El ‘yo’ tiene que estar abierto al conocimiento de la verdad y del bien, primero, a nivel de ideas; después, a nivel de necesidades de los demás; a nivel de experiencia...
En nuestra vida diaria estamos muy acostumbrados a tener que entregar o recibir cosas. Habitualmente ese entregar o recibir viene medido por la justicia: te doy y me das. A eso nos acostumbraron por lo menos los romanos, fundamentalmente.
En el ámbito cristiano, el juego de dar y recibir, sigue estando protegido por la justicia, pero es superado. Jesucristo se ha saltado ese equilibrio: Él se da incluso sin recibir nada a cambio. Es verdad que espera de nosotros alguna reacción, pero está claro que nunca nuestras dádivas estarán a la altura de las suyas: ¿quién puede dar la vida eterna, por ejemplo? ¿Quién entrega la vida por otro, con entera generosidad, aún cuando no haya esperanza de correspondencia por parte del otro?
De modo que en ese ambiente cristiano se nos anima a dar, y se nos desanima a esperar recompensa.
¿Entonces, se nos enseña a ser tontos? No del todo, la verdad. Porque se nos dice que quizás no recibamos recompensa de las personas con quienes nos relacionamos, pero sí la recibiremos de Dios. Él está al fondo de todo, mirando atentamente y con todo cariño. De modo que no dejará sin premio ni siquiera el vaso de agua fresquita que podamos dar este verano a alguien.
Otro nivel es el del trabajo. Suponiendo que lo podemos hacer mejor o peor terminado, siempre cabe excedernos en hacerlo con el propósito de querer ayudar verdaderamente a las personas para quienes trabajamos, clientes y jefes.
Pero hay, en nuestro ambiente cristiano, una entrega más importante, la entrega de la propia persona, la entrega, total o parcial, de una persona a una tarea, o a otra persona. Tenemos el matrimonio cristiano, por ejemplo, y la entrega mutua de marido y mujer, y la de ambos a sus hijos. Esta es una entrega de mayor consideración. También la entrega directamente a Dios de quienes están llamados expresamente por Él. Se demuestra que es una llamada de Dios precisamente en eso, en que no hay una esperanza cierta de recompensa, aunque luego Dios es tan bueno −y los hombres también−, que la hay.
¿Y qué estorba esta entrega generosa, la pereza? Sí, pero habría que responder que, sobre todo, nuestro yo, nuestra confusión mental. El yo lo tenemos todos, y es una maravilla. Se va formando como resultado de nuestro entender, de nuestra experiencia, de nuestros gustos y aficiones, y de tantas formas. Su gran defecto es la inamovibilidad, la fijeza pétrea que puede llegar a alcanzar: −Yo soy así; no me vas a cambiar; yo quiero ser yo-mismo y no dejarme influir; e, incluso, no me quiero dejar influir en mi libertad. ¡Falso, falso todo!
El yo tiene que estar abierto al conocimiento de la verdad y del bien, primero, a nivel de ideas; después, a nivel de necesidades de los demás; a nivel de experiencia... Y, sobre todo, a nivel de cariño, a nivel de querer que los demás sean mejores, tengan más facilidad para hacer el bien en su vida... En definitiva, para ver en cada momento como podemos entregarnos mejor a los demás.
La flexibilidad del yo se forja en la oración, una oración reposada en la que pedimos a Dios por las personas y contemplamos el panorama de cómo van las cosas. Si lo hacemos en la oración, nos vendrán nuevas inspiraciones de origen muy claro.
Y hemos de procurar que nuestros defectos no dificulten ni la oración ni la práctica de sus conclusiones. Una buena confesión frecuente viene bien. Borrar la dureza, el egoísmo del yo, y fomentar la generosidad de la entrega.