interés subjetivo en lo verdaderamente bueno. Lo bueno de verdad, lo ‘conforme al deber’, no es para él sencillamente ‘deber’ o incluso una carga, sino lo que le interesa.(...). Así el ‘deber moral’ y el interés subjetivo forman una unidad constitutiva”. Ibíd., p. 207.
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San Josemaría, maestro de perdón (2ª parte) |
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