La historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer
En esa Carta Magna de la familia que es la Exhortación Apostólica Familiaris consortio de San Juan Pablo II, no podía faltar una neta enseñanza acerca de la dignidad y la misión de las mujeres: “De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer” (n. 22).
En efecto, la persona humana se realiza por igual bajo las dos modalidades de varón y de mujer. “Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana” (idem). De forma paradigmática: “Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo El mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida” (idem).
El Nuevo Testamento está lleno de testimonios acerca del papel protagónico que a la mujer corresponde: “El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús»” (idem).
En esta valoración de la personalidad femenina es preciso progresar: “no se puede dejar de observar cómo en el campo más específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre [varón]” (idem, n. 23).
No tendría por qué haber una contraposición entre el trabajo fuera del hogar y las tareas domésticas. “No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana” (idem).
Las condiciones culturales y legales deben ayudar a la integración entre las labores externas y las domésticas. “Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia” (idem).
Se precisa un doble cambio cultural: el primero se refiere a la valoración de las funciones públicas de las mujeres, que en buena parte ya se ha producido en nuestras sociedades occidentales. Pero falta la valoración de las labores intrafamiliares. “Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad de persona, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico” (idem).