Existe una teología del descanso y una pedagogía del reposo, que no siempre coincide con usos sociales más o menos dominantes
La Iglesia acaba de vivir unos días muy intensos. Pienso que los grandes temas han sido suficientemente tratados en los medios informativos, dentro de la solidaridad con quienes sufren a causa de su fe en tantos lugares del mundo. Los mártires del siglo XXI han estado presentes en las celebraciones litúrgicas y en los hogares cristianos. También en estas páginas, tan alejadas de cualquier complicidad silenciosa.
A la vez, me siendo una vez más movido a elogiar el gran trabajo de los fieles católicos en Francia, que cuaja en miles de bautismos de adultos en torno a la Pascua. Suelo agradecer la información que publica La Croix, así como la documentación de la página correspondiente de la Conferencia de obispos franceses.
Sólo una referencia numérica: además de 1.011 jóvenes de entre 12 y 18 años, 3.790 personas mayores han recibido ahora los sacramentos de la iniciación (bautismo, confirmación, eucaristía) en la Francia metropolitana; supone un aumento del 30% en el último quinquenio. Más de la mitad tienen entre 20 y 35 años, y reflejan una gran amplitud social: 17% estudiantes, 15% obreros, 15% técnicos, 18% empleados, 8% cuadros o profesionales liberales, 8% buscadores de empleo, 4% independientes, 3% profesores. Como siempre, las mujeres doblan a los varones: 66%, 34%.
Tras esos números, como refleja el reportaje de La Croix en su edición del 3 de abril, hay muchas horas de trabajo, de catequesis, de formación, de esfuerzos y lucha. Una figura merece el agradecimiento de los neófitos; los “acompañantes” durante ese periodo formativo del catecumenado.
Me he alargado más de lo que pensaba, para introducir alguna idea del papa Francisco en la celebración de la misa crismal en la basílica de san Pedro. Habló del descanso, y quizá lo merecen de modo particular cuantos han hecho posible esa experiencia pascual del país vecino. Tal vez en España no vayamos a la zaga, pero reconozco mi falta de información.
Al presidir esa misa el Jueves Santo, Francisco pronunció una homilía quizá más extensa de lo habitual, dedicada sobre todo, pero no sólo, a los sacerdotes, centrada sobre el cansancio y el descanso. Como se ha resumido en la prensa, analizó tres formas diferentes de fatiga: la del trabajo apostólico, la que viene del diablo, y el peligroso «cansancio de uno mismo», una especie de depresión que lleva a vivir el apostolado como rutina y no como un gesto de amor. El papa señaló como antídoto a esas enfermedades un verdadero descanso, que no es el de la "sociedad de consumo", sino el abandono confiado a la compañía y la protección de Dios.
Francisco confió públicamente con sencillez que piensa mucho en el cansancio y reza por quienes se fatigan al cumplir su misión, especialmente cuando él mismo se siente agotado. Pero ve ese estado anímico «como el incienso que se eleva en silencio al Cielo (cf. Sal 140, 2; Ap 8, 3-4)». Además, con la certeza de que «la Virgen María se da cuenta de este cansancio y se lo hace notar enseguida al Señor. Ella, como Madre, sabe comprender cuándo sus hijos están cansados y no se fija en nada más. “Bienvenido. Descansa, hijo mío. Después hablaremos... ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?”, nos dirá siempre que nos acerquemos a Ella (cf. Evangelii gaudium, 28,6). Y a su Hijo le dirá, como en Caná: “No tienen vino”».
Existe una teología del descanso y una pedagogía del reposo, que no siempre coincide con usos sociales más o menos dominantes. Probablemente, muchos de cuantos acaban de gozar de unos días de vacaciones, están hoy más cansados que antes: porque no saben descansar, tampoco en el plano cristiano. Para todos, la lectura de la homilía pontificia puede abrir horizontes interesantes.
No es casual que el papa vea como imagen radical y misteriosa de cómo trata el Señor el cansancio la escena del lavatorio de los pies. Le gusta «contemplarla como el lavatorio del seguimiento. El Señor purifica el seguimiento mismo, él se “involucra” con nosotros (cf. Evangelii gaudium, 24), se encarga en persona de limpiar toda mancha, ese mundano smog untuoso que se nos pegó en el camino que hemos hecho en su nombre (...) El Señor nos lava y purifica de todo lo que se ha acumulado en nuestros pies por seguirlo. Eso es sagrado. No permite que quede manchado. Así como las heridas de guerra él las besa, la suciedad del trabajo él la lava».
En definitiva −concluía Francisco− el Señor lava ese seguimiento «para que nos sintamos con derecho a estar “alegres”, “plenos”, “sin temores ni culpas”; y nos animemos así a salir e ir “hasta los confines del mundo, a todas las periferias”, a llevar esta buena noticia a los más abandonados, sabiendo que él está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (cf. Mt 28,21). Y sepamos aprender a estar cansados, pero ¡bien cansados!»
Las imágenes de la bendición pascual urbi et orbi reflejaban a un pontífice alejado de su jovialidad. No podía ocultar el sufrimiento ante tanta guerra y terrorismo, que sufren de modo particular los cristianos. Pero su gesto severo reflejaba −me parece− el “sono stanco anch'io” de la misa crismal: un nuevo motivo para rezar por el papa.