Jesús quiso hacerse hombre y venir al mundo para salvarnos. Pensó como quería que fuese su madre y así la hizo. Pensó en su Madre: toda la eternidad soñó con Ella. Y, añorando sus caricias, fue dibujando en los antepasados de María como esbozos de esa flor que había de brotar a su tiempo. Igual que un artista que persiguiera tenazmente la pincelada perfecta, Dios pintó miles de sonrisas en otros tantos labios. Y ensayó en otros ojos la mirada limpísima que tendría su Madre. Hasta que un día nació la Virgen, su Hija predilecta, su Esposa Inmaculada, su obra maestra. Y la colocó en el belén junto a la cuna, con Jesús, que, por ser sólo de María, era su vivo retrato (de El Belén que puso Dios).
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