Una política dirigida a favorecer la estabilidad matrimonial tendría efectos muy beneficiosos en muchos ámbitos
Las políticas públicas deben partir del principio de que el matrimonio es la figura jurídica que mejor garantiza que la familia optimice el resultado de las funciones que consiguen el bienestar y felicidad de sus miembros y redundan en beneficios para toda la sociedad. Se trata de la descendencia, la capacidad de educarla, de disponer de capital social, de aportar una perspectiva dinástica basada en la solidaridad entre generaciones, y de generar externalidades positivas.
Las políticas dirigidas a establecer el matrimonio como el modelo socialmente valioso han de ser de fomento, más que de restricción, pero ello implica evitar legislaciones que incentiven otras formas de vinculación. Debe deslindarse con claridad lo que resulta objetivamente bueno para la comunidad de lo que, sin serlo, puede realizarse en el marco del ejercicio de la libertad individual. Lo bueno debe ser fomentado, lo que no lo es cuando no daña a terceros debe ser tolerado.
En este contexto, una política dirigida a favorecer la estabilidad matrimonial tendría efectos muy beneficiosos en muchos ámbitos. En primer término en la reducción de la pobreza, sobre todo la femenina y la infantil. Cuando se observa que, antes de la crisis, la pobreza relativa en España era inusitadamente elevada a pesar de las buenas tasas de crecimiento observadas, nunca se relaciona con el hecho de que en el mismo periodo de tiempo España se convirtió en un país muy divorcista. También mejoraría la capacidad educadora de la familia, de ingreso y ahorro, y tendría una derivada importante en la salud al reducir substancialmente el estrés. Menores rupturas significan más crecimiento económico, y bienestar.
Constatémoslo con unas cifras. El salario medio en España en 2011 era de 22.790 euros, mientras que el salario mediano, el que perciben un mayor número de personas era de 16.500 euros. Con estos datos, el umbral de pobreza relativa para un hogar de dos adultos y un niño era de 13.560 euros. Un hogar con el ingreso en la mediana se situarían justo pero encima de aquel umbral; pero, si se rompe, los dos nuevos hogares o uno de ellos con certeza se situará en la pobreza relativa según como se produzca la redistribución. Pero es que incluso con un salario medio esta situación puede darse. La estadística se matiza en la realidad, porque interviene la familia, y en muchos casos se produce una vuelta al hogar paterno de los dos o uno de los conyugues, pero así y todo es evidente que la ruptura matrimonial es una máquina de fabricar pobreza.
De ahí que las medidas públicas de fomento del matrimonio deben venir acompañadas de otras complementarias de apoyo a su estabilidad, porque resultaría más efectivo dedicar mayores recursos a la prevención de las rupturas, como ha empezado a aplicarse en Estados Unidos, que acudir al gasto social para paliar un situación grave, que en muchas ocasiones termina en marginación, y tiene como corolario lo más importante de todo: la pobreza infantil. Todo esto la crisis lo ha acentuado, pero su hipotética resolución, por sí sola, no lo resuelve porque siempre habrá hogares, que si no se rompen viven en condiciones dignas, que se pierden con la separación de los padres.
Una política de este tipo exige otorgar preferencia al matrimonio sobre otros tipos de convivencia, desarticulando la creciente equiparación legal y cultural que ha venido acaeciendo en los últimos años. No se trata obviamente de limitar la libertad, sino de otorgar ventajas y preferencias al matrimonio por constituir un vínculo más estable. También exige revisar el divorcio para que su figura explicite la importancia que posee la ruptura de este tipo específico de contrato, todo lo contrario al sentido en que se ha legislado.
Junto con las ventajas sociales y económicas, y el reconocimiento cultural, el matrimonio debería de exigir la realización de un programa de formación para el caso del matrimonio civil, dado que ya existe para el matrimonio católico, aunque quizás en este último la formación debería mejorarse. La estabilidad matrimonial a partir de un tiempo determinado podría disfrutar de un mejor trato fiscal progresivo en función del número de años.
Así mismo, deberían incentivarse por parte de los poderes públicos aquellas actividades de las entidades sociales que promuevan la formación para la estabilidad matrimonial, y el acompañamiento de los matrimonios constituidos. En este sentido, la tarea de la Iglesia y de las otras confesiones que comparten el principio de la estabilidad −en el caso católico, la indisolubilidad− deberían ser apoyados por los poderes públicos, al desempeñar una tarea social y económicamente beneficiosa. En este modelo, la labor de mediación de conflictos ha de ocupar un papel destacado y proporcional a la elevada tasa de divorcios que se ha alcanzado.