Para desgracia de puritanos y agnósticos, los santos no fueron amargados, ni reprimidos, sino tipos insultantemente alegres; deberíamos brindar cada noche por ello en este tiempo pascual que empieza hoy
Que el cristianismo no está reñido con el vino lo prueba la fiesta de hoy. Lo esencial de un cristiano es la alegría. No necesariamente etílica, pero también. La Pasión de Cristo no fue más que una pincelada terrorífica en un mar de alegría, esperanza, y milagros para todos. Sin el humor, el amor se seca y se muere. Y sólo los hombres tienen sentido del humor. Las gaviotas se ríen a grandes voces pero nunca entienden el chiste. Tampoco por casualidad, sólo el hombre puede amar. Y el cristianismo es la religión del amor, de acuerdo, pero también la del humor, la del buen humor.
De algún modo podríamos decir que el cristianismo es, Chesterton no se opondrá, la religión de la juerga. El viejo y sabio escritor dejó un gran consejo al respecto: “Bebe porque eres feliz, nunca porque eres desgraciado. Nunca bebas cuando estés triste”. Y en Ortodoxia añadió, al referirse a Jesús: “Cuando caminó sobre nuestra tierra, había en Él algo demasiado grande para que Dios nos lo mostrara; y algunas veces me figuré que era su alegría”.
Tal vez esté ahí parte del misterio de su temple ante el peligro, esa tranquilidad que sacaba de quicio a Pilatos, aunque esto tampoco era muy complicado. Desconozco las prácticas espirituales del coronel Hannibal Smith, de El Equipo A, pero salvando las distancias, es otro magnífico ejemplo de cómo una sonrisa y un comentario ingenioso pueden salvarte la vida. Smith siempre sonríe, enciende un puro, y comenta algo sobre la estupenda temperatura que hace esta mañana, cuando están a punto de volarle la cabeza. Al enemigo le desconcierta la felicidad y el sentido del humor. Y el gran enemigo del hombre es la desesperación.
Al fin, lo único verdaderamente incompatible con el cristianismo no es el pecado, sino la tristeza. Esa que anida en lo más hondo del alma, y que hace de la desesperanza una forma de vida. Para desgracia de puritanos y agnósticos, los santos no fueron amargados, ni reprimidos, sino tipos insultantemente alegres. Deberíamos brindar cada noche por ello en este tiempo pascual que empieza hoy.
Cuentan que alguien de su entorno trató de disuadir a San Juan Pablo II de la idea de construirse una piscina en la residencia veraniega de Castelgandolfo. Los médicos le instaban con vehemencia a practicar regularmente la natación, uno de sus deportes favoritos. Alguno de sus colaboradores, más papista que el Papa, objetó que aquello sería un dispendio económico y un gran escándalo. El Papa polaco sugirió entonces a su colaborador: “Una piscina para mantener la salud del papa es mucho más barata que unos funerales pontificios”. Hubo un silencio, una sonrisa. Y más tarde, una piscina.
También en lo cotidiano las Escrituras muestran a Jesús como alguien con sentido del humor, capaz de disfrutar de la amistad y de las fiestas, y a María particularmente preocupada por el vino en esa inolvidable escena de las bodas de Caná. La Virgen anticipaba así una constante del buen cristiano: que se acabe el vino en mitad de la fiesta es una tragedia de increíbles proporciones, se mire por donde se mire. Y lo habitual del cristiano es la fiesta. De hecho su calendario está lleno de ellas. Y, creencias aparte, siempre me he sentido más a gusto bailando y alzando una copa en honor a San José, San Fermín, o San Isidro, que haciéndolo a mayor gloria de la Constitución Española, por ejemplo, que es algo así como emborracharse para festejar la existencia del impreso Modelo 111 de la Agencia Tributaria.
Durante siglos los cristianos se han dejado pintar como seres amargados y dispensadores de prohibiciones, cuando lo único cierto es que no hay un lugar donde uno pueda disfrutar con tanta holgura de las cosas buenas de la vida como en el cristianismo. La repostería de las Clarisas, por sí sola, debería ser argumento suficiente para abrazar la fe cristiana. No creo que en el banquete celestial de la vida eterna falten estos dulces. A los islamistas que se inmolan en la yihad, además del colmo de todas las bendiciones y placeres, se les promete que en el más allá podrán disfrutar de 72 vírgenes, y no se me ocurre nada más estresante. Se suponía que la muerte era el descanso eterno.
Tampoco parece que la reencarnación animal proporcione precisamente un tránsito tranquilo. Supongo que mi reencarnación razonable sería en cerdo, en compensación por la cantidad de jamón ibérico engullido en esta vida. Y, consideraciones ascéticas al margen, no me resulta igual de atractivo el cerdo en su salsa habitual, que el recién cortadito que ofrecen en las bodas. De igual forma que, por mucho que pudiera gustarme Maria Sharapova, jamás desearía ser ella, y mucho menos ese latazo de estar todo el día jugando al tenis.
Mientras nadie logre estropearla con la perversa intención de rejuvenecerla, la ceremonia de la Vigilia Pascual, con su maravilloso rito de la bendición del fuego, es de una belleza, de una fuerza incluso cultural y artística, y de una esperanza tan plástica y elocuente, que es difícil no salir de ella con ansia de saltar al cielo. O al menos, con ganas de descorchar la botella más cara de la bodega −un día es un día−, bailar, y celebrar por las calles la resurrección de Cristo, con esa inexplicable y contagiosa alegría que tan bien conocen costaleros, cofrades, y quienes acompañan a esos pasos triunfantes y radiantes por la ciudad.
Sin la Resurrección, el cristianismo sería un timo, y Jesús, poco menos que todas aquellas cosas horribles de las que se le acusó en su salvaje, histérico, y accidentado juicio. No hay venganza, ni prohibiciones, ni gruesas tablas de ley. El cristianismo nace de una fiesta y se fundamenta en el amor, muy a menudo en forma de misericordia con quienes no somos más que un puñado de defectos. Esta fiesta, tan lógicamente arraigada en la historia de España, nos hace exultar a los pecadores. A fin de cuentas, somos parte esencial de la historia de la Redención y eso también es una buena excusa para sonreír y brindar.