El misterio del bien apenas nos interesa: carece de morbo y resulta demasiado exigente, salvo que revista formas heroicas espectaculares
Vivimos en una cuerda floja tendida entre dos misterios, el del bien y el del mal, e intentamos equilibrarnos con una pértiga de racionalidad científica que rara vez evita que caigamos al abismo. Sorprende que mientras descartamos como superstición todo lo que no se puede ver y tocar, se multiplique el número de series de televisión, películas y publicaciones diversas en torno al diablo y lo maléfico: vampiros, fantasmas, brujas, hechiceros y el propio Lucifer en persona. Si nos quitan el misterio por un lado, si lo secularizan, tendemos a recuperarlo por otro −casi siempre más banal o perverso−, porque nos sabemos habitantes del misterio: nosotros mismos somos un misterio.
Da la impresión de que reconocemos fácilmente el carácter impenetrable del mal y sus atractivos. Todavía. Como si el ideal de una vida buena resultara idiota o infantil, algo de otros tiempos, el misterio del bien apenas nos interesa: carece de morbo y resulta demasiado exigente, salvo que revista formas heroicas espectaculares. Pero incluso entonces, nos atrae por el espectáculo. Nos avergüenza decirles a los niños que sean buenos y ni de broma nos planteamos ser virtuosos. Confiamos a la policía y a las leyes que sean buenos los otros, y protocolizamos los riesgos en sistemas de seguridad y códigos penales.
Pero la vecina dice sorprendida a los de televisión que el chico de al lado, el asesino múltiple, era un chaval normal y simpático; como el que maltrataba a mordiscos y quemaduras a la hija de su pareja; como la que guardaba sus fetos en la nevera. Todos parecían normales, pero como todos, vivían en la cuerda floja entre dos misterios. También Andreas Lubitz, copiloto.