Nuestro mundo será mucho más humano cuando aprendamos de veras a necesitar el perdón y a otorgarlo siempre
Probablemente todas las épocas de la humanidad han sufrido serios problemas de convivencia. Pero la celeridad de los acontecimientos y su también rapidísima difusión hacen que nuestro mundo sea particularmente convulso. Basta pensar en el sedicente Estado Islámico que ha promovido una espectacular marea de horror televisado casi imposible de imaginar. Podríamos añadir los asesinatos de cristianos en diversos lugares, especialmente en el norte de Nigeria, la guerrilla colombiana, Pakistán, el desbarajuste progresivo y de opereta sarcásticamente dictatorial de Venezuela, la guerra de Ucrania tal vez velada por todo lo anterior… Unos sucesos barren a los otros de los medios de comunicación, enmascarando su real existencia.
Buena parte del resto de la humanidad nos sumamos al caos con disputas estériles, ofertas de obligado incumplimiento, corrupción amplísima, falta de ideas e ideales en tantos líderes… Y desde una perspectiva cristiana, además de lo anterior, se suman otros pecados socialmente admitidos. Y ya se sabe que lo aceptado por la mayoría −real o aparente− es acogido como bueno. Pero cuando la muerte de inocentes se convierte en un derecho, algo huele a podrido, muy podrido, en nuestro mundo. Y no contentos con eso, ponemos a Dios en solfa, bajo sospecha. La gran duda es esta: ¿cómo puede Dios permitir estas cosas? Porque las hace nuestra libertad, y no se puede clamar por ella cuando nos interesa, y robarla a otros si nos parece mal su proceder. Dios no puede hacernos libres y esclavos simultáneamente. También hay acontecimientos que sólo pueden entenderse en la otra vida, sencillamente porque un dios abarcado por mi mente no es Dios.
Un mundo así necesita de la misericordia ajena −de Dios y del resto de los humanos− y de nuestra propia misericordia para con los demás. Por eso, me parece muy oportuno que, a partir del próximo 8 de diciembre, comience un Año Jubilar especial, dedicado a la misericordia. El Papa solamente lo ha anunciado, y desconocemos las pautas que marcará. Sin embargo no me parece aventurado lo que escribo a continuación, tanto respecto a la necesidad que tenemos de un Dios misericordioso como de una humanidad compasiva.
Casi han transcurrido treintaicinco años de la Encíclica Dives in Misericordia de Juan Pablo II. Allí escribe que Cristo confiere un significado definitivo a la misericordia divina, porque no sólo habla de ella usando ejemplos y parábolas, sino que él mismo la encarna y personifica. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace “visible” como Padre rico en misericordia. Eso es así y algo puede comprenderse desde la fe: la misericordia consiste fundamentalmente en hacer propia la miseria ajena. Y esto es lo que realiza Jesús asumiendo todas las lacras humanas para redimirlas en la Cruz. A primera vista, ya podemos observar qué lejos está esa actitud de nuestra inclinación a buscar culpables de todo, pero ajenos a nosotros mismos, que probablemente somos tan infractores como los demás. Nuestro mundo será mucho más humano cuando aprendamos de veras a necesitar el perdón y a otorgarlo siempre.
Dirigiéndose en oración al Señor, decía san Alfonso María de Ligorio: No conviene a una Misericordia tan grande como la vuestra olvidarse de una tan grande miseria como la nuestra. Y san Bernardo exclamaba: Mi único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos mientras Él no lo sea en misericordia. Podríamos pensar ahora qué puede ser para un no creyente un año de misericordia. Pienso que mucho, porque esa virtud es un gran valor humano que facilita la convivencia en paz al procurar ver uno sus propias debilidades antes de acusar a nadie porque, frente a cualquier problema, todos podemos interrogarnos: ¿qué podría haber hecho yo mejor? Ante toda necesidad del prójimo, podemos pensar en lo que yo puedo hacer, sin excusas tan poco humanas como el “que se apañe”, “es su problema”.
La virtud es ambiciosa −escribió san Josemaría−,nos empuja a mostrarnos agradecidos, afables, generosos; a comportarnos como amigos leales y honrados, tanto en los tiempos buenos como en la adversidad; a ser cumplidores de las leyes y respetuosos con las autoridades legítimas; a rectificar con alegría, cuando advertimos que nos hemos equivocado al afrontar una cuestión. Sobre todo, si somos justos, nos atendremos a nuestros compromisos profesionales, familiares, sociales… Todo eso forma parte de la salida a nuestras periferias, de ese descentrarse de uno mismo para centrarse en los demás, como insiste reiteradamente el Papa Francisco.
Para pedir perdón necesitamos simplemente conocernos como somos. Porque así nos daremos cuenta de muchos errores, sin poder afirmar como hacen tristemente algunos famosos: yo no tengo que arrepentirme de nada. De veras, dan pena, porque el que no ve la viga en su ojo, se atreve a reprochar a los demás por la pajita que hay en los suyos. Y para otorgar nuestra misericordia, basta mirar un poco y observar tantas necesidades materiales y espirituales, hay de sobra con ver la alegría que produce el perdón, y la engendrada por la comprensión, la disculpa, la escucha atenta, la mirada abierta a la humanidad entera, deseosa de saber qué necesitan los demás.