Es como si Dios nos dijera: “solamente cuando ames, sabrás lo que es el amor”; y nos lo pide porque antes nos da la capacidad para hacerlo, aunque esta capacidad supere nuestras propias fuerzas
Francisco no desea que nos quedemos bloqueados por el miedo, porque el miedo nos debilita, nos empequeñece, nos paraliza (cf. Homilía en Santa Marta, 15-V-2015). Por otra parte, Jesús nos manda amar. Pero ¿se puede mandar el amor? ¿Qué pensaríamos si alguien nos dijese: “te mando que me ames”? ¿Y si tenemos miedo a amar?
¿Puede amarse a alguien que no se ve?
La pregunta de si Dios puede mandar el amor plantea dos dificultades. Primera, ¿puede amarse a alguien que no se ve? Segunda, ¿se puede mandar el amor? Parece que, siendo el amor un sentimiento, no puede ser mandado porque no puede ser creado por la voluntad (cf. encíclica Deus caritas est, n. 16).
Veamos ante todo el contexto de ese mandato o mandamiento: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. (…) Éste es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. (…) Esto os mando: que os améis unos a otros” (Jn 15, 9-17).
Indudablemente Jesús “manda” el amor −a Dios y a los hermanos−, y no solamente para los discípulos que le han conocido y tratado, sino que, según entendemos los cristianos, también nos lo manda a nosotros. Pero notemos que, a la vez que lo manda, e incluso previamente, nos da la capacidad de amar. Nos lo manda “porque” nos ama. Y no nos manda amar de cualquier manera sino “como yo os he amado”. De entrada el amor de Dios por nosotros se ha hecho bien visible en Jesús.
¿Qué tipo de amor se nos manda?
Esto no puede significar que nuestro amor haya de ser de la misma calidad e intensidad que el suyo, o que deba adquirir necesariamente la misma “forma” histórica que su amor por nosotros ha revestido: a través de la Cruz. Debe de significar algo distinto, en la línea de la actitud de fondo y de la generosidad. Pero aun así, esta “medida” del amor cristiano sobrepasa cualquier fuerza meramente humana. ¿Cómo es posible entonces que nos lo mande?
Para comenzar, nosotros no podemos saber lo que es verdaderamente el amor, si éste se define a partir de lo que Dios ha hecho por nosotros (entregarnos su Hijo para la propiciación de nuestros pecados). Este no saber hasta el fondo lo que es el amor, no ha de retraernos de amar a Dios y a los demás. Esto es lo que Dios nos pide, como si nos dijera: solamente cuando ames, sabrás lo que es el amor. Y nos lo pide porque antes nos da la capacidad para hacerlo, aunque esta capacidad supere nuestras propias fuerzas.
¿Cómo sabemos que nos ha dado la capacidad para amar, y que por eso nos lo manda? Lo sabemos porque por el bautismo somos incorporados al Cuerpo místico de Cristo, cuya unidad y vida procede del Espíritu Santo, que es, precisamente, el amor personal del Padre y el Hijo en la Trinidad. A partir de ahí el amor cristiano (a Dios y a los demás) se realiza no con las meras fuerzas humanas, sino con la fuerza y participación del mismo amor de Dios que nos da el Espíritu Santo por nuestra vida en el Cuerpo (místico) de Cristo, que es la Iglesia.
El amor vence al miedo
Podríamos decir: quien ama puede mandar el amor. Lo vemos ya en el nivel humano: una madre o un amigo pueden “mandar” el amor hasta cierto punto, en la medida en que nos aman. Ahora bien, el amor verdadero es siempre algo libre. No es solamente un sentimiento, sino más bien un encuentro que implica a toda la persona, inteligencia y voluntad. Cuando alguien nos ama de verdad es como si estuviera legitimado para pedirnos: en nombre de mi amor, te mando amar. Desde luego se arriesga a que digamos que no. Y de algún modo, porque nos ama, nos está abriendo al amor.
Así pasa también con Dios, solamente que Él nos ama de modo infinito. Nos capacita para amar por el mero hecho de ser personas, y, de manera sorprendente, nueva y más grande, a partir de nuestro bautismo.
Dios nos manda amar como quien sabe lo que nos conviene, lo que nos hace mejores, más grandes, más personas, verdaderamente cristianos. Y espera pacientemente nuestra respuesta libre.
Dice san Juan: “Quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor” (1 Jn 4, 18). Esto puede ayudar a entender que Dios nos manda amar, para que venzamos el miedo.