En su homilía en la noche de Pascua el Papa invita a buscar una “respuesta no trivial” a las cuestiones que ponen en crisis la fe y la razón
Homilía del Santo Padre
Noche de vela es esta noche. No duerme el Señor, vela el Custodio de su pueblo, para hacerlo salir de la esclavitud y abrirle la senda de la libertad (cfr. Salmo 121).
El Señor vela y, con el poder de su amor, hace pasar al pueblo a través del Mar Rojo; y hace pasar a Jesús a través del abismo de la muerte y de los infiernos. Noche de vela fue esta para los discípulos y discípulas de Jesús. Noche de dolor y de miedo. Los hombres se quedaron encerrados en el cenáculo. Las mujeres, en cambio, al alba del día siguiente al sábado, fueron al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús. Su corazón estaba lleno de emoción, y se preguntaban: ¿Qué haremos para entrar? ¿Quién nos quitará la piedra del sepulcro? Pero he aquí la primera señal del acontecimiento: ¡la gran piedra ya había sido removida y la tumba estaba abierta!
Las mujeres fueron las primeras en ver esta gran señal: la tumba vacía; y fueron las primeras en entrar. Entrad en el sepulcro. Nos vendrá bien, en esta Noche de vela, detenernos a reflexionar en la experiencia de las discípulas de Jesús, que también nos toca a nosotros. Porque para eso estamos aquí: para entrar en el Misterio que Dios ha realizado con su vela de amor.
No se puede vivir la Pascua sin entrar en el misterio. No es un hecho intelectual, no es solo conocer, leer... Es más, ¡es mucho más! Entrar en el misterio significa capacidad de asombro, de contemplación; capacidad de escuchar el silencio y sentir el susurro de un hilo de silencio sonoro en el que Dios nos habla. Entrar en el misterio nos pide no tener miedo a la realidad: no encerrarse en sí mismos, no huir ante lo que no comprendemos, no cerrar los ojos a los problemas, no negarlos, ni eliminar las preguntas. Entrar en el misterio significa ir más allá de nuestra cómoda seguridad, más allá de la pereza y de la indiferencia que nos frenan, y ponerse a la búsqueda de la verdad, de la belleza y del amor, buscar un sentido que no se da por descontado, una respuesta no banal a las preguntas que ponen en crisis nuestra fe, nuestra fidelidad y nuestra razón.
Para entrar en el misterio hace falta humildad, la humildad de abajarse, de descender del pedestal de nuestro yo tan orgulloso, de nuestra presunción; la humildad de empequeñecerse, reconociendo lo que efectivamente somos: criaturas, con virtudes y defectos, pecadores necesitados de perdón. Para entrar en el misterio es necesario ese abajamiento que es impotencia, vaciamiento de las propias idolatrías... adoración. Sin adorar no se puede entrar en el misterio.
Las discípulas de Jesús velaron aquella noche con la Madre. Y Ella, la Virgen Madre, las ayudó a no perder la fe ni la esperanza. Así no quedaron prisioneras del miedo y del dolor, sino que, a las primeras luces del alba, salieron llevando en la mano sus ungüentos y con el corazón ungido de amor. Salieron y encontraron el sepulcro abierto. Y entraron. Velaron, salieron y entraron en el Misterio. Aprendamos de ellas a velar con Dios y con María, nuestra Madre, para entrar en el Misterio que nos hace pasar de la muerte a la vida.